El señor de la oscuridad. La leyenda del TÍO y otros Seres de las profundidades
Ensayo
- El Cuento del
TÍO - El TÍO de los
Mineros - El TÍO Malo de los
Andes - Lugar de
Encuentros - Palabras
Finales - Bibliografía
Hace unos años, la empresa de
subterráneos de la ciudad de Buenos Aires
(Argentina) lanzó una campaña
publicitaria que tenía como protagonista a un fabuloso
—y poco convincente— ser, que los creativos
artísticos de la compañía denominaron
el Minotopo; híbrido barroco que
conjugaba el musculoso cuerpo de un hombre con la
cabeza gigantesca de uno de esos animalejos excavadores.
Según el comercial, la criatura vivía en las
oscuras galerías que recorren el subsuelo porteño,
secuestrando y posiblemente devorando —como en el mito
griego— a bien formadas señoritas.
Decenas de carteles publicitarios empapelaron por meses
la ciudad y no era posible obviarlos —al menos al
principio—, ya que la factura de la
obra demostraba gran maestría, resaltando la sensual
virilidad del monstruo y las voluptuosas curvas de la muchacha /
víctima.
Con un estilo un tanto gótico, aquel
extraño personaje de la imaginación
marketinera estuvo presente en muros y "transparentes"
durante algún tiempo; y cada
noche, cuando iba a dar clases a la facultad, mi romanticismo nato
hacía que el viaje en subte fuera un recorrido más
misterioso e interesante que antes.
¿Sería posible ver, a través de las
ventanillas, la sombra del Minotopo escabulléndose
por las oscuras galerías que oradan la tierra por
debajo de la avenida Corrientes?
Jamás lo vi; ni recuerdo que nadie haya anunciado
su aparición en parte alguna. El racionalismo
—de un mundo cada vez más irracional—, por
algún extraño motivo, se impuso en esa
ocasión, denunciando el agónico espíritu de
fábula que impera en el ajetreado mundo citadino. Los
horarios ajustados, el stress, los teléfonos
celulares y la crisis
económica, devoraron al devorador y el intento por
instalar una mitología "desde arriba", en una
sociedad
desmitologizada, fracasó. Sólo mis hijos
—y los hijos de muchos, seguramente— experimentaron
cierto temor cada vez descendían a las profundidad, para
tomar el tren de la oscuridad.
Hoy día ya nadie habla del
"hombre-topo"… al menos públicamente. Aunque es
probable que en los corrillos del poder se siga
haciendo referencia a él en voz muy baja, o que se
pretenda ocultar —como parte de una
maquiavélica conspiración de
desinformación pública— la existencia de
otros monstruos subterráneos aún peores, puestos en
evidencia hace unas décadas por el escritor argentino Juan
Rodolfo Wilcock.
Pero de eso nadie habla. El silencio es absoluto.
Además, no hay pruebas
concretas. Los secretos del Poder —en este aspecto por
lo menos— son inviolables. Sólo de tanto en
tanto, la incontinencia verbal de algún funcionario de
bajo escalafón deja filtrar esa información, muy bien guardada para no
despertar el pánico
colectivo. Eso es lo que J.R. Wilcock reveló en uno de sus
cuentos,
compilado por Jorge Luis
Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo en setiembre de
1965.
En ese relato corto, titulado "Los Donguis", el
escritor hacía referencia a un misterioso animal con
aspecto de "lechón medio transparente" que,
según el biólogo francés
—Donneguy— que los estudió por primera
vez (de ahí el nombre de las criaturas), habitan en el
subsuelo y galerías subterráneas de la ciudad,
devorando cualquier cosa , "hasta la tierra, el
fierro (sic), el cemento, las
aguas vivas"; tragándose todo lo que se les cruza,
incluso hombres.
Capaces de fagocitar a una persona en menos
de cinco minutos ("hasta la libreta de enrolamiento"), los
donguis se anticiparon a la terrible dictadura militar
de los años setenta, desapareciendo personas,
llevándolas al más absoluto de los anonimatos.
Ciegos y sordos, se reproducen en la oscuridad como la
peste.
Cuentan que en Buenos Aires "[…] se comieron a una
cuadrilla de ocho peones que arreglaban las vías entre
Loira y Medrano"; y que en los túneles que comunican
al barrio de Belgrano con Palermo "hay montones de ellos";
proliferando día a día sin que nadie pueda darles
caza o impedir que su presencia se note en cloacas y
sótanos. Incluso, detalla el autor, en Londres,
París, New York y Madrid se
reproducen como semillas. Los donguis son, en última
instancia, "los animales
destinados a reemplazar al hombre en la Tierra".
Historias como estas proliferaron y siguen proliferando
en distintas partes del mundo. Ambientadas en espacios que
están fuera del alcance de la vista y de la luz, el universo
cavernoso de las profundidades es propicio para la
expansión de la fantasía y el rescate de aquellos
temores ancestrales que la humanidad arrastra desde la
época de las cavernas. Uno de ellos el miedo a la
oscuridad y a estar en ella. El imaginario social se desata con
la lejanía y las cavernas, galerías
subterráneas, túneles y minas, por más cerca
que puedan estar de nuestras casas son lugares que generan
desconfianza y temor. Modificando un antiguo refrán del
siglo XVI, podríamos decir que "Cuando más hondo
más raro"; y esta condición es la que nos
permitirá el breve acercamiento que pretendemos en esta
ocasión, al universo de
creencias y rumores que se nos antoja sumamente interesante desde
un punto de vista histórico-antropológico. Por eso,
en las líneas que siguen incursionaremos en ese mundo de
sombras y siluetas indefinidas que las viejas cosmovisiones
siempre pretendieron volver claras desarrollando un
bestiario repleto de seres y divinidades
fantásticas que, por fantásticas que sean, no dejan
de ser muy reales y actuantes en la vida cotidiana de
muchísimos seres humanos.
Para ello, dejaremos las líneas de subtes
porteños y nos trasladaremos a los socavones de las minas
del altiplano boliviano y del Perú para aproximarnos a una
cotidianeidad maravillosa, al universo mágico
contemporáneo de quechuas y aymarás, pretendiendo
establecer no sólo descripciones de creencias actuales,
sino también interesantes relaciones con
"supersticiones" europeas y seres mitológicos de
nuestra cultura
popular argentina.
Si como dijo Shakespeare,
"Estamos hechos de la misma sustancia que los
sueños", de seguro
éstos hallarán en las entrañas de la Tierra
una mayor posibilidad para concretarse… incluso las
pesadillas.
FJSR
Buenos Aires, Argentina
Enero de 2005
El
Cuento del
TÍO
"A un dios que ha dilapidado su capital
de
crueldad, nadie le teme ni le respeta".
E.M. Cioran, "Adiós a la
Filosofía", 1979.
"Lo que llamamos verdad no es más
que
un error insuficientemente
vivido".
E.M. Cioran, "Adiós a la
Filosofía", 1979
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En los últimos días de julio de 1986 y a
punto de iniciarse "el mes del diablo" (agosto)
—fecha de arraigado simbolismo en el altiplano
boliviano— arribé por primera vez a la
mentadísima "Villa Imperial de Potosí".
Provenía del norte, más precisamente
de Oruro, y a poco de descender del ómnibus la imponente
silueta de un perfecto embudo invertido pareció darme la
bienvenida. Era el Cerro Rico, aquel que le diera fama
internacional al centro minero y millones de toneladas de plata a
una España
imperial que por más de 400 años había
expoliado su riqueza argentífera, en beneficio del
"Estado gendarme" que por entonces encarnaba.
Parado en plena calle, observé el cerro y no pude
dejar de imaginar, y proyectar sobre sus silentes laderas, las
historias y sinsabores, tragedias y muertes que debieron sufrir
los mitayos en días de la colonización
ibérica.
¿Cuántos huesos humanos
serían parte de sus históricos sedimentos?
¿Cuántas almas, explotadas por el trabajo
forzado, vagarían por las noches buscando un resarcimiento
que nunca les llegaría? ¡Cuánto
sufrimiento acumulado en nombre de un mal concebido progreso,
egoísta, xenófobo y racista!…
No podía evadir la "visión de los
vencidos"; y el cerro, mudo, no habló ni
apuntaló mis pareceres. Y si lo hizo —como cuentan
los aborígenes de Bolivia,—, yo no tenía el
decodificador cultural para interpretarlo. Permaneció
silencioso, desplegando su monumental masa mil veces violada, no
revelando su otrora potencia, capaz
de generar decenas de economías regionales todo a su
alrededor; incluso sobre lo que más tarde sería el
territorio de la República Argentina.
