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Enrique Gracia Trinidad: la poética del vértigo (página 2)




Enviado por irapavilo



Partes: 1, 2

 

Y pasa que, a pesar de las advertencias a sí mismo, la
vida puede convertirse en un verdadero adefesio y la existencia
cotidiana transformarse en pura facha carente de sentido: "El
resto es siempre fácil, sucede simplemente". En versos del
desasosiego, en poemas de la
revancha, el sobrevenido desamor del poeta se va duchando y
repartiendo durante un largo y estéril período en
lechos diversos y en amaneceres sin mañana; con el
instinto del que busca para encontrar, el macho se tropieza con
la hembra en pasajeras habitaciones de burdel, en la repetida
sordidez de los hoteles de comida rápida,
en la ingrimitud de una masturbación a dúo, en
carromatos desvencijados, en ese placer solitario que sólo
una sacudida memoria registra
para construir una historia pasional alimentada
de prontos olvidos.

Así, con ánimo de lenguaje
escolar, con espíritu de tarea obligada de primaria, de
agudo ejercicio de gramática para sorprendidos novicios, el
escritor escribe sus preposiciones simples para relacionarse
juguetona y complejamente con la feminidad: "A, ante, bajo, con,
contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por,
según, sin, so, sobre, y tras.ellas".

El poeta juguetea, bromea, se entretiene, retoza con las
damas, y a fuer de tanto jaleo crea y patenta su propio y muy
personal
Juego de damas en el que participa un variopinto y
fenotípico universo
femenino: locas y cuerdas, espontáneas y recatadas,
conocidas y por descubrir, sádicas y masoquistas,
fortuitas y contumaces, magas y hechizadas, solas y
acompañadas, únicas y compartidas: "Tantas famosas,
olvidadas tantas, / de nombre falso o nombre verdadero, / sin un
doblón o con su buen dinero, /
bellas, feas, doncellas, suripantas, // listas, muy tontas,
pecadoras, santas, / de memoria feliz u olvido fiero; / siempre
con un poeta zalamero / a su servicio y
miles a sus plantas".

El humor y la ironía – ambos "han formado parte de mi
vida y, cada vez más, de mi escritura (.)
A ver si lo consigo" – se unen al amor pasajero,
al ligue, a la temporalidad, a la insensatez, a la sorpresa, a lo
imprevisto, a la sonrisa, en la poesía
pasional de Enrique Gracia para crear diversas categorías
de mujeres provenientes tanto de la más palpable realidad
como de socarronas fantasías, y lo consigue:

  • La desterrada: "Se sentó en el asiento junto
    a la ventanilla, / apoyó la cabeza, y vi el reflejo de
    su rostro: / tenía una sonrisa de las que no dejan
    salida. / – Voy un momento por tabaco – dije. /
    Seguía ensimismada. // Sus ojos se agrandaron a lo
    lejos, / cuando dije adiós desde el andén. / Ni
    ella ni las maletas regresaron jamás".

  • La fugaz: "Y no volví jamás a aquel
    mercado, / mi número era falso, no sé si lo era
    el suyo. / Un simple kilo de cebollas / no podía
    costarnos / toda la vida".

  • La chuleada: Sorprendido en sus más genuinas
    intenciones de irremiso caballero andante, el poeta declara
    belicoso: "me batí como un bravo por sus ojos". En sus
    andanzas de cortesano y contemporáneo hidalgo – "y yo
    un perfecto caballero: / Quijote, Bradomín o Luis
    Candelas" – el trovador acude esta vez, ardido,
    heroico, al rescate de la presunta dama encarcelada,
    sólo para terminar fríamente procesado,
    sentenciado sin piedad, gracias a su propia confesión
    condenatoria, la cual reza: ". el chulo aquel de la paliza /
    era su novio (.) aparecí de pronto / y
    apuñalé a su hombre / con aquella navaja que
    ella misma / la había regalado. // Afortunadamente, el
    tipo no murió."

  • La reglada: "Y todo se voló por la ventana.
    / El genio de la lámpara y yo mismo / nos marchamos a
    golpes de corriente: / Montón de polvo y libros y
    cigarros, / vivimos ahora solos y sin que nos ventilen".

  • La rubita de la hora final: "No se está mal
    en la cornisa. / Te miran desde abajo, llaman a los bomberos,
    / a un psicólogo, a un cura (.) Aquella rubia de la
    esquina / que no me quita ojo desde abajo / es un encanto, /
    o eso parece desde arriba. / Si me la hubieran presentado
    ayer, / yo no estaría aquí, ni ella tan lejos.
    (.) En fin./ ¡Apártate, rubita, que aunque
    quiera, / no quiero aterrizar sobre tus brazos!"

  • La todo riesgo: "El karate y el judo
    parecían sus padres adoptivos / y entrenaba diez horas
    por semana. Le encantaba ir al cine; / Schwarzeneggger, Bruce
    Lee, Van Damme y Rambo / eran sus favoritos: (.) Pero todo
    eso era llevadero, / cada uno es como uno quiere; yo
    también tengo mis manías / y al principio la
    vida me parecía emocionante. // Una tarde
    volvió con tres paquetes / – Son un regalo –
    dijo. / El primero, de un sórdido sex – shop:
    una máscara negra de cuero con tachuelas; / otro
    paquete, más pesado y tosco, de la ferretería:
    ganchos, cadenas, cuerda / y unos cepos de aparato medieval.
    / No abrí el tercero pero abrí la puerta / y
    bajé la escalera como ella los torrentes".

  • La comeflor: Luego de la traumática
    experiencia vivida con la deportista forrada en ropa de cuero
    y dispuesta a cualquier aventura sexual de alto riesgo, el
    poeta, más consciente de sus limitaciones
    físicas y eróticas y en busca de
    fantasías ajenas menos peligrosas y atrevidas, se fue
    a vivir "con una pelirroja, / pobre, feúcha,
    desgarbada, pero / sólo tiene geranios, tiestos de
    marihuana / y ositos de peluche".

  • La maga: "Juguetona de cartas y zodíacos, /
    algo vidente, un tanto curandera, / camelaba a sus
    pálidos amigos con arrumacos de vampira (.) – Ya
    sé que tú eres bruja – insisto – / lo que no
    sé es si creo en brujas de tu especie / Me llana
    inútil y me ignora. // Ahora que se marchó con
    otro inútil / que hasta tiene consulta
    telefónica, / ahora que no la veo ni en mis
    sueños, / pienso en el mal de ojo / cada vez que me
    duele la cabeza".

  • La higiénica: " Una de aquellas tardes, /
    húmeda espalda, perfumada sombra, / con el calor del
    baño hecho promesa, / no esperé a que saliera /
    y entré sin previo aviso: ´Oye cariño." /
    El gel a medio abrir me recibió en el suelo; / una
    pierna, dos vértebras y el codo / me dejaron
    inútil para todo un semestre (.) Ella sigue dejando
    los jabones y el resto de las cosas / donde le da la
    gana".

  • Las intolerantes: En una conducta más
    temeraria que su ilusorio suicidio, el poeta nos comenta la
    osadía de vivir con dos mujeres a la vez y en la misma
    casa: "Os adoro a las dos pero no entiendo / que más
    allá del sexo os mostréis incapaces / de ser
    civilizadas. // era hermoso querernos, hermoso aquel barullo,
    / que los vecinos sospechasen / y Hacienda no supiese /
    cómo clasificarnos. / Pero al final un simple plato de
    lentejas / retorció el cuello al cisne de nuestras
    aventuras. / A una le gustan en puré, a otras
    caldosas, / y yo las aborrezco desde entonces: Mientras las
    dos alzabais las cucharas / como argumento arrojadizo, / supe
    muy bien quien era el que estaba de más".

  • La narcisa: "Hay un espejo en el vestíbulo,
    otro en la entrada, dos en el salón, uno en todas las
    puertas de todos los armarios y el baño es / un espejo
    dondequiera que mires (.) Mi Narcisa de espejos hace muecas,
    disfruta de perfil o frente / a frente, y yo me siento
    horrible Quasimodo. // Tengo que hablar con ella, en serio,
    de una vez, sin miramientos, / o acabaré viviendo con
    capucha".

  • La peregrina: En otra de sus tantas andanzas
    imaginarias, esta vez el escritor se convierte en devoto y
    mentiroso peregrino que caritativo transita el Camino de
    Santiago para toparse de lleno con otra peregrina
    deslumbradora a quien auxilia en su recorrido piadoso: "Sus
    ojos eran de hayas en otoño, / su sonrisa de libro y
    lo demás / como para volver loco al apóstol /
    cuando llegase a Compostela. // Así que la
    llevé en mi coche (.) Su perfume a lavanda me hizo
    olvidar que yo no iba a Galicia / y otros asuntos eran mi
    destino. / Junto al castillo de templarios / paramos a
    reponer fuerzas. / Cuando estaba pagando la empanada y el
    vino, / oí el motor del coche. // Me dejó su
    cayado, la venera, y un palmo de narices con recuerdo a
    colonia. / Caminé todo el resto del verano / como un
    imbécil, con la boca seca, / pero he ganado el
    jubileo".

  • La camarera: ".mueve con tanta gracia su cintura, /
    que hay que ser muy hábil para cogerla al vuelo / –
    Señorita, si no me trae usted ese café en
    persona, / podría cometer una locura: / renunciar a
    los miércoles de cine, hacerme monje, / subir las
    escaleras dando brincos, / llorar, cambiar de sexo, / de
    marca de tabaco o de conciencia / votar a quien no sé
    o echarme al monte.- ¿Cómo dice, señor?
    / – Nada, nada. Verá. / que me traiga un cortado por
    favor (.) – ¡Los hay raros, – está
    pensando ahora – / mira que hablando solo! / – las hay
    más hermosas – pienso. / Y el café se
    enfría".

  • La lectora: "Una mujer leyendo en el vagón
    del metro. / ¡Ah, si fuesen mis poemas / y ese libro lo
    hubiese escrito yo! (.) Cierra el libro.de prosa: / una
    historia de moda hecha negocio, / cine, publicidad, tele y
    escándalo, / de no sé quién, y ahora que
    más da. / La traidora se pone en pie y se marcha, / ni
    me mira".

