El viajero del romanticismo. El siglo XIX y la experiencia sensible del viaje (página 2)
Este nuevo saber romántico, llevado por los viajeros
del XIX a un lado y otro del planeta, difundía una
apreciación más integrada del mundo, más
panteísta y holística; en la que no se
reconocían divisiones tajantes entre el observador y el
paisaje. Se sentían emparentados, unidos. Materia y
espíritu, cuerpo y alma, no reclamaban separación
ni diferencias.
Como puede notarse, esto estaba en clara oposición a la
visión mecanicista de la
Ilustración y alimentaba una relación casi
religiosa —religada—, en la que el hombre se
sentía integrado y no aislado de lo natural.
Así pues, el viajero romántico se hunde, se
funde, en el medio vital que recorre. De ahí la
importancia que se le da no sólo a la percepción
visual, sino a la percepción interior, considerada
como la victoria de la expresión y el sentimiento sobre
las normas y las
leyes.
Es, sin dudas, el viajero del romanticismo el que más
se acerca al turista contemporáneo.
Pero antes de pasar a otros aspectos del ensayo,
quisiéramos detenernos en el análisis y comentario de dos temas que nos
permitirán reconocer mejor los cambios y contrastes que
dejamos ver en las líneas anteriores.
En primer lugar, la notable relación que ilustrados y
románticos establecieron con las ruinas de civilizaciones
pasadas; y en segundo término, el descubrimiento e
invención de la montaña por el europeo
moderno.
Para los juiciosos viajeros ilustrados, las ruinas y restos
arqueológicos de culturas desaparecidas, se presentaron
como una afirmación de la ciudad —la
Razón— sobre la naturaleza; ya que lo urbano
fue considerado, desde los tiempos clásicos, foco de
civilización, humanidad e ímpetu
antropocéntrico; núcleo de elevación
intelectual y moral.
En las ruinas, los viajeros del siglo XVIII pretendían
encontrar saber, conocimiento y
una prueba indeleble de la fuerza de voluntad que expresaba la
supremacía de lo humano sobre la naturaleza salvaje, ahora
domesticada. Por ese motivo, los hijos de familias adineradas que
viajaban por Europa en
verdaderos "tours pedagógicos culturales",
orientaban sus intereses hacia países como Italia y Grecia, cunas
de la cultura
occidental y proveedoras de testimonios artísticos y
arqueológicos que los conectaban con esos ideales
racionalistas que tanto buscaban.
Las descripciones, mediciones y asépticas
"miradas de arqueólogos" de aquellos iluministas
nada tienen que ver con el aporte que hicieron los viajeros
románticos, más inclinados a ver en las ruinas la
nostalgia de un pasado irremediablemente perdido y el inevitable
paso del tiempo.
La mirada romántica se centró en la naturaleza,
que siempre terminaba, en definitiva, por vencer a la obra
humana. La vida no era otra cosa que un largo camino hacia el
olvido y los restos de la antigüedad o de la edad media,
fueron leídos como signos del
fatalismo por venir. Con los viajeros románticos, y su
gusto por la muerte, las
ruinas adquirieron un carácter fúnebre; clara muestra de la
impermanencia de todas las cosas y ejemplo evidente de la
pérdida y lo desconocido. Las ruinas escondían
más de lo que revelaban y personificaron así el
misterio. Se cargaron de poesía
y reflexión, gracias a la imaginación que se les
supo imprimir en textos y dibujos.
En sus viajes, el romántico no sólo observa;
también cavila sobre su propia finitud cuando se detiene
ante los restos de lo antiguo. Por eso no fue casual que
escenarios como la noche, los paisajes lunares, los sepulcros y
los cementerios, hayan sido parte de sus recorridos y espacios
predilectos para intentar una aproximación a los tiempos
pasados.
Por otra parte, el aumento del interés
por las costumbres, hábitos y situación política general,
enmarcados en un proyecto
intelectual por rescatar la "identidad nacional", hizo que
se buscara en los restos arquitectónicos de épocas
pretéritas "la esencia originaria" del orgullo
nacionalista, o la justificación que orientara la
colonización de tierras consideradas atrasadas, incultas o
bárbaras. Así pues, desde las primeras
décadas del siglo XIX, nuevos temas se impusieron tanto en
los escritores como entre los pintores. Castillos, templos,
ciudades perdidas o exóticas esculturas rescatadas de la
oscuridad de las selvas tropicales, empezaron a ilustrar decenas
de libros de
viajes, dando el puntapié inicial a los primeros estudios
etnológicos y antropológicos. África,
Asia y
América
hallaron en las ruinas testimonios de sus pasados
ancestrales, pasando a ser elementos indispensables del
paisajismo romántico.
No hubo sociedad en el
mundo antiguo que no adorara, de un modo u otro, a las
montañas. El culto a las alturas, debidamente comprobado
en el Viejo y en el Nuevo Mundo, es una constante que se repite
cada vez que nos interesamos por las creencias y cosmovisiones
del pasado.
Desde el monte Olimpo, residencia de los dioses de la
Grecia Clásica, hasta los cerros divinizados de las
culturas andinas, conocidos con el nombre genérico de
"Apus" (Señores), sin olvidar el monte
Merú de los hindúes; el Haraberazaiti
de los iranios; el Tabor de los israelitas o el
Himingborj de los germanos —sólo por nombrar
unos pocos—, la montaña ejerció en el ser
humano una fascinación reverencial que, seguramente,
deriva del valor que las
sociedades
teocéntricas le atribuían a sus componentes
principales: altura, verticalidad, masa y forma.