La ciudad y su cerro: un polo de crecimiento
económico increíble, creador del mercado
interregional más importante de las Américas y foco
de inversiones
—inconcebibles para la época— se me
antojó un pueblo pintoresco, colonial, pero del que ya no
emanaba el poderío de antaño. Las ruinas de las
construcciones españolas, las mansiones e iglesias
—muchas de ellas en proceso de
reconstrucción— eran las únicas pruebas
visibles del esfuerzo memorioso de una comunidad que
luchaba por mantener en pie la gloria de los tiempos
idos.
A 4.070 m.s.n.m. el aire es raro, el
oxígeno
escaso y la fatiga inmensa. Por lo que recorrer el trayecto que
lleva a la plaza de armas me
significó un esfuerzo casi sobrehumano. La fuerza del
"soroche" (mal de las alturas) se hacía sentir una vez
más en mi organismo mal adaptado, obligándome a
realizar sucesivas paradas para retomar impulso y soportar mejor
el peso de mi mochila. Sin darme cuenta, caminaba por las calles
de una de las ciudades más altas del planeta. Sólo
Lhaasa, en el Tibet, la superaba.
Hacía frío y no dudé en tomar una
sopa de gallina en un puesto callejero. El altiplano potosino no
resultaba, somáticamente, un lugar en donde me encontrara
a gusto. Sólo la belleza de la ciudad, la amabilidad de su
gente y la riquísima historia encerrada en esas
callejuelas me daban fuerzas para seguir "escalando" lo
empinado de sus arterias urbanas.
Según cuentan las crónicas, cuando el Inca
Huayna Cápac mandó a trabajar a su gente a las
minas del Sumaj Orcko ("Montaña
Majestuosa"), se escuchó un descomunal estruendo y una
voz que decía: "No saquen plata de este cerro porque
será para otra gente". Una profecía hecha 83
años antes de que la avaricia española sometiera la
zona. Un relato, obviamente posterior a la conquista, que
procuraba dar una explicación mítica a un proceso
traumático e inesperado, como fue el arribo de los
peninsulares.
Para la lengua
quechua, Potosí derivaría de
"Ppotjsi" ("reventar"); aunque una tradición
aymará, aparentemente más cercana a la verdad,
sostiene que el vocablo viene de "Pptoj", que quiere decir
"brotar" y que se condice con la gran cantidad de
manantiales que había en el sitio en donde se
levantó la ciudad. Sea como fuere, me encontraba a la
sombra del cerro más famoso de la historia latinoamericana
y a punto de sumergirme en un universo mágico, de leyendas y
creencias, que desconocía. Un mundo que encuentra en el
socavón de las minas su esencia y razón de ser.
Porque de las casi 5.000 bocas que tiene el Sumaj Orcko,
emergen historias que nos conectan con el pasado y nos permiten
—bien leídas— recrear un complejo proceso de
sincretismo religioso y aculturación, muy propio de todas
las "zonas de contacto", que son en las que chocan
culturas de diferentes orígenes.
Estaba en una de esas zonas y no iba a dejar de
pasar la posibilidad de sumergirme en el folklore
local, rescatando creencias y rituales que se me presentaban
exóticos, extraños y sumamente
interesantes.
Sin prisa, recorrí esas callejuelas atemporales
hasta llegar a la plaza principal que concentraba los grandes
edificios públicos y la Iglesia
principal. Allí descansé unos minutos y me
lancé a conocer la famosa Casa de la Moneda,
ubicada a pocos metros del predio arbolado y
verde en el que me sometía a los impiadosos rayos del sol,
que ya empezaban a "picar". Sin duda, es el edificio
más importante de la arquitectura
civil colonial de la ciudad. Construído entre 1750 y 1773,
con un costo de
1.487.452 pesos y 6 reales, su constructor y arquitecto, Salvador
de Vila, se labró un modesto lugar en la historia. Y digo
modesto porque otros personajes, mucho menos concretos que el
mencionado de Vila, se mantienen más que vivos en la memoria de
la gente. Por otra parte, la pinacoteca, las colecciones de
muebles, de tejidos, de
trajes regionales, de numismática y antropología, que la Casa ofrece al
visitante, son algunas de las otras variantes que pude disfrutar
en aquel día de julio.
Eran notables las maquinarias de laminación con
sus tres conjuntos de
engranajes de madera
traídos desde España, las enormes vigas de cedro
que soportan pisos y techumbres, la cúpula
elíptica, donde está el horno principal de
fundición de plata, y sobre todo el archivo, donde se
guardan 80.000 documentos
inéditos relativos a la vida potosina.
Pero de todas esas maravillas una es la que
perduró por más tiempo en mi memoria. No
provenía de la técnica de un ebanista del siglo
XVIII, ni de los engreídos arquitectos imperiales, ni
siquiera de los cronistas que derramaron litros de tinta para
conformar el mencionado archivo. Aquello que retumbó por
años en mi cabeza me fue transmitido por un hombre
común, un ex-minero, que conocí en los patios de la
Casa de la Moneda y con el que compartí el resto
del día.
b
No recuerdo su nombre ni su apellido; no lo
consigné en mi libreta de viajero. Es que por entonces no
era tan metódico en ese aspecto. Sólo una fotografía
que me tomé con él, en el primer patio de la Casa
de la Moneda, da testimonio de aquel encuentro circunstancial en
Potosí. Mantengo, sí, en la memoria su
profesión y los dichos que me relatara a lo largo de todo
ese día.
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Manuel (como lo llamaré) había sido
obrero de minas y por años, junto con sus
compañeros de trabajo,
recorrido los socavones del Cerro Rico en busca de vetas
argentíferas que alimentaran las ganancias de las
compañías estatales que las explotaban. Cuando lo
conocí estaba retirado de la actividad desde hacía
casi un lustro y se ganaba la vida vendiendo ropa de ciudad en
ciudad, convertido en un moderno "nómada
motorizado", como los muchos que pululaban en la Bolivia de
los años ochenta, sumida en una profunda crisis
económica.
Naturalmente, mi curiosidad hizo que lo bombardeara con
preguntas y cual moderno Heródoto averigüé
todo lo que pude respecto de la vida en las minas; aún sin
poner en práctica método
alguno y acudiendo a un sentido crítico muy distinto al
que hoy poseo. Lo cierto es que los pocos apuntes que tomé
son los que hoy me facilitan reavivar la memoria y reconstruir
parte de aquellas charlas, devenidas en testimonios para este
postrero artículo.
Como cualquier persona medianamente informada sabe, la
historia de Potosí giró y gira en torno de sus
minas; y el hecho de haberme topado con una persona conocedora
del trabajo hizo que cediera a la tentación de averiguar
cómo era realmente la tarea; cuáles sus peligros y
padecimientos. Lo que sigue es una reconstrucción de esas
conversaciones.
Pregunta (P): Dime qué recuerdas del
trabajo en el Cerro Rico.
Manuel (M): Verás, ser minero es algo
muy duro, muy difícil. No es para cualquiera y la paga
poca. Estar el día, y a veces la noche, debajo de la
tierra puede volver loco a un hombre que no esté
preparado. Por eso dejé la mina hace unos años.
Ahora vendo ropita y las cosas marchan bastante bien. No puedo
decir lo mismo de mis ex-compañeros: muchos de ellos
fueron despedidos con la crisis y sé que algunos hasta han
mendigado en La Paz (capital de Bolivia). […] Mi padre fue
minero y yo seguí la tradición de mis mayores. No
tenía opción, además en esos días las
cosas eran distintas. Se podía mantener a la familia.
Pero, ¡trabajo pesado era el mío! Siempre en la
oscuridad. Sin sol, sin la luz del día; no lo recomiendo,
gringo. A nadie. Además, el polvo, la tierra y el mercurio
que flota en el aire, ahí adentro, puede matarte. Te
desgasta. Te consume. Se envejece pronto. Si no fuera por el
TÍO muchos morirían… muchos
más.
P: ¿Y quién es el
TÍO?…
M: El dueño de la mina.
P: ¿Tu TÍO?
M: TÍO de todos. A él es
a quien hay que pedirle permiso para entrar, para "sacar" y poder
salir del socavón. Todos le obedecen, se entiende que por
miedo; aunque yo nunca le tuve miedo. Siempre le hice sus
"paguitos", siempre le di sus cigarritos, su coquita… Y
él me cumplió.
