Desde el modelo
histórico subjetivo que propone Foster, pero esta vez
(re)leyendo la historia como si se tratara
de un sujeto psicoanalítico, un acontecimiento
únicamente lo registra otro que lo recodifica; llegamos a
ser quienes somos sólo por acción
diferida[7]. O en la expresión
de T. S. Eliot con que
Piglia da inicio a Respiración artificial: we
had experience but missed the meaning, an approach to the meaning
restores the experience. Y Derrida citado por Foster: Lo
que se vuelve enigmático es la idea misma de primera
vez. Y casi como si completara la expresión de Eliot:
es por tanto el aplazamiento lo que está en el
inicio[8]. Y Alejandro Dolina en su
programa
radial: "La venganza será terrible": en la
post-modernidad,
todos somos Pierre Menard
Y Sontag: Al artista le resulta casi imposible escribir una
palabra (o producir una imagen o ejecutar
un ademán) que no le traiga el recuerdo de algo ya
logrado[9].
Es una idea extendida que el arte minimal
constituye el final de la Vanguardia y
la Modernidad y el comienzo del la Postmodernidad
y el arte postvanguardista. Según Foster, el minimal
habría sido el ataque más certero al "vanguardismo
formalista", representado en la crítica
y la historia del arte de los años sesenta por Greenberg y
Fried[10].
Y continúa el análisis de Carreño (2003), Foster
asumiría la idea de "moderno" o "modernista" del propio
Greenberg, como categorías afines o sinónimas de
"formalista", y vería en la autonomía
artística su presunta razón de ser. De allí
la crítica negativa de Greenberg y Fried, para quienes la
escultura minimal suponía una ofuscación de la
autonomía formal del medio artístico definido, y
vuelto a definir al interior de un proceso de
"vanguardia", del que se pretendía que hallaría en
las progresivas rupturas consecutivas, impacto en el
ámbito de lo público. Según Foster,
Greenberg al defender la autonomía artística,
vería en el minimal un tipo de arte que se alinea con la
política
institucional que le da cabida, invalidando así sus
eventuales poderes críticos, antiacadémicos y
novedosos, prerrogativas éstas de la auténtica
vanguardia. Las razones por las que Greenberg califica al minimal
de arte pequeño burgués disfrazado de arte
avanzado, serían las del abandono de las convenciones
de los géneros en las que residiría la especificad
de lo artístico. Las rupturas "vanguardistas" deben ser
realizadas en el marco convencional del lenguaje que
es propio de cada forma artística; esto implica una
visión de la historia del
arte moderno en el que se omiten (¿reprimen?) las
vanguardias transgresoras tales como el surrealismo y
el dadaísmo, y en el que la estructura
profunda del progreso está marcada (y dictada) por la
línea abstracta. La falta de calidad del arte
minimal, por tanto, se concreta [para Greenberg] en una carencia
no tanto de complejidad formal o de composición y, menos
de proporción, sino en que sus formas (en sentido amplio,
sus características formales) no sean "sentidas",
"inspiradas", o correctas. No hay nada objetivamente incorrecto
en el arte minimal, porque esto no tiene sentido. (…) De
lo anterior se sigue que el rechazo del minimal se debe a motivos
relacionados, en el caso de Greenberg, con presupuestos
de tipo humeano[11].
En La norma del gusto (1757), Hume busca explicar el
rango ontológico de las propiedades estéticas y la
competencia de
los buenos jueces en materia de
apreciación estética a través de la
parábola cervantina de los parientes de Sancho, entendidos
en vinos. Dice Sancho: A dos de mis parientes les pidieron en
una ocasión que dieran su opinión acerca del
contenido de una cuba que se
suponía era excelente (…). Uno de ellos lo degusta,
lo considera y tras maduras reflexiones dice que el vino
sería bueno si no fuera por un ligero sabor a
cordobán. El otro (…), pronuncia también su
veredicto a favor del vino, pero con la reserva de cierto sabor a
hierro.[12] En un principio, los catadores
fueron ridiculizados, pero al vaciar la cuba, se encontró
en el fondo una vieja llave atada a una correa de cuero.
Independientemente del hecho señalado por Gérard
Genette (1997) de que un diagnóstico no es una apreciación, y
de que no se puede saltar del plano de los hechos al plano
del valor sin
defecto lógico; lo que Hume busca mostrar es que aunque
es verdad que la belleza y la deformidad no son cualidades de los
objetos más de lo que puedan serlo lo dulce y lo amargo,
(…) debe admitirse que hay ciertas cualidades en los
objetos que por naturaleza son
apropiadas para producir estos sentimientos particulares.
(…) Cuando los órganos de los sentidos son
tan sutiles que no permiten que se les escape nada, y al mismo
tiempo tan
exactos que perciben cada uno de los ingredientes del conjunto,
denominamos a esto delicadeza del
gusto[13].
Greenberg, que confiaba ciegamente[14] en su
delicadeza del gusto, no veía en las producciones minimal
esas cualidades del objeto capaces de despertar el sentido
del gusto, y con él los juicios y la experiencia
estética propiamente dicha.
En la visión greenbergiana, las propiedades
estéticas de las obras son disposicionales, emergen a la
existencia, se actualiza su valor de uso (estético) cuando
la experiencia entre el sujeto y el objeto es la adecuada; la
subjetividad del juicio del gusto queda salvaguardada del
relativismo mediante el consenso basado en la tradición
(lo que en Hume equivaldría al conjunto de los veredictos
de los expertos), en la comparación con obras maestras de
la vanguardia, en cuya familiaridad se ha educado el gusto del
crítico.
Michael Fried, por su parte, considera que la "literalidad"
y la "teatralidad" del arte minimal atacaban convenciones muy
arraigadas en la práctica productiva, interpretativa y
crítica del arte… (…) tachaba la escultura
minimal de objetual y literal, adjetivos que suponen su
segregación del ámbito de lo artístico. Un
objeto no es una obra de arte sólo por ser exhibido o
tratado como tal; para funcionar como una escultura ha de superar
de alguna manera la pura
objetualidad[15].
Nelson Goodman en Maneras de hacer mundos (1978)
describe como el cuarto síntoma de lo estético (en
un elenco de cinco características que nos
permitirían saber cuándo un símbolo
está funcionando como obra de arte), la
ejemplificación, a saber, un símbolo, posea o no
denotación, simboliza en la medida en que funciona como
una muestra de las
propiedades que posee literal o
metafóricamente[16]. En este
sentido, las obras de arte no sólo muestran algo bajo una
determinada luz, sino que
poseen las propiedades de aquello que muestran: (e)l Guernica
de Picasso
representa un episodio de la Guerra Civil,
pero también expresa la crueldad de la guerra y
ejemplifica un uso particular del color
gris[17]. Un signo, como una muestra,
especifica ciertas propiedades y no otras. La muestra de
sastre es un ejemplo de textura, color, etc., pero no lo es del
tamaño o de la forma.[18] Entonces, en
principio, las obras de arte, por contraste, son muestras cabales
o ejemplificaciones tautológicas de sí mismas, en
la medida en que todo en ellas es relevante al
análisis o la observación[19].
Arthur Danto ha propuesta una teoría
del arte en que no hay correlación ni unidad
acrítica entre obra y objeto; en "The Transfiguration
Transfigured" (2007) argumenta que una obra de arte
consiste en aquellas partes y propiedades del objeto
seleccionadas por el significado. El peso en kilos, o el
tamaño en centímetros cuadrados, no son usualmente
parte de la obra. Cuáles sí lo son, es un asunto de
interpretación. La estructura de la obra es
una fusión
de significado y materia que es paralela a la fusión de
cuerpo y alma en un ser
vivo[20].
Sin entrar en el análisis de los otros cuatro
síntomas de lo estético (densidad
sintáctica, densidad semántica, plenitud relativa y referencia
múltiple y compleja), podría pensarse
heurísticamente en las producciones minimal como obras que
ejemplifican ejemplarmente la ejemplificación
goodmaniana.
Desde la perspectiva crítica de Carreño, la
objetualidad es uno de los temas centrales del minimal, pero no
en el mismo sentido en que lo era la opticalidad o la visualidad
formalista. El objeto minimal no está exento de una
dimensión simbólica, aun cuando ésta tenga
que ver consigo mismo. Y nuevamente, sin avanzar aún en el
análisis de la posible auto-indexicalidad de las obras
minimal, ni tampoco sobre el carácter presuntamente tautológico
de sus producciones, resulta útil (a una
comprensión post-formalista) contemplar la posibilidad de
una dimensión del significado que tiene que ver con la
configuración formal de la obra, pero que también
puede servir a los fines de una iconografía de la
ausencia.
