El viajero del romanticismo. El siglo XIX y la experiencia sensible del viaje
"Viajar conservando siempre una
visión
rigurosa y a la vez exaltada del
mundo".
Alexander von Humboldt (1769-1859).
Entre mediados del siglo XVIII y el año 1830 se fue
operando lentamente una ruptura entre las concepciones que
existían de la naturaleza y
la aparición de una visión nueva, moderna, del
paisaje. Se impuso así un flamante modo de abordarlo, una
forma renovada y más familiar de pararnos ante el
cosmos.
Con los últimos decenios del Siglo de las Luces
(siglo XVIII) se advierte que la actitud
indagatoria, racional, crítica
y medida de la realidad, empieza a mutar. El paisaje, antes
desatendido por el sentimiento y aprehendido únicamente
por una preocupación meramente informativa, que buscaba en
la descripción la fidelidad y el ser
objetivo, cambia. El viajero del siglo XIX, el
romántico, dará importancia a la impresión
global, a la sensación, al sentimentalismo; recreando un
mundo —un paisaje— ideal, fantástico, en el
que poco importaba acercarse a la realidad objetiva.
Es ahí cuando el paisaje alcanza la forma que
aún hoy reconocemos, es decir, el paisaje como una
construcción estético filosófica del
territorio que apunta a expresar nuevos problemas y
valores
sociales que, a nuestro modesto entender, se vuelven evidentes
con el movimiento
romántico y sus artistas-viajeros. Con éstos el
paisaje pasó a expresar la típica oposición
entre tecnología y naturaleza; entre ciencia y
vida; entre el campo y la ciudad.
En un mundo que se industrializaba rápidamente y en que
lo urbano, como una mancha de aceite copaba
espacios tradicionalmente verdes, las ideas de "naturaleza" y
"paisaje" se entrecruzaron hasta formar un bloque indiferenciado
en el que lo natural —lo salvaje— quedaba impregnado
de valores liberales, típicos de la burguesía
triunfante.
Naturaleza, paisaje, apertura y libertad.
Ése era el escenario perfecto para el viajero del siglo
XIX, portador ya no sólo de un afán de dominio
—típico en los más conservadores—, sino
de una reacción nostálgica por el
"Paraíso pre-industrial Perdido". En síntesis,
surgía una nueva sensibilidad en la que la naturaleza,
hasta entonces concebida como una máquina armónica
y racional, se convertía en un océano de
inquietudes e incomprensión. Los pre-románticos de
fines del siglo XVIII empezaban a dudar de los esquemas claros,
perfectos, predecibles; y es probable que el terremoto que
destruyó la ciudad de Lisboa en 1755 haya contribuido a
debilitar ciertas certezas.
El universo, reglado
por el neoclasicismo
(expresión artística del siglo XVIII), se
abría a sensaciones nuevas y empezó a ser pensado
de manera diferente. Lo estético, impregnado ahora con una
filosofía menos segura de sí misma,
se orientaba hacia el misterio y el esoterismo. El paisaje
dejó de mostrar leyes universales
y pasó a expresar sentimientos movilizadores. El hombre se
sintió pequeño, indefenso, y al mismo tiempo
asombrado ante la magnitud del cosmos y sus enigmas. El
"paisaje real" —concebido como algo medido,
controlado, racionalizado, humanizado— es reemplazado por
el "paisaje sublime", que sacude y produce sorpresa,
estupor, en el alma de los
nuevos viajeros decimonónicos.
En sus relatos de viajes se pasa
de las descripciones genéricas y citas de "autoridades"
—referenciadas en testimonios antiguos— a la percepción
de lugares específicos que no tienen ya la serenidad ni el
equilibrio que
creían tener los viajeros de la Ilustración.
El paisaje romántico refleja el espíritu
atormentado de sus nuevos observadores. El viajero de entonces
empieza a buscar una comunión más original,
más pura con la naturaleza. Por eso, en él no cabe
ya la idea iluminista —racional— del
jardín. Ese espacio domesticado, alejado de todo
riesgo y
símbolo de la serenidad y equilibrio, le resulta
extraño, artificial, vacío.
El viajero del romanticismo se
aleja de esos laboratorios de experimentación que fueron
los grandes jardines del XVIII; y si en ocasiones se detiene
frente a ellos, lo hará para proyectarles una moral no
humana, en la que la naturaleza se impone adquiriendo
preeminencia sobre la obra del hombre,
sometiéndolo, dominándolo. No hay mejor imagen al
respecto que un típico jardín romántico en
ruinas, con enredaderas salidas de su cauce devorando el orden
artificial que lo humano intentara imponerle. Los jardines de la
razón son devorados por la fuerza
telúrica de la naturaleza desatada.
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