Por entonces, entendía muy poco de lo que ese
hombre me hablaba. ¿Un TÍO de los mineros al que le
pagaban con cigarrillos y coca?… ¿Qué era todo
eso? ¿Quién era ese TÍO? ¿Alguna
clase de
patrón o capataz excéntrico?
M: El TÍO no es gente
—agregó Manuel.
P: ¿Y qué es?
M: Es el señor de la mina. Es muy
poderoso. Nadie se anima a negarlo, a menos que quiera enfermar o
morir aplastado dentro del socavón. Hubo casos en los que
salió de la mina en forma de víbora y volteó
todos los camiones de la compañía porque no
había recibido nada en ofrenda. Sin pago, amigo, viene la
enfermedad y los accidentes.
Siempre que se produce alguno, todos dicen: "Fue el TÍO
que está enojado".
Evidentemente entre Manuel y yo había un universo
cosmovisional de diferencia. Me estaba contando una historia
fantástica, muy lejana e incomprensible para mi ignorante
capacidad intelectual (aún no barnizada por los
años en la Facultad de Humanidades). Criado en un
ámbito urbano distinto, con una historia diferente y una
educación
(todavía informal) tras mis espaldas, la mirada
racionalista que llevaba se confundía con esa historia.
Algo sí me quedaba claro: el TÍO, al igual que la
Pachamama (Madre tierra entre quechuas y aimaraes),
representaba a una deidad, en este caso local. Un númen de
la naturaleza,
semejante quizás a los Apus, de los que había
oído en el
Perú (y que no son otra cosa que los dioses protectores de
los cerros). Fue entonces cuando le hice la pregunta más
estúpida de toda mi carrera:
P: ¿Y vos crees en eso?
Manuel me observó extrañado. Le estaba
preguntando una obviedad. Enarcó las cejas y, muy serio,
respondió:
M: ¿Si creo?… ¡Por
supuesto que sí!
¡Qué tonto fui entonces! Era como haberle
preguntado si creía en los árboles, en la existencia de un familiar o
suceso de la realidad cotidiana.
Para Manuel, el TÍO era tan innegable como yo
mismo.
b
Dejamos la Casa de la Moneda y hacia el
mediodía almorzamos juntos en un destartalado camioncito
que oficiaba a modo de improvisado "restaurante". En él,
Manuel se encontró con dos antiguos compañeros de
trabajo quienes, tras un par de cervezas "la tiempo" (naturales,
no frías) y bajo mi más absoluto asombro, me
invitaron a conocer el socavón en el que todavía
trabajaban. Acepté entusiasmado y un par de horas
después, por la tarde, nos trasladamos hasta la boca de la
mina, transportados en la caja de una camioneta. El soroche me
seguía matando y poco efecto me producían las
amargas hojas de coca que masticaba. "Invitación de la
casa", había dicho mi circunstancial amigo.
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Frente a la entrada del socavón me
sentí extraño. Dudé en entrar. Las medidas
de seguridad no
parecían en absoluto tranquilizadoras; pero,
¿qué sabía yo de seguridad minera? El tema
es que me imaginaba el ingreso a la mina mucho más grande
de lo que en verdad era. Aquello era una "puerta de servicio". La
principal debía estar siguiendo el camino de grava que
subía más y más por el cerro.
Me pusieron un casco amarillo, medio oxidado, y mientras
conversaban entre ellos en lengua quechua, fuimos entrando con
cuidado por la oquedad, precedidos por las luces de dos
linternas.
Confieso que en ese momento una sensación de
inseguridad
embargó todo mi ser. ¿Qué sabía yo
de esos hombres? ¿Qué reales intenciones
podían tener en llevarme a recorrer el interior de una
mina alejada de todo? ¿No estaría a punto de
ser víctima de un atraco? La fama del turista con
dinero es algo
habitual; aunque, por supuesto, no era ese mi caso.
¡Idiota!… Me había dejado llevar
por el entusiasmo de conocer un sitio histórico. Pero ya
era tarde. No podía echarme atrás; de seguro
desencadenaría por anticipado el despojo que
imaginaba.
Caminamos aproximadamente unos treinta
metros.
En tanto avanzábamos, uno de los colegas de
Manuel me preguntó si tenía cigarrillos. Le
respondí afirmativamente.
"En ese caso —dijo— deme tres o
cuatro. Son para el TÍO. Así podrá usted
entrar sin problemas".
Sentí que había sido embaucado. Me
habían hecho justamente "el cuento del TÍO"
y sospeché que, en breve, sería víctima del
primer atraco de mi vida. Entonces sucedió lo inesperado y
una ola interna de horror indecible recorrió cada una de
mis fibras.
Ahí adelante, a un costado, en una hornacina
cavada en la pared misma de la caverna, la imagen del
TÍO esperaba sus ofendas.
Esculpida toscamente en barro y pintada de rojo, la
efigie de Satanás —El Diablo—, con cuernos y
todo, me arrastró al más profundo y gélido
espanto.
El demonio era el dueño de la mina. El
mismísimo Lucifer era el TÍO.
¿En qué clase de morboso culto
satánico me había dejado atrapar?
En ese momento supe lo que era el miedo.
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El TÍO de las minas
"Si se considera el campo de la
cultura profunda y de las mentalidades,
se observa que aquí las continuidades
son sorprendentes".
Jacques Le Goff
Historiador francés
"El mundo sin milagros aparece en Europa
poco
antes del fin del siglo XVIII, junto con
un exceso
de racionalismo. Desde entonces lo
insólito tiene
prohibido el paso al mundo
real".
Roger Caillois, 1970
Algunos dicen que es pequeño, casi un enano, y
que sus ojos rojos brillan en la oscuridad como los de un gato.
También comentan que su tez blanca, igual que su barba, lo
acerca físicamente más a un gringo
(extranjero-europeo) que a un cholo. Relatan que tiene cuernos y
que los usa para excavar el socavón en busca de mineral,
del que es dueño absoluto y celoso guardián. Por
otro lado, cuentan que viste de minero y que posee todas sus
herramientas
(casco, sandalias, martillo) hechas completamente de oro. En
ocasiones puede adoptar el aspecto de un hombre corriente,
mezclándose con el resto de los trabajadores, pasando
desapercibido; y en no pocas versiones, se aduce que puede
convertirse en animal: sapo, víbora o perro negro,
indistintamente. Si nos atenemos a la iconografía minera
de Bolivia, su aspecto es el del más tradicional
Satanás; de color rojo, con
cuernos en la frente, grandes ojos y chiva negra en el
mentón. Su pene, de enorme dimensiones, es otro de sus
atributos; inclinando su personalidad
hacia hábitos libidinosos y lúbricos, muy propios
de la tradición europea sobre el Diablo.
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Su carácter es inestable y ambiguo. Puede ser
bueno y generoso por momentos, como maligno y avaro en otros.
Siempre poderoso, de él depende el éxito o
el fracaso en la mina. Como Señor de la Oscuridad,
tiene la facultad de dar y quitar a voluntad; congraciarse con
quienes lo respetan y enfurecerse con quienes lo ignoran.
Vengativo, agradecido y, por sobre toda las cosas, mestizo en
más de un sentido, el TÍO representa, en el
imaginario minero del altiplano boliviano, al ser sobrenatural
más importante, activo, respetado y temido entre la
gente.
b
La presencia de fuerzas y seres misteriosos en la
cotidianeidad de la vida andina es un dato de la realidad que
revela lo arraigado de muchas creencias precolombinas y la
convivencia sincrética de mitos y
leyendas de origen americano y europeo (éstos
últimos traídos por la conquista española a
principios del
siglo XVI).
Cualquiera que recorra Bolivia o Perú
advertirá que el campesino, el
aborigen y aún muchos "blancos", comparten una
concepción del universo —cosmovisión—
muy distinta a la que hemos heredado (para bien o para mal) del
racionalismo del siglo XVIII y su Ilustración. En los Andes, la magia de un
mundo aún "maravilloso" sigue viva; conviviéndose
sin conflicto con
personajes y situaciones existenciales que el occidente
"culto" (dicho esto con marcada ironía) ha
colocado en el campo de las supersticiones hace ya unos tres
siglos.