En general la montaña, la colina, el cerro,
están relacionados simbólicamente con la
"elevación interna y espiritual", "la
meditación", "la comunión con los santos y
los dioses". Caminar hacia la cumbre implica un rito de
iniciación en el que lo meramente humano se contagia de
sacralidad a medida que se asciende. Arriba, en la cima, la
comunicación con los dioses era factible y,
seguramente, ese fue el motivo por el que Moisés
gastó sus sandalias para recibir las Tablas de la Ley.
Del mismo modo, la verticalidad estaba identificada con el
"eje del mundo" (Axis Mundis), convirtiendo a la
montaña—tal como lo explicara Mircea Eliade—
en el punto más alto de la Tierra y
ombligo del planeta; lugar en el que —según
centenares de mitos—
dio comienzo la Creación.
Por otro lado, su tamaño y grandiosidad quedó
asociado a lo perenne, a lo que no cambia, a lo que siempre
"es"; sueño de eternidad y trascendencia que muchas
sociedades intentaron reeditar al construir sus propias
montañas-artificiales; tales como los zigurats
mesopotámicos, las pirámides egipcias, los teocalis
de México o
las construcciones piramidales de los mayas.
La montaña siguió inspirando respeto sagrado a
lo largo de miles de años, pero en algún momento
posterior a la declinación del imperio romano
—muy especialmente durante la edad media— Occidente
olvidó los cerros, haciéndolos a un lado en sus
creencias y desatendiendo la curiosidad que éstos
podían despertar.
Recién a partir de mediados del siglo XVIII ese
desinterés desapareció y fue el movimiento
ilustrado el encargado de volver a convertir la montaña en
objeto de estudio, y no de adoración. Las riquezas
minerales y
forestales, el interés por medir la humedad
atmosférica, el deseo de conocer certificadamente la
altitud y la búsqueda de respuestas al enigma de la
formación de la Tierra,
hicieron que las altas cumbres fueran exorcizadas por los
científicos; y pasaran a ser un capítulo más
de la Historia
Natural, tan en boga entonces.
Es notable observar cómo, antes del siglo XVIII,
sólo en contadísimas ocasiones los estudiosos se
dirigieron a la montaña. No había interés
por ellas, pero, a poco de redescubrirse su potencial
teórico-iluminista, ese interés empezó a
mutar buscando no sólo la desencantada mirada del
científico, sino la emoción, el sobresalto y el
sentimentalismo. Ese fue el aporte que hicieron los
romanticismos.
Johann Wolgang Goethe (1749-1832), Horace Bénedict de
Saussure (1740-1799) y Alexander von Humboldt (1769-1859) fueron
los precursores de esa nueva forma de observar la montaña;
rescatando en ella el "alma" perdida de la naturaleza y renovando
el interés por las alturas, ahora asociadas a la idea de
libertad y evasión. Cada uno de estos autores
combinó en sus escritos ciencia y emoción,
exactitud y arrebato, ante una montaña que empezó a
ser adjetivada como "sublime".
En carta a Goethe,
Humboldt le escribió el 3 de enero de 1810:
"A la naturaleza hay que sentirla; quien sólo ve y
abstrae puede pasar una vida analizando plantas y
animales,
creyendo describir una naturaleza que, sin embargo, le
será eternamente ajena".
La influencia del insigne naturalista y viajero alemán
fue enorme, tanto en América como en Europa. Su deseo por
reproducir en pinturas la intensidad de las experiencias vividas,
elevaron el sentimiento al mismo sitial en el que estaba el
conocimiento. La "cientificación del arte", cuyo
objetivo
sería instruir y estimular, empezó un largo
recorrido que terminó en la estilización y la
"geografía estética". Al respecto, el
botánico Paul Gübfeldt, aludiendo a la necesaria
fuerza expresiva que debían tener los pintores,
escribió en 1888:
"El paisaje hecho por un artista puede ser más
informativo y útil que una fotografía, dado que la cámara lo
muestra todo, mientras que el artista con experiencia
científica está en condiciones de dejar de lado lo
irrelevante y subrayar lo realmente importante".
Así pues, viajeros y pintores inventaron el sentimiento
de naturaleza, trasladándole valores propios de la
época. Siguiendo el legado de Jean Jacques Rousseau
(1712-1778) —para quien el papel pedagógico y
formativo de la naturaleza era vital en la construcción de un nuevo hombre, más
bueno y ligado a lo natural—, los pre-románticos de
fines del siglo XVIII y los románticos del siglo XIX
hicieron del lema, "Sentir para Conocer", su principal
estandarte identificatorio.
Arte y ciencia se daban la mano y, en ese encuentro, el
ángulo epistemológico de Occidente ante la
montaña cambió. La unión mística con
el paisaje conllevó una nueva relación del hombre
con el entorno. La fuerza de los elementos, la imponente masa
terrestre y su grandilocuencia frente al ser humano, llevó
a que no sólo se las midiera, sino se las admirara con
nuevos ojos; quedando el hombre sometido a sus misterios y
prohibida accesibilidad. La montaña, después de
siglos, volvió a tener un carácter cuasi-sagrado. Y
los viajeros románticos se encargaron por difundirlo a
través de libros de viajes, pinturas y poemas.
Por
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor Universitario en Historia
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