LEYENDAS Y TRADICIONES DEL
ECUADOR
POR UNA PIEDRA SE
SALVÓ EL ALMA DE
CANTUÑA
Eran los primeros años de la época
colonial. Las plazas e iglesias de Quito iban
tomando forma. Una de ellas era la de San Francisco cuyo atrio
estaba siendo construido bajo la responsabilidad de un nativo llamado
Cantuña.
El tiempo pasaba
y el atrio no se concluía. Los patronos de Cantuña
le amenazaron con encerrarle en prisión si no
cumplía la obra en el plazo acordado.
Un día, el indio regresaba a su casa y al pasar
por el sitio de la obra inconclusa, de entre un montón de
piedras emergió una figura vestida todo de rojo, con una
nariz puntiaguda y una espesa barba. El ambiente
olía azufre y la voz ronca del personaje se
identificó:
– Hola Cantuña, no me reconoces? Soy Satanás. te
vengo a proponer un negocio: Solo yo puedo terminar el atrio de
la iglesia antes
de que salga el sol… claro
que en pago a este favor tú me entregarás el
alma… ¿Aceptas?
Cantuña, que veía imposible terminar la
obra, dijo:
- Acepto, pero si una sola piedra falta en el atrio
antes de sonar las campanas del Ave María, el trato se
anula.
Satanás aceptó la condición del
desesperado indio y en seguida miles de diablillos ascendieron
desde el infierno para colocar las piedras de la plaza.
Cantuña miraba desde lejos, apesadumbrado por el miedo y
el remordimiento.
Sonaron las campanas del Ave María y las
primeras luces del amanecer iluminaron el atrio de San
Francisco.
El diablo se frotaba las manos satisfecho mientras
Cantuña paseaba por la plaza. De pronto el rostro del
indio brillo de emoción. Una piedra. Una sola piedra
había faltado. Una sola piedra faltante había
salvado el alma de Cantuña.
Satanás desapareció enfurecido y solo
dejó tras de sí un espeso olor a
azufre.
Así como la Semana Santa tiene su propio sabor,
el de la fanesca, el Día de Difuntos, el 2 de novimebre,
tiene a la colada mordad, un plato de dulce que se
acompaña de las "guaguas de pan", una herencia
gastronómica española e indígena.
Las "guaguas de pan" son muñecas de masa que
recuerdan el episodio bíblico en que el Rey Heroders
mandó a decapitar a los niños
recién nacidos con la intención de matar al
Niño Dios , el infante Jesús.
Esta tradición dejada por los conquistadores se
fundió rápidamente con las manifestaciones
culturales indñigenas. Los nativos solían vestirse
de luto y ofrecer comida y bebida a las almas de sus muertos, una
práctica que todavía se mantiene vigente en pueblos
aledaños a la capital donde
los indígenas van hasta los cementerios para depositar
alimentos en
las tumbas de sus seres queridos fallecidos.
El otro plato mecionado, la colada morada, era preparada
en los viejos tiempos como si fuera todo un ritual
gastronómico. Además se preparaba en tal cantidad
que era común invitar a toda la familia lo
mismo que a los vecinos del barrio. En aquellos días una
jarra grande la mazamorra dorada y una guagua hecha con
mantequilla no costaba más de un sucre.
Y aunque los precios han
aumentado notoriamente, no por esto la colada morada y las
guaguas han perdido su sabor ni su lugar en el gusto de los
quiteños. Por supuesto que a parte de esta
tradición culinaria tampoco se ha borrado la costumbre de
visitar ese día el cementerio y dejar algunas flores en la
tumba de aquellos que se nos adelantaron en el viaje al
más allá.
LA HISTORIA DE
CASPICARA
Los sacerdotes de la Compañía de
Jesús no podían creerlo. Manuel Chili, el
pequeño niño indígena que se colgaba y
correteaba por los andamios y pasadizos de la iglesia mayor de
los jesuitas en
Quito de pronto se había convertido en un gran
artista.
Sorprendidos por la habilidad del joven, los jesuitas
decidieron tomar a su cargo la educación y darle
vivienda, comida y un poco de dinero ya que
en ese entonces los artesanos no gozaban del mismo trato que los
reconocidos como verdaderos artistas.
Además del apoyo, los padres de La
Compañía pulieron las aptitudes de Manuel para que
mejorara su técnica en la escultura y la pintura.
Así nació el gran Caspicara, uno de los mayores
exponentes de la Escuela
Quiteña.
Manuel, o Caspicara como empezaba a ser reconocido,
trabajaba hasta 12 horas diarias siempre sobre andamios y cerca
de bordes peligrosos. Este constante trabajo por lo
alto le originó un intenso miedo a las alturas. Cuentan
que debido a esta fobia, Caspicara permanecía varias horas
en silencio y con los ojos cerrados y esto terminaba por
enfurecer al capellán de la iglesia que creía que
creía equivocadamente que Manuel dormía en lugar de
trabajar.