  • La vecina: "Cuando la ve subir por la escalera /
    sin llamar a la puerta ni mirar siquiera la mirilla o el
    felpudo, / se le amargan los versos y la vida, / y se jura a
    sí mismo no escribir nunca más. // Pero al
    día siguiente, ella / vuelve a bajar camino del
    trabajo, / pasa junto a la puerta y su perfume / de nuevo
    emite música dulcísima / que el ascensor
    reparte por los pisos. / Entonces él esgrime su
    bolígrafo, / olvida el juramento y sólo piensa
    / en volver a escribir versos de amor, / o en alguna locura
    semejante".

  • Las sodomitas: "Aquellas dos viejas mujeres /
    también habían sido jóvenes. / Gozaron y
    volvieron locos / a los hombres pero jamás /
    enloquecieron ellas. // Al ver tanto alboroto en casa / de su
    vecino Lot, temieron / que algo muy grave ocurriría, /
    así que huyeron de Sodoma: // Estaban ya tan lejos
    cuando / miraron hacia atrás que nada / les
    alcanzó. Ni sal siquiera".

  • El travestí: "Fue una noche de las que no se
    olvidan / aunque apenas recuerdo / lo que pasó en la
    madrugada. / Cerveza, kalimocho, hierba y vodka, / ella, que
    era la reina de la fiesta; / se me cruzó como se cruza
    un toro / y me pasé lidiando la jornada. // Me
    desperté en la puerta de mi casa / con la cabeza igual
    que un yunque al sol (.) A mi lado un colega susurraba a
    gritos: / – ¡Se llamaba Manolo / y antes de atiborrarse
    de silicona / fue cargador de muelle en Cádiz!"

  • La olvidada: Y el olvido, ese sentimiento que es
    "como las lágrimas y el sueño / que ya no se
    recuerda", tantas veces buscado, demandado intensa y
    desgarradoramente en versos, emociones y enterezas por el
    poeta, llega tarde, pero llega: "Luego el tiempo se fue
    tornando mueca / dura sobre los muebles y las cosas, / tu
    mano terminó por asfixiarme, / tu abrazo no contuvo el
    duro invierno, / los besos fueron bosque requemado / y la
    sonrisa un álbum con las hojas heridas // Ahora que ni
    regreso ni me miras, / dudo si me quisiste y si te
    quiero".

  • La última dama: "Cuando la muerte tiene
    ganas de jugar / no hay quien la aguante // Hace trampas (.)
    es la mujer de hueso más fullera / que he conocido
    nunca. // Y lo peor / es que no necesita hacernos trampa /
    para ganarnos la partida".

No tan fácil ni prontamente recupera el poeta la
esperanza, porque áspero, muy bronco y rugoso es el camino
para toparse con ella. En efecto, de acuerdo con Gracia Trinidad:
"Para llegar a la esperanza, vivos y suficientes, / hay que
colmar de risa los bolsillos, / cuero de
sinrazón en los costados; / sondear el abismo de la duda /
y salir a las calles / con una muestra mineral /
del hombre entre
las manos. Hay que hacer esta ofrenda / en el altar
extraño de los sueños, / con el barro que nace de
los primeros gritos / y las últimas lágrimas".
Conquistado finalmente en lo más íntimo de sus
querencias por genuinos y honestos sentimientos de solidaridad y
benevolencia, el poeta va aceptando que no toda escaramuza en
el amor es
inevitablemente una derrota irreversible de la esperanza, aunque
sin lugar a dudas: "la partida es difícil, / cayeron
tantas piezas que al tablero le duele la nostalgia".

El escritor se reconcilia lentamente con sus adentros:
"Aquello ya pasó, en el silencio / están recuerdos
y canciones, / el barco de papel, la luna de galleta y
celofán, / el pájaro imposible, / cascabeles
absurdos que siempre se mecieron / en el estaño
solo de mis ojos, / la casa abandonada por los nuevos reptiles de
la prisa, / el árbol habitable, / todo el otoño
gris que desdoblaba el argumento", e intenta también
decidido reconciliarse con sus afueras: "Seguiremos andando, /
haciendo sonreír estas manos prestadas, este rostro
adherido a nuestra piel / de
esclavos y señores (.) Nadie condenará el delito / de haber
nacido humanos".

Imbuido nuevamente de la esperanza – "no sé que
voz habrá que destemplar para volver al punto del camino /
donde pudo perderse la esperanza" – ya que hablar de franco y
literal optimismo es mucho decir en la poesía de Gracia
Trinidad, el madrileño arriesga otro futuro, transita otro
vértigo, apuesta fuerte por su necesaria felicidad,
firmemente seguro
está de que: "En algún otro sitio / volarán
las palomas en torno a los
estanques / mientras arrecie la tarde sus espejos tristes (.)
Entonces esta piel, / menos dorada y más hecha sonrisa, /
ya no será la misma, no engendrará lagartos / ni
querrá seguir siendo descubierta por el agua (…)
Por fin dará vuelta / el barco de papel de este
naufragio".

Y quien convoca la esperanza la obtiene, decimos los
esperanzados: aparece cuando menos se la aguarda, llega
súbita y silente, sin aspavientos, casi sin identificarse,
porta nombre propio y a veces paradójico, es capaz
también de adoptar un seudónimo, de ser llamada de
una u otra manera. El arribo de la bienvenida esperanza hace
posible un nuevo atrevimiento del poeta, quien, recuperado de los
naufragios en tierra firme,
vuelto a ser el eje de su propio centro vital, se siente capaz,
ahora, de escribir, a ritmo de rap, pretendidos poemas
de amor con destinataria específica: "No hay sombra fuera
de tu sombra / y sin embargo, cualquier luz / que no te
pertenezca es sólo noche".

Alejado de las ficciones literarias, de los encuentros de
retrovisor o de parada de autobús, más allá
de andenes y terminales, supermercados e ironías
detrás, el poeta, menos fatigado, hilada
sólidamente su esperanza, reconoce sin vergüenzas
que: "Nunca supe escribir / un poema de amor. / Lo
intenté, pero siempre se pusieron de por medio / otras
historias otros domésticos asuntos, / el cansancio
escabroso de tejer la esperanza / con el hilo malvado de la
incredulidad". Ensaya arduamente el escritor, toma apuntes a mano
limpia, en el ordenador, borronea sobre servilletas, escribe en
papeles membreteados, en prospectos y catálogos, a ver si
obtiene, si le llegan o se presentan oportunos en su
inspiración unos versos de amor "al itálico
modo
/ o en cualquier otro estilo, la forma es lo de
menos".

Argumenta y refuta el poeta, esgrime razones a favor o en
contra, sopesa el esfuerzo, se autoconvence plenamente de la
futilidad de la iniciativa literaria para prontamente deshacerse
del atropellado proyecto
poético. Sabio, experto en versos y otra vez en el amor,
luego de largas y complejas reflexiones, Enrique Gracia analiza,
desecha y elige la vida con su amada y no la letra para su amada:
"El amor o el engaño que supone su juego, / esa
locura rara de la que nadie escapa, esa alegría que sube
del estómago al labio; / ese vaivén de risa, ese
dolor que tiñe / los colores, que
rompe cuanto encuentra a su paso, / es mucho más gozoso
vivirlo que ponerlo / de pie sobre el papel, pedante y
disecado".

Pero muy entre nosotros, que a esta íntima confidencia
nos atrevemos luego del exhaustivo análisis de versos e intenciones del poeta,
rechacemos enfáticamente la conclusión de nuestro
escritor. A su modo, en su propio estilo, a la manera
graciatrinidad encontramos entre sus resueltas y
aventureras letras, entre su reiterado desenfado, unas palabras
de afecto, pasionales, unos versos amatorios que ciertamente nada
tienen de "fórmulas gastadas. De poemas de amor, – los
típicos, repito, / los tópicos, los mismos, los de
siempre." Y para el registro de este
afectuoso estudio, y a objeto de que cada lector lo lea e
interprete desde su personal perspectiva y situación
existencial, ahí va pues ese poema de amor que tantas
horas, dudas, tinta y caviles supuso para el escritor y que al
final pergeñó, armó, construyó,
escribió y comunicó – disimulado y anhelado triunfo
de sus letras – para que fuera tan propio y distinto como sus
adentros lo requerían:

"El Paraíso debe estar vacío, / si
tú no estás, quién va a querer estar, /
Sé que andan de tertulia por la puerta, / incluso Dios
mira el reloj y fuma / y se hace el remolón hasta que
llegues. / Entonces todos entrarán de golpe".

Sin duda alguna el ansiado sosiego está de vuelta,
conquistado el huidizo reposo. Otra vez – a su peculiar y
cínica manera – entre murmuraciones y refunfuños, a
regañadientes, el poeta acepta: "¡En peores garitas
hice guardia! / Así que decidí volver contigo; /
tragar saliva, soportarte un poco, / y ganarme los cielos a tu
lado. / No puede ser peor que lo que tú / llamaste
infierno con tu voz caliente".

Reconoce el escritor que su nueva realidad es un Salmo en
el tiempo
, un cántico compartido, un ferviente deseo
de alejarse de viejas batallas de guerras
civiles en receso, de alguna que otra derrota pasajera, que es
hora de cicatrizar las heridas sufridas en las escaramuzas del
amor y reconocer que: "Mi tiempo es (.)
el tuyo, mi amor, un lugar seco / donde la soledad viste de
fiesta, / un paisaje que duerme en las imágenes /
que decoran los libros, y
bosteza / en las letras, los números, los signos (.) Son
jornadas de sombra y de ceniza / que han tenido su fuego y su
presencia / y acaban por buscar nuevo cobijo / entre las manos
agrietadas, lentas, / entre los ojos que no ven apenas / en las
espaldas que se duelen siempre / en las rodillas que besó
el cansancio":

Y para que no quede duda alguna del rigor de sus
últimas decisiones pasionales: "Hoy hace veinte
años que me aguanta / y a estas alturas / ya se es
más cómplice que víctima", de su voluntad
indomable para preservar lo obtenido, para sostener lo tanto
codiciado y encontrado: su bálsamo, su descanso, su
pócima, su analgésico, su vasija, cura de amor, la
calma , el deseo de estar vivo, arrebato de estrellas,

Enrique Gracia Trinidad en versos que expresan un decidido arrojo
y un enconado ardor por amparar a todo trance a su Soledad
compañera más allá de ella misma y de
cualquier posible ruptura, despedida, escape, huida, desencuentro
definitivo, castellanamente y muy en serio el poeta le
advierte:

"Si te vas no te olvides / de acuchillarme antes / para
que me desangre sin remedio. / Si te vas no permitas / que yo me
quede vivo / y recordando por los dos el tiempo / en el que
fuimos jóvenes y hermosos. / Antes de abrir la puerta /
hiéreme en el costado, / que mi sangre derrame /
cuanto quede de ti si algo te dejas. / Que el último
susurro de mi herida / sea ciega memoria y rojo olvido".