Ni Judd ni Morris tratan de buscar las objetualidad por
sí misma, aplicando el argumento reductivista a la
escultura. Menos aún pretenden realizar objetos sin
cualidades, o que no se aprecien por ellas. (…) Para Judd
es prioritario señalar la inseparabilidad de sustancia y
accidentes. El
color la forma y el material parecen indisociables, de ahí
que utilice formas claras, contornos definidos, composiciones
seriales, superficies pulidas y colores
sólidos. (…) Para Morris es prioritario
señalar hacia la experiencia en la que el objeto llega a
reconocerse como tal, a la relación
sujeto-objeto[21].
Los objetos minimal se refieren a su objetualidad, la subrayan
o señalan, no se despojan de lo accidental o externo desde
el punto de vista de la división en géneros
de las artes (por ejemplo: la ilusión de
tridimensionalidad en la pintura, la
planitud en la escultura) sino de una ontología superpoblada; reducen el universo
(artístico, pero también cósico) de lo que
hay, a uno, dos o tres… entidades, por eso son algo
más, y no sólo "literalmente",
objetos[22]. Parecen invocar a una
atención original, a la cualidad de cosa
del objeto. El arte tradicional invita a mirar. El arte
silencioso engendra la necesidad de fijar la vista. El arte
silencioso permite -por lo menos en principio- no liberarse de la
atención, porque, en principio, no la ha
reclamado[23]. Ahí está
el objeto como objeto, aquí y alrededor de
él, o en cierta posición respecto de
él, nosotros, yo como sujeto. Sin embargo (y esto
molestaba a Fried), las propiedades materiales del
objeto no dan la impresión de estar al servicio de
una experiencia (estética) en la que ya no se perciban
como materiales, sino espiritualizadas, cargadas de sentido. El
sentido, a través de la forma, modifica al objeto en obra
de arte diferente de la cosa
física[24]. Las propiedades del
objeto no buscan el efecto (literal) en el resalto de sus
características formales, no enuncian una
articulación interna significativa e informe, no
privilegian ninguna forma respecto de otra, es decir,
ningún punto de vista, o ningún orden, y por ello
(el objeto minimal) se comportaría, según Fried,
como un(o) cualquiera[25]. En este
sentido, las producciones minimal son teatrales, toda vez que su
éxito
artístico descansa en la puesta en escena de obras de arte
colocadas en el mismo espacio arquitectónico
(escénico) que los cuerpos de los espectadores, es decir
que la obra pone en tela de juicio su propia autonomía
ontológica al compartir el espacio de la
representación; sumado a ello, las habituales dimensiones
antropomórficas de las esculturas minimal, favorecen la
sensación de ser alcanzado por un efecto más que
por el contenido de una forma.
La obra sería teatral porque no conseguiría
la unidad formal en sí misma, con independencia
de su colocación espacial y porque, igual que el teatro,
exigiría siempre una audiencia (…) la obra
minimal está incompleta sin el espectador al que ha
estado
esperando. Lo peor sería que, aunque presuntamente
persiga la mera objetualidad, el objeto minimal exige del
espectador el comportamiento
adecuado no ya ante objetos, sino ante personas. El arte minimal
no habría abandonado el simbolismo, sino que se
habría convertido en el símbolo de un cuerpo
desalmado, vacío, autoritario. El aura que
mantiene la escultura minimal, a pesar del principio de
repetición, consiste en la enfadosa propiedad de
devolver la mirada. Como en la celebración de un rito
el espectador del minimal participaría en la
revelación de una
presencia[26].
De todas maneras, la crítica de Fried no se refiere
exclusivamente a que el minimal ponga el acento de la experiencia
artística en la fenomenología de la percepción
de la obra de arte, sino que tanto el sujeto como la escultura,
se presenten cargados sólo de mera corporalidad
(exterioridad).
Volviendo sobre nuestros propios pasos: hay una movimiento que
se produce a principios de los
sesenta, y que halla en expresión de Richard Wolheim, el
nombre de "arte mínimo", luego minimal, luego
minimalismo… para los críticos formalistas,
emblemáticamente Greenberg y Fried, el minimal oculta algo
casi desleal; no se trata de un juicio sobre sus
propiedades formales, ya que no parece del todo discontinuo con
un proceso modernista de conquista
progresiva de la abstracción y particularidad de cada
medio artístico, hay otra cosa… quizás un
salirse de la gramática de los lenguajes
artísticos, una cierta cualidad híbrida, una
presencia descentrada, opaca o bien transparente, pero que no
dice lo que dice en lo dice, cuando Frank Stella pronuncia su
enigmática y preclara sentencia: what yo see is what
you see, tenemos la impresión de que no debemos
tomar literalmente la expresión literal, hay un eco
irónico latente… las obras minimal parecen
intimidar de una manera que no parece corresponderse del todo con
esta anodina expresión descriptiva… es como si lo
antropomórfico, lo teatral, lo aurático resurgiera
en forma de presencia. Del otro lado, críticos
post-formalistas ven en el minimal algo apropiado: silencio,
ironía, incomunicación, sustracción de los
elementos deleitables, recodificación de lo
traumático de la primera vanguardia, austeridad, conciencia
crítica de la historia, tematización y
crítica de un espíritu de época en el uso de
procedimientos
industriales, y toda la carga aneja de des-romantización
de la creación artística.
¿Qué dice una obra minimal si sólo dice
lo que dice cuando sólo dice lo que dice?
II. La
interpretación fenomenológica de
Didi-Huberman.
Lo que vemos, lo que nos mira (1992), no es un libro
sencillo; de hecho parece el tipo de obra con la que uno se
enfrenta ansioso de postrera incomprensión, valga como
lenitivo que su rechazo manifiesto de cierto espíritu
bivalente, y un ánimo doctamente intranquilizador, nos
ponen a resguardo y en el resguardo de lo entendido a medias. No
por eso deja de ser de inmenso provecho para abordar el
minimalismo; y no sólo al compararlo con las más
escuetas interpretaciones de la estética analítica,
también se presenta como un trabajo que
echa nueva luz sobre las propias lecturas fenomenológicas
del minimal.
Huberman compone (y luego descompondrá) dos tipos de
actitudes,
encarnadas por el hombre de
la tautología y el hombre de la
creencia, lo que vemos no vale -no vive- a nuestros ojos
más que por lo que nos mira[27];
ejemplifica este aserto con un pasaje del Ulises de Joyce
en el que Stephen Dedalus está frente a su madre
agonizante; cuando los ojos de ella se cierran definitivamente,
él siente que es mirado por primera vez. Pasar de la madre
muerta a las obras de arte, implica en el texto de
Huberman, partir de una situación ejemplar y fatal en la
que la cuestión del volumen y el
vacío se plantea de manera irremediable a nuestra
mirada. Es la situación de quien, ante él, se
encuentra cara a cara con una tumba que posa los ojos sobre
él (…). Por un lado está lo que veo
de la tumba, es decir la evidencia de un volumen, en
general una masa de piedra, más o menos geométrica,
más o menos figurativa, más o menos cubierta de
inscripciones (…) el mundo del arte y el artefacto en
general. Por el otro, está -diré de nuevo- lo que
me mira, y lo que me mira es una situación tal que ya no
tiene nada de evidente, puesto que al contrario se trata de una
especie de vaciamiento (…), a saber, el destino del cuerpo
semejante al mío, vaciado de su vida, de su palabra, de
sus movimientos, vaciado de su poder de alzar
los ojos hacia mí. Y que sin embargo en un sentido me mira
-el sentido ineluctable de la pérdida aquí en
obra[28]. El hombre de la tautología
recusa el aura del objeto; lo que ve es lo que ve y
punto; cumple con una visión que responde a la
estricta evidencia de lo que hay (fenoménicamente, como si
dijéramos: en la superficie, aunque esta
precisión carecería de sentido para tal
ethos ontológico que confina lo nouménico,
como alguna vez dijera Borges de la
metafísica, al ámbito de la literatura
fantástica). El hombre de la creencia, por el contrario,
se comporta como el discípulo de Cristo, quien al llegar a
la tumba vacía, vio y creyó (et vidit, et
creditit), según reza el relato de san Juan.
¿Qué es lo que ve? Nada, justamente. Y es esa
nada (…) ese vacío de cuerpo, lo que habrá
de desencadenar para siempre toda la dialéctica de la
creencia[29].
El otro texto literario que escoge para ilustrar la diferencia
entre las dos actitudes estéticas, éticas, y
existenciales frente a lo que podemos ver y por lo que podemos
ser vistos, es la conocida parábola de El Proceso
de Kafka, en la que se describe la situación de un aldeano
frente a una puerta custodiada por un guardián, a la que
nunca consigue entrar, por mucho (la indefinida extensión
de su vida adulta) que suplique. Frente a la imagen -si
aquí denominamos imagen al objeto del ver y la mirada-
todos se paran como frente a una puerta abierta a través
de cuyo marco no se puede pasar, o no se puede entrar: el hombre
de la creencia quiere ver algo más allá (es el
aldeano, en su acto de miserable búsqueda); el hombre de
la tautología se vuelve en el otro sentido, de espaldas a
la puerta, y pretende que no hay nada que buscar en ella, y que
cree representarla y conocerla por la simple razón de que
se instaló a su lado (es el guardián, en su acto de
miserable poder)[30].