La fama de artista se extendió por todo el nuevo
y viejo mundo. Sus obras comenzaron a valorarse en muchos pesos
de oro y sus
imágenes de santos, cristos y
vírgenes decoraban iglesias de todo nuestro país y
también de Colombia,
Perú, Venezuela y
España.
Es tanta la belleza de las obras de Caspicara que no han faltado
quienes además les han agregado propiedades
milagrosas.
Actualmente es difícil poner un precio a las
obras de Manuel Chili ya que, por un lado, superarían los
varios millones de dólares, mientras que por otro, son
invaluables en tanto que son patrimonio
cultural del Ecuador.
Como sucede con muchos artistas, Caspicara murió en la
miseria más triste, abandonado en la soledad de un
hospicio y despreciado por sus contemporáneos.
UN SANTO
ARISTÓCRATA Y SIN ZAPATOS
En el Año 1910, los vecinos de San Roque se
sorprendían de ver caminando por sus calles a un caballero
alto, distinguido de ojos azules y barba rubia que solía
vestir humildemente y caminar descalzo. Durante muchos
años ocupó una tiendita oscura y húmeda que
quedaba en la calle Rocafuerte, frente a la iglesia del
barrio.
En aquel cuarto tan austero, este singular personaje montó
una zapatería con una mesa y unas pocas hormas, planchas
de machacar, suelas y otros artículos necesarios para
ejercer el oficio de zapatero remendón. Dos muchachitos
sanroqueños ayudaban al extraño zapatero y
además de aprender el oficio, ganaban un peso diario
más comida, una remuneración que era casi una
fortuna para aquella época en que se compraba un huevo por
un calé y una gallina ponedora por seis reales.
Toda bondad y gentileza era el "zapatero descalzo" como
lo empezó a llamar la barriada. Cobraba muy barato y
cuando el cliente era
pobre, no le cobraba nada. Fue por eso que la gente le
comenzó a conocer después como "El Santo
Descalzo".
Los vecinos de Quito veían con ojos
incrédulos como todos los domingos el zapatero dejaba su
taller a las ocho de la mañana vestido con chaqueta,
chaleco de fantasía, camisa con botones de perlas, gemelos
de oro en los puños y un bastón con
empuñadura de marfil y plata. Pero tanta elegancia
contrastaba con sus pies siempre descalzos.
Parecía que llegaba al éxtasis. Oía la santa
misa con gran devoción y en muchas ocasiones lo vieron
llorar.
Llegado a su taller se encerraba y el lunes, como todos
los días, abría su taller a las seis de la
mañana, caminaba a la tienda realizaba las compras de la
semana. Comía humildemente, pero a sus operarios siempre
les brindó pastas, dulces y finas conservas.
Con los pies desnudos bajaba por la Rocafuerte hasta
llegar al Arco de la Reina, en el hospital San Juan de Dios,
luego tomaba la García Moreno o calle de las Siete Cruces
para llegar a la iglesia del Carmen Alto en donde entraba luego
de rezar un Ave María y un Padre Nuestro. Después,
se dirigía a la iglesia de la Compañía para
asistir a la misa de nueve. Allí tomaba su reclinatorio
forrado de terciopelo rojo y escuchaba todo el servicio
religioso de rodillas.
Más allá de la Leyenda
Con el tiempo se desveló el misterio del "Santo
Descalzo". Incluso se descubrió su verdadero nombre, se
trataba nada menos que de Miguel Araque Dávalos, hijo de
una de las familias aristocráticas y de dinero de la
ciudad de Riobamba. Muchas suposiciones trataban de explicar
porqué una persona de tan
alta alcurnia se comportaba de forma tan humilde con toda la
gente y aún más con los pobres
La razón hay que buscarla en los misterios del amor. Don
Miguel se había enamorado de una mujer de mala
reputación y poco decente y aunque trató de
olvidarla, no pudo. Para tratar de apagar las brasas de la
pasión, decidió abandonar su Riobamba natal para
venir a Quito donde trató de enamorarse de otra mujeres
aunque nunca lo logró. Un día leyó sobre
el milagro de La Dolorosa del colegio San Gabriel sucedido un 20
de abril de 1906 y desde ahí se encomendó a la
Madre Dios y a cambio de que
le hiciera olvidar a la mujer que le
robó el corazón,
Miguel se comprometió a caminar descalzo durante un
año y trabajar durante ese mismo tiempo como un humilde
zapatero.
A la final, logró conseguir a la mujer pero porque esta se
fue con un gringo que había venido a trabajar en el
ferrocarril. Miguel ya no sufrió más y dicen que se
curó por obra de la Dolorosa y así ha vivido en el
recuerdo de los quiteños como el "Santo
Descalzo".