Madrid de osos y
gatos

Mientras la tarde busca en la basura

su cena antes de irse,

mientras la noche coge su abrigo del perchero

para salir de ronda a enamorar plazas y lluvia,

mientras media ciudad se queda idiota

frente al televisor, y la otra media

frente al aceite en la
sartén,

frente al tedio infeliz
de la tertulia

frente al cristal del miedo que es siempre tan
oscuro.

En la desparpajada poesía de Enrique Gracia Trinidad,
Madrid, la
urbe, su ciudad, es de osos y gatos, a diferencia del consabido e
identificador símbolo de la capital
española que conserva al oso, incluye al madroño y
excluye a los gatos. Dejemos que el propio poeta nos explique el
porqué de la asimilación de la ciudad con el oso y
la razón de la inclusión de los gatos para
caracterizar a los naturales de Madrid.

En lo referente a la dimensión osuna de Madrid, a esa
bizarra y en desuso denominación de Ursaria para
distinguir, en un momento dado, a la urbe castellana, el escritor
nos recuerda que: "Es uno de los nombres legendarios de Madrid
que viene a significar tierra de osos. Corresponde a los
muchos nombres que se buscaron cuando no era correctamente
político que Madrid hubiese sido fundada por los musulmanes
españoles y decidieron buscarle todo tipo de leyendas y
nombres fabulosos".

Por su parte, en lo concerniente a los gatos, el
madrileño explica: "Es el apelativo que puede ponerse a
los madrileños, desde que en el Siglo XI, subían
las murallas de la conquista de
Toledo o del propio Madrid, musulmanes ambos, en las tropas del
Rey Alfonso VI, ayudándose tan sólo con unas dagas
que introducían en los intersticios de las piedras".

Y estos esclarecimientos un tanto históricos e
idiosincrásicos vienen a cuenta porque Enrique Gracia
Trinidad de Madrid es también Gato de Ursaria, un
misántropo heterónimo que el escritor confiesa
llevar bien dentro de sí y que, de cuando en vez, aflora a
la superficie, a la vista de todos, para testimoniar el tedio de
la convivencia, el fastidio de compartir, "el deseo de que nos
dejen en paz y no ver a nadie y no aguantar convencionalismos y
componendas sociales ¿o no?".

El poeta madrileño, en fin, Gato de Ursaria, temprano y
tarde, niño y adulto, solo y triste siempre, al
descubierto y encapuchado, se desplaza a su antojo por la villa
que lo hace irremisiblemente urbano para transformarlo
también en inequívocamente intimista. La
poesía de Gracia Trinidad se nutre del entorno
físico y social de Madrid para que sus versos pronuncien
aquello que el escritor lleva en el más oculto
rincón de sus emociones, el
poeta es la ciudad, la metrópoli es el poeta: "Acaricia la
tarde sus ojos de astracán / y comienza a llover (.)
Madrid, Saturno desquiciado, bebe más lluvia, sigue su
banquete, / a punto está de ebriedad, del hipo, / de ser
la risotada de taberna, / de jugar al traspiés, medir el
suelo / y
devolvernos a la tierra /
como una digestión insoportable // Son ya las diez y es
tiempo de marcharnos a casa".

Enrique y Gato se confunden, Madrid y el escritor se hacen
uno, para que todos, ciudad urgente, escritor desenfadado y gato
aventurero y odioso vaguen entre las gentes enumerando emociones
propias y ajenas que los identifican y diferencian a la vez:
"Cada calle se acaba en un espejo / donde el tiempo no para de
contar mentiras. / Cada minuto cuelga de una rama, / se desploma,
y es arrastrado / hasta el desagüe de los sueños. /
Cada semáforo devora su merienda de cuellos, /
su grito de luciérnaga forzada, / su trinidad obligatoria
y ciega. / Mi soledad habita este palacio / de cristal y de
huesos, este
sollozo de papel".

Desparpajo, irreverencia, desenfado, ironía, ganas,
fatiga, el vértigo de la existencia, acompañan a
Gato Enrique, a Enrique Gato en sus reiteradas y mundanas
aventuras madrileñas: "Ahora yo también / me pudro
/ escucho el huracán, / pregunto, ladro, gimo, fluyo como
la leche". Aunque
al decir de los cronistas de la época: "hace tiempo que no
hay noticias suyas
auténticas y fidedignas. Unos dicen que cambió de
nombre y volvió a la farándula, otros que se
ocultó en un monasterio; y hasta asegura alguno que le han
visto en las calles de su vieja ciudad contando historias
antiguas a quien quiera escucharle, a cambio de unas
monedas". Sin embargo, algunos de sus más celebrados
lances, de sus descabelladas ocurrencias aún se conservan
en la poesía caballeresca de Gracia Trinidad.

Salgamos, trepando a nuestro propio riesgo, a
recorrer calles, tejados y cestos de basura con
Gato de Ursaria para compartir con él censurables
conductas y reprochables actitudes:

  • Gato, el indolente: "Hacer, hacer, hacer.Gato de
    Ursaria / decidió que era tiempo de no hacer (.) Gato
    de Ursaria, el indolente, / se refugió a la sombra de
    un tejo centenario / (sabido es que esa oscuridad callada /
    es dulce y venenosa como un beso / y otorga a algunos hombres
    la locura / de conocer el nombre de las cosas) //
    Sintió los mágicos efectos / de aquella sombra
    única / pero no quiso pronunciar palabra".

  • Gato, el abrumado: "Pasó las noches y sus
    días / turbio de pensamientos, / oscuro de memorias y
    de olvidos, / harto de sinsabores, / imitando a Leonardo en
    sus dibujos / de proyectos, esquemas, invenciones. (.) y sin
    haber escrito – y esto es lo más grave – / el
    poema perfecto".

  • Gato, el viajero: "Sus ojos están ciegos de
    horizonte / porque saben del rito y el conjuro, / del milagro
    que ocultan / estas cuatro paredes con olor a despensa".

  • Gato, el rutinario: ".llegó un nuevo
    día / y volvió a repetirse la ansiedad, / y
    volvió a repetirse lo de ayer, / y volvió a
    repetirse tarde y noche, / y volvió a repetirse."

  • Gato, el huidizo: "Mientras todos a coro celebraban
    / lo que fuera preciso celebrar, / Gato de Ursaria, lento y
    silencioso, / bebió un último trago de cerveza,
    / se puso en pie y salió sin ser notado, /
    jurándose a sí mismo no volver / a pisar un
    tugurio semejante".

  • Gato, el mal inquilino: "El mundo es una rancia
    tertulia de poetas / donde nadie recita buenos versos / y ya
    no se conspira, / donde presume el torpe sin que acuda /
    quien haga luminosa la palabra (.) Es necesario / ejercer la
    evasión como un derecho. // ¿Quién ha
    dicho que el mundo es una casa?".

  • Gato, el torpe teólogo: "Dios es inmenso,
    verde, amargo, triste, / como un ordenador desconectado, /
    como la soledad./ y tan eterno".

  • Gato padre: "Luchad por lo imposible. / Lo que es
    fácil, será y no se merece / más que un
    pequeño esfuerzo. / Vosotros pelead por el milagro, /
    devorad con los ojos el lejano horizonte / y que otros miren
    la quietud que pisan. / Ahorrad las fuerzas mientras todos
    griten, / no forméis parte del tumulto, / callad,
    pensad, soñad; / y cuando cese el griterío /
    que se oiga vuestra voz si es necesaria".

  • Gato, el impertinente: "Cuando llegó ya
    estaban a la mesa. / Comida familiar, tregua de insultos (.)
    Se esperaban las doce campanadas (.) Faltaban dos minutos
    para el cambio / de siglo y Gato ya no pudo más; /
    farfulló una disculpa y se marchó (.) Y por
    supuesto, Gato no brindó".

  • Gato epistolar: "Hice añicos la luna del
    espejo. / Ya no podía resistir más su respuesta
    miserable (.) Recogí los cristales diminutos, /
    teñidos de sangre de mis manos. / Te los hice llegar
    envueltos en papel de celofán. / No acusaste recibo,
    pero / jamás podrás decir que no te
    regalé la Luna".

  • Gato apesumbrado: "Pero la mayor parte de los
    días / ni siquiera merecen nuestro grito. / Si en
    ellos se pudiera ser hormiga, / sombra de pez o tarde de
    verano, / sería ser feliz mucho más
    fácil".

  • Gato, el temeroso de los espejos: "La soledad es el
    espejo de la muerte, / allí se mira y remira, se ve
    guapa afilando el instrumento (.) Ahora es la muerte la que
    está mirándose / del lado del que antes nos
    mirábamos, / y se asusta de vernos y nos dice / que
    crucemos la línea del reflejo, / que está sola
    y nos quiere de su lado".

  • Gato, el desacostumbrado: "Los desacostumbrados no
    tenemos asiento (.) Y así vivimos y bebemos, / sin
    asiento ni alfombra ni lugar; / sin sonrisa, sin beso, sin un
    hombro. / Y así nos alejamos de la muerte y la vida /
    para tomar distancia, / para ver la batalla entre las dos /
    sin importarnos quién pueda vencer".

  • Gato triste: "Aquella tarde Gato andaba triste, /
    más triste que otras veces – aunque es cierto /
    que nadie puede mensurar tristezas – (.) Aquella tarde
    gato procuró / no encontrarse con nadie ni tener / que
    saludar amigos o parientes. / No pudo conseguirlo, todo el
    mundo / parecía dispuesto a hablar con él (.)
    Echó a correr como jamás / supuso que
    podría y se perdió / con las primeras luces de
    la noche. / Tardaron años en volver a verle".