Si el cenotafio o el umbral intraspasable funcionan como las
figuras paradigmáticas de la actitud del
hombre de la creencia, quizás las figuras minimal lo hagan
para el segundo; así inicia Huberman un argumento
narrativo que está al acecho por volverse contra sí
mismo. A primera vista, continúa, la pequeña
fábula filosófica ensayada, encontraría en
esos paralelepípedos privados de toda
imaginería, de todo elemento de creencia, voluntariamente
reducidos a esa especia de aridez geométrica, los
objetos tautológicos (volúmenes
asintomáticos) del hombre de la
tautología.
Donald Judd y Robert Morris hablan de eliminar toda
ilusión, de crear objetos específicos, objetos que
no exigirían sino ser vistos por lo que eran; de esta
manera, parece, comprender su programa de acción es
comprender el elenco de las interdicciones a lo que puede ser
producido, al modo de hacerlo, y al de percibirlo. El
desafío, desde una perspectiva materialista,
podría entenderse como la minuciosa privación de
elementos que dieran pie al hombre de la creencia a desarrollar
su vicio (la credulidad); Morris cargando contra la
escultura de tipo iconográfica e iconológica, para
concentrarse en su parámetros específicos, Judd
rechando no sólo los modos tradicionales del
"contenido" -contenido figurativo o iconográfico, por
ejemplo-, sino también los modos de opticidad de la gran
pintura abstracta de los años cincuenta, la que Rothko,
Pollock o Newman habían puesto en
obra[31].
Para Judd la empresa
("Specific Objects", 1965) consistía en fabricar un
objeto espacial, en tres dimensiones, productor de su propia
espacialidad específica, un objeto que no inventara ni
tiempo ni espacio más allá de sí
mismo[32]. En particular, Frank Stella
(al que se le atribuye haber creado los únicos cuadros
específicos de aquellos años), y su sentencia: "lo
que ves es lo que ves", parece dar lugar a una estética de
la tautología; lejos incluso de la estética del
silencio descripta por Sontag, en tanto aquélla
reificaría la austeridad como imperativo moral y
artístico.
Son al menos cinco las restricciones del minimal según
lo entiende Huberman: i) eliminar toda ilusión, ii)
eliminar todo detalle, iii) eliminar toda temporalidad, iv),
eliminar todo equívoco (o juego de
significaciones) y v) eliminar todo antropomorfismo. Si el
hombre, según la aserción baudelariana, fuera un
niño extraviado en las selvas de los símbolos,
el minimal aparecía, en principio, como una empresa de
redención. Nuevamente, y a primera vista, las obras
y los textos (las obras-textos) parecen dejarse leer en la
inequívoca aprehensión de su superficie, y en un
ayuno lapidario de todo misterio, connotación y aura.
Así podrá decirse que el puro y simple
volumen de Donald Judd [1964, Sin Título,
plexiglás naranja y acero laminado.
Estate of D.F.] -su paralelepípedo en
contrachapado- no representa nada como imagen frente a nosotros.
(…) su aridez formal lo separa, según parece, de
todo proceso "ilusionista" o antropomorfo en general. Sólo
lo vemos tan "específicamente" y tan claramente en la
medida en que no nos
mira[33].
Hasta aquí el análisis bivalente, pero a partir
del capítulo cuarto: "El dilema de lo visible, o el juego
de las evidencias",
las cosas ya no son tan simples; y es preciso releer,
continúa Huberman, las declaraciones de Judd, Stella y
Morris entre los años 1964 y 1966 para comprender
cómo los enunciados tautológicos no logran
sostenerse hasta el final. Cuando Bruce Glaster le pregunta a
Stella que quiere decir presencia, [algo que impone su
específica presencia], el artista le responde, en
principio, un poco rápidamente: "Sólo es otra
manera de decir". Pero la palabra se ha soltado. A punto tal que,
en lo sucesivo, no soltará el universo
teórico del arte
minimalista[34].
La apelación a la cualidad de ser, a la existencia
evidente (como usted como sujeto) del what de la
tautología stelliana: what you see is what you see,
constituye a las claras, dice Huberman, una deriva
lógica
-en realidad, fenomenológica- con respecto a la
reivindicación inicial de especificidad formal. Puesto
que finalmente la cualidad y el poder de los objetos minimalistas
se referirán al mundo fenomenológico de la
experiencia[35].
Así, incluso la lectura
más analítica de Carreño adhiere a la
visión de Rosalind Krauss, (y en un sentido débil a
la de Huberman, toda vez que no se consigna como en éste
una fenomenología del aura) para quien el arte
minimal supone la conciencia corporal del espectador y de esta
manera la superación de una concepción
exclusivamente óptica
de la interpretación artística, ya que se pone en
primer plano la fenomenología de la experiencia de la obra
de arte[36]. De hecho, en el análisis de
Carreño, la denostación formalista de Fried
respecto del minimal tiene que ver con que percibió
precisamente aquello por lo que Huberman lo ensalza, o al menos
lo hace portador de una dimensión
artístico-cognitiva peculiarísima, esto es, la
posesión de un tipo especial de aura, relacionada
con la capacidad de devolver la mirada, en tanto se muestra como
algo vacío, que nos interpela a sondear ese vacío,
para constatar una ausencia que nos devuelve al punto de
origen (fenomenológico).
(L)a fueza del objeto minimalista fue pensada en
términos fatalmente intersubjetivos. En síntesis,
que el objeto se pensó aquí como
"específico", abrupto, fuerte, indominable y
desconcertante, en la medida misma en que, frente a su
espectador, se convertía insensiblemente en una
especie de sujeto[37].
Rosalind Krauss (citada por Huberman) da una clarividente
descripción de esta dialéctica
conceptualmente extraña: "poco importa, en efecto que
comprendamos que las tres L [de Morris, 1965, Sin
título, contrachapado pintado, tres elementos, 244 x
244 x 61 cm. cada uno, Musée d´Art
contemporain, Burdeos] son idénticas; es imposible
percibirlas -la primera erguida, la segunda recostada sobre un
lado y la tercera apoyada en sus dos extremos- como realmente
iguales. La experiencia diferente que se hace de cada forma
depende, sin duda, de la orientación de las L en el
espacio que comparten con nuestro propio
cuerpo"[38].
Si para Fried la teatralización del minimal era una
expresión sintomatológica de su
degeneración artística; la perfomance
de Robert Morris en la que un paralelepípedo de dos
metros de alto cae al cabo de unos minutos (y que originalmente
estaba concebida para que el propio artista estuviera dentro y
accionara la caída) con telón inicial y final,
funciona cómodamente para sostener este juicio.
Michael Fried no hizo más que precipitarse en la
brecha teórica ya explícitamente abierta por Robert
Morris: a saber, la contradicción entre "especificidad" y
"presencia", la contradicción entre transparencia semiótica de una concepción
tautológica de la visión (what you see is what you
see) y la opacidad fatal de una experiencia intrasubjetiva o
intersubjetiva suscitada por la exposición
misma de los objetos
minimalistas[39].
Sin embargo, es posible que no todos los representantes del
minimal compartieran la misma empresa
fenomenológica de aparición de una distancia en un
objeto al alcance de la mano, al alcance de la percepción
táctil, que a su vez parece ostentar el poder de accionar
sobre nuestra mirada, sobre nuestra capacidad de sentirnos
mirados. Para Huberman, tanto Judd como Fried soñaron con
un ojo puro, un ojo sin sujeto, tal como los surrealistas
soñaban con un ojo en estado salvaje. Los pensamientos
binarios son ineptos para captar algo de la economía de lo visual, pues ver es
siempre una operación del sujeto, por tanto, una
operación hendida, inquieta, agitada, abierta. No
hay que elegir entre lo que vemos y lo que nos mira. Hay que
inquietarse por el entre y sólo por él. No hay que
intentar más que
dialectizar[40].
(E)l arte minimalista, en su "silencio de tumba", puede
reducirse a una pura y simple iconografía de la muerte.
Cuando R. Morris fabrica una especie de féretro de
madera de
exactamente seis pies de largo [Sin título,
1961. Madera, 188 x 63, 5 x 26,5 cm. Leo Castelli Gallery,
Nueva York] (…) cuando Joel Shapiro produce sus
volúmenes geométricos en referencia a una imagen de
féretro [Sin título (Coffin), 1071-1973.