Desde siempre el juego del
Carnaval fue un poco salvaje. Lanzar harina, agua, huevos a
cualquier persona es parte de un juego libre que nadie ha podido
reprimir, ni siquiera las amenazas de las autoridades han podido
poner freno a algo que es parte de las tradiciones arraigadas de
la quiteñidad.
Durante los tres días y los previos, los baldes
de agua, los globos, lavacaras y mangueras son las armas que los
quiteños utilizan para dar un baño carnavalesco a
su prójimo. De siete a siete, desde que el sol sale hasta
que se pone, las calles y plazas son los campos de
acuática batalla donde la gente da rienda suelta a la
alegría.
Cuentan que en otros tiempos, incluso en las piletas
públicas se sumergía a los carnavaleros y que en
algunos barrios como San Roque o La Tola el carnaval alcanzaba
las proporciones de una verdadera guerra cuando
bandos de ambos barrios salían a enfrentarse con agua,
muchos huevos y toneladas de harina.
Con una marca de ceniza
en forma de cruz en la frente se celebra el "Miércoles de
Ceniza", inicio de la cuaresma o los 40 días previos a la
Semana Santa.
La llegada de la modernidad no ha
hecho estragos en la religiosidad de los habitantes de Quito.
Incluso hoy en día, el Domingo de Ramos se celebra con el
mismo fervor que siglos atrás, El romero y el sahumerio
son infaltables acompañantes de los quiteños en la
tradicional misa que abre la Semana Mayor del
catolicismo.
Además de la fuerte presencia de la
devoción religiosa, hay otros elementos que han
sobrevivido al tiempo como la tradicional fanesca, un plato que
se elabora con granos y pescado seco que según algunas
investigaciones es un plato que se remonta incluso
a las primeras comunidades cristianas que escondidos de la
persecución romana, los únicos alimentos que
podían guardar en las catacumbas eran precisamente los
granos y el pescado.
Una labor en conjunto
La tradición dice que el Jueves Santo, las
abuelas madrugaban para elaborar este plato ayudadas por toda la
familia.
Después todos se reunían la mediodía para
comer juntos este potaje que conmemora la última Cena de
Jesucristo y sus apóstoles.
Las viejas matronas guardan en su memoria los
recuerdos de la solemnidad que se vivía en Quito en esas
fechas, especialmente durante la procesión de Viernes
Santo cuando todos salían vestidos de luto y se
unían a la procesión de las cinco de la tarde que
visitaba siete iglesias, por las siete estaciones de la
pasión de Cristo.
El viernes santo se repetía la fanesca acompañada
del molo, una especie de puré de papas, el arroz de
leche, los
duraznos con crema y alguna agua aromática con un poquito
de licor. Ese día el plato se servía a las 11 de la
mañana ya que era obligatorio escuchar al mediodía
el "Sermón de las Tres Horas", solemne servicio
litúrgico que se reproducía en cada iglesia de la
ciudad.
El Sábado de Gloria la ciudad entraba en un
letargo que explotaba en el alegre repicar de las campanas que
anunciaban la resurrección de Cristo el día domingo
de Pascua. Tradición que aún se mantiene hasta el
día de hoy.
Una mueca se desvaneció leve cuando el joven cura
Manuel de Almeida divisó la altura de una de las ventanas
y la mínima distancia de los muros, que a él en su
primer día en el convento- le resultaron tentadores.
El joven acababa de egresar del noviciado y atrás le
pareció a él- había quedado las cuitas de
amor doblegadas por las oraciones y los pasajes bíblicos.
Ahora, entraba en la abadía franciscana de San Diego,
construida como una suerte de retiro casi a las faldas del
Pichincha y de amplias estancias donde el silencio era el
dominante, ante el susurro de los rezos.
Hijo de Tomás de Almeida y Sebastiana Capilla, el
muchacho lo primero que hizo al entrar en su oscura celda fue
guardar bajo la estera sus naipes y extrajo de su hábito
franciscano una carta perfumada.
La abrió y releyó una caligrafía preciosa de
evocadoras palabras de a un tiempo que parecía no
pertenecerle más. Suspiró y tuvo la sospecha de
esta aún enamorado…
Pero ese amor que antaño le había empujado
a entrar al convento se había transformado en un amor a
los deleites mundanos. A él le ocurrió que esa
expansión amatoria le prevenía de los peligros de
ciertos ojos que casi había olvidado. Pero se enfrentaba a
dos realidades: ya no era novicio y ahora se encontraba en una
casa de clausura y la puerta tenía unos goznes
infranqueables, pero recordó el muro.
El tonsurado se paseó muchos días por los
jardines del convento hecho para místicos, fundado en 1597
por fray Bartolomé Rubio con el nombre de los Descalzos de
San Diego de Alcalá, para que no quedara duda de que el
monasterio no era solamente de retiro sino de clausura, donde los
cilicios, que lastimaban sus carnes, y penitencias eran
habituales. El encapuchado iba cabizbajo, con el ceño
duro, y estaba tan ensimismado que los otros religiosos se
contuvieron de importunarlo por temor a distraer a un santo en
ciernes.