  • Gato, el desalentado: "Quiero dejar constancia de
    estas horas, cedidas al embrujo de la alquimia, perdidas
    entre frascos y papeles, libros, polvo, colores que ya no
    pueden más, fracasos y silencios buscando una salida
    razonable (.) Si mi existencia se hizo turbia, imprecisa,
    somnolienta; si rebosó la mesa de papeles, matraces y
    morteros: todo sin concluir, todo sin dar sentido, sin hallar
    respuesta, de qué vale insistir en que se sepa".

Pero incluso Gato Trinidad, Enrique de Ursaria, aun cuando
disfruta intensamente de su soledad, del alejamiento auto
impuesto, del
ostracismo voluntario: "a la sombra de un tejo se disuelven / la
vida, la existencia, las palabras", experimenta, muy a su pesar,
la necesidad de retornar al bullicio citadino, de regresar a
calles y semáforos para sumarse a la anónima
vorágine, al vulgar torbellino de los que no saben si
están siendo: "Así también es Gato algunas
veces, / vagabundo alquilado de sí mismo, / pieza
descabalada y miserable / fuera del engranaje y la cordura. //
Aunque al final siempre regresa, vuelve / a perderse con otros y
ser parte / de la común locura y la mentira /
común que todos dicen necesaria".

Reaparece Gracia Trinidad en medio del vértigo
madrileño, va de los tejos a los tejados, de éstos
a la calle, se incorpora silente a la desconocida muchedumbre que
emerge ansiosa y en ordenada procesión de los trenes de
Cercanías para tomar presurosa el autobús o el
vagón del metro que la conducirá a los mismos
destinos de toda una vida: "Todos muy serios, todos muy formales,
/ de dos en dos, de cien en cien, / de mil en mil, o más,
tropel o fila, / van como tiesas fotocopias, / como hilera de
chopos, / como recua de burros obedientes (.) y ni se
mueven".

Se suma el escritor a los apresurados citadinos que engullen
su bocadillo de serrano, de tortilla o de calamares en
cafeterías repletas y humosas, pide la caña de
rigor para brindar con el vecino del vermouth de sifón que
grita su contento por la victoria de su madrileño equipo
en uno de los castizos derbys que paralizan la ciudad y
las emociones para luego poner en marcha los sabios comentarios y
las sentencias de rigor, porque estos previsibles conciudadanos:
"Cumplen, pagan, se apuntan, rezan, votan. / mientras
estén seguros / de que
el domingo tocará paella".

Sin melindres, el escritor confiesa en nocturnos versos, en
oscuros aforismos, – "y se ve en los espejos la noche que
amontona olvidos" – su condición de sobreviviente en una
ciudad donde "nos asfixia el plástico,
la huida que buscamos, las palabras / de todos los
políticos, el odio sin razones, el cansancio de no haber /
aún amado suficiente // Aquí no existe ahora
más que sombra, / nuestra sombra, / el dolor de haber sido
testigos de la furia, la fatiga increíble de ver en todas
partes el mismo llanto amargo, la misma pena oculta por sonrisas
fingidas".

No puede ocultar Gracia Trinidad su castellana pertenencia, su
madrileña estirpe, el vértigo cotidiano.
Así, en desmañados versos urbanos que
indistintamente son un canto y un reto, un miramiento y un
desafío, un homenaje y una afrenta; descomedido el poeta
afirma: "lo más probable es que Madrid mañana, /
tenga dolor de muelas", y asimismo, más cariñoso,
mucho más amable, registra: "la ciudad se perfuma,
sonriente y despacio / como una buena amante".

Madrid dual, farsante, hipócrita, es loada y
confrontada a la vez por el escritor quien advierte que, en las
vías y veredas de su villa, es fácil encontrarse
con la vida que "también roza sus muslos / de ciega
bailarina por la calle. / Y la ciudad la besa" como con la muerte
"enroscada en las plazas, / o tendida a lo largo de las calles /
que atraviesan el hígado y el vientre / de esta absurda
ciudad; / sus órganos más nobles, / el corazón
quizás, aunque no suene, / las costillas al menos, /
alzadas como cúpulas, indestructible insomnio de cristal,
/ centro de gala, / jardineras, semáforos, aceras".

Concluye el poeta que ambas, vida y muerte se
aparejan, se visitan, se frecuentan, se hacen cómplices:
"Así van esta vida y esta muerte / celebrando su pacto de
vecinas: / se piden por la tarde media taza de azúcar,
/ van al cine (.) Y
esta ciudad, pregunta tras pregunta; / descompone los patios, /
huele a ropa mojada y hace exacta la vida, / debo decir
difícil; / la disfraza de muerte, la perfuma, le pone un
lazo rojo, / nos la entrega con rostro de puta enamorada / y
huye".

Y para que no quede ningún asomo de duda acerca del
juicio, de la apreciación del poeta por su ciudad, de
Gracia Trinidad por Madrid, por esa metrópoli gatuna y
osuna, adulante y envidiosa, besucona y puñalera,
cortés y soberbia, sincera y mentirosa, joven y vieja,
dulce y amarga, ingenua y hechicera, palaciega y nueva rica,
doncella y cortesana, el escritor sin disimulos le dedica este
indiscreto poema:

"Ciudad, mujer sin nombre
de mujer, / lugar de óxido triste, / anciana misteriosa /
exiliada de un cuerpo, / revestida de luz que no comprende. /
Ciudad de gritos y mañanas rápidas, / de tardes
lentas y de noches largas, / Ciudad del corazón y de las
uñas, / del aire fino y la
amargura densa. // De ti misma hasta ti, que espere el cielo /
hasta ser como tú, mujer hermosa / vestida con harapos
cortesanos, / amante loca y descarnada bruja, / de todos madre y
a tus hijos ciega".

Unos dioses
lejanos; unos héroes eternos

Primero invité a Dios a frecuentar mi mesa,

pero él estuvo ajeno,

distante,

y parecía necesario, al escribir su
profesión,

poner la "D" mayúscula que no fue
imprescindible

en ningún otro oficio.

* * *

Si alguien los sorprende

en la hierba de un parque, dándose un
revoltón

o en un modesto piso de Las Ventas

con un par de mocosos y una nevera a plazos,

le ruego que me avise,

quizás aún esté a tiempo

de quitarme de encima la extraña
sensación

que desde niño me devora.

Una divinidad resbaladiza se hace presente en los versos de
Enrique Gracia Trinidad para convivir – emplazada y
expatriada – con otros irreales y cotidianos semidioses que
la ilusionada imaginación del hombre alienta para que la
vida tenga su aliviadero abierto y la existencia otra
razón de ser más allá de la que le otorga la
previsible biología. Con su
habitual desenfado registra el escritor esta personal
ambivalencia: "El Señor de las Moscas tiene el culo de
azufre, / sonríe, / hace gala de dientes / y de puro
placer le cruje el esqueleto de la Historia. / Nosotros,
agrupados / en torno a los conjuros y los rezos, / tenemos el
aliento enrarecido; / una roja penumbra nos invita a la muerte: /
Y Dios se nos escapa de las manos como una pesadilla
interminable".

Dios está presente y no en la poesía
inmensamente humana de Gracia Trinidad, convive a duras penas con
el hombre y es
definitivamente exiliado por el escritor; lo exhibe en sus versos
para convertirlo ruidosamente, escandalosamente, estridentemente,
en ausencia distinguida: "Para que Dios despierte algunos
días / hay que hacer mucho ruido al
levantarse (.) Toser, si es necesario, cada cinco minutos, / como
el que tose para ser notado. // Para que Dios despierte, / llegue
a tiempo al trabajo, / y
recuerde que estamos aquí, donde nos puso, / habrá
que armar barullo esta mañana".

El poeta se religa para desligarse, se hace trino para ser
él solo, no comulga ni le hace reverencias a las impuestas
trascendencias, desde su personal e intrincado laberinto humano
dificulta la salida a un dios supuestamente redentor, lo ubica,
lo identifica, lo distancia y preventivo lo aleja: "Dios
dibujó sus párpados con ocre de la tarde / y con un
leve gesto de la mano / domesticó la sangre para siempre
(.) hizo nacer un corazón de bestia; / una espalda de
arcángel desterrado, / una brizna de luz / en un
caparazón de sueños y preguntas".

Asumida sin tapujos su más definitiva condición
de hombre terreno, su vértigo cotidiano, su llanto
entrañable: "hay un hombre que llora, / se le escuchan los
huesos (.) Es hijo, como todos, de la risa olvidada / de
algún dios vengativo", o bien, "Sus piernas de
recién resucitado temblaron y cayó". Gracia
Trinidad deja atrás el linaje de los superhombres, la
casta de los dioses para reconocerse más y demasiado
humano; asume – entre sollozos – el reto de crecer como los
rústicos que, despojados de prójimo, cubren su
existencia "con una concha de plegarias y de espejos", para
hundirse en la mayor y más irrefutable condición de
la existencia humana: " La estirpe de los dioses / cayó
una tarde en el olvido: / Tuvimos que ser hombres a la fuerza (.) a
pesar de la muerte, / trabajar el dolor con insolencia, /
soportar nuestra estúpida sonrisa; / crecer / como las
bestias y las lágrimas".

Desde la turbulencia de los dioses, Gracia Trinidad se atreve
a apostar fuerte y decidido por el vértigo del hombre:
"Los dioses creadores callan avergonzados (.) Cuando no tengan
dioses / a los que asesinar, comenzarán a devorarse unos a
otros. / Lo harán tan bien / que cuando no quede nadie, yo
mismo bajaré para coger el fuego". Recoge nuestro demiurgo
la antorcha de la humanidad – "Humano, tan humano, / como
sólo podría serlo un Dios"- se apresura a llevarla
permanentemente iluminada – llama votiva de sus versos –
por los confines de la vida, va de Zagreb a Beirut, de Madrid a
Nueva York, de las orillas del Mar Muerto a las basílicas
señoriales de imperios en desuso, cabalga de una orilla a
la otra, de un conocido rito al diferente, al discrepante;
regresa, fatigado, exinanido, exhausto, al Olimpo mismo, a la
primigenia cuna mortal de los dioses, para después de
tantas peripecias vitales, de tantas corrientes existenciales
recorridas, encontrarse de frente, en un cul de sac
predicho y concertado, con el Dios de dioses, con la
divinidad misma: "Estamos, Dios, al cabo de la calle, / sin
árboles, / sin gritos, / desesperadamente
extraños, con un dolor estéril / que nos
deja la voz de terciopelo y menta".y retarla: "Cierto es que
soportarnos es difícil, / más cuando nos crucemos
en las plazas del tiempo, / te reconoceré por el perfume
que se yergue de tu risa, / resignada y ausente, / y tú
sabrás quién soy / por mis torpes maneras y el
cansancio de plomo / de mis ojos".