Hierro
fundido, 6,5 x 29,4 x 12, 5 cm. Paula Cooper Callery,
Nueva York] (…). En resumidas cuentas,
habrá que convenir que más allá de la
muerte como
figura iconográfica, la que regla ese ballet
desconcertante de imágenes
siempre contradichas es sin duda la ausencia. La muerte
considerada como el motor
dialéctico del
deseo[41].
Huberman, como ya lo había advertido Sontag, ve en el
procedimiento
de falta (de sustracción) la operación formal
más interesante, más innovadora del arte
contemporáneo, y la operación literalmente
anacrónica de todo deseo y de todo duelo humanos. Por su
esencial silencio -que no es inmovilidad o inercia- y por su
virtud de desemejanza, el "antropomorfismo" minimalista aportaba,
en realidad, la más bella respuesta posible a la
contradicción teórica de la "presencia" y la
"ausencia"[42].
Para Huberman está justificado hablar de
antropomorfismo en el minimal por sus reiteradas apelaciones a la
interioridad, aún cuando se trate de un interior
vacío, o sólo lleno con vacío (como cuando
Morris concibe el cubo de madera que emite las tres horas de
registro de su
propia fabricación; Box with the Sound of its Own
Making, 1961).
La obra de Tony Smith sería (así lo entiende
Huberman) paradigmática de esta dialéctica de lo
visible y lo legible; ¿(p)uede pensarse en un objeto
más "específico" y más "simple" que un
simple cubo negro? (…) Sin embargo, frente a esta forma
perfectamente cerrada y autorreferencial habrá que
admitir, indudablemente, que en ella bien podría estar
encerrado algo distinto[43]. Y esto no
es otra cosa que lo mismo que Fried había advertido (y por
lo que se había sentido molestamente afectado) en los
cubos de Smith, en este doble ser puesto a distancia al tiempo
que invadido (infectado, contagiado y alcanzado) por cierta
presencia:
"También allí parece capital la
experiencia de una puesta a distancia por la obra… De
hecho, ser puesto a distancia de tales objetos no es, creo, una
experiencia radicalmente diferente de la que consiste en ser
puesto a distancia o invadido por la presencia silenciosa de otra
persona. El
hecho de toparse de improviso con unos objetos literalistas en
unas habitaciones más bien sombrías puede revelarse
igualmente perturbador, aunque sea
momentáneamente"[44]. Es como si Fried
diagnosticara lo mismo para los objetos minimal que Huberman:
algo que devuelve la mirada como cierta presencia subjetiva (casi
siniestra) sólo que esta apreciación y juicio
funciona al interior de su esquema crítico como una falta
cometida, o al menos, como una impropiedad del producto.
Y qué nombre darle a esta doble distancia se pregunta
Huberman sino aquella que nos legó Walter Benjamín:
aura, única aparición de una lejanía, por
más cercana que pueda estar. Entonces quizás se
pueda hablar de una fenomenología del aura, que
recupere o haga pervivir los poderes conjugados de la
distancia, la mirada, la memoria, el
futuro implicado y que, sin embargo (o precisamente por ello)
se salga o corra de su carácter estrictamente devoto y
cultual.
Por lo tanto, en el proyecto de
Huberman, habría que secularizar (nuevamente) el
aura, incluso resecularizarla, sin olvidar, sin embargo,
que Benjamín hablaba del silencio como de una potencia del
aura[45]. Hay una obra de vapor de Morris
(Sin título, 1968-1969. Vapor) que Huberman
describe como una operación de "fabricar el aura" en el
sentido más literal del término, ya que en griego y
en latín aura designa una exhalación sensible
(material) y sólo más tarde adoptaría el
sentido del algo psíquico o espiritual. De modo que
habrá que denominar aura a esa cosa sin contornos que
Michael Fried llamaba "teatro" y señalaba tan justamente
en el arte minimalista, pero para experimentarla como el elemento
realmente insoportable y antimodernista de este género de
obras. En efecto, era insoportable -en especial con respecto a
una lectura
demasiado canónica de Walter Benjamín- que unas
obras modernas pudiesen no caracterizarse por una decadencia del
aura, para fomentar muy por el contrario algo así como una
nueva forma aurática[46]. Esto
para Huberman, no constituye en absoluto una prerrogativa
específica del minimal, aun cuando en sus producciones
parezca darse de forma ejemplar; la doble distancia está
presente (ser puesto a distancia e invadido a la vez por la una
presencia silenciosa) en otras obras; entre las cuales menciona
los diseños murales de Sol Le Witt, las esculturas de
Richard Serra, la obra de Smithson, la pintura de Christian
Bonnefoi y algunas producciones de James Turrell.
Y aun cuando la comparación (que es más bien una
incorporación) pudiera resultar imprecisa, quizás
no carezca de valor heurístico pensar en la posibilidad de
desarrollar esta fenomenología del aura minimal en
el contexto de una empresa historiográfica como la de Hal
Foster: (u)n acontecimiento sólo lo registra otro que
lo recodifica. Esta es la analogía que quiero aprovechar
para los estudios modernos de finales de siglo: la vanguardia
histórica y la neovanguardia están constituidas
de una manera similar, como un proceso continuo de
protensión y retensión, una compleja
alternancia de futuros anticipados y pasados reconstruidos; en
una palabra, en una acción diferida que acaba con
cualquier sencillo esquema de antes y después, causa y
efecto y
repetición[47].
Pues de hecho el mismo Huberman echa mano de Freud, así
como Foster, para repensar el valor del arte minimal de
neovanguardia (y por cierto también del surrealismo en
Belleza compulsiva, 1993) y, en particular, el concepto de
represión. ¿Qué significa, en definitiva,
si no que toda forma intensa, toda forma aurática sea como
"extrañamente inquietante" en la medida misma en que nos
ubica visualmente frente a "algo reprimido que retorna"?
¿La intensidad de una forma llegaría a definirse
metapsicológicamente como el retorno de lo reprimido en la
esfera de lo visual, y más generalmente aún en la
esfera de la estética?[48]
Por lo demás, Foster se sirve de Freud para repensar la
historia desde el paradigma del
sujeto psicoanalítico, en una suerte de
personificación psíquica del devenir
histórico, mientras que Huberman hace foco en la obra de
arte como sujeto. Y al fin de cuentas todo parece indicar que hay
más sujetos de los que tendemos a ver a simple golpe de
vista, y de que las cosas son más complejas de lo que
tendemos a ver a simple golpe de vista, y quizás, en la
radical injusticia teórica de sendos procedimientos, se
encuentre algo de esa voluntad por dialectizar, por des-creer de
cada una de las bivalencias que seamos capaces de ver, como si la
premisa terapéutica fuera volvernos un poco más
escépticos, minuciosamente escépticos, y
recién entonces (en un anacrónico e injusto
cartesianismo) disponernos a eso que da pavor decir, que
es un poco como suspender la incredulidad, pero no sólo
eso, ya que ser invadido por un presencia que se ausenta, es
poner la incredulidad en condición de ethos
interdicto.
III. La
interpretación analítica de Arthur
Danto.
El minimal (allende los
ejemplos del arte pop, fluxus y conceptual) es para
Arthur Danto un "ejemplo crucial" con el que cotejar y probar su
definición esencialista de obra de arte como
significado encarnado; en la medida en que se trata, en
principio, de un tipo de arte que habría negado su
carácter representacional. La lectura de corte
analítico de Danto está en las antípodas de la ensayada por Huberman.
Danto, en principio, adheriría a la actitud del hombre de
la tautología. En La transfiguración del lugar
común (1981), introduce a J (un artista ficticio que
remeda producciones minimal) como una figura que trata de
parodiar los resultados del experimento de los indiscernibles
(para toda obra de arte se puede imaginar un homólogo
indiscernible que, no obstante, sea una mera cosa).
Así, parece que J estaría probando los límites de
una teoría del arte que no parece conceder demasiado a las
apariencias de
las cosas. Pero ¿consigue J su objetivo?
¿Es su cuadrado rojo [Danto, al comienzo de La
Transfiguración… imagina una exposición
de cuadrados rojos indiscernibles (ocho) que le sirve para
desarrollar el experimento de los indiscernibles y la
definición esencialista que sobre él descansa],
en tanto que mero objeto, una obra de arte? La respuesta de Danto
es no: las fronteras que separan las obras de arte de las meras
cosas son nítidas. Es posible que tengamos dudas en
determinar cuándo un objeto es arte, pero una vez que lo
determinamos no es posible que un mismo objeto pertenezca
plenamente a los dos mundos. Un mero objeto que se introduce en
el mundo del arte -recuérdese la Fuente de Duchamp- deja
de ser un mero objeto[49].