Una noche se encontraba en sus meditaciones, en las
afueras de su celda. La Luna caía grave sobre el huerto y
entre el movimiento de
las ramas alcanzó a divisar a un monje que trepaba el
paredón. Lo siguió después de procurarse una
capa. Detuvo al cura en fuga y comprobó que era fray
Tadeo, quien tenía fama de taciturno y que exhalaba un
olor a rosas debido a su
candidez. El descubierto no tuvo más que aceptar que
iría primero a la Cruz de Piedra. Mas, con los días
de parranda que siguieron a esa notable noche, el fray Almeida
supo que su conjurado acompañante tenía una manceba
denominada Percherona, que vivía cerca del Sapo de
Agua.
Fue en esa casa donde el padre Almeida armado de una
guitarra sacó más de un suspiro a las damas de la
noche, especialmente según los rumores- a
Catalina:
Mujercita tan bonita,
Mujercita ciudadana,
que sales demañanita
al toque de la campana.
Mujercita tan bonita.
¿A dónde vas tan temprano?
Quién fuera el feliz curita
que te ve junto al manzano.
La animada concurrencia estaba integrada por una nutrida
delegación de dominicos, agustinos y los representantes
franciscanos que tenían un acto más: fray Tadeo era
un interprete del arpa y con los fragores del licor sus
melodías tenían la virtud de llevar a todos los
religiosos y las muchachas a una apoteosis que parecía
derramarse por el zaguán hasta inundar las callejuelas
oscuras de Quito, la ciudad de las campanas.
Un amanecer fatal, los parranderos tardaron más
de la cuenta en regresar al convento de San Diego y cuando
franquearon la tapia fueron sorprendidos por el padre
guardián quien puso el grito en el cielo y hasta
allí acabó la fama de santo de fray Tadeo y fray
Almeida fue conducido de las orejas a su celda. Después de
entregarles sus respectivos látigos, los tonsurados
permanecieron en sus celdas por ocho días mientras el
resto de la congregación escuchaba los azotes de los curas
penitentes.
Las tapias del jardín fueron levantadas al mismo
tiempo que el padre Almeida colocaba masas de pan para despistar
las huellas que dejaron los latigazos en las patas de su
maltrecha cama. El franciscano no se avenía a la soledad,
pero aún cuando recordaba los ojos de su Catita como
él la llamaba-, perdidos entre los talanes de la urbe.
Una tarde, mientras se entonaban las loas en la capilla el cura
jaranero tuvo una inspiración: divisó el enorme
Cristo y dedujo que por su cuerpo de madera
podía alcanzar el alféizar de la ventana y de
allí escabullirse, desde el Coro, hasta llegar a la
Capilla hasta respirar la humedad de la calle.
Fray Tadeo terminó sus días de juerguista
cuando le dijo que una cosa era el premio de las noches junto a
la Percherona pero otra muy distinta condenarse a los infiernos
por profanar la figura de Nuestro Señor Jesucristo
subiéndose por sus costados y que por nada del mundo
aceptaría semejante pretensión, aunque en honor a
viejas noches de parranda- le prometió no abrir la boca
eso sí augurándole un castigo que se
cerniría sobre el cura Almeida por irse de jolgorio por el
busto del Crucificado.
Fray Almeida lo tentó advirtiéndole sobre
ese Dios benigno y piadoso que perdona a las pobres criaturas en
sus deslices y flaquezas y que no hay oración que no pueda
ablandar a Cristo, aunque tenga que servir de escalera. Fray
Tadeo se quedó pensando en el sacrilegio del cura en el
mismo instante en que el padre Almeida trepaba por el Cristo
doliente para alcanzar el goce de bailar, jugar las cartas, cantar,
zapatear y reír junto con los otros curas y ciertos ojos
de una muchacha.
El Cristo le prestaba su hombro cada noche, aunque el
fraile procuraba no mirarle a los ojos hasta llegar a sus citas
clandestinas, en medio de abundante licor.
Una madrugada, el monje llegó tan borracho que se
descolgó por los brazos del Cristo y estuvo a punto de
caer. ¡Cristo ayúdame!, le dijo balbuceando mientras
su cuerpo se abrazaba a la imagen, llena de
llagas y de ojos de vidrio, que no le
impedían reflejar su ternura. Cerca al hombro del
Crucificado escuchó una voz trémula:
-¿Quosque tandem pater Almeida?
Quedó suspendido el cura en los brazos de madera
y yeso, y supuso que se trataba de una broma de algún
hermano que al descubrirle lo retaba en latín. Hubo
silencio. Miró los ojos de la imagen y los labios de la
figura se movieron:
-¿Quosque tandem pater Almeida?
Esas palabras en latín parecían repetirse
en un eco que salía del Coro y que avanzaba sigiloso hasta
contener toda la bóveda y después concentrarse en
el embriagado cuerpo del cura Almeida, que logró bajarse
del Crucificado para contestarle en el mismo idioma que
servía no sólo para las misas.