Frente al sacrosanto evangelio de los dioses, Gracia Trinidad,
nuevo misionero de lo humano, antepone – humanitario y desafiante
– profanas escrituras dedicadas heréticamente a los
más dilectos héroes de su pérdida y no
recuperable infancia:
"Pero Dios ha bajado del columpio de nubes (.) Me corro hacia la
izquierda para dejarle sitio / y ni siquiera hablamos." y se hace
plena y absolutamente responsable del desafío lanzado a la
divinidad: "Es el hombre al caballo de su hechura, / soportando
el dolor de la arrogancia; / lo que los dioses no perdonan".

Acompañemos entonces, apoltronados en el mullido
sillón de la sala de estar de su poesía, comiendo
"palomitas frente al televisor", al trovador apócrifo – al
escritor deshechizado que dejó de ser fabulada rana de
leyenda y estanque por efecto directo de castos besos de
inocentes princesas – en la lectura y
comentario de sus personales tebeos y odiseas, actuales y
antiguos, contemporáneos y clásicos, de este siglo
y de aquellos otros que vieron nacer los más
recónditos mitos que el
hombre acunó, preservó y difundió para, a la
vez, crear y demoler a sus más remotos y desemejantes
dioses:

  • Gilmagesh: Al invencible valiente de mil y una
    aventuras, el poeta le advierte: "Escucha (.) Uruk, donde los
    cedros abrigaban tu trono, / ya no existe. / La serpiente
    comió la verde rama de la inmortalidad / y nadie ha
    vuelto a ser lo mismo. / Los héroes como tú no
    tienen una hazaña que llevarse a la espada".

  • Indiana Jones: Como el idílico Ulises se
    perdió – tiempo ha – en las lejanas y cantadas islas
    del olvido, el poeta reconoce que el auténtico
    aventurero en nuestros días es indiscutiblemente:
    "Indiana Jones quien regresa a su casa / silbando una
    canción de Tina Turner; / arañas hacendosas, en
    los techos del mundo, / ven pasar su sombrero".

  • Robin Hood: Con el pulso tembloroso, poco atinado
    ahora en el ilustre oficio de templar arcos y tirar flechas,
    el bien amado malhechor de los bosques de Sherwood observa,
    desde su sempiterna atalaya vegetal, como "el Pequeño
    Juan da clases de gimnasia / para artistas de Hollywood".

  • Aquiles: El más veloz y celebrado
    héroe de la legendaria Grecia visto por los
    contemporáneos y cínicos ojos literarios de
    Gracia: "tiene artritis y tose con frecuencia, el
    talón le ha crecido, / y anda vendiendo vasos de
    cerámica / para turistas sudorosos".

  • Supermán: El rey de los tebeos de mi
    infancia, el Aquiles contemporáneo, el superhombre
    no es un ave, no es un avión – de mis
    nunca prescritos tiempos, el líder indiscutible de mi
    íntimo club de superhéroes, el Clark Kent con
    capa y sin gafas, "el que más corre, el que vuela, /
    el que sujeta el mundo con sus manos / mientras Atlas se
    sienta en un banco del parque / para dar de comer a las
    palomas", no es, sin embargo, el preferido del escritor. En
    efecto, Gracia Trinidad confiesa sin remilgos su personal y
    justificada predilección por El Fantasma: "Y
    que decir de ti, Enmascarado Duende – Que –
    Camina, / The Phantom, Mr. Walter, / mi indiscutible
    favorito. / Heredaste de tus antepasados el trono de la
    calavera y hasta un anillo cátaro."

  • Schwarzenegger: Más que el victorioso
    gobernador de la California, de la mítica
    isla-país de Las Amazonas de Sergas del
    Esplandián, Arnold, el fortachón, es, hoy por
    hoy, el vencedor indiscutido de Sansón, "al que
    incluso le pagan una buena fortuna por luchar con los malos /
    sin que le caiga encima un templo".

  • Guillermo Tell: El destino final e imprevisto del
    héroe helvético por antonomasia es recogido e
    informado por la irónica prensa roja del poeta:
    "Guillermo Tell asesinó a su hijo, / la flecha dio
    en el ojo limpiamente / y dos fotos redondas, de manzana
    exclusiva, ilustran el suceso".
    Y por si fuera poco, el
    escritor nos da también regocijadas noticias rosas de
    otros héroes en olvido: "y la Venus de Milo fue
    sorprendida un siglo de estos / acariciando con
    pasión, / es un decir, / a los siete enanitos y al
    último mohicano".
    Y es también capaz
    Gracia Trinidad de formular, en tono de comentarista de
    farándula y de experto en cotilleo de la
    televisión española, un subrepticio reclamo por
    la virilidad y fertilidad de tantos prodigios, por la
    evidente falta de descendencia de tan atrevidos y aguerridos
    superseres: "Siempre me pregunté si el Capitán
    Trueno y Sigfrid / hicieron algo más / que dirigirse
    lánguidas miradas, / detrás del castillo de
    Thule. / Lo mismo me pasó con Supermán / y
    aquella periodista menudilla / que se llamaba Luisa. / Y que
    decir de ti, Enmascarado Duende – Que – Camina
    (.) sigue pendiente tu asunto con Diana (.) Dale Arden y
    Flash Gordon huelen a goma de borrar / de bachiller antiguo;
    / si no fuera por Zarkov y por Ming / nos habría
    matado tan largo aburrimiento: Todos igual. / Menos mal que
    la Dama y el Golfo vagabundo / fueron una excepción
    con prole numerosa, pero el resto.."

  • Peter Pan: "Uno quisiera haber sido Peter Pan. /
    Uno quisiera – repito -, / no haber crecido nunca (.)
    Todo esto me tiene triste, me aburre incluso (.) como me
    aburre incluso que no me llamen James / y que me llame Garfio
    hasta el mismísimo cocodrilo. // Pero así son
    estas cosas (.) Permítanme que acabe este poema, tengo
    un barco que dirigir / y se me ha terminado el papel".

Y muchas más noticias frescas tenemos de los
héroes que alimentan la fábula de sus fábulas.
En poemas que son un verdadero viaje en el tiempo, del pasado al
presente, que actualizan situaciones, oficios y destinos
ciertamente imprevisibles, descabellados, Gracia Trinidad nos
informa – convincente – que, por un lado: "Guillermo Tell
quedó para contar sus aventuras / a unos nietos que
piensan en binario / y ya no le comprenden. // Conan, el gran
cimerio; San Jorge y su dragón; / Sigfrido el valeroso,
que también tuvo el suyo como tantos; / el propio Peter
Pan, que al final ha crecido; / y tu amigo Enkidú, / y el
mismo Quijote de la Mancha. / Todos los esforzados paladines de
mi mesa camilla; / están haciendo cola / para ver si le
dan subsidio al paro". Y por
otro lado, más minucioso y detallista, el escritor nos
rinde cuenta del quehacer de otras tantas de sus heroínas
y malvadas de su infancia y juventud: "Las
hadas buenas de los cuentos viejos
/ son de una ONG y llevan
vaqueros, // Blancanieves montó su propia empresa, tiene
siete enanitos repartiendo comida a domicilio: // Alicia y el
conejo, dejaron de correr / pusieron un casino y se forraron. //
Todas las brujas malas consiguieron sanar sus caídas, /
hoy son bibliotecarias, cuidan gatos, / y hacen páginas
web para Internet: // cenicienta se
divorció del príncipe / y trabaja por horas en
una empresa de
limpieza. // Caperucita empuja carros llenos / de tazones con
sopa y arroz blanco / por los pasillos de una
clínica".

En la medida en que los dioses se disipan, los héroes
cercanos al poeta, en franca camaradería, van
envejeciendo, se van retirando del imago contemporáneo,
para habitar en el recuerdo enternecido del escritor. Convencido
Gracia Trinidad de que la realidad es como es, ni buena ni mala,
sino simplemente real, concluye su narración detallando
como quedó el siglo XXI que transcurre y continúa
sin ellos ni ellas:

"Desde que ellas salieron de sus cuentos: / a las varitas
mágicas las come la carcoma / los príncipes azules
están verdes, tienen reuma y cataratas; / donde dice
"bebedme" no hay más que Coca – cola; / nadie fabrica ya
zapatos de cristal / y en el bosque del lobo / hay urbanizaciones
y piscinas."

Una soledad
inspiradora

Hay una bestia que respira

bajo la piel del mundo, bajo la inmensa soledad

de tantos como somos.

* * *

Papel, papel, papel.todo es papel

sobre el que duerme acurrucada y sueña,

en un pliegue sin fin, la soledad.

* * *

Terrible esta soledad

que se fermenta dentro de mi risa.

Intensa e inmensa es la imponente soledad de Gracia Trinidad,
lo custodia a todo evento, lo acecha; sigilosa, a todas partes lo
persigue; ubicua, exigente, hostigadora, no lo abandona, no desea
redimirlo, no quiere desprenderse de él, dejarlo a sus
anchas: se le encima, lo envuelve y busca aislarlo, destruirlo,
ensimismarlo. Frenéticamente lo abraza, lo circunda, lo
toma por el cuello hasta el ahogo, mientras que el escritor –
imbuido del más humano instinto de supervivencia –
certifica, en apesadumbrados versos, en pesarosos poemas, su
firme decisión de no aceptar alienaciones, desechar
imposiciones, y, sobre todo, su irrenunciable necesidad de
respirar literariamente a sus anchas, prefiriendo siempre el
benéfico oxígeno
brindado por la poesía, a la que finalmente reconoce,
más allá de la soledad, como su más
discordante y genuina compañera : "En este oficio nuestro
todo está fuera de lo debido, lejos de la razón:
por eso tan a menudo vivimos sólo para escribir y casi
siempre escribimos para sobrevivir".