Para Danto, una obra tiene un número indeterminado de
características físicas, sólo un subconjunto
de las cuales pertenecen a la obra propiamente dicha. Y decidir
esto es un asunto de interpretación, es decir, de
identificar la ligazón a través de la cual una obra
encarna en un objeto material. La obra es bella si la
característica de ser bella contribuye al significado de
la obra. Si los urinarios son bella porcelana transformada en
estéticas piezas de fontanería, eso no quiere decir
que Fuente de Duchamp sea bella. Menos aún
después de sus retrospectivas declaraciones acerca de lo
que lo llevaba a elegir cuidadosamente sus readymades: una
ausencia total de buen o mal gusto, una anestesia visual. Por
otro lado, la profundidad filosófica de Fuente o su
disonancia no es transferible a los urinarios en tanto que meras
cosas.
Donald Judd define a la obra minimal como un objeto
específico con capacidad de no significar nada y de
estar desnudo de toda organización de signos y
formas.[50] La tautológica frase de Frank
Stella: lo que ves es lo que ves, no sólo
haría referencia a la literalidad no ilusionista de un
objeto artístico que posee exactamente las mismas
propiedades que el objeto material del que está hecho "y
que en Danto puede constituir su contrapartida no
artística", sino que expresa, en palabras de M.ª
José Alcaraz, nuestras expectativas de ver algo
más, o de saber si lo que vemos está en lugar de
otra cosa, o cuál es el significado que tiene.
Ya hemos esbozado el análisis de cómo la
caracterización de arte literalista de Fried es
confrontada por Carreño, que en un giro de naturaleza
goodmaniano, hace ver que la objetualidad subrayada por las
producciones minimal queda ejemplificada en una suerte de
auto-referencia que impide que los veamos como meros (o
literales) objetos.
J encarna la aspiración de producir una obra sin
significado, sin tema; que sea nada más que el objeto
físico de que está hecho. Así, habiendo
visitado la exposición de los ocho cuadrados rojos que
Danto reseña al comienzo de La
Transfiguración… acerca del poder de
acción de obras indiscernibles entre sí, J "de
manera algo desafiante" pinta un simple cuadrado de rojo, y exige
que se lo incluya entre las otras obras como noveno ejemplar de
la muestra. Danto accede de buena gana, a pesar de considerarla
un tanto vacía y pobre en comparación a
producciones anteriores del mismo artista, y en contraste, por
ejemplo, con la riqueza narrativa de los israelitas cruzando el
Mar Rojo. Nótese que el significado objetivo de la obra
está vinculado a las intenciones artísticas de su
productor, y que la prerrogativa de que todo lo que la obra pueda
decirnos descansa en su simple y llana superficie, en la
obra misma, no rige en este esquema conceptual o
paradigma intencionalista.
J sostiene que su cuadrado rojo es una obra de arte, aunque no
representa ni expresa nada ni tiene tema alguno. De hecho, J dice
que trata sobre nada, a lo cual Danto le concede que no
está describiendo su contenido como si del capítulo
segundo del Ser y la Nada se tratara. Trata menos de la
mímesis de la vacuidad que de la vacuidad de la
mímesis. Y al preguntarle por su nombre, responde
naturalmente: "sin título". Todo parece indicar que se
trata de una obra de arte sin significado.
Danto analiza hasta qué punto esta obra es un
contraejemplo a su teoría. J pinta su cuadrado rojo en
defensa del objeto, cuadrado rojo, que Danto ha incluido en su
exposición pero al que le ha negado el rango de obra de
arte. La intitulación de J. sobre su obra no deja
de ser, por mucho que pueda pesarle, una orientación para
la interpretación. Las cosas en tanto que clase
ontológica no parecen tener derecho a título, a
menos que entráramos en una versión textual de todo
lo real, muy poco práctica (en término quineanos) y
algo panteísta. Y aun así (seguimos en este punto
el análisis de M.ª José Alcaraz) si entendemos
el título como un nombre propio para la obra, tampoco
parece que por este mero hecho la obra adquiera carácter
representacional. Los nombres propios no tiene la capacidad de
transformar meros objetos en obras de arte. Ser sobre algo, tener
contenido intencional requeriría algo más.
La obra de J en un sentido mínimo (acorde a su
pertenencia ontológica, producciones concebidas para ser
exhibidas como obras de arte) satisface la condición de la
interpretabilidad. Tenderíamos a agruparla junto con cosas
que se interpretan, que son sobre algo, dada la intención
significante con que han sido producidas. Así, el hecho de
que la pregunta por su contenido sea pertinente es suficiente
para mostrar que pertenece a la clase de cosas interpretables.
Pero podemos pensar que las intenciones de J son más
radicales, y que lo que busca es importar un mero objeto al reino
del arte sin que pierda su meridad.
Como vimos Danto no parece dispuesto a aceptar esta estrategia. La
razón hay que buscarla en la actitud que tenemos frente a
unas y otras cosas. No nos paramos frente a los meros
objetos o los fenómenos naturales a preguntar sobre
sus significados, las intenciones de su productor, aquello de que
tratan, el modo de corregir sus imperfecciones, etc. a menos,
como dijimos antes, que se trate de un uso metafórico de
estas expresiones o de cosmovisiones particulares. La pertinencia
de la pregunta por el significado no parece modificar nada del
objeto minimal (en la versión de Danto) pero
tampoco éste se muestra como un contrajemplo a su
teoría; toda vez que sigue teniendo espesor
semántico, aun cuando esté en juego cierta
pretensión de vacuidad, de no-ilusionismo, de
no-equivocidad; en suma, de silencio.
La interpretación (en la teoría del arte de
Danto) es constitutiva de la obra. No es algo que se le adiciona
a una obra a modo de apéndice. Un objeto es una obra de
arte solamente en relación a una interpretación.
La interpretación no es algo que esté fuera de
la obra: obra e interpretación crecen juntas en la
conciencia estética[51]. Como
procedimiento transformativo, la interpretación el algo
parecido al bautismo, no en el sentido de dar un nuevo nombre,
sino una nueva identidad. El
pensamiento
determina qué propiedades físicas del objeto
pertenecen a la obra, y si son internas a su significado, en cuyo
caso no se tratará de características meramente
superficiales sino, de algo profundo e interno, algo
encarnado.
Es como menos curioso que Danto, heredero y continuador de la
tradición estética analítica, se sirva con
fines demarcacionales del inespecífico concepto de
encarnación, cuyas connotaciones religiosas no
evita, sino que por el contrario, enfatiza. Las obras de arte (en
contraste con las meras cosas) significan algo y
encarnan (a diferencia de las representaciones no
artísticas) aquello que significan. De allí que un
criterio de aplicación sea la imposibilidad o resistencia que
rige en su ámbito para someterlas a procedimientos
habituales (tales como la paráfrasis, la sinonimia, la
traducción, la correferencialidad y, en
última instancia, la simple y llana separación
forma-contenido o significante-significado) en otros dispositivos
simbólicos. Puede decirse de ellas que no se les predica
aquella peculiaridad que entra en la definición de la
palabra "signo" y que designa la arbitrariedad o el
convencionalismo entre el referente y lo referido. El mecanismo
lingüístico por el que se prueba este rasgo en un
mero signo es la equivalencia de significado de distintos
significantes en diferentes códigos[52],
por ejemplo, palabras de más de un idioma haciendo
alusión a un mismo concepto. Por el contrario en las obras
de arte, el contenido o significado está encarnado en la
forma o significante de manera que lo uno no se da sin lo otro.
No hay, como si dijéremos, manuales de
traducción de unas obras de arte a otras, o entre
representaciones que son obras de arte a representaciones que no
lo son.
Esto en absoluto impide o limita la tarea parafrástica
de la crítica, que según Danto consiste en
identificar lo que la obra significa y después en
mostrar cómo ese significado se encarna en la obra,
sin embargo, la interpretación aun cuando sea constitutiva
de la obra, no por ello se arroga el poder de diseccionar lo uno
de lo otro, y si lo hiciera no por eso sería una
experiencia cognitiva (allende de estética) vicaria de la
experiencia real del objeto artístico. Las piezas de
crítica, lejos de ser sus versiones proposicionales, no se
atribuyen más poder que el de facilitar el acceso a la
dimensión semántica de la obra. Francisca
Pérez Carreño (2005) distingue tres usos en Danto
del término encarnación. Como metáfora, en
La Transfiguración del lugar común, expresa
aquella condición según la cual comprender una
obra de arte es captar la metáfora que parece siempre
haber en ella. Una obra de arte es metafóricamente lo
que representa; la opacidad del medio condiciona y determina su
significado. Las metáforas se caracterizan (Gerar Vilar,
2005) por llevar implícita una referencia no a cosas de
manera directa, sino a representaciones de cosas. Un segundo
sentido de encarnación es el de ejemplificación.
