- El tiempo en la antigua
India - El tiempo para la antigua
Grecia - El tiempo en la antigua
Roma - El tiempo en la Edad
Media - El tiempo en el mundo
moderno - El tiempo en el mundo
contemporáneo - Bibliografía
La concepción del tiempo ha ido
variando a lo largo de la Historia, se ha interpretado
y comprendido de muy variadas formas, en constantes avances y
retrocesos.
En las primeras culturas, tal como enseñó Mircea
Eliade, el gran investigador de las religiones y tradiciones
antiguas, existía un tiempo cíclico, marcado por
ritos periódicos en relación con los procesos de
siembra y cosecha, por los solsticios y ritmos significativos del
sol y de determinados astros, por festividades religiosas
periódicas, por celebraciones que emulaban el origen o
fundación de su cultura. El
tiempo, como medida, no tenía valor.
Para la mentalidad clásica todo fluye, todo está
en constante movimiento,
nada en el Universo puede
detenerse, todo vibra, todo camina, y el propio hombre como
parte integrante de la naturaleza no
puede sustraerse a participar de esa danza
cósmica. De esta visión participaban tanto los
egipcios como los griegos, pero la hallamos mucho antes expresada
en la India
milenaria.
Para el pensamiento
hindú, el hombre
está sometido a las leyes naturales,
y por ello es un ser que se ve sometido a cambios
rítmicos, a ciclos que le llevan a pasar por vaivenes y
altibajos, tal como se suceden y renuevan las estaciones, tal
como se repiten las etapas de las grandes lluvias y de
sequía. En cada etapa, en cada ciclo individual e
histórico, el hombre comprenderá parte de su
verdad.
La concepción hindú, que integra la idea de la
reencarnación como necesidad de que el hombre se ponga a
prueba y ejercite, a lo largo de innúmeras vidas y en
diversas circunstancias y experiencias aquello que sueña,
aquello que desea, hasta forjar en sí mismo una realidad
más profunda y evolucionada, pareciera que ve al hombre
como quien se desplaza sobre los acontecimientos y
civilizaciones, aunque en el fondo concibe al tiempo como algo
que corre bajo sus pies, de modo que las experiencias que se
suceden en esta vida o en varias sirven a la comprensión
profunda de la conciencia
imperecedera del hombre interior, aquel que somos más
allá de los ropajes que vamos adquiriendo en cada vida
particular.
Para la mentalidad hindú, reflejo de una
concepción filosófica oriental, más
allá de lo cambiante, más allá de las edades
(yugas) por las que atraviesa el hombre y las civilizaciones hay
algo permanente, que es el verdadero ser; por lo tanto, lo
cambiante está sometido al paso del tiempo, al desgaste de
las formas y de la materia, pero
lo imperecedero, el ser interior en el hombre, está
anclado en un mundo eterno o más bien atemporal.
EL TIEMPO PARA LA ANTIGUA
GRECIA
Según Platón
«el tiempo es la imagen
móvil de lo eterno», por lo tanto al expresarse en
éstos términos podemos entender que no lo
concebía como una dimensión estática y
meramente objetiva. Platón
recoge las ideas de otro gran iniciado, Parménides, pues
las fuentes de su
formación fueron las mismas: las antiguas Escuelas de
Misterios.
Admiten ambos por lo tanto la existencia de la eternidad, aunque
ella está en relación con el «ser» o la
esencia de los seres y objetos, en tanto que «la
apariencia» de los mismos está en relación
con el mundo de lo «temporal». El ser pertenece al
mundo de las ideas, en tanto que nosotros tan sólo
captamos las apariencias de
las cosas, su existencia en el mundo sensible o manifestado.
Platón y Parménides creen en un mundo gradual,
con múltiples niveles de plasmación o de realidad.
El espíritu precisa del cuerpo para manifestarse, pero
ambos, como toda la sabiduría tradicional, dan más
realidad al espíritu que al cuerpo, en contra de la
visión actual, y entre ambos hay una gradación de
niveles de comprensión, de conciencia, que ha de retornar
al hombre a descubrir su esencia.
Pero si esto es así, el tiempo como medida de lo
cambiante tan sólo es necesario en el mundo de la
existencia. Por ello Platón proponía un uso del
día equilibrado, en el que además del negocio no
faltaban los placeres del alma, los
«divinos ocios», en que el teatro, la
pintura, la
oratoria,
la lectura,
etc., es decir, la formación profunda del alma hallara su
alimento diario. Según Platón una cuarta parte del
día debiera ser destinada a dormir, una cuarta parte al
trabajo, una
cuarta parte a la comida, la higiene y
similares menesteres, y una cuarta parte a los divinos ocios.
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