Pasea Gracia Trinidad la urbe de sus desvelos con su
permanente y anónima soledad a cuestas, divaga
sonámbulo por calles ausentes de fantasía,
vagabundea por "las alcantarillas más profundas", cruza
plazas de hormigón y parques de una Madrid monumental,
cada vez menos solidaria. El misántropo poeta, circula con
las manos entre los bolsillos, harto de tabaco, hastiado
de alcohol, con
la triste mirada hacia adentro, sin perro fiel que lo siga, y
expresa con despiadada claridad, "en un resto de cordura y de
palabras", sus más secretas emociones: "Es esta
sensación, / la conocéis, / sumergida pregunta, /
deambular por las cosas / que arrugan el deseo de vivir; / lo que
me reconoce y me reclama, / lo que siempre termina /
llamándome en la calle, por mi nombre, / por el nombre
común que compartimos todos (.) Es esta sensación,
y lo demás / una mesa de esplendidos manjares / que
podéis degustar sin mi presencia; un regalo que quiero
rechazar / un vértigo que no me corresponde."

La soledad experimentada en medio del bullicio, el bar de
copas y el terminal de autobuses, el orgasmo pronto y el beso sin
compromiso, se unen a la que el propio poeta – silente –
lleva muy dentro de sí, para proponerle motivos y temas a
una poesía misantrópica, intimista, francamente
pesimista, sangrante y desgarrada: "Extiendo mis papeles y me
pongo a escribir: Notas, cartas, poemas,
fórmulas contra el miedo, la soledad, el tedio" , o
más claro y evidente: "Es en ese momento cuando busco /
entre mis propios restos como un perro, / y aunque no espere
mucho de la vida, / disimulo, Hago versos, me soporto".

El escritor, experto en desamores y desencuentros, sabio en
desilusiones, instruido por el desencanto y la ingratitud, intuye
entonces, después de meditarlo largamente que: "Más
seguro será no someter / la angustia a las palabras;
aplicar las ideas / sobornando el cerebro con
algún paraíso de alquiler; / subsistir quedamente,
con los dedos perdidos en la urdimbre del tiempo (.) no pretender
la eternidad como una novia complaciente / que aguante el mal
humor / la soledad, / el abandono que se ejerce como una
profesión inevitable".

Esta soledad múltiple y multiplicada que Gracia
Trinidad reduce a una sola, constitutiva, intrínseca,
personal y exclusiva, incita al escritor a refugiarse en la
incomodidad de la palabra libertaria, del vocablo luminoso, del
verbo ácrata, de la copla redentora, del poema revoltoso:
"Las palabras me hicieron insolente; / nacieron para el llanto y
para el grito / y se quedaron en mi voz clavadas / como la luz
que son, como la fiebre / que
terminan por ser, como la sangre".

Subsiste, sobrevive Gracia Trinidad por, con y en el poema, lo
escribe para sí mismo y "para quien no me escucha digo,
para quien no está / aquí y no sé si estuvo
nunca o llegará más tarde". Confunde la
poesía con la vida misma, con la existencia desandada y
cotidiana, la compara – rutinario – con "la taza de
café
vacía, que llora con amargo / recuerdo su aroma de suicida
y el sabor de los / labios". Aún más, expresa muy
urbanamente que la poesía es un tendedero a pleno sol, un
secadero de emociones, un alambre de pared a pared, donde se
exponen variopintos, sin rubor y a la vista de todos los
viandantes: "la camisa de un sueño, por ejemplo, / o el
mantel de las últimas derrotas / o aquel pañuelo /
que es como un resto de niñez, tan blanco, / tan diminuto,
tan herido", y, más guerreramente, el escritor afirma que
la poesía también puede ser: ".versos, hechos
sangre, piel o músculo, / bien cogidos con pinzas,
agitándose / en medio de los patios, a la luz, / como
banderas sin ejército".

No exento de tentaciones vive el poeta su soledad inspiradora,
más de una vez en la ya larga cincuentena de años
vividos, el escritor ha sido tentado por el entorno, por su
prójimo, por los amigos y los no tanto, para que venda,
arriende, permute, hipoteque, done u otorgue en comandita simple
su libertad
creadora y sus celebrados afanes por ser distinto. En sincera
confidencia vital, cuando ya el destino queda irremisiblemente en
manos de uno mismo, el poeta reconoce: "Enhorabuena, chico. Has
conseguido / llegar a los cincuenta sin vender / tu alma a
Satanás. // Nunca confieses que lo intentaste y no se
interesó. / A veces la alquilaste, no te engañes, /
a pequeños y míseros diablos; / pero eso a fin de
cuentas lo hacen
todos / y es parte del oficio de vivir. / Lo peor viene ahora, lo
más crudo: / cuando ves que ni a Dios ni a Lucifer / les
importa lo que hagas con tu vida".

La palabra y sólo la palabra poética – "Acabado
el poema, es posible morir (.) que la palabra quede como un bello
cadáver"- es la que continúa cosechando Gracia
Trinidad en los disímiles huertos de olivo y ofrenda de
sus preces solitarias: "La soledad es un recibo / en esta sala de
eco esmerilado / donde es obligatorio moverse con soltura, /
sonreír vagamente; / inclinar la cabeza ante las damas, /
toser con disimulo, no hurgar en los bolsillos; tener la
compostura de las fotos".

Sigue viviendo el poeta para el verbo, nombra y sigue
nombrando, a pesar de que por momentos el poema perfecto, el que
no pudo ser, el verso sin objeciones, terco e intolerante, no
aparezca impoluto, exacto, preciso, en medio de "las palabras
escritas con descuido (.) a la deriva de una mesa", perdido el
poema entre "palabras no usadas, / restos de luna vieja, / sangre
que fuera vino, / libros oscuros y papeles ciegos."

Se resguarda para siempre Gracia Trinidad en la nunca serena
bahía del habla poética: "Es una puta descarada que
nos sonríe por oficio, / una perfecta zalamera / de la que
nos enamoramos / cuando por vez primera nos parece que ya somos
poetas", a fin de que su palabra corsaria no sea azotada por el
látigo venal, carbonizada en la fogata inquisidora,
estrangulada en la horca justiciera. Antes de cualquier impuesto
auto de fe, vaticinando la inevitable aclaratoria oficial que
inevitablemente le exigirán, confiesa previsivo el poeta
que su silencio – el que tampoco podrá ser usado en
su contra – es como su palabra:

"Este silencio de mi sangre es furia, / grito de libertad
que apenas grita, / calavera pintada de albayalde / sobre un
jirón de noche; / batalla en el Caribe, que termina en
derrota, / plancha de la que siempre se salta hacia el olvido, /
arriesgada costumbre en la que Dios / no pasa de grumete. / Este
silencio, en realidad, es guerra / que
alza un gozoso mascarón de proa / contra la adversidad de
la costumbre".

La cotidianidad:
un regocijo y un fastidio

Nada como las bolsas de plástico y de mimbre

flotando a media altura en el mercado

bajo las manos de mujeres fuertes,

sobre pequeños carros donde un mundo cabe,

siempre dejando ver un tallo de acelga,

una barra de pan o unas cebollas.

* * *

Me levanté por la mañana,

la fecha es la de menos,

dispuesto a ser vulgar como se debe,

pero no funcionaba la rutina.

Alguien debió quitar los plomos de la
mediocridad

o a Dios se lo olvidó que era jornada de
trabajo.

Enrique Gracia Trinidad, dual, ambivalente, paradójico,
disfruta y aborrece la cotidianidad, la rutina, la diaria usanza,
la costumbre. Puede, a la vez, embelesarse con ella o repudiarla;
sus versos de espectador agudo y solitario así lo
testimonian: "La ropa a veces, mientras duermo, se me marcha a la
calle", o bien: "Me siento mal. / Algo fatiga mi cintura,
quizás mi corazón. Debo marcharme / a dibujar
también, sobre un papel o un muro; / esa pequeña
historia / que a mí / me corresponde".

El poeta es capaz entonces de prendarse de la cotidianidad del
ama de casa, del fontanero, del vendedor de legumbres, del
carnicero, de la pescadera, del trajín bullicioso del
mercado de
víveres, "después de levantarse y abrazar / al
primer hombre", pero también está presto a repudiar
la suya, esa rutina que lo sofoca y debilita, haciéndolo
pensar que un día más sobre la tierra no tiene
sentido, que la vida no amerita de ser vivida.

Así va entonces por la vida nuestro poeta, disfrutando
de la rutina ajena y rechazando la propia. Basta asistir con
Enrique Gracia al Mercado de las Ventas en
Madrid – que puede ser cualquiera de los heterogéneos
territorios de la alimentación en
cualquier ciudad del planeta: el mercado de todo y para todos de
Guacaipuro en Caracas, el escenográfico de la Rue
Mouffetard de Paris, el central de los mariscos y moluscos en
Santiago de Chile, el de las coloridas especias en Rabat, el del
picante ají en Ciudad de México o
el de los flamantes atunes y tiburones en el lejano Tokio – para
exteriorizar en sus alimenticios versos el regocijo que le
produce ver a como se llevan a cabo, aquí y allá,
allende y
aquende, las transacciones habituales y siempre inéditas,
en las que el vendedor adorna su oferta para
tentar al consumidor, y el
comprador hace todo lo posible por llevarse algo de más o
cancelar algo de menos.

Para el escritor un mercado como el de las Ventas "es el
paraíso reencontrado", "un circo de alma insospechada",
donde la vendedora de pescado es una miss internacional, el
frutero se alborota con prontitud y el bobo del mercado, el
infaltable tonto del lugar, el que carga, poseído por la
felicidad las cajas de verduras, ríe por nada; el olor del
embutido multicolor compite con los mejores aromas del universo
que se perciben en el propio olfato del poeta: "el aire es de
limones, de laurel o canela, / de verde perejil, gamba roja,
café, / queso manchego, / vida", y el ordinario y prosaico
papel de envolver se convierte en protagonista final y apetecido
de tantos entusiastas participantes en el jolgorio, la jarana, el
fandango que supone un alegre y variopinto mercado de
víveres en cualquier lugar del mundo.