En los Andes no es extraño oír hablar, con
total naturalidad, de "condenados", "brujas
devoradoras", "Apus", hombres metamorfoseados en
animales (el Hatu-Runa, "Hombre-Lobo" andino),
"pishtachos", "seres salvajes de las selvas"
(Sacha-Runa), "cerros sagrados", "tesoros
encantados" y demás fantasmas.
Frente a esa realidad, que atenta contra las leyes
físicas y biológicas consideradas fijas e
inmutables, se yergue nuestro escepticismo; sin darnos cuenta
que, al igual que esa concepción "mágica" del
universo, nuestras explicaciones científicas no
satisfacen, ni producen la misma seguridad, a millones de hombres
y mujeres. En definitiva, nuestra teorías, al igual que esas creencias,
cumplen una sola y única función:
combatir la ignorancia, destruir nuestros miedos y despejar el
camino hacia un cúmulo de esperanzas, muchas veces ni
siquiera creídas.
Seres sobrenaturales como el TÍO, despliegan en
abanico situaciones y problemas
existenciales comunes a todas las sociedades,
sin importar el lugar y el tiempo. El temor a la muerte, al
hambre, a la incertidumbre, a las catástrofes imprevistas,
aparece escondido detrás de centenares de relatos
fantásticos / folclóricos, componiendo el basamento
de un imaginario colectivo tan rico como complejo.
Concebidos, adoptados y adaptados,
los seres sobrenaturales de la cultura popular americana han sido
interpretados como símbolos de ansiedades y deseos
inconfesables. Sus atributos y actitudes
expresan mejor que nada un mensaje, a veces moralizador, que
pretende condenar a aquel que viole las normas
establecidas por la comunidad en la que vive. La existencia de un
objeto externo —generador de angustia sobre un sujeto que
teme— es lo que define la relación comúnmente
definida como miedo; que, en definitiva, no es otra cosa
que el temor al castigo. No cabe duda de que la dialéctica
psíquica fundamental está basada en una
relación de conflicto entre el deseo (reprimido) y la
prohibición (la Ley, los valores);
y que un "yo" equilibrado se da cuando hay estabilidad, equilibrio,
entre ese deseo y esa prohibición. Muchos mitos, leyendas
y creencia tradicionales son las que instauran ese equilibrio.
Caso contrario, la Ley entra en crisis; todo se pone en
duda y germina la inestabilidad y la angustia.
b
Contrariamente al maniqueísmo heredado de Europa,
en la América profunda lo que prevalece son la
oposiciones binarias; la complementariedad de los opuestos; el
perfecto equilibrio entre el bien y el mal, el día y la
noche, lo masculino y lo femenino, el alma y el
cuerpo. Por eso, divinidades como el TÍO no son ni buenas
ni malas en sí mismas. Ángel y demonio al mismo
tiempo, arrastra esa característica mencionada; que es
anterior a la llegada de los españoles. Y si bien nosotros
—hoy— percibimos en el personaje las condiciones
más manifiestas de la maldad (de hecho, al TÍO se
lo representa como un Diablo), deberíamos saber que, ante
los ojos de un minero boliviano, esa imagen no personifica lo
mismo que para nosotros. Ellos decodifican su realidad con otros
patrones culturales —otro utillaje mental, diría
Georges Duby—; sintiendo y viendo otra cosa diferente a la
nuestra.
Antropomorfizado, el TÍO es un claro ejemplo de
la derrota del racionalismo dieciochesco en el ámbito
rural andino. Ateísmo y escepticismo sólo prosperan
en las ciudades; que es en donde se decretó qué
cosa es real y qué otra falsa.
Tuvimos que esperar que los historiadores de
mentalidades y antropólogos advirtieran que la frontera entre
la realidad y la fantasía ha sido muy variable; y que lo
que consideramos cierto no es otra cosa que una construcción determinada
históricamente.
Permítame el lector reproducir algo que
escribí hace unos años al respecto:
"Cuando el historiador Jacques Le Goff explicó
el carácter fronterizo de lo maravilloso durante la
Edad Media,
sostuvo claramente que dicha frontera poseía la cualidad
de ser permeable, es decir, que sus manifestaciones se daban en
el seno de la realidad cotidiana, no percibiéndose dichos
fenómenos como algo particularmente extraordinario. Los
acontecimientos maravillosos eran aceptados y reconocidos como
parte natural de un Universo aún no regulado por la leyes
de la física y
los prodigios se añadían al mundo real sin atentar
contra él, ni destruir su coherencia. Hadas, dragones,
monstruos y duendes penetraban el mundo natural sin conflictos,
sorpresa o misterio. El concepto de "lo
imposible" carecía de sentido y "lo maravilloso" no
espantaba ni sorprendía, ya que no se violaba ninguna
regla sólidamente establecida. "Lo maravilloso —dice
Le Goff— era una categoría del
universo".
"Estas cualidades otorgadas a la realidad
hacían, del ignoto mundo invisible que rodeaba a los
hombres, un hecho cotidiano; siempre tenido en cuenta a la hora
de explicar catástrofes, pestes o hambrunas. La buena o
mala suerte —individual y colectiva— se hallaba
regulada, de una forma imposible de conocer, por fuerzas y
energías que trascendían el mero plano material en
el que hombres y mujeres desarrollaban sus prácticas
diarias. Incluso, la franqueable frontera entre la vida y la
muerte no
estaba —como hoy— absolutamente definida"
.
Con esto intento decir que el minero del socavón
altiplánico construye su realidad con algunos elementos
diferentes a los nuestros y movido por una estructura
epistemológica muy distanciada de la que nosotros
absorbimos del cientificismo positivista del siglo XIX. Por
tanto, en su interpretación del mundo hay lugar para
muchos TÍOS; y preguntas como las que yo le hice a mi
informante en Potosí (si creía en eso) no
son más que estupideces, derivadas de la
ignorancia etnocéntrica en la que nos educan.
Por siglos, Europa y sus instituciones,
pretendieron desprestigiar, desactivar y neutralizar las
creencias tradicionales de los ámbitos no-urbanos. Pero no
fue sencillo. Espíritus, dioses, héroes y
personajes legendarios, resistieron con tesón el embate
"civilizador"; simulando, absorbiendo y
fusionándose con la cosmovisión
conquistadora.
Imposición y contaminación, produjeron un universo
más rico, más complejo y (literariamente) bello. La
creencia y el culto al TÍO es una claro ejemplo de lo que
decimos.
b
Después de una tumba, el lugar que más se
asocia a la oscuridad, a las sombras, e incluso a la
claustrofóbica sensación de estar sepultado en
vida, es —a no dudar— el húmedo socavón
de una mina. Negro, asfixiante; responde a las
características de un mundo de contornos indefinidos, de
perspectivas mal apreciadas; de calor
agobiante, suciedad, polvo volátil y tétricas
galerías que se extienden como arterias, vaya a saber uno
a qué lugar. Pero, por sobre todas las cosas, la mina es
un ámbito sin luz natural. Azabache. Ciego. No es casual
que hayamos identificado culturalmente a los subsuelos con el
infierno. Acaso, ¿no son los sótanos los escenarios
urbanos predilectos de los filmes de terror?
Para nosotros, animales diurnos por excelencia, la
asociación entre la muerte y la oscuridad nos resulta casi
una obviedad. Desde tiempos inmemoriales, la noche no ha sido
más que una palmaria negación de todo lo que
existe. Y en el interior de las minas prevalece justamente eso:
la noche eterna, combatida con más o menos eficiencia;
improvisando una seguridad tan artificial y débil como una
bombilla eléctrica.
Aún así, La Soberana de las
Sombras, ejerce su poder absoluto.
La noche —la Oscuridad— genera
vacilación; destruye la certidumbre que nuestras pupilas
inventan cuando hay luz. Actualiza lo caótico y pone fuera
del alcance toda vigilancia y control. Por algo
casi todos los mitos cosmogónicos empiezan con la
creación de las luminarias; contribuyendo a erradicar y
combatir los actos prohibidos, imposibles de desarrollar durante
día. La oscuridad rompe con el umbral de las inhibiciones;
nos sustrae de las leyes, propiciando el caos, disputando el
orden y sustrayéndonos de las ortodoxias que se respetan
por convención. Nos da libertad; pero
una libertad irresponsable. Abre el umbral a la desconfianza, a
la inseguridad y al miedo. En ella los límites se
desdibujan y las fronteras —físicas y morales—
se abren para dar cabida al "Príncipe de las
Tinieblas": el Diablo (en sus diferentes
concepciones).
El socavón es oscuro; y la oscuridad contribuye a
catalizar la irrupción del temor más primitivo: la
fantasía de ser devorado. Por ese motivo, la boca de la
mina es el límite en cuyos bordes se configura una bisagra
que, al girar los goznes, abre una puerta que da paso un mundo de
diferentes percepciones, sensaciones y sentimientos. Y en ese
mundo, el TÍO es el Rey.
La noche —lo Oscuro y lo profundo de la
mina— está relacionada también a la lujuria y
el sexo; y eso
queda fielmente graficado en uno de sus atributos
iconográficos: el enorme pene erecto con el que se
simboliza no sólo el insaciable apetito sexual, sino
también la fertilidad y la abundancia. Un fecundidad
lúbrica que le lleva a perseguir, someter y violar
—según la tradición oral— a todas las
mujeres que entran en la mina. De allí la
prohibición que éstas tienen de ingresar en el
submundo donde se practica la actividad.
¿Hasta que punto las linternas consiguen
exorcizar los demonios que atemorizan todavía a miles de
mineros bolivianos?
La mitología nos habla de dioses diurnos y
nocturnos, muchas veces en constante pugna. Ellos son los
partícipes de batallas que nunca terminan de ser ganadas
definitivamente. Triunfos y derrotas se alternan, como se alterna
el día con la noche, en un mito de "eterno retorno"
protagonizado por opuestos complementarios. Y el personaje que
nos ocupa —el TÍO— participa también de
todo esto, representando un rol ambiguo, ambivalente.
Así es el universo del minero; y así queda
modelado por los seres de su imaginario.
En el corazón de
la mina la adhesión al mundo desaparece y el hombre
corre el riesgo de
disgregarse. Aumentan los estados de irrealidad, que se exacerban
con el miedo. Y el historiador lo encuentra a cada paso y en los
sectores sociales más diversos. A causa de eso, fuera del
socavón, en el carnaval (que se despliega por las calles
una vez al año) son también los diablos —las
diabladas— los que traducen el deseo de defenderse del
temor; camuflándolo y expresándolo al mismo
tiempo.
Como dijo Roger Caillos, "máscaras y miedo
están constantemente presentes y juntos".
Podríamos hacer una larga lista de
"miedos", pero eso nos llevaría muy lejos de los
límites de este breve ensayo.
Razón por la que nos detendremos en uno en particular
(sentido y expresado por las mayorías): el miedo a lo
oscuro.
Ya en la Biblia se expresaba desconfianza a las
tinieblas, mancomunadas —como dijimos antes— a la
muerte. Pero que hay que distinguir (como lo hace Delumeau en su
libro) dos
tipos de miedo, asociados pero diferentes: (a) el miedo
en la oscuridad y (b) el miedo a la
oscuridad.
Ambos se experimentan en los socavones del
TÍO.
El primero es el que experimentaron nuestros primeros
ancestros, cuando se encontraban expuestos durante la noche a los
ataques de predadores, sin poder adivinar su proximidad. Eran
miedos recurrentes, que volvían cada vez que el sol se
ponía y terminaron sensibilizando a la humanidad. Son
temores objetivos, reales; que podían —y
pueden— traducirse en los accidentes y peligros que se
corren cuando se está en las sombras. Al mismo tiempo, son
éstos los que llevan a poblar la oscuridad de otros
peligros, los subjetivos. Y así pasamos al segundo
tipo: el miedo a la oscuridad.
Éste está nutrido de subjetividades que se
alimentan con la imaginación y la sugestión. Es el
más moldeado por la cultura; y creador de ejércitos
de fantasmas y duendes, monstruos y seres sobrenaturales, de los
que el TÍO no es más que uno de los mejores y
más acabados exponentes, en las minas de
Bolivia.
b
Es de prever que un personaje tan complejo y ambivalente
como el TÍO no tenga sólo un nombre. Por diferentes
circunstancias y en distintas regiones andinas, la gente a
desplegado sobre la divinidad una verdadera furia nominativa. Hoy
día existen por lo menos unas ocho de formas diversas para
referirse a él.
En las minas del Perú se lo conoce como
Muqui o Tayta Muqui. Este nombre
—según le informaran los propios mineros a la
investigadora Carmen Salazar-Soler— se utiliza cuando el
año de trabajo en el socavón ha sido
próspero. Pero cuando las cosas no marchan bien y la
crisis económica asoma, cambian por el nombre de
Zupay (o Supay). Si la mala fortuna continúa
y situación empeora aún más, lo llamaban
Anchanchu; o "El Arrierito", si la crisis parece
insuperable. En Bolivia, como ya sabemos, es denominado el
TÍO o Thiula; y en alguna que otra
oportunidad, Otorongo (aunque no sea ésta una
denominación demasiado difundida).
De todos los nombres señalados, quisiera
detenerme en el tercero, Zupay, ya que de él se
derivan una serie de consideraciones históricas muy
importantes que nos permitirán captar en profundidad es
sentido supuestamente demoníaco que tiene el
TÍO en el altiplano boliviano. De ello hablaremos
en el apartado siguiente.
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El TÍO
"Toda fe ejerce una forma de
terror".
Cioran, Adiós a la
Filosofía, pág. 10
Durante los siglos XVI y XVII, las crónicas
escritas en el Perú —como así también
los catecismos, ordenanzas reales, publicaciones oficiales y
privadas— le dieron una rol preponderante al demonio.
Podría decirse que estaban obsesionados con él.
Para poder entender esto es necesario hacer una breve descripción de lo que sucedía en el
Viejo Mundo en momentos en que se iniciaba la conquista de
América.
Hacia principios de la Edad Moderna,
Europa y su heterogénea sociedad se vio inmersa en un
complicado proceso cultural en el que la incertidumbre se
convirtió en una de sus notas esenciales. La Reforma
Protestante se proyectó como una sombra amenazante y
alternativa, rompiendo el secular monopolio que
el catolicismo había mantenido en cuestiones de fe, y se
avizoró que el peligro se incrementaba dentro de las
fronteras mismas de la cristiandad. A los moros y paganos del
mundo exterior se sumaban ahora los acólitos de
Martín Lutero, armados con duras críticas a la
Iglesia Católica y a sus tradiciones en crisis. La
economía
se afianzaba en un capitalismo
comercial que, desde los siglos XII y XIII, venía
produciendo profundas transformaciones en el modo en que los
hombres conceptualizaban la pobreza, la limosna y
el status que los pobres (indigentes) tenían en la
sociedad. Por su parte, las ciudades adquirieron la relevancia
que habían perdido desde los días del imperio romano y
el rol del Estado se
agigantó, abarcando ámbitos que, hasta hacía
poco, estaban reservados exclusivamente a la institución
religiosa.
Demasiadas cosas se estaban trastocando; y en este
contexto de ciudad sitiada (como dice Jean Delumeau), el
catolicismo reaccionó desplegando un programa de
rigurosa moralización y de una vida cristiana más
ligada a la ortodoxia. Fue esa resistencia
conservadora ante el cambio la que
terminó demonizando a todos los contrincantes y
ayudó a que se desatara una violenta persecución de
herejes.
No deja de sorprender que haya sido la Europa moderna de
los siglos XVI y XVII la que dedicara tantos esfuerzos
teológicos, jurídicos y políticos contra los
supuestos miembros de sectas satánicas. También la
demonología alcanzó su más alto grado de
sutileza y perfección intelectual durante la modernidad. Obras
de influyentes demonólogos vieron multiplicar sus
ediciones, testimoniando así el éxito que
tenían entre la elites cultas —religiosas y
laicas—, como así también entre los sectores
populares, gracias a las ediciones baratas y demás
mecanismos que permitían ampliar la circulación de
dichos contenidos.
El miedo al Diablo se incrementó, y junto con
él una serie de fantasías morbosas influenciaron el
imaginario de una sociedad que observaba cómo se alteraba
su entorno moral, social,
político y económico.
Íncubos y súcubos —demonios
asociados al sexo—, sacrificios humanos, pactos
demoníacos, necrofilia ritual y espantosos espectros de
ultratumba, afectaron progresivamente la sensibilidad y actitud del
hombre ante las maravillas.
Por otro lado, los libros han
ejercido desde la Edad Moderna un poderoso influjo en los
hombres.