-Usque ad rediveam Domine…
Manuel de Almeida amaneció en su resaca y
recordó el suceso pero dedujo que no era otra cosa que el
producto de su
borrachera. Una y otra vez volvió a descolgarse de la cruz
y escuchar las quejas del Cristo y su misma respuesta se
sucedió en varias noches, porque el cura parecía
pertenecer más al mundo de los goces que de las constantes
penitencias que sus hermanos enclaustrados.
El Cristo tampoco desfalleció en su intento y lo
retó en castellano:
-¿Hasta cuándo padre Almeida?
-Hasta la vuelta Señor, fue la
contestación del fray que muy contento se dirigió a
una noche más de aventuras deliciosas.
Mas, cerca de la Plaza de San Francisco encontró
un cortejo fúnebre y curas encapuchados que se
dirigían lentamente, con cirios en sus manos. El
séquito avanzaba por la noche quiteña en medio de
lamentos espectrales y el ataúd parecía deslizarse
de las manos de los franciscanos, que no mostraban su
rostro.
El padre Almeida se acercó a un sacerdote y le
inquirió sobre el nombre del muerto. Es el padre Almeida,
le replicó. No puede ser verdad, se dijo, y esperó
que pasara otro encapuchado quien le contestó que era el
padre Almeida quien se encontraba en el ataúd. Desconfiado
aún preguntó a otro: ¿quién ha
muerto?, hermano. Y la respuesta fue contundente: el padre
Almeida del convento de San Diego.
No quiso saber más y se acercó al féretro
descubierto y levantó la capucha para comprobar con pavor
que su rostro demacrado era el que tenía entre sus manos.
Regresó a mirar sólo para confirmar que el cortejo
fúnebre era conducido por esqueletos, con hábitos
de franciscanos, que se movían con sus cirios, dejando a
su paso un olor a Muerte y
cipreses gastados.
Despavorido llegó el padre Almeida hasta el
Cristo de madera y le pidió perdón por todas sus
faltas y
corrió a encerrarse en su celda para comprobar, entre
rezos, que otra vez volvía la mañana.
El día llegó y el cura arrepentido
entró a un proceso de
ayuno y penitencia que le duró largos años,
más allá de su designación de Visitador
General. Vivió, ahora sí, una vida entregada a la
contemplación y rezos, a esa misma imagen que alguna vez
lo transportó a los esplendores de la noche y de la
parranda, cuando se deslizaba por el Crucificado convertido en
escalera.
Jorge Andrade
En los tiempos en que Quito era una ciudad llena de
imaginarias aventuras, de rincones secretos, de oscuros zaguanes
y de cuentos de
vecinas y comadres, había un hombre muy
recio de carácter, fuerte, aficionado a las
apuestas, a las peleas de gallos, a la buena comida y sobre todo
a la bebida. Era este don Ramón
Ayala, para los conocidos "un buen gallo de barrio".
Entre sus aventuras diarias estaba la de llegarse a la
tienda de doña Mariana en el tradicional barrio de San
Juan. Dicen las malas lenguas que doña Mariana
hacía las mejores mistelas de toda la ciudad. Y cuentan
también los que la conocían, que ella era una
"chola" muy bonita, y que con su belleza y sus mistelas se
había adueñado del corazón de todos los
hombres del barrio. Y cada uno trataba de impresionarla a su
manera.
Ya en la tienda, don Ramón Ayala conversaba por
largas horas con sus amigos y repetía las copitas de
mistela con mucho entusiasmo. Con unas cuantas copas en la
cabeza, don Ramón se exaltaba más que de costumbre,
sacaba pecho y con voz estruendosa enfrentaba a sus compinches:
"¡Yo soy el más gallo de este barrio! ¡A
mí ninguno me ningunea!" Y con ese canto y sin despedirse
bajaba por las oscuras calles quiteñas hacia su casa, que
quedaba a pocas cuadras de la Plaza de la Independencia.
Como bien saben los quiteños, arriba de la
iglesia Mayor, reposa en armonía con el viento, desde hace
muchos años, el solemne "Gallo de la Catedral". Pero a don
Ramón, en el éxtasis de su ebriedad, el gallito de
la Catedral le quedaba corto. Se paraba frente a la iglesia y
exclamaba con extraño coraje:
– "¡Qué gallos de pelea, ni gallos de
iglesia! ¡Yo soy el más gallo! ¡Ningún
gallo me ningunea, ni el gallo de la Catedral!". Y seguía
así su camino, tropezando y balanceándose, hablando
consigo mismo,
– "¡Qué tontera de gallo!"
Hay personas que pueden acabar con la paciencia de un
santo, y la gente dice que los gritos de don Ramón
acabaron con la santa paciencia del gallito de la Catedral. Una
noche, cuando el "gallo" Ayala se acercaba al lugar de su diario
griterío, sintió un golpe de aire, como si un
gran pájaro volara sobre su cabeza. Por un momento
pensó que solo era su imaginación, pero al no ver
al gallito en su lugar habitual, le entró un poco de
miedo. Pero don Ramón no era un gallo cualquiera, se puso
las manos en la cintura y con aire desafiante, abrió la
boca con su habitual valentía. Pero antes de que
completara su primera palabra, sintió un golpe de espuela
en la pierna. Don Ramón se balanceaba y a duras penas
podía mantenerse en pie, cuando un picotazo en la cabeza
le dejó tendido boca arriba en el suelo de la Plaza
Grande. En su lamentable posición, don Ramón
levantó la mirada y vio aterrorizado al gallo de la
Catedral, que lo miraba con mucho rencor.
Don Ramón ya no se sintió tan gallo como
antes y solo atinó a pedir perdón al gallito de la
Catedral. El buen gallito, se apiadó del hombre y con una
voz muy grave le preguntó:
- ¿Prométes que no volverás a
tomar mistelas? - Ni agua volveré a tomar, dijo el atemorizado
don Ramón. - ¿Prometes que no volverás a
insultarme?, insistió el gallito. - Ni siquiera volveré a mirarte, dijo muy
serio.
– Levántate, pobre hombre, pero si vuelves a
tus faltas, en este mismo lugar te quitaré la vida,
sentenció muy serio el gallito antes de emprender su
vuelo de regreso a su sitio de siempre.
Don Ramón no se atrevió ni a abrir los
ojos por unos segundo. Por fin, cuando dejó de sentir
tanto miedo, se levantó, se sacudió el polvo del
piso, y sin levantar la mirada, se alejó del
lugar.
Cuentan quienes vivieron en esos años, que don
Ramón nunca más volvió a sus andadas, que se
volvió un hombre serio y muy responsable. Dicen, aquellos
a quienes les gusta descifrar todos los misterios, que en verdad
el gallito nunca se movió de su sitio, sino que los
propios vecinos de San Juan, el sacristán de la Catedral,
y algunos de los amigos de don Ramón Ayala, cansados de su
mala conducta, le
prepararon una broma para quitarle el vicio de las mistelas. Se
ha escuchado también que después de esas fechas, la
tienda de doña Mariana dejó de ser tan popular y
las famosas mistelas de a poco fueron perdiendo su encanto. Es
probable que doña Mariana haya finalmente aceptado a
alguno de sus admiradores y vivido la tranquila felicidad de los
quiteños antiguos por muchos años.
Es posible que, como les consta a algunos vecinos, nada
haya cambiado. Que don Ramón, después del gran
susto, y con unas cuantas semanas de por medio, haya vuelto a sus
aventuras, a sus adoradas mistelas, a la visión
maravillosa de doña Mariana, la "chola" más linda
de la ciudad y a las largas conversaciones con sus amigos. Lo que
sí es casi indiscutible, es que ni don Ramón, ni
ningún otro gallito quiteño, se haya atrevido
jamás a desafiar al gallito de la Catedral, que sigue
solemne, en su acostumbrada armonía con el viento,
cuidando con gran celo, a los vecinos de la franciscana capital
de los ecuatorianos.
Había una vez, hace mucho tiempo en San Juan
Calle, un chiquillo tan curioso que quería saber en
qué sueñan los fantasmas.
Sí queridos amigas y amigos: fantasmas, esos que
atraviesan las paredes. Por eso escuchaba con atención la última novedad: unos
aparecidos que merodeaban en las noches de Ibarra, sin que nadie
supiera quiénes eran pero seguro no
pertenecían a este Mundo.
-¡Ay Jesús!, decía Carlos,
ojalá que no salgan justo la noche en que tengo que regar
la chacra. Sin embargo, este muchacho de 11 años era tan
preguntón que se enteró de que las almas en pena
salían a medianoche para asustar hasta quienes
salían a cantar los serenos.
Estos seres, según decían los mayores,
penaban porque en su codicia dejaron enterrados fabulosos tesoros
y hasta que alguien los encontraran no podían ir al Cielo.
Estos entierros estaban en pequeños baúles de
maderas recias para que resistieran la humedad de las
paredes.
En esas cajas, además, estaba guardada la
Avaricia.
Carlos, fácil es suponer, se moría de
ganas de conocer a esas almas en pena, aunque sea de lejos.
Acudió a la casa de su mejor amigo, Juan José, para
que lo acompañara al regadío en el Quiche
Callejón, como se denominaba el lugar en aquella
época del siglo XIX. Ahora pertenece a las calles
Colón y Maldonado, pero sólo imagínense
cómo sería de tenebroso si no había luz
eléctrica.
-¡Qué estás loco!, dijo Juan
José y le recordó que él también
estaba en el barrio cuando hablaron de la Caja Ronca, que era
como habían denominado a esa procesión del Averno.
A él no le hacían gracia los fantasmas.
-No seas malito, le dijo Carlos, de ojos vivaces,
mientras argumentaban que esas eran puras mentiras para asustar a
los niños. Evitó decirle que él mismo
sentía pánico
de aventurarse por la noche y peor con la certeza de dormir en
una cabaña vieja de su propiedad.
Porfió tanto el jovenzuelo que el otro
aceptó a regañadientes, con la condición de
que después del regadío le brindara un hirviente
jarro con agua de naranjo con dos arepas de maíz, de
esas que se hacían en el horno de leña.
Más pudo la barriga que el miedo y así los
dos chiquillos caminaron pocas cuadras hasta el barrio San
Felipe, como se llamaba en aquella época, en medio de
higueras prodigiosas y geranios perfumados.
Antes de oscurecer llegaron al descampado donde se
apreciaba las plantaciones de hortalizas y en la mitad el
árbol de higos, como si sus ramas fueran inmensos dedos
retorcidos y su tronco pareciera una mano recia que saliera de
las entrañas de la tierra. Los
jóvenes comprobaron que los canales de agua estuvieran
dispuestos. Después, prendieron una fogata y esperaron que
el tiempo transcurriera, eso sí evitando hablar de la
temible Caja Ronca.
Atraídos por la magia del fuego los amigos no tardaron en
dormirse, mientras afuera un viento helado se escurrió muy
cerca de los surcos, a esa hora pardos por los destellos de la
Luna. Mas, un ruido
imperceptible pareció entrar por ese portón del
Quiche Callejón.
Los mozuelos se despertaron y el sonido se hizo
cada vez más fuerte. Se levantaron. Antes de preguntarse
si valía la pena acercarse al pórtico gastado ya
estaban sus orejas tratando de localizar ese gran tambor que
sonaba en medio de la noche. Entonces, a insistencia del
indagador Carlos que no quería perderse ningún
detalle, se acercaron a la hendidura y lo vieron todo:
Las lenguas de fuego parecían acariciar a ese
personaje y ya no había otra explicación: era
algún Diablo salido del Infierno. Eso a juzgar por sus
ojos resplandecientes como carbones encendidos y sus cuernos
afilados, que eran golpeados por la luz que despedía la
procesión funesta.
Este Señor de las Tinieblas iba recio y
parecía que de sus ojos emanaban las órdenes para
sus fieles, que caminaban lentamente como arrepintiéndose.
De su mano derecha sobresalían unas uñas afiladas
que se confundían con su capa escarlata. Era como si estos
conjurados del Miedo anunciaran la llegada de días
terribles.
Los curiosos estaban adheridos al portón como si
fueran estatuas. Y entonces la puerta crujió. A su lado se
encontraba un penitente con una caperuza que ocultaba sus ojos.
Les extendió dos enormes velas aún humeantes y se
esfumó como había llegado. Los encapuchados
formaban dos hileras y sus trajes rozaban el suelo, aunque
parecían que flotaban. Una luz mortecina golpeaba esas
manos que a los ojos de los chiquillos se mostraron huesudas y
deshechas, que parecían fundirse con las enormes veladoras
verdes. La enorme procesión recorría
acompañada de dos personajes siniestros que tocaban un
flautín junto a un gran tambor. Más atrás,
un carromato envuelto en llamas finalizaba este espectral
séquito.
A Juan José le pareció que esa carroza
contenía a la temible Caja Ronca, que no era otra cosa que
algún baúl lleno de plata perdido en el tiempo y el
espacio y que -desde otros laberintos- buscaba unas manos que lo
liberaran de su antiguo dueño.
Ni cuenta se dieron cuando se orinaron en los calzones,
peor cuando se quedaron dormidos, ni aún en el momento en
que sus pies temblorosos los llevaron hasta sus casas de paredes
blancas. En San Juan Calle, las primeras beatas que salieron a
misa de cuatro los encontraron echando espuma por la boca y
aferrados a las velas fúnebres. Cuando fueron a
favorecerles comprobaron que las veladoras se habían
transformado en canillas de muerto.
Fue así como de boca en boca se propagaron estos
sucesos y los chicos, entonces, fueron los invitados de las
noches cuando se reunían a conversar de los prodigiosos
sucesos de la Caja Ronca, para regocijo de las nuevas
cofradías de curiosos, que aún se preguntaban en
qué soñaban los fantasmas. A veces, sin embargo,
había que recogerse antes de la media noche porque un
tambor insistente se escuchaba a la distancia…
Un shuar iba de cacería e incrédulo
imitó el canto del sapo Kuartam, que vive en los árboles. "Kuartam-tan, Kuartam-tan", lo
retó en medio de la noche, pero nada
pasó.
"Kuartam-tan, Kuartam-tan, a ver si me comes", dijo y
rió.
No lo hagas, le había dicho su mujer, porque
puede transformarse en un tigre. No le creyó. Kuartam, el
sapo, se convirtió en felino y lo comió. Nada se
escuchó de su ataque, pero la mitad del cuerpo del shuar
había desaparecido.
Al alba, la
muchacha decidió matar a Kuartam. Llegó hasta el
árbol donde el batracio cantó la noche anterior.
Tumbó el árbol que al caer mató a Kuartam,
que se había convertido en un sapo con un estómago
inmenso.
La mujer cortó rápidamente la panza de
Kuartam y los pedazos del shuar rodaron por los suelos.
La venganza no le devolvió la vida al shuar pero
su mujer pudo contar que nunca es bueno imitar a
Kuartam.
A lo lejos de la tupida floresta se escuchó un
nuevo: "kuartam-tan, kuartam-tan", sin saber si era un sapo o un
shuar a la espera de un tigre.
Sin embargo el personaje se había convertido en
sinónimo de buscador de aventuras amatorias y por eso no
fue casual que en San Miguelito, en Tungurahua, el cazador de
fragancias del pueblo sea conocido como Don Tenorio,
olvidándose el de Juan, porque hasta el nombre no
había podido desembarcar de España.
Este mozuelo llevaba una máxima: la empresa
amatoria más ardua lo catapultaría a ser la
admiración de todas las muchachas del pueblo. Por este
motivo eligió a una hija de Maria, como se conocía
a las doncellas que estaban con la profesión de beatas en
el cuello. La joven llegaba temprano a la iglesia envuelta en una
chalina negra y su cara cubierta de un velo casi imperceptible,
aunque se podía intuir su cabellera larga.
Don Tenorio la esperó con paciencia. Sabia que no
hay diligencia mejor que la realizada con cautela. La damisela
declinó, al inició, la invitación pero ante
los ruegos aceptó encontrarse en las primeras sombras de
la tarde. Los jóvenes parecieron entenderse con las
miradas. La mujer lo condujo hasta una casa apartada. Al cerrar
la puerta una habitación mínima se develó
ante la insistencia de un escaso fuego producido por siete
velas.
Las siluetas se proyectaron en las paredes
ásperas con olor a tierra. Las
sombras parecían disiparse y cuando Don Tenorio se
acercó el leve resplandor se consumió. Las palabras
se quedaron flotando en el aire. El joven llamó
tiernamente a su futura amada pero no obtuvo respuesta.
Después a tientas intentó localizar una cerilla
pero fue inútil. Palpó la pared y tampoco
encontró la salida. Fue allí que comenzaron los
fatigosos gritos envueltos en un eco bronco, en medio de una
estancia oscura. Su cuerpo cayó al suelo sólo para
comprobar que la tierra era más húmeda que
antes.
Para el tercer día Don Tenorio tenia la garganta
lacerada y sus leves quejidos eran cada vez más distantes.
Pero no dio tregua y siguió gritando mientras sus manos
arañaban la pared, con rastros de sangre.
Ese día el sepulturero del pueblo llegó mas
temprano y escucho unas voces que salían de una tumba.
Antes de que el aliento se le termine llego hasta la casa del
teniente político con la inesperada noticia y la cara
desencajada como un mal agüero. Cuando los dos hombres se
dirigieron al cementerio ya les acompañaba una muchedumbre
ansiosa por escuchar las voces que salían del
cementerio.
Los Amorfinos
En las fiestas se cantan o recitan los amorfinos, es
decir versos dedicados a las muchachas bonitas. Se
acompañan de una vigüela o guitarra.
Las Serenatas
Casi se ha perdido esta tradicional costumbre.
Novios, esposos o amigos contrataban tríos o dúos
de artistas para que cantaran canciones románticas al pie
del balcón de sus amadas.
Si el pretendiente era hábil, cantaba él
mismo acompañado de una guitarra.
El número de canciones dependía del grado
de amistad y
relación.
Los Rodeos
Son una costumbre que se realiza en diversos pueblos de
la Costa.
Al rodeo asiste gente de toda edad y condición.
Los hombres participan en la doma de potros, en el toreo y otros
juegos que
demandan mucha capacidad y valentía.
Las jovencitas concursan en la elección de la
muchacha más linda o de la más diestra en la
confección de golosinas.
Este tema ha sido de gran ayuda para llegar a conocer
más de nuestra historia, ha sido una experiencia bonita,
ya que al leer las leyendas me
entere de muchas cosas que tal vez antes al leerlas no
ponía atención pero ahora he comprendido muchas de
estas leyendas.
Cada ciudad debe conservar su propia identidad en
sus rincones públicos, parques, avenidas que recuerdan la
historia, costumbres y tradiciones de pasadas épocas
alentadas por el folclore típico de cada región de
la patria.
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AUTORA:
ANITA CHUGA
COLEGIO EXPERIMENTAL
"CARLOS ZAMBRANO"
Quito, 07 de Junio del 2006
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