Se extasía y se divierte ciertamente el poeta, no puede
ni quiere ocultar su vivaz entusiasmo: "No hay color en el mundo
/ como el que tiene un puesto de frutas apiladas, / un color
oloroso de piel acariciable y fresca. / ¡hay tanta gente
aquí, tanto alboroto! / -¿Quién da a la vez?
– repite el eco, / mientras un universo multicolor, sin
tregua, / sofocante, / desfila siempre igual, distinto siempre, /
junto al escaparate de aceitunas: / Se vocea el pimiento con
eróticos gritos / y cómplices sonrisas; interrogan
al ojo del besugo, / miran en el profundo corazón de la
lechuga, / se palpa la manzana".

Gracia Trinidad hace suyas las leyendas ajenas; las
pequeñas historias, las trascendentes anécdotas
diarias, que "se dibujan en pálidas paredes, en esquinas
que ocultan su dolor y su triunfo (.) Las pequeñas
historias esperan a sus novios, / cogen el autobús, /
llevan cartera de colegio, / salen del almacén de
ultramarinos, / van al cine; / dan de comer a las palomas /
cuando saben que el tiempo ya no espera: / Río que se
desborda por la orilla cansada de mis ojos".

Así la cotidianidad del otro, la forastera, se
convierte en inevitable motivo poético que el escritor
suma a su propio fastidio vital, a su permanente fatiga
existencial. Los trenes, los cafés, el metro, las aceras,
los centros comerciales, los cines, las esquinas, al igual que
los mercados
municipales, los bares, la plaza de toros, las tascas y mesones,
le brindan al poeta un desechable y variopinto material humano
que alimenta también, en más de una ocasión,
su inapetencia por la vida, su perenne vértigo personal:
"Dejo pasar el tiempo, minutos alejados de este cuerpo, /
respiración ajena al espectáculo /
que me ofrece mi nombre / y el nombre que le invento a cada
asunto (.) La realidad es un gusano que ha comido de más,
/ tiene la digestión pesada, / no habla a sus vecinos / y
se enrosca a dormir en el momento menos oportuno (.) Debe ser lo
que llaman asuntos cotidianos, / o costumbre, / o cualquier otra
historia que mejor no escribir".

Sin embargo, reconciliado a ratos con su prójimo de
todos los días, el concreto y
evidente, el anónimo y tumultuoso, Gracia Trinidad
confiesa sin hipocresías su interés
por la gente del común, por los ciudadanos de a pie, que
se transforman en cotidiano paisaje humano visitado ardorosamente
por el escritor con misericordiosos propósitos redentores
y justicieros: "Tengo que devolverle lo que es suyo: / las
palabras, / el ansía por decirlas como si fuesen
mías. / ¡Oh, la palabra siempre, / sangre que se
derrama del silencio / cuando es asesinado! (.) He de restituir
esta alegría, / ¡ya se sufre bastante! / De la
sonrisa y la palabra queda / para todos / por más que
devolvamos", o más revoltoso y anarquista todavía:
"Y esta palabra debe seguir siendo / soledad disparada, / a
quemarropa, / contra la multitud que se disuelve / en un
ácido esfuerzo, cotidiano y servil, / pasto de la miseria;
/ descalabrada sombra del olvido".

Confirma Gracia Trinidad que los peregrinos de vidriera, los
desocupados, los oficinistas, los presos, los recién
bañados y afeitados, los bebedores de café y menta
poleo, los parroquianos habituales, los fumadores sin
remedio, los vecinos de ocasión, los menguados
madrileños y los incesantes inmigrantes de diferente color
y habla, son efectivamente: "el paisaje humano que busco, /
escritura de carne entre las calles, / arañazo de piel /
que avanza hacia las horas de la tarde, / Gente. //
Espectáculo vivo, improvisado, / que hace suyas las
plazas: / hijos del laberinto, / corriendo a los oficios y las
cárceles; / desde el humo a las páginas, /
desenredando la madeja / para encontrar después la ruta de
regreso".

También se atreve el inconsciente de Gracia Trinidad a
salir de paseo para continuar hurgando en las costumbres ajenas,
en las cotidianidades foráneas, a fin de contrastar su
propia descompostura con el vértigo de algunos
dramáticos y descabellados personajes que habitan
vívidos sólo en su indetenible imaginación.
En efecto, con las "puertas inclinadas / hacia el lado derecho
del olvido / que es el lado siniestro de la desesperanza", el
escritor se imagina – en cursivas – el guión que un
sueño alocado y repleto de prójimo le sugiere:
"Allí una mujer clara, / gótica imagen de la
belleza rubia, / fabricante de besos, / me sonríe / y se
aleja / y ya es bastante. / Un hombre con el rostro / velado por
la nada, / zapatos y columnas que siguen recostándose /
sobre el lado profundo de esta casa / – torre, cueva, pretil de
olvido – / donde se juega al vértigo / y se cae."

Nada quiere, sin embargo, el escritor con su propia rutina,
con esas "orillas tristes de la necesidad", con la cotidianidad
que lleva a cuestas como una indeseada giba, como una mole
etérea más pesada que un Escorial, a ella quisiera
renunciar o que lo renuncien: "Mientras los girasoles proponen
una huelga /
contra un sol que no quiere dar la cara; / yo me siento en el
filo de un libro de
cocina, / balanceo los pies sobre la eternidad / y echo recetas a
los pájaros. // Vaya una forma idiota de perderme otro
día". Nada desea pues el poeta con el automatismo
contemporáneo, con las aburridas usanzas personales
– "Y permitidme ahora una pregunta: / ¿Por
qué no puede ser este poema también un
sacacorchos?" -, con un desafecto e incoloro día a
día: "La costumbre es la cálida trampa de la vida.
/ Uno se deja llevar poco a poco y está perdido, / se
siente a gusto y está muerto / Hace trampas la luz en la
costumbre, / los minutos no tienen nada nuevo – eso ya es
viejo – / y es la rutina un óxido, una grama, / una
costura ineficaz, / el harapo tendido en una cuerda / que se
secó hace tiempo y ya ni gesticula".

Gracia Trinidad se acerca a ratos a su infancia y adolescencia
para desvelarla y dejarla al descubierto en versos que hablan de
tiempos que no son ni fueron mejores ni peores…simplemente
fueron: " He llegado esta tarde hasta la misma / calle donde
crecí. Lugar extraño / sin el juego de entonces ni
la risa / rebotando en los viejos portalones: / Cualquiera puede
regresar un día, / es fácil retornar pero terrible
/ porque no se regresa en realidad." Constata así el
escritor —sin añoranzas, melancolías ni
nostalgias— que toda cotidianidad es intemporal, que
vivencialmente da lo mismo,, aunque, en ciertas ocasiones, deba
defenderse el recuerdo y una que otra tradición que
hacía la existencia, en su momento, más natural y
menos artificiosa: "ni que las calles, arena, piedra, resto de
brasero (.) donde ingenieros fuimos del polvo y la merienda, /
fuesen mejores que las calles / que recorremos hoy, / teléfono inalámbrico en el coche y
prisa de colores; / perfectas avenidas / con sus limpias fachas
de cristal / tras las que el mundo es eficacia,
máster, negocio "on line" y dividendos. // No
quisiera que nadie / sacase una opinión equivocada: /
Cuarto de kilo de azúcar en su bolsa de estraza / no puede
compararse con la belleza hermética de un frasco / de
diseño
anatómico para la sacarina. / Faltaría
más."

Registra también Gracia Trinidad otras cotidianidades
personales y ajenas, más sangrientas y dolorosas empero,
como aquellas situaciones sin destino en el las que "siempre
queda un zapato después de un accidente, / un zapato sin
alma y sin aliento (.) Algo también nos quedará a
nosotros / al final de la insípida tertulia donde siempre
acabamos, / tal vez un alienígena en el fondo del vaso, /
a quien secar las gotas de cerveza y
ofrecerle tabaco, / con el que discutir hasta que nos alcance la
mañana, / sobre estúpidos versos y atrevidas
hipótesis futuras".

En fin, dejemos al poeta con sus malmirados idos y venires,
con sus inevitables andanzas de todos los días, con su
rutina negadora, con esa cotidianidad irrenunciable y necesaria
que maldita nos impone la existencia: la desdeñosa,
soberbia y despectiva vida, ante la cual Enrique Gracia Trinidad,
con la única arma válidamente disponible para
domeñarla: sus versos, reflexiona sobre lo
vertiginosamente vivido y acuerda para sí mismo, estricto
y resignado, lo siguiente:

"Nunca estaré de acuerdo con la vida. / Ella no
entiende nada de lo que aquí nos pasa, / sigue a lo suyo,
ignora lo más simple de mis necesidades, / se oculta a mis
deseos, ensordece mis súplicas: / Últimamente he
decidido / vivir sólo lo justo / para que esta malvada /
no me moleste demasiado".

Una tristeza
imbatible

Para dormir esta noche debería estar vivo

y sólo estoy cansado. Triste.

* * *

No digas que canto triste,

mi tristeza es un espejo

que tu tristeza repite.

La íngrima soledad del poeta vive acompañada de
su indeleble tristeza. Un solo, intenso y desgarrador
calificativo bastaría para definirlo, identificarlo,
delimitarlo, catalogarlo, describirlo, ponerlo en su epitafio y
transmitirlo para la siempre escurridiza eternidad:
triste.

En efecto, el poeta en variados poemas y múltiples
versos, en íntimas y familiares épicas, con sus
hijos, Paula y Eduardo, beatíficamente rendidos por el
sueño, explícitamente se reconoce frágil y
embestido por la tristeza, humilde declara esperanzado: "Quiero
creer que no hay por qué dejar / que la tristeza gane, /
que mis hijos dormidos a estas horas, / son de verdad lo que
sujeta el mundo (.) Pero es inútil", o bien, a su mujer
amada también le suplica la necesaria comprensión
para el resquemor de sus adentros: "No me tengas en cuenta la
tristeza / que me acosa y a veces sin remedio, es más
fuerte y me doblega".