No sólo con sus textos, sino también con
sus formatos (soportes materiales de
lo escrito), la palabra impresa supo condicionar actitudes y
reacciones, consolar desilusiones y estimular la
imaginación de una buena parte de los europeos, entre los
siglos XV y XVIII. Cumplió un papel silencioso
—aunque nunca pasivo— en los complejos procesos
culturales que condujeron a la occidentalización del
imaginario extraeuropeo, y a la cristianización de las
comunidades rurales que, dentro de Europa, seguían
conservando —en plena modernidad— creencias, rituales
y festividades de raíces claramente paganas.
El condicionamiento de la palabra escrita tuvo,
así mismo, un rol significativo en la construcción
de la frontera levantada entre lo real y lo irreal. Por lo tanto,
una aproximación a estas influencias puede decirnos mucho
acerca del lugar y función que los seres sobrenaturales
tuvieron en dichas sociedades.
Es sabido que el relato verbal excitó la
imaginación de los oyentes durante siglos. Al respecto,
Louis Vax escribió:
"[…] Lo llamado fantástico no tiene el mismo
significado cuando se refiere a una imagen que cuando se aplica a
la narración […]. El hombre no reacciona de la
misma manera ante una tela pintada y ante una historia […].
Mientras que los espectadores de la Edad Media no ignoraban el
carácter imaginario de las obras de arte y la
aceptaban como tal, las narraciones de hechos fantásticos
eran tomados al pie de la letra".
Pero la imprenta
—difusora fundamental del texto
impreso— ofreció un soporte (el libro) que
prestó mayor convicción a los contenidos
extraordinarios de cientos de relatos que venían
circulando en la tradición oral europea, desde
hacía siglos. Creencia y rumores se plasmaron en tinta y
papel, convirtiéndose en testimonios seguros de
veracidad.
El éxito editorial de muchísimos de esos
textos —y las cuantiosas ganancias obtenidas por editores,
libreros y buhoneros— permitieron y obligaron a que las
obras se reeditaran una y otra vez lo largo de la mayor parte de
la Edad Moderna.
En formatos elegantes y ediciones costosas —como
también a través de opúsculos, pliegos
sueltos o almanaques—, cientos de obras se readaptaron para
un público no experto en el arte de la lectura,
facilitando la transmisión, conservación y supuesta
confirmación de las múltiples amenazas que se
encarnaban en demonios, brujas y fantasmas.
Hoy sabemos que la gente tenía un acceso a lo
escrito mucho más amplio de lo que se creía hasta
hace poco. Por ello es posible arriesgar que, la difusión
de los textos arriba indicados, sirvieron de plataforma a
creencias, gestos y actos que en la actualidad se nos pueden
antojar como inverosímil.
El poder de los libros era múltiple.
Por un lado, la palabra escrita se encontraba rodeada de
una mística que hacía de la lectura un
acto cuasi-religioso, en donde el temor y el respeto se
confundían dando vía libre a la credulidad
más absoluta, permitiendo la convivencia con los aspectos
maravillosos o soportando los temores que generaba lo
sobrenatural.
La interacción entre lo imaginario y lo real
—esa mezcla sin solución racional entre dos
realidades distintas, la del lector y la del texto— no
cesaba una vez cerrado el libro. El compromiso emocional que se
le imprimía a la lectura (ya sea en voz alto o en voz
baja), prolongaba y alimentaba la secular concepción
mágico-religiosa del universo. Por otro lado, la
conjunción de la palabra escrita y el dibujo (los
grabados) se constituyó en un instrumento muy influyente
de propaganda
contra los conventículos satanistas, que invocaban
(dentro del delirio tremendistas de muchos) a los muertos, en
ceremonias necrofílicas. Las posibilidades técnicas
de reproducir imágenes
en el interior —o tapas— de los libros, permitieron
que la credulidad supersticiosa exacerbara aún más
el temor ya presente en la sociedad. Esos libros, que
referían sucesos fuera de lo común, explotaron el
poder que la imagen y el texto encerraban; materializando
gráficamente, ante los ojos sorprendidos de lectores u
oyentes, peligros físicos, riesgos
morales, prejuicios y miedos.
Como hemos visto, una lectura emocionalmente
comprometida volvía muy poco factible la duda, y casi
nadie criticaba a las sabias autoridades que publicaban
esos trabajos. La necesidad de comprobar a través de la
experiencia todo aquello que se sostenía por escrito no
estaba considerado un paso obligatorio. No obstante, esta
situación recién empezaría a cambiar hacia
fines del siglo XVII, aunque conservando muchas conductas que
impedirían el asentamiento de la duda y la incredulidad en
el seno profundo de la sociedad.
Es evidente que no leían de la misma forma que
nosotros, ni la actitud ante lo escrito era idéntica. Sus
ideales, supuestos y nociones básicas los conducían
a interpretaciones que hoy rechazaríamos de plano. Como
bien escribe Robert Darnton:
"Los esquemas interpretativos dependen de las
cambiantes configuraciones culturales, a lo largo del tiempo.
Mundos diferentes, leen diferente".
Y fueron esas lecturas modernas, esa nueva manera
de acceder a lo escrito, lo que terminó por rodear a los
seres sobrenaturales y duendes de las características
negativas que conservarían por siglos.
En América, la Iglesia y su ejército de
evangelizadores, convirtieron al Diablo en el padre de todas las
idolatrías. Los Andes pos-coloniales absorbieron la imagen
del Satanás perfectamente definida desde los días
de San
Agustín, quien es considerado uno de los principales
responsables de los rasgos modernos de Satán. De ser un
personaje inmaterial en los textos del Antiguo Testamento, el
diablo se fue tornando más y más concreto con
el paso de los siglos, y actuante en el mundo de los
hombres.
Ángel caído, Príncipe de las
Tinieblas, celoso del poder de Dios, enemigo de los hombres;
Satanás, guiado por su deseo de ser adorado, usurpó
mediante el engaño el culto que sólo se
debía al Supremo. Y por eso fue combatido con todas las
armas de las que se disponía, especialmente en suelo americano;
ya que, como escribió Duviols,
"no hay duda de que la demonología fue
la ciencia
teológica más generalizada entre los conquistadores
y colonizadores del Perú".
Según el padre Acosta,
"(…) después de la llegada de Cristo y de la
expansión de la Iglesia en el Viejo Mundo, el demonio se
refugió en las Indias, donde ha reinado como dueño
absoluto hasta la llegada de los
españoles".
Con sentencias como estas, la Iglesia puso
énfasis en la necesidad de la sistemática
destrucción de las religiones
autóctonas, por considerarlas idolatrías y claras
manifestaciones rituales de adoración al
Maligno.
La desacreditación de los dioses locales y de los
sacerdotes aborígenes se puso en marcha. Los
espíritus, que según las tradiciones precolombinas
moraban en los ídolos que reverenciaban, empezaron a ser
definidos como demonios y las apariciones del Diablo más
que comunes.
Satanás afloraba siempre con formas horrorosas
que iban desde indios enanos, negros e incluso con aspecto
animal. Las piedras y los árboles también eran
susceptibles de quedar poseídas por Lucifer.
El diablo estaba en todos lados, pero la noche era su
ámbito favorito; dominando especialmente los sueños
y las alucinaciones. Su poder onírico lo llevó a
convertirse —desde el siglo XVII— en un ser
sexualmente depravado, deviniendo en demonio erótico
(súcubo o íncubo). Por éste y otros motivos,
se convirtió en el principal enemigo de los
evangelizadores y extirpadores que luchaban contra su poder
adoptando el rol de exorcistas. A tal punto que todas las
órdenes religiosas se creían la más temida
por Satán.
Pero, ¿existía en las religiones
andinas un equivalente al Diablo europeo?
Según los cronistas, la repuesta es
contundentemente positiva: los incas
tenían un diablo y lo llamaban Zupay (Supay,
Cupay); que, como señalamos más arriba, es
uno de los tantos nombres con los que se conoce al
TÍO.
Pierre Duvoils nos informa que la referencia más
antigua del Zupay data de 1550 y que si bien el personaje
existía en las creencias precolombinas, no era él
único demonio, duende o fantasma del imaginario aborigen
con características negativas. Los Hapunuñus
y los Humapurick, entre otros, son claros ejemplos del
extraño aluvión de monstruos que, según los
españoles, azotaban el Nuevo Mundo. Pero a pesar del
elevado número de criaturas sobrenaturales con las que se
toparon, los peninsulares eligieron a Zupay como el mejor
candidato para encarnar a Satanás.