Las obras de arte no sólo muestran algo bajo una
determinada luz, sino que poseen las propiedades de aquello que
muestran. Son ejemplificaciones encarnadas (Pérez
Carreño, 2005) de las propiedades a las que se refieren.
Como ya vimos, según la teoría funcionalista
goodmaniana se trata de uno de los síntomas de lo
estético.[53] En tercer lugar,
encarnación es usado por Danto como un concepto
afín al de coloración o Farbung de Frege.
"(E)l concepto hace referencia a un aspecto del significado de
una expresión que no puede ser explicado en
términos del sentido –Sinn– y la referencia
–Bedentung– de la expresión. La Farbung
está relacionada con el uso del símbolo -pertenece
a lo que llamamos dimensión pragmática del
lenguaje- y a los aspectos significativos derivados del uso
particular de un signo en un determinado contexto
lingüístico".[54]
La coloración también puede ser entendida
a partir de categorías tales como: tono, estilo, talante,
modo, preferencia, matiz, modulación, en suma, todos aquellos rasgos
que hacen referencia a las propiedades pragmáticas o
retóricas de la obra, que intervienen en la
relación entre el signo y el intérprete, y cuya
activación o visibilidad depende de la
existencia de códigos compartidos al interior de una
comunidad
artística. Características que no son directamente
adscribibles a cualidades físicas del objeto (la
belleza, por caso), como tampoco a su significado, pero
que sin embargo modulan la presentación del signo y el
efecto o actitud respecto del contenido en el
intérprete.
La ambivalencia que está en juego (Pérez
Carreño, 2005) es la que existe entre tener
significado y contenerlo, a todos los signos se les
puede atribuir la primera dimensión semántica, pero
sólo a los símbolos, según Danto, la
segunda.
Es posible que una peculiaridad del minimal, al menos, desde
la lectura más acotada que habilitaría esta
categoría tripartita de encarnación, sería
la de solapar los tres niveles en un operación o
estrategia artística de auto-señalamiento. Hemos
convenido ya que la obra no es el objeto físico, o que la
objetualidad de las producciones minimal no es mera objetualidad,
todo lo cual no invalida que sí puedan funcionar como si
fueran objetos, o que metaforizan, ejemplifican y colorean su
propia condición objetual.
Por lo demás, es importante volver a señalar que
en la teoría de Danto, la interpretación es una
instancia de conformación ontológica de la obra de
arte. En el artículo Artwork and Real Things del
73´, Danto enuncia lo que ocho años después
en La transfiguración del lugar común se
volvería una cláusula filosófico-existencial
de la artisticidad de un objeto: en el momento en que algo se
considera una obra de arte se vuelve sujeto de una
interpretación; y en el 81´ lo expresa en
términos de función:
un objeto es una obra de arte sólo bajo una
interpretación I, donde I es un tipo de función que
transfigura o en una obra: I(o) = O. Entonces, incluso si o es
una constante perceptiva, las variaciones en I constituyen
diferentes obras. Ahora o se puede mirar, pero la obra aún
ha de constituirse[55].
Esta perspectiva de análisis no parece querer evitar
posibles lecturas idealistas, por el contrario, afirma que se
puede ser realista respecto de los objetos e idealista en
relación con las obras de arte, y la creencia de que la
obra desaparezca o no emerja a la existencia sin la
interpretación es menos sorprendente que la idea del
obispo Berkeley de que los objetos desaparecen cuando nadie los
percibe[56]. A su vez, esta
posición ilustra lo que fuera su primera versión de
la teoría del arte en su forma más decididamente
institucional: que sin mundo del arte, no hay arte. Es decir sin
ese soporte conceptual que funciona como el trasfondo en que
aparece en un sentido estricto el significado de la obra, y en
uno amplio: la obra misma; no hay posibilidad alguna de percibir
el arte, y no percibirlo es poco menos que no habilitarlo a la
existencia. Ser y significado están tan imbricados que no
captar el significado es visto como una privación
ontológica del ser de la obra.
Sin entrar en cuestiones de cómo distribuir esta
responsabilidad sobre la existencia de la obra: si
del lado de la intención artística o del de la
recepción; lo cierto es que en el marco
teórico de Danto, el artista debe tener la
intención de producir un objeto semántico, esto es,
que sea sobre algo, y por lo tanto pasible de
interpretación para que halla arte. Por ello, el
intencionalismo no sólo abarca la producción del objeto-representación
sino también el modo en que ha de ser interpretado.
En La transfiguración del lugar común se
fija que la interpretación correcta o incorrecta debe
regirse o hacer referencia a lo que el artista puede haber
pretendido dado el mundo del arte en que vive o vivió, de
manera que la interpretación está determinada al
menos en parte por las creencias e intenciones del artista al
momento de crear la obra. Cinco años más tarde en
The Philosophical Disenfranchisement of Art, fija las
nociones de interpretación superficial y profunda. La
primera está determinada por las intenciones del artista y
por cómo éste se las representa a sí mismo,
la segunda coincide con lo que suele llamarse hermenéutica de la sospecha, y toma el
contenido de la superficial para asignarle una
significación ulterior que no podía en principio
ser prevista por el autor.
Peg y Myles Brands en Surface interpretation: Reply to
Leddy (1999) señalan cómo en éste
sentido la interpretación superficial es
constitutiva del rango ontológico de la obra, en la media
que un objeto o un evento es una obra de arte en virtud de la
existencia de una interpretación superficial, mientras que
la interpretación profunda, que une intenciones con marcos
teóricos más amplios, se desarrolla en un
ámbito diferente, propiamente epistemológico o
teórico.
Dos cosas es necesario señalar ahora: i) sólo se
puede hablar de corrección o incorrección en el
ámbito de la interpretación superficial, toda vez
que una ajustada reconstrucción histórica de las
posibles intenciones del artista, es la norma que rige en este
ámbito, y ii) el artista es una autoridad
epistemológica privilegiada sólo en el
ámbito de la interpretación superficial; respecto
de la interpretación profunda está en pie de
igualdad con
interpretes externos, tal como si se tratara de conocer las
motivaciones ocultas de sus propias intenciones.
La fenomenología del aura practicada por Didi-Huberman
entraría, en el esquema de Danto, en el ámbito de
la interpretación profunda; no es necesario suponer entre
las intenciones artísticas de sus practicantes algo
así como una fenomenología del aura o una
iconografía de la muerte, sin embargo, que la
interpretación superficial haya sido realizada con justeza
(esto es, con una verosímil constricción
histórica) permite que la profunda funcione como un relato
filosófico verosímil, (aunque ahora desde una
perspectiva hermenéutica) de aquella; la
interpretatia descansaría así en una
reconstrucción ajustada de la interpretanda. Una
virtud importante de la concepción crítica y
filosófica de la teoría del arte de Danto es su
peculiar modo de quedar abierta, como variable libre, a
diferentes contenidos conceptuales. Así, la
interpretación de Danto y la de Huberman no entran en
conflicto,
desde un punto de vista meta-lingüístico la
primera contiene a la segunda, al menos, como posibilidad
epistemológica, y la segunda se desarrolla en un marco
conceptual ulterior, desde una perspectiva exegética
respecto de la primera.
IV.
Des-aproximación del minimal.
Conviene ilustrar el concepto de aura, que más
arriba hemos propuesto para temas históricos, en el
concepto de un aura de objetos naturales. Definiremos esta
última como la manifestación irrepetible de una
lejanía (por cercana que pueda estar). Descansar en un
atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en el
horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa,
eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama. De
la mano de esta descripción es fácil hacer una cala
en los condicionamientos sociales del actual desmoronamiento del
aura. (…) Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su
aura, es la signatura de una percepción cuyo
sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que
incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo
irrepetible[57].
Y en "Sobre algunos temas en Baudelaire",
dice Benjamin:
Por lo tanto, la experiencia del aura depende de la
transposición de una respuesta que es común en las
relaciones
humanas a la relación entre lo inanimado o los objetos
naturales y el hombre. La persona que miramos, o que siente que
está siendo mirada, nos devuelve la mirada a su vez.
Percibir el aura de un objeto que miramos significa otorgarle la
habilidad de mirarnos a su vez. Esta experiencia corresponde a
los datos de la
mémoire involuntaire [memoria
involuntaria][58].
En 1936 Benjamin escribe "La obra de arte en la época
de su reproductibilidad técnica", allí hablaba de
dejar de lado ciertos conceptos anticuados, tales como los de
creatividad,
genio, valor
eterno y misterio. Los consideraba asociados, y más
precisamente, contaminado por el fascismo, por
ello, eran necesarias medidas de resistencia, ya que la
alternativa que estaba en juego era: o bien la
politización del arte, o bien la estetización de la
política; alternativa ficticia según Foster, ya
que el propio Benjamín en 1936 se aleja del
análisis del fascismo como ritual, para encararlo en tanto
que espectáculo.