La tristeza del poeta es paradójicamente el impulso
vital de su vida, en ella se deshace para rehacerse, se debilita
para robustecerse, sucumbe penosamente para reincorporarse,
triste, siempre triste, al permanente vértigo que intenta
amaestrar sin manifiestos resultados. Afligido, el escritor
constata – apremiado – que hoy, en este minuto
postmeridiem: "Tengo urgencia de flores; / en esta tarde
urgencia quiere decir pálpito; / recodo, / lugar
común en que beber; reír (.) // Me produce tristeza
un lecho solitario, / también una insistencia gris, /
cualquier vacío".

Tristeza y más tristeza es lo que destilan los versos
de Gracia Trinidad; si fuesen húmedos, como sus calles, no
habría fregona posible para secar tantos acuosos y
torrentes sentimientos, llueve y llora el poeta en la terraza de
su casa con la tristeza invadiendo y adueñándose
lentamente de todo: "Hay algo triste en la terraza / pasa de
tiesto en tiesto, serpiente, brillo oscuro, / aroma de tormenta
que pisa como un perro silencioso (.) Animal silencioso, turbia
sombra de fiera, / esta pena, a mis pies, / toma la tarde, el
poco sol, / se queda adormecida, gruñe y sabe / que no la
obligaré a escapar de aquí. (.) La tristeza que
habita la terraza / tiene las garras verdes, / el espinazo de
madera tierna;
/ la sonrisa de hoja inesperada. (.) No sé si todas las
terrazas son tan tristes / pero la mía es hoy la
más triste del mundo".

Su tristeza es vital y vitalista, lo empapa hasta la
médula de su más recóndita osamenta, emula a
su ropaje peregrino, a su vestimenta indócil y
desobediente que, noche tras noche, deambula
—impúdica, desvestida, encuerada, destemplada—
para experimentar bizarras y únicas aventuras de mar y
tierra: "Es mi tristeza entonces ese barco en la playa / todo
madera seca y ancla y brea". El poeta regaña a su tristeza
inquieta y transeúnte para reprenderse
entrañablemente: "le digo que no es hora de andar con
cuentos raros, / que como tantas veces me quedaré
despierto por su culpa".

El vigilante está triste, el guardián se
recuesta desarmado en su garita; pacífico, lejos del
vértigo que permanentemente lo acompaña. En el
portal de su casa solitaria —abatido y resignado porque el
mundo no cambia— el poeta se despide con estos yermos
versos en los que una tristeza testaruda y fiel lo escolta como
puta perra sumisa que lo lame profunda e insistentemente:

"Hoy, amiga tristeza, estás tan cerca / que no
sé si me buscas o te quiero, / que no alcanzo a
entenderte. / Siento tus huesos en mis huesos, / tengo en mi boca
tu sabor a tierra / enrarecida y silenciosa, tengo / tu caricia
de amable soledad, / tu beso. / Si pudiera llorar te
alejarías / con tu vaivén de lágrimas y
tiempo. / Pero eres insidiosa, persistente, / no te marchas, te
acuestas como un perro / a mi lado, mirándote en mis ojos,
/ como todos los perros con su
dueño".

El tiempo
inclemente

No sé porqué nos gana siempre

el tiempo

* * *

Pero todos los días.

cada instante de todos esos días.

alguien acaba por marcharse.

La vida es una despedida interminable.

Son varios y disímiles los tiempos del poeta: unos son
aciagos: "junto a mi puerta se pierde la ternura, / alguien llama
de tú a la soledad / y soy yo mismo"; otro poco feliz: "y
la felicidad, hija adoptiva del olvido, / se quedará a su
lado, / dormida, muerta, nunca se sabrá. / Como una
niña buena"; algunos de fatiga: "algún bostezo
inevitable, / dibujo del
terrible aburrimiento, aire de soledad, / parecerá un
suspiro a los idiotas"; hay apocalípticos también,
ciegos, uno que otro mortecino: "estaba incómoda la luna, se
juraba a sí misma menguarse para siempre", y los
más frecuentes son desolados, de tristeza: "Os digo que
una palabra triste vale más que muchas otras cosas, / lo
repito, / y en esta noche guardo el privilegio de cantar / al
hombre que se aflige, / me reservo el derecho de la pena / y
mezclo las palabras".

Así va Gracia Trinidad por la vida, desandando el
tiempo y viendo como éste lo trajina a él. Confiesa
el poeta que:"son tantas vidas las que en ésta tiemblan, /
tantos caminos antes recorridos / que cumple ahora recordar
oscuros./ Repito, ¿hay algo más? ¿hay algo
nuevo? (.) Tal vez sólo cansancio / o su perfume que
jamás nos deja".

Para el escritor "los años ya no son azules ni siquiera
los días", la existencia desparramada en sus
múltiples andanzas vitales y aventuras personales,
buscadas y no, complejas y difíciles, médicas y de
confesionario, lo ha endurecido. Gracia Trinidad, lenta y
acendradamente, ha visto crecer encima de su piel una costra de
indiferencia, una concha de indolencia, un blindaje de
apatía, una caparazón fosca, áspera, rugosa,
que inútil, ineficiente, inservible, no lo protege de
sí mismo ni de los demás, y mucho menos de lo que
finalmente le acontece; en medio de su creciente perplejidad
inquiere el escritor: "HAY QUE SABER SI ESTANDO VIVOS / se cumple
el ritual con suficiencia. / Saber si basta con estar / a este
lado del tiempo, / en esta campanada del reloj / que hace que
nuestra sangre sobreviva".

El tiempo inclemente se cuela por minúsculas rendijas,
se introduce a través de los más recónditos
intersticios del escritor y ejerce, lentamente,
articulación por articulación, ojo por ojo, en
músculos y sangre, en el alma misma, todo
su poder
depredador.

Los años pasan, llegan y se van, el almanaque indolente
se va deshojando con las horas, cambia la fecha en la pantalla de
la computadora
y en los indiferentes relojes de las agencias bancarias, las
agendas, inútiles como un telegrama de reciente
envío, se multiplican y apilan, para nada sirven porque
los días del poeta dejaron de tener nombre:"Hoy el
ordenador dice que es lunes. / Poco importa en el fondo que se
vista / de jueves y que nunca desayune, / o que incierta paloma,
pierda el tren / de esta tarde amarilla y amanezca de viernes en
la próxima semana (.) O porque a lo mejor es cierto
incluso / que hoy es lunes y no hay error posible".

Con su muy evidenciada y manifiesta animadversión por
los humanamente detestados lunes, el escritor, en busca de una
explicación, racional y comprensiva para justificar su
aversión genética
por el mentado día, confiesa impotente: "He abierto el
diccionario /
pero no pone nada de los lunes / que explique este cansancio,
este espesor amargo, / este dolor de tiempo irrespirable / que no
nos pertenece".

En la poesía de Gracia Trinidad el tiempo puede
transcurrir despacio e inadvertido, carente de urgencias,
parsimonioso, felino y pausado, ronroneando como un felpudo,
invisible como bestia de todos los días, animal de
costumbre; puede, incluso, dejar de ser para seguir siendo, el
muy tramposo y taimado, se camufla, se disimula y acecha, el
escritor lo sabe y lo advierte: "Es el tiempo del ojo de la
aguja. / Y la turbia ceniza / que asoma en los pliegues de una
estatua, / un banco de madera
en cualquier calle / o alguna contraseña de instituto,
pintada en la pared, / son el único ritmo / que pueden
permitirse nuestros ojos".

Y regresa una y otra vez el tiempo inclemente y vertiginoso,
inspirado, dispuesto a batir cualquier arco vital, presto para el
fusilamiento que supone un penalti, un tiro libre de dietarios y
minuteros, embalado, en abierto y victorioso contragolpe que a
todo contendiente elimina sin posibilidades de cuartos de final,
de habitaciones exclusivas en donde abrigarse de calendarios,
canas y escarchas. Gracia Trinidad, experto entrenador deportivo
en tiempos en los que también perdía el tiempo y
versado árbitro de una existencia sin desperdicio,
así lo sabe y así lo pita: "Sigue el tiempo ganando
la partida, / no hay tregua. / Suena en la radio una
canción / que iremos masticando hasta la tarde, / Las
autopistas están atascadas, / hoy subirá la bolsa,
se crecerá la luna, / harán obras en dos de cada
tres esquinas / y seguirá la huelga de esperanza".

Y quien dice tiempo afirma vida y confirma muerte, la
existencia se escurre por los sumideros del recuerdo y por los
albañales del olvido, el poeta, previsivo,
sabe que este tiempo que nos toca vivir es poca, muy poca cosa,
de allí sus versos realistas y desilusionados en los que
nos previene y aconseja: "Para que nadie dude de la muerte /
siempre hay alguien que muere. / Unos viven de prisa, / se
acercan rápido al final: / Las malas lenguas dicen
/ que son los preferidos de los dioses. / Algunos son
discípulos menos aventajados, / tienen algún
tropiezo, / se entretienen / y su tiempo les llega más
despacio. / Otros alargan la existencia / con lentitud, con
calma, a veces con empeño: / parece que de ellos se ha
olvidado la muerte. // Pero todos los días, / cada
instante de todos esos días, / alguien acaba por marchase.
/ La vida es una despedida interminable".

Gracia Trinidad vivo de tanto vivir, se prepara para cuando la
existencia se agote y pase, indefectiblemente, a llamarse de esa
otra manera que detiene los gestos y paraliza el habla:

"Sabes que todo se desliza y sigue, / que todo
volverá, feliz o amargo, / pero jamás nosotros
volveremos. / No es más cierto porque el maestro Heráclito / nos lo dejara escrito entre sus
aguas / sino porque tú mismo lo has palpado, / has ido
deslizándote, fluyendo, / como lo hacen la grasa y el
cansancio, / como la sangre, la nostalgia, el río, / igual
que se deslizan los pecados, / el ansia, la palabra, el
desaliento. // Deslizarse, fluir, pasar no es malo, / lo malo es
pretender que la memoria /
nos alce de la sombra de la vida / cuando no estemos ya, cuando
no importe / si fuimos grandes o tuvimos algo. / Lo peor es
pensar que esto es eterno, / que sobreviviremos pese a
todo".

 

 

 

Autor:

Enrique Viloria Vera

Partes: 1, 2
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