Desde entontes, Zupay es el Diablo, incluso fuera
del ámbito de la cultura quechua o aymará. El
criollo absorbió esa identificación y las leyendas
populares de Argentina, por ejemplo, muestran al Zupay como un
gaucho engalanado y bien vestido con ropa fina y negra,
chiripá del mismo color, puñal, espuelas y rebenque
de plata y oro. Además, monta un caballo oscuro, muy
enjaezado. Sus cualidades son las de ser un eximio payador, que
desafía en las perdidas pulperías de la pampa, a
los mas duchos exponentes del arte de payar.
Adolfo Colombres en Seres Sobrenaturales de la
Cultura Popular Argentina, dice:
"Suele presentarse asimismo con la forma de una animal
conocido, o más comúnmente como un híbrido
de macho cabrío y hombre, con cuernos de chivo, rostro de
sátiro de larga pera, bigotes, cuerpo muy velludo y
piernas de chivo con impresionantes pezuñas, y con capa
negra. Con frecuencia se presenta también como remolino, y
hasta como un árbol".
Como puede apreciarse, de idéntica forma, el
TÍO comparte algunas de la maravillosa cualidad de
metamorfosearse en animal, y el aspecto físico del demonio
católico (al menos a la hora de ser representado
artísticamente). Por otro lado, el ámbito de
subterráneo también queda ligado al nombre de
Zupay.
"Su templo es la Salamanca, gran cueva en las
entrañas de los cerros o subterránea en la que se
dan cita las brujas y acuden otros iniciados en las
prácticas del maleficio. Es que funciona allí la
Universidad de
las Tinieblas, donde se enseña toda suerte de maña,
destreza o habilidades, y sobre todo el arte de dañar al
prójimo y arrastra su alma a la
perdición".
Pero para los aborígenes que habitaban
América antes de la conquista, el Zupay no era un
espíritu exclusivamente maléfico.
Sólo con los españoles y la evangelización
llegó a encarnar el mal en persona; no antes.
Al respecto, escribió Carlos D.
Valcárcel:
"Supay se presenta en realidad en formas
múltiples, tiene una serie de encarnaciones; una multitud
de diferencias. Ya es genio protector como destructor. Supay es
aquel a quien se le teme y a la vez venera. Pero cualquiera sea
su forma, es siempre, ante todo, un dios del mundo".
En síntesis:
"[…] desde los primeros tiempos, los evangelizadores se
esforzaron en convencer a los indios de que una de sus
divinidades y el demonio eran la misma cosa; pero también
los adoctrinaron, por medio de sus sermones, para que incluyeran
dentro del espíritu general de Supay a cada una de sus
huacas diabólicas".
En el folclore andino contemporáneo existen
innumerables demonios y espíritus malignos, pero todos
ellos se distinguen muy bien del Diablo católico, que
también ocupa un lugar destacado en sus creencias. Hasta
hoy, el Supay es —entre ese campesinado heredero de la
cosmovisión andina— un espíritu más
entre los muchos otros que hay.
Por eso, no tenemos que confundirnos (como me
confundí yo cuando entré en aquel socavón
potosino en 1986): lo mineros que adoran al TÍO a
través de la imagen de un Diablo, no reverencian el
Lucifer de la Biblia, sino a una mezcla aculturada de Supay
prehispánico con influencias católicas producto de la
conquista. No son satanistas ni mucho menos, sino el producto de
una historia de sincretismo e inconsciente resistencia
cultural.
b
"Ponemos en tela de juicio todo lo que antaño
amamos,
y tenemos siempre razón y siempre estamos
equivocados;
pues todo es válido y todo carece de
importancia".
Cioran, Adiós a la Filosofía,
Pág. 140.
"Nuestras verdades no valen
más
que las de nuestros
antepasados".
Cioran, Adiós a la
Filosofía, Pág. 138
Lugar de encuentro de tres culturas, la mina fue el
crisol en donde europeos, aborígenes americanos y negros
traídos de África, recrearon el universo mestizo
del Nuevo Mundo intercambiando fluidos corporales, mitos y
creencias. De todos estos lugares, las minas de Potosí fue
uno de los más importantes debido a la enorme cantidad de
seres humanos que congregó en sus socavones.
Espacio de contacto, pero también de sufrimiento
y miedo, esperanza y resignación, en sus galerías
la baraja ibérica y la chicha incaica compartieron las
misma mesa, y se influenciaron mutuamente. Mixturaron las
herencias culturales que arrastraban y, desde entonces, nada fue
igual a lo que antes era. En las minas se inventó gran
parte de lo hoy es América.
Uno de los campos que más cambios
experimentó fue el de la religión.
El catolicismo rampante modificó y se vio
modificado al mismo tiempo. La necesidad de difundir el nuevo
dogma en un contexto cultural con miles de años de
historia previa —como el americano—, obligó a
moldear rituales y creencias. Incluso el aspecto y cualidades
intrínsecas de muchos personajes del panteón
católico, debieron camuflarse a la americana para
poder encontrar inserción en los millones de almas que,
según la visión española, reclamaban dejar
las idolatrías para abrazar la verdadera
religión.
Como señaló Silvia Caumeda Madrigal,
así es como surgieron "las bases del primer y
más importante símbolo sincrético del
continente: las vírgenes criollas". Con ellas se dio
el paso inicial para conseguir la simbiosis entre las
culturas.
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Vírgenes de todas las pigmentaciones
imaginables poblaron América, adaptadas a la sensibilidad
india con
sólo objetivo:
eliminar las creencias de las etnias autóctonas. Pero los
viejos dioses se resistieron a morir; y aún hoy
—inicios del siglo XXI—subsisten, muchos de ellos
injertados en el trono del catolicismo.
El mestizaje artístico acercó al indio a
la imaginería católica. Fue un instrumento de
aculturación y propaganda sumamente eficaz; y una forma de
ver claramente las mezclas
surgidas. Es importante observar que muchas vírgenes
criollas visten como princesas incas y que, en la arquitectura
religiosa, se conservaron símbolos precolombinos con el
objeto de llevar a la gente de la vieja a la nueva
religión. En Potosí, la virgen mestiza
típica y más adorada es la Virgen del
Socavón, representada con su típica forma
triangular, que remite –e imita— al Cerro Rico. Una
excelente manera de visualizar dos elementos de adoración
en uno: por un lado la Madre del Salvador; por la otra un cerro
que simboliza a los viejos dioses de las alturas y, a su vez, a
la propia Madre Tierra, Pachamama.
Otras de las formas con las que extirpadores y
doctrineros españoles pretendieron evangelizar al indio
fue, como ya hemos visto en el apartado anterior, usando la
herramienta más eficaz que tenían a mano: el miedo.
Y de todas las armas ideológicas, la imagen del infierno
fue una de las más efectivas.
Ya en 1551 los Concilios celebrados en el Perú
sugerían a los curas ofrecer a los aborígenes
—y con sumo detalle— los terribles horrores del
infierno. La pedagogía del miedo se ponía en
marcha y la residencia del diablo se convirtió en el
destino obligado de todo aquel que renegara de la nueva
religión, no fuera bautizado, blasfemara, no cumpliera con
los mandamientos o persistiera en sus creencias
ancestrales.
En el infierno los desdichados encontrarían el
tormento y el dolor eterno. Un dolor infinito, esclavizados por
el Maligno y sin posibilidad alguna de gozar del amor de Dios.
Incluso se propagó la idea —terrible para los
"indios"— de que todos sus antepasados se pudrían en
él. Un castigo retroactivo a las generaciones anteriores
de quechuas y aimaraes. Un golpe más a la ya
desestructurada mentalidad autóctona.
¿Cómo se sentiría usted, lector,
sabiendo que su padre, su abuelo y aún bisabuelo, se
están quemando de dolor en el fuego eterno con
Satanás (y cree fervientemente en eso)?
Según la tradición europea, el infierno
estaba en las profundidades de la tierra, en el mundo
subterráneo; ese mundo material y concreto al que se
podría acceder por el socavón de una mina. De
allí la carga negativa que empezaron a tener. Se
convirtieron en el escenario ideal para la celebración de
pactos secretos —e imaginarios— con el Malo. La
leyenda de la Salamanca es un claro ejemplo de
eso.
En la cosmovisión incaica, sin embargo —y
es lícito recalcarlo—, no existía la
concepción del infierno, ni la imagen moderna del
diablo.
Para los incas el universo se dividía en tres
regiones claramente delimitadas. El Hanan Pacha, o
Mundo de Arriba, en donde vivían los dioses
creadores. El Kay Pacha, o Mundo del Aquí,
en el que habitaban los seres humanos. Y, finalmente, el Uku
Pacha, o Mundo de Abajo, que era el lugar de
residencia de los muertos y antepasados sagrados.
Para ellos esta división tripartita no
significaba que cada región estuviera separada de la otra
como si fueran compartimentos estancos. La
comunicación entre ellos era factible y se lograba en
determinados lugares denominados Pacarinas, especies de
puertas sagradas que permitían el acceso de un mundo a
otro.
Un cerro, un lago, una piedra, una gruta, podía
ser una Pacarina; y en ellas solían congregarse los
miembros de las comunidades para practicar rituales de
reciprocidad con los dioses y antepasados (considerados
divinos).
Entonces, ¿no sería posible considerar a
las minas como residuales pacarinas de una cosmovisión
vencida?
Los mineros de hoy en día hablan —y
creen— en las cotidianas apariciones del TÍO.
Apariciones bien concretas que quedan plasmadas en las
descripciones que ya hemos hecho de la divinidad en
cuestión.
El TÍO se deja ver. Se les aparece a los mineros
—raras veces a los ingenieros, jefes del
socavón— para cumplirles o recibir respuesta a sus
promesas de riqueza y poder. De ahí las ofrendas que
se le dan a diario, y el respeto temeroso que el personaje
despierta. Nadie que trabaje en la mina ingresa a ella sin antes
entregar un buen k’uyuna (cigarrillo), hojitas de
coca, aguardiente ("trago"), flores, caramelos,
animalitos, ciertos polvos minerales de
color amarillo o azul e, incluso, en casos extraordinarios cuenta
la tradición oral, una wawa (bebé) en
sacrificio.
Con el TÍO se pacta. Se establecen promesas y es
ahí cuando la ofrenda andina se convierte —a ojos
europeos— en un signo más del contacto con
Satanás y la detestable idolatría
americana.
Pactar con el diablo es entregarle su alma y convertirse
en su acólito militante contra la iglesia. De ahí
la persecución y quemas de herejes (satanistas) que
—desplegadas en el furor de una Europa delirante de
temor— se reeditaron en suelo americano.
Los doctrineros coloniales, con su maestría
intelectual para resaltar las sutilezas más morbosas,
definieron así dos tipos diferentes de pactos: los
explícitos y los implícitos.
En los primeros, el idólatra firmaba
—literalmente hablando— un compromiso escrito con
Satanás, obligándose a servirlo, difundir su culto
y llevar a cabo sacrificios humanos (uno de los tabúes
más fuerte de occidente). De los dos tipos de pactos,
éste era el peor.
En los implícitos, el satanista-hereje no
rubricaba ningún documento; sólo se
comprometía a mantener los sortilegios y
hechicerías que había heredado de sus abuelos, a
pesar de las prohibiciones impuestas por los evangelizadores. En
otras palabras, se resistían al nuevo orden; y por ello,
los "rebeldes", debían ser erradicados.
¿Cuánto de todo lo dicho se mantiene en
el culto minero del TÍO?
¿Cuánto de la herencia
precolombina se conserva?
¿Cuánta culpa implantada se arrastra
cada vez que se le rinden respetos?
¿Cuánto de europeo y cuánto de
indio tiene ese TÍO del socavón?
¿Cuántas tradiciones se mezclan para
que esta divinidad mestiza tomara forma? Porque, más
allá de la influencia católica, otras vertientes
paganas vinieron en los barcos de la conquista americana;
contribuyendo a alimentar el imaginario de estas tierras allende
los mares.
La investigadora Salazar-Soler hace hincapié en
el aporte de duendes y gnomos mineros del paganismo europeo. Es
lícito recordar que demonios, espíritus y seres
pequeños —guardianes de minas— proliferaron en
el folclore del Viejo Mundo y es más que lógico
pensar que esa influencia se instaló también en los
socavones bolivianos, ayudando a recrear la imagen del
TÍO.
¡Qué combinación tan
fantástica!…
Diablos, dioses prehispánicos, duendes y gnomos
europeos, demonios católicos, pacarinas, sensación
de temor y necesidades insatisfechas. Un cóctel cultural
más que interesante, amalgamado en un ser, vigente en el
imaginario colectivo de las minas altiplánicas.
"Todos se esfuerzan por remediar la vida
de todos.
(…) La sociedad en un infierno de
salvadores".
Cioran, Adiós a la
Filosofía, pág. 9
Potosí, julio de 1986
Buenos Aires, enero 2005
Secundado por las risas de Miguel y sus
ex-compañeros de trabajo en la yacimiento, salí del
socavón y eché una última mirada a la boca
negra del mina que acababa de recorrer. Dejaba atrás un
universo fascinante que me conectaba con el duro pasado de una
región que había conocido la grandeza y la miseria
a lo largo de los siglos coloniales.
Esa mina que quedaba a mis espaldas y el imaginario
construido dentro de ella, permanecería para siempre en mi
memoria. Desde ese momento, la sombra del TÍO
aparecería una y otra vez en sueños y
recuerdos.
Tomé un camión para bajar a Potosí,
custodiado por las sombra del Cerro Rico, que se alargaba con el
avance de la tarde. Me despedí de Miguel e instalé
mis reales en el hall de la terminal de buses. Tenía que
esperar un largo rato, antes de tomar el micro que me llevara a
la capital del país.
Tuve varias horas para reflexionar sobre la experiencia
de aquella tarde, y reírme de mí mismo y de mi
ignorancia. Aunque por entonces no captaba en profundidad el
sentido antropológico de lo sucedido, entendí que
en esa mina potosina había reeditado parte de un choque
cultural que tenía casi 500 años de
antigüedad. Dos tradiciones diferentes, dos cosmovisiones
dispares, con orígenes históricos que se ubicaban
en las antípoda habían vuelto a chocar. Y
mis prejuicios, traducidos en miedo ante la imagen burdamente
tallada del TÍO, no me permitieron —por
entonces— captar el significado profundo del ritual en el
que, involuntariamente, había tomado parte.
El legado occidental que yo encarné ese
día me acercaba —sin saberlo— más a los
extirpadores de idolatrías que a la sociedad andina que
tanto admiraba y quería. Me resultaba incomprensible
aquella realidad de ofrendas y sincretismo religioso. Lo que por
entonces tenía era una autosuficiente etnocéntrica
que me encorsetaba y limitaba la capacidad de comprensión.
Tras tantos años de lecturas y viajes a esa
misma región andina, llegué a entender mucho mejor
a ese pueblo, a arañar la superficie epidérmica de
una cultura muy diferente a la mía; aún
compartiendo el mismo idioma.
Allí, en Bolivia, algo muy antiguo, muy
mestizado, sobrevivía con fuerza. Se sostenía vivo,
vigente. Allí era posible mantener un diálogo
con el pasado, actuante en nuestros días; y reeditar un
segmento cosmovisional que, en la sociedad en la que vivo,
hubieran calificado de superstición.
Si mantuviera hoy día esa mirada imperialista
—que inocentemente tenía por entonces— los
años habrían pasado en vano, sin aprender
nada.
Actualmente, comprendo mejor al TÍO y sus
devotos. Entiendo su función, su necesidad de estar, a
pesar de las crisis de la minería y
el consiguiente riesgo de que ese culto sincrético se
diluya por el avance de la modernidad.
Pero el TÍO es fuerte. Resiste por ahora todos
los prejuicios e intentos por uniformizar la fe; que no es otra
cosa que el intento por homogeneizar las esperanzas. El
Señor de la Oscuridad sigue firme, respondiendo a las
necesidades de un pueblo; encarnando la historia de un
"encuentro" y revelando los padecimientos y temores de un
sector al que la
globalización no alcanzó aún del
todo.
Entre las muchas cosas que aquella tarde aprendí,
una, mejor que todas las demás, supo resumirla el
célebre historiador francés Paul Veyne cuando
expuso que
"La historia, como viaje que es hacia
lo otro, ha de servir para
hacernos salir de nosotros mismos, al
menos tan legítimamente
como para asegurarnos dentro de
nuestros propios límites".
Buenos Aires, enero de
2005
FJSR
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01/01/2005
Por
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia por la Facultad de
Humanidades
Universidad Nacional de Mar del Plata
Investigador, explorador arqueológico,
escritor.
Buenos Aires, Argentina