Foster en Belleza compulsiva, entiende que estas
presiones llevaron a Benjamín a sobrevaluar lo
anti-aurático, lo cual a su vez, implicó la
promoción de la liberación del arte
de lo ritual. La tesis de
Foster se refiere al alejamiento de Benjamín respecto del
surrealismo, sin embargo, confiamos en que sirve para nuestro
estudio, toda vez que adherimos a la intuición fosteriana
de que las correspondencias auráticas (o simbolistas),
son un imperativo psíquico del arte en general, y de la
tradición modernista en
particular[59].
Aunque resulte casi obscenamente fácil decirlo
ahora [Benjamín], en parte se
equivocó, por lo menos en el sentido de que al hacerlo,
terminó concediéndole los poderes de lo arcaico al
bando opuesto. Esta postura también representó una
deformación de su propia teoría, ya que el elemento
crítico no está en la reproducción mecánica y la innovación técnica en sí,
sino en la articulación dialéctica de estos
fenómenos con respecto a lo aurático y lo
anticuado. (…) Y este error se repitió en el
discurso
izquierdista predominante sobre el arte posmoderno cincuenta anos
después (en su completa aceptación de la fotografía, lo textual y todo aquello que
fuera en contra del aura). Para ser honesto, esta posición
fue la mía (…). No obstante, este prejuicio a
favor de lo tecnológico también fue promovido por
los análisis sistémicos de la cultura
posmoderna. Como resultado, el aura no sólo se
volvió tabú en el arte avanzado sino que,
además, lo anticuado fue declarado obsoleto en el capitalismo
tardío[60].
¿Por qué esta suerte de re-elogio del aura?
¿Por qué Didi-Huberman respecto del minimal y
Foster respecto del surrealismo convocan nuevamente lo siniestro,
lo arcaico, lo reprimido que retorna, lo familiar vuelto
extraño (y a la inversa), la mirada que es devuelta desde
un objeto encontrado o sembrado en el paisaje (natural y
no-natural), la imagen dialéctica? Acaso ¿no es
más sencillo y económico (en un sentido literal y
en otro occamiano) hablar de una estética
relacional, atenerse a la cómoda
definición bourriadiana del arte como el lugar de
producción de una sociabilidad
específica[61]? ¿Por
qué, en suma, tendría sentido en la coda de la
posmodernidad
repensar el aura, una fenomenología psicoanalítica
del aura? ¿Huelga decir
que es una pregunta que no planteamos para responderla?
¿Qué aplazamos el sentido de una experiencia, hasta
que la experiencia se reedite, quizás con ventura con
algún recodificado sentido filosófico,
psicoanalítico, ético o estético?
De manera algo menos pretensiosa nos interesamos por la
vigencia de la categoría o, si se quiere, por la
verosimilitud filosófica de la pregunta, ya que llamar
categoría o palabra-clave al aura suena a trampa
analítica o al menos a cierto confiado positivismo
que no hoy ni aquí nos proponemos sostener.
Triturar el aura era no sólo una posibilidad en
el ´36, sino y precisamente por ello, una
exhortación ético-ideológica. Si se puede
hacer se debe hacer quizás rezaba la ética
spinozista, o alguna otra maquiavélica, donde la voluntad
de poder era la demanda (el
motor inmóvil, es decir el móvil) al hacer.
Triturar o hacer añicos el aura como
dictamen revolucionario, como ética y estética de
la resistencia. La secularización como imperativo moral;
la no-ritualización como demanda a la razón
estética. Que por milagro pagano de la prepotencia
técnica el objeto cultual perdiera sus prerrogativas
religiosas debió de ser tan humanadamente humano como
políticamente necesario. Suerte de occamismo espiritual,
alivinarnos, desembarazarnos de los pesados ropajes
románticos-religiosos. Todo funciona, todo encastra a la
perfección (constructivista), somos más puros en
nuestro paganismo, más etéreos, más
gaseosos, más relacionales, menos crédulos, menos
ingenuos, menos totalitarios, más democráticos,
más polifónicos, más inclusivos, más
atonales, e incluso silenciosos y ascéticos. Pero
¿si de improviso, inapropiadamente, resulta que se reedita
un kafkiano umbral intraspasable? Si lo que retorna en el objeto
que retorna es su carga fenomenológica en la habilidad de
reflejar la mirada. Si un objeto nos sumiera en la infantil y
oclusiva situación kafkiana del aldeano. Si un cubo nos
amenaza desde su opacidad antropomórfica. Si un objeto
sembrado por un artista nos devolviera (irreverente,
irrespetuoso, impiadoso, siniestro) la mirada. Entonces ya no
habrá asilo en la tradición; seremos
expósitos; niños
expósitos en un mundo desértico de símbolos;
asilo secular para niños incrédulos, ensayando
hermenéuticas de cabotaje, pero aún con esa sed
filogénetica del interpretacionismo. Todo para volver
insatisfechos de sentido a nuestro reprimido lugar de origen
exegético. Comienza el delirio
interpretativo (dice Breton) cuando al hombre,
inadvertido, lo sorprende un miedo repentino en la selva de los
símbolos[62].
Y ¿si lo que está en el origen es un
aplazamiento, algo reprimido que retorna, y lo que está en
tela de juicio es la idea misma de primera vez, y una experiencia
que corre tras su huidizo sentido, y si por ventura de la
historia el aura no es algo que emana del objeto, sino de la
mirada, que tampoco está en el artista, ni en la obra, ni
en la virtud estética del espectador, y sin embargo, y no
siempre, y no frente a cualquier experiencia, no frente a
cualquier atardecer de verano, no frente a cualquier
paralelepípedo negro oscuro, lleno y vacío, no
obstante, retorna, alegórica, desplaza, aplazada,
i-rreligiosa, bastarda, invasiva, presencial? ¿Y
dónde está entonces la particularidad del arte, de
la experiencia del arte? ¿Cuántos (y
cuántos) son los objetos naturales, encontrados,
artísticos, capaces de la habilidad de devolver la mirada?
Entonces, quizás, la situación prematura y
parvularia, sea ahora tardíamente escandalosa, pues ya
adultos y todavía niños, estaremos enfrentados a la
experiencia que nada nos habilita a tener. Padeciendo el
significado (esotérico), es decir, haciendo eso
exactamente que hemos aprendido laboriosamente a no hacer, eso
que hemos reprimido desde que somos adultos;
traicionándonos a nosotros y a los que antes de nosotros
nos señalaron una meditada ausencia, un terapéutico
recogimiento de lo que ya no estamos habilitados (por la
tradición y por la voluntad de poder de lo hecho
añicos y por la no-voluntad de poder) a tener. ¿Por
qué el minimal? Por ser opaco, literal, transparente,
iconográfico de nada, por funcionar como umbral, por
delatar nuestra presencia, por ser imagen crítica, por el
juego de la doble distancia, por implicar el futuro en la memoria
de lo pasado, por su facultad de devolver la mirada.
Nadie debería esperar nunca ningún aura en
ningún lugar, ya no. El aura es una función
ideológica, un valor de culto agregado al valor de uso, el
aura es la exuberancia del símbolo, el non plus
ultra del paganismo ritual. Nosotros (desde nuestra
pluralidad mayestática) que buscamos la adultez y la
autonomía, y la conciencia de la enunciación, no
creemos en el aura pues eso es cosa de niños o de
idólatras o de neuróticos kafkianos; y que el aura
esté hecha añicos es una excelente noticia; lo fue,
queremos decir. Sin embargo, no siempre y en todo lugar y frente
a cualquier sujeto-objeto somos tan adultos y tan responsables;
pues no ocurre con frecuencia que las cosas dejen intersticios
por donde filtrar la mirada y sospechar el ser vistos. Entonces
como el anti-héroe kafkiano, agotaremos nuestros
esfuerzos, siempre insuficientes (ahí el sentido),
embelesados por la interdicción.
No obstante, quizás sea oportuno recordar el parecer de
Freud acerca de que la resistencia es signo inequívoco de
un conflicto; toda vez que ha de existir una fuerza que
quiere expresar algo y otra que se resiste a consentir tal
expresión, una vez develada y corrida la
interdicción somos libres de su embeleso, nos corremos del
encantamiento paralizante de lo reprimido. Nada obligaba al
anti-héroe kafkeano a permanecer frente al umbral, nada
más allá de (o salvo) su compulsión a
hacerlo, compulsión alimentada a fuerza de
prohibición o privación de permiso. Y Foucault en el
´84, en ¿Qué es la
ilustración?, expone las bases de la propuesta
kantiana para salir del estado de minoridad de la razón en
su uso teórico, práctico y estético; la
cuestión actual, dice Foucault, no
es ya la autonomía personal en tanto
renuncia a franquear ciertos límites, sino una actitud
histórica-crítica como ejercicio responsable y
racional de la libertad en
transformaciones acotadas y precisas, que conllevan
prácticas de franqueamientos posibles.
Ciertos límites son funcionales a determinados estados
de crecimiento y maduración tanto personales como
epocales, tienen que ver con el adiestramiento en
la madurez, luego, y conforme mayor confianza nos prodigamos,
puede llegar a resultar pertinente desarrollarse por fuera de
tales constricciones.
Bibliografía:
-Alcaraz, M. ª José, La teoría del arte
de Arthur Danto: de los objetos indiscernibles a los significados
encarnados, http://www.tesisenred.net/TDR-1102106-101124/index_cs.l,
Tesis Doctoral
dirigida por Francisca Perez Carreño, Dep. Filosofía de Murcia, 2006.
-Benjamin, Walter, La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica…
-Bourriaud, Nicolás, Estética relacional,
Bs. As. Adriana Hidalgo editora, (2006).
-Buchloh, Benjamin H. D., Formalismo e Historicidad.
Modelos y
métodos en
el arte del siglo XX, Ed. Akal, España,
1982.
-Bürger, Peter, (1974) Teoría de la
vanguardia, (ed.) Península, Barcelona, (1997).
-Danto, A. C., "The Future of Aesthetics", 1996 Ryle
Lectures
Philosophy and Literatura, Volume 23, Number
1, April 1999, pp. 236-240
-La Transfiguración del lugar
común, Bs. As. Paidós, 2004.
– El abuso de la belleza, Bs. As., Paidós,
2005.
– "Embodiment, Art History, Theodicy, and the Abuse of
Beauty": A Response to My Critics, en Inquirí, vol
48, No. 2, 189-200, April 2005.
– "The Transfiguration Transfigured: Concluding Remark" en
Online Conference of Aesthetics, 2007,
shttp://artmind.typepad.com/onlineconference/
-Didi-Huberman, Geroges, Lo que vemos, lo que nos mira,
Ed. Bordes Manantial, Argentina, 2006.
-Foster, Hal, El retorno de lo real. La vanguardia a
finales de siglo, Ed. Akal, España, 1996.
–Belleza compulsiva, ED. Adriana Hidalgo editora,
Argentina, 2008.
-Fraenza, Fernado, "De la historia del arte a su
post-historia, nuevos problemas",
Programa de Doctorado 1998-2000, Universidad de
Castilla-La Mancha, 1999.
-Freud Sigmund, "Inhibición, síntoma y angustia"
(1925-26) en Obras Completas, ed. Biblioteca Nueva,
Madrid,
(….).
-Genette, Gérard, La obra del arte, Lumen,
Barcelona, 1997.
-Goodman, Nelson, Maneras de hacer mundos, (ed.) La
Balsa de la Medusa, España, 1990.
-Kundera, Milan, El arte de la novela, Ed. Tusquets,
Barcelona, 1994.
-Guasch, A. M., El arte último del siglo XX: Del
posminimalismo a lo multicultural, Madrid, Alianza Editorial,
2001.
-Hume, David, (1757) La norma del gusto y otros
ensayos, Barcelona, Península, 1989.
-Michaud, Ives, El Arte en estado gaseoso, Ed. F.C.E,
México,
2007.
-Pérez Carreño, Francisca, (ed.) en
Estética después del fin del Arte.
Ensayos sobre Arthur Danto, en Pérez
Carreño, (ed.) Antonio Machado, 2005.
"Símbolo encarnado: del cuerpo al efecto" en
Estética después del fin del Arte.
Ensayos sobre Arthur Danto, en Pérez
Carreño, (ed.) Antonio Machado, 2005, 209-233.
Arte minimal. Objeto y sentido, Madrid, (ed.) La
Balsa de la Medusa, 2003.
-Sontag, Susan, Contra la interpretación,
(ed.) Alfaguara, Argentina, 2005.
Estilos radicales, Ed. Punto de lectura, Argentina,
2005.
-Tilghman, B. R., But is it Art?, Oxford, Blackwell,
1984.
-Vattimo, Gianni, El fin de la modernidad, (ed.)
Gedisa, 1984.
– Vilar, G., Las razones del arte, Madrid, Antonio Machado,
2005.
Autor:
Esteban Zenobi Fabi
Licenciado en Filosofía y escritor; realizando
doctorado en Filosofía del Arte.
Universidad Nacional de Córdoba
[1] Sontag, (2005), p. 23, 26.
[2] Ídem, p. 18.
[3] Ídem, p. 21.
[4] Kundera, (1986), p119.
[5] Sería oportuno acompañar
el estudio de los procedimiento de oclusión de los
aspectos gastronómicos de las obras de arte con
otras categorías tales como placer-displacer, placer
negativo, inhibición, angustia, ansiedad,
pulsión de muerte, trauma, etc., en suma, una
correspondencia asintomática entre placer y puro (y
simple) goce no es ni debería ser asumida sin
cuestionamientos de naturaleza psicoanalítica,
existencial y filosófica.
[6] Sontag, op. cit. p. 23-24.
[7] Foster, (1996) p. 54.
[8] Ídem, p. 56
[9] Sontag, op. cit. p. 30.
[10] Carreño, (2003), p. 173.
[11] Ídem. P. 178.
[12] Hume, (1989) p. 33-34.
[13] Ídem, p. 34.
[14] El blindfold test, o
inspección a ciegas o con los ojos vendados,
consistía en llegar hasta la obra con una venda en los
ojos para evitar así contaminaciones del
entorno, y poder poner en juego de golpe el objeto
artístico y la capacidades perceptuales del esteta
[15] Ídem, p. 179, 190.
[16] Goodman, (1990), p. 99-100.
[17] Tilghman, 2005, p. 22.
[18] Goodman, 1990, p. 95.
[19] Gran parte de las producciones del
llamado arte relacional se caracterizan por su baja
configuración y unidad sensible; de allí que la
presunta unidad obra-objeto debiera ser matizada a esta
nueva luz.
[20] Danto, (2007) …
[21] Carreño, op. cit., p.
191.
[22] Son trabajos minimal
paradigmáticos las obras de suelo de
Andre, las estructuras abiertas de Sol LeWitt, los
cuerpos geométricos regulares de Morris, T. Smith, y
Smithson, los objetos específicos de Judd y los neones
de Flavin (Lever, 1966, o Cuadrado de
cobre, 1967 de C. André; Die, 1962, de T.
Smith; Cubos de espejo, 1965, o Standing Box de
R. Morris; Sin título, 1964 [plexiglás
naranja y acero laminado] de D. Judd; El tres nominal,
1964, de D. Flavin; Repetición 19 III, 1968, E.
Hesse; Proyecto serial n° 1, 1966, de S. LeWittt;
Tilted Arc, 1987, de R. Serra, etc.),
Ídem, p. 192-193.
[23] Sontag, op. cit. p. 32.
[24] Carreño, op. cit., p.
192
[25] Ídem, p. 192, 193.
[26] Ídem, p. 202.
[27] Huberman, (1992), p. 13.
[28] Ídem, p. 19
[29] Ídem, p. 24.
[30] Ídem, p. 169.
[31] Ídem, p. 28.
[32] Ídem, p. 30.
[33] Ídem, p. 34.
[34] Ídem. p. 35-36.
[35] Ídem, p. 36.
[36] Carreño, (2003), p. 203.
[37] Huberman, op. cit., p. 37.
[38] Ídem, p. 37.
[39] Ídem, p. 42.
[40] Ídem, p. 47
[41] Ídem, p. 86.
[42] Ídem, p. 90-91.
[43] Ídem, p. 78.
[44] M. Fried, "Art and Objecthood", p. 17,
citado por Huberman, op. cit., p. 79.
[45] Huberman, op. cit., p. 101.
[46] Ídem, p. 109.
[47] Foster, op. cit. p. 54.
[48] Huberman, op. cit., p. 159-160.
[49] Alcaraz, (2006), p. 190.
[50] Guasch, A. M., p. 27, 2001.
[51] Vilard, G., p. 118, 2005.
[52] Para nombrar el significado silla se
pueden especificar éstos entre otros significantes:
chaise, chair, silla, stuhl.
[53] Goodman, (1990), p. 95.
[54] Alcáraz León, (2006), p.
278.
[55] Danto, (2004), p. 184.
[56] Ídem, p. 185.
[57] Benjamín, (1936)…
[58] Citado en Foster, (2008), p. 310.
[59] Ídem, op. cit.,
p. 318.
[60] Ídem, op. cit.,
p. 330.
[61] Bourriaud (2006), p. 15.
[62] André Bretón en El
amor
loco (1937), citado en Foster, op. cit., p. 7.
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |