INTRODUCCIÓN
En el mundo contemporáneo, hay muchos que
rechazan a la Iglesia de
Jesucristo pero aceptan amigablemente la figura de Jesús
de Nazaret. Son personas que se oponen a cualquier cosa que huela
a institución; detestan "lo establecido", y rechazan a la
Iglesia, no
sin cierta justificación, porque la consideran
intolerante, corrompida, mundana.
Muchos que rechazan a la Iglesia no
rechazan a Jesucristo mismo. La actitud
crítica de tales personas se debe en gran medida a que ven
una gran contradicción entre la vida, obra y
enseñanzas del fundador del cristianismo y
la actuación histórica de las Iglesias que dicen
ser fundadas por él.
Sin embargo, la persona y la
enseñanza de Jesucristo no han perdido ni vigencia ni
atractivo. Tales personas leen en los Evangelios cómo
Jesucristo mismo se opuso a la institución religiosa
judía de su tiempo. Y
simpatizan con Él.
Descubren que muchas de sus enseñanzas encierran
principios
revolucionarios, y, sobre todo, que Jesucristo
incuestionablemente no sólo enseñó sobre la
paz y el amor, sino
que practicó lo que enseñó. Por eso sus
ideales han permanecido incorruptibles a través de los
siglos.
Pero, ¿Cuál es la verdad
sobre Jesucristo? Muchas personas dan por sentado que el cristianismo
es la verdad; pero con el correr del tiempo deciden
que es mejor echar por la borda la fe de la niñez en lugar
de esforzarse por profundizar en el
conocimiento y en la vivencia de ella.
Muchas otras personas no crecen en ambientes cristianos,
y en su lugar absorben enseñanzas metafísicas de la
mal llamada "nueva era", del espiritismo, de las religiones estáticas
de la India o del
Lejano Oriente, del secularismo humanista, del consumismo
capitalista o de las últimas modas religiosas de misterio
o de filosofías existenciales.
Pero si tales personas pudieran profundizar en su
estudio sobre Jesucristo hallarían que éste sigue
ejerciendo una fascinación impresionante. Por esta
razón, en esta serie de estudios que exponemos en las
páginas siguientes y que hemos titulado Cristianismo
Básico, haremos un absoluto énfasis en la
persona
histórica de Jesucristo.
Un hecho innegable es que fue un ser humano en toda la
extensión de la palabra. Nació, creció,
trabajó, sudó, descansó y durmió,
comió y bebió, sufrió y murió como
todo ser humano. Tuvo cuerpo, sentimientos y emociones
verdaderamente humanas.
Pero, la Biblia también enseña que
Él fue, en algún sentido, Dios mismo:
¿Podemos creer también que Dios estaba en
Jesucristo? ¿Hay evidencias que apoyen tan sorprendente
afirmación de que el carpintero de Nazaret era
también el Hijo Unigénito de Dios hecho
carne?
Esta es la pregunta fundamental. No podemos esquivarla.
Y a tratar de responderla nos dedicaremos en nuestras
reflexiones. Para ello, trataremos de estudiar y compendiar las
ideas expuestas por el teólogo evangélico
británico John R. Stott, cuya amplísima
obra, desconocida en gran parte de América
Latina, trataremos de adaptar apropiadamente,
acomodándolo a nuestra realidad hispanoamericana y a
nuestros lectores de hoy.
"EN EL PRINCIPIO
DIOS…"
"En el principio
Dios…" son las primeras palabras de la Biblia.
Son algo más que la introducción al libro de
Génesis o la narración de la Creación. Estas
palabras son la llave que abre nuestra comprensión de toda
la Biblia. Ellas nos revelan que la Biblia es la historia de la iniciativa de
Dios.
Por definición, toda religión es el
intento humano para buscar, acercarse y tratar de agradar a Dios.
Pero la Biblia no nos habla de religión; nos habla
de un Dios que ha tomado la iniciativa para buscar al hombre.
Dios es quien ha dado el primer paso; antes de que
el hombre
existiera e intentara buscarlo, ya Dios había salido en su
búsqueda. La Biblia no nos muestra al
hombre
tanteando por encontrar a Dios, sino a Dios saliendo de sí
mismo para encontrar al hombre.
Muchos tienen la idea de un Dios sentado en su trono,
distante, separado, desinteresado e indiferente a las necesidades
de los hombres, esperando hasta que los continuos gritos de
éstos lo saquen de su profundo sueño para
intervenir en su favor. Este concepto es
falso, pero, ampliamente extendido.
La Biblia revela a un Dios que toma la iniciativa, se
levanta, deja su gloria, se rebaja, se humilla para buscar al
hombre mucho
antes de que a éste, que se encuentra envuelto en la
oscuridad y hundido en el pecado, se le ocurra intentar volverse
a Él.
Esta actividad soberana de Dios se revela en varias
maneras. Dios tomó la iniciativa en la Creación:
"En el principio Dios creó los cielos y la tierra".
Dios tomó la iniciativa de darse a conocer, de revelarse
al hombre: "En
tiempos antiguos Dios habló a nuestros antepasados muchas
veces y de diversas maneras, por medio de los profetas; y ahora,
en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su
Hijo" (Carta a los
Hebreos 1:1-2).
Dios también tomó la
iniciativa para salvar al hombre, porque "Dios estaba en
Cristo reconciliando al mundo consigo mismo". "Dios… ha venido
a nosotros y nos ha salvado" (Lucas
1:68).
Ésta es una síntesis del mensaje de la
Biblia: Dios creó, Dios habló, Dios actuó.
Ésta es toda la revelación bíblica. El
cristianismo
bíblico no es una religión, porque
simplemente no es el producto del
pensamiento
humano. Es la revelación de que Dios habló y
actuó en la figura histórica de
Jesucristo.
Si Dios habló, Jesucristo es la Palabra
más grande pronunciada por Dios. Si Dios actuó,
actuó en Jesucristo. Dios dijo algo, Dios hizo algo, el
cristianismo
no es simple piadosa palabrería humana. Tampoco es una
colección de dichos de sabios o de leyes morales y
religiosas.
DIOS HA HABLADO
El cristianismo
es Cristo, una persona, no una
religión;
no es un catálogo de reglamentos morales. Es un Evangelio,
es decir, una buena noticia; es la noticia de que Dios
habló y actuó en Jesucristo para la
redención del hombre.
La fe bíblica no es una invitación al
hombre para que haga algo para Dios; es la invitación para
que el hombre
reciba lo que Dios ya ha hecho por y para el
hombre.
El ser humano es insaciable en su búsqueda del
saber. Su mente está estructurada de tal modo que nunca
puede permanecer en reposo. Siempre busca lo desconocido, sin
tregua ni descanso. Nunca se cansa de preguntar, como los
niños, ¿Por qué?
Sin embargo, cuando la mente humana empieza a
preocuparse de Dios, se queda perpleja. Tantea en la oscuridad.
Tropieza. Esto no debería extrañarnos, porque Dios
es infinito, y nosotros criaturas finitas. Dios está
totalmente fuera de nuestro alcance.
Por consiguiente, nuestra mente no puede ayudarnos en
este particular, no puede subir hasta la mente infinita de Dios;
no hay escaleras, ni grandes ni chiquitas, para subir hasta la
mente infinita de Dios. Entre Dios y los hombres sólo hay
un vasto e inmensurable océano.
Esta situación hubiera permanecido así
eternamente, si Dios no hubiera tomado la iniciativa para
remediarla. El hombre
sería sin duda un adorador, un ser religioso, porque en su
naturaleza
está ser religioso, pero en todos sus altares
estaría la inscripción que Pablo encontró en
Atenas: "Al Dios no conocido"
Pero, Dios ha hablado. Ha tomado la iniciativa de
darse a conocer a sí mismo. Dios ha descubierto ante
nuestra mente lo que de otro modo hubiera permanecido encubierto,
escondido, porque sólo una parte de la revelación
de Dios la encontramos en la naturaleza:
"Los cielos cuentan la gloria de Dios; de su
creación nos habla la bóveda celeste" (Salmo
19:1)Pues, "lo invisible de Dios puede conocerse por medio de
las cosas que Él ha hecho" (Romanos 1:19).
Esta revelación natural sólo hace que
el hombre
conozca de la existencia, del poder y de la
gloria de Dios. Pero si el ser humano quiere conocer
personalmente a Dios y entrar en comunión personal con
Él necesita otra clase de revelación.
Esta revelación debe incluir su santidad, su
amor y su
poder para
salvar del mal y del pecado. Y esta es la revelación que
Dios nos ha dado de sí mismo en La Biblia, a través
de la historia: de
Israel, en el
Antiguo Testamento, y de la Iglesia, en el
Nuevo.
La revelación que Dios hizo de sí mismo
tuvo su máxima expresión en la persona, vida,
obra y enseñanza de Jesucristo. El modo en que La Biblia
explica y describe esta revelación es diciendo: "Dios
ha hablado". Cuando alguien habla llegamos a saber
cómo es, qué piensa: "Habla, y te diré
quién eres", dice un refrán popular. Si es
absolutamente verdadero el deseo de los hombres de comunicarse
entre sí, es tanto más verdadero el hecho de que
Dios desea comunicar su pensamiento
infinito a nuestras mentes finitas. Pero, jamás
hubiéramos conocido a Dios si Él no hubiera
revestido su pensamiento
con palabras.
Así es como habla La Biblia, con palabra humana.
La Palabra de Dios fue revelada a los Profetas hasta que vino
"aquel que es la Palabra", Jesucristo mismo. "Y el
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros", por un
poco de tiempo, "y
vimos su Gloria" (Evangelio de Juan 1:14-18).
El hombre no
llega a conocer a Dios por medio de su propia sabiduría,
sino por La Palabra de Dios; es decir, de "su mensaje". No por
medio de la razón humana sino por la revelación que
Él ha hecho de sí mismo.
Una buena parte de la controversia entre la ciencia y
la fe ha surgido porque no se tuvo en cuenta este punto de vista.
El método
científico no es adecuado en la esfera de lo
espiritual.
El pensamiento
científico avanza empleando la observación y el experimento. Opera con los
datos e
informaciones que le suplen los cinco sentidos. Pero en el
terreno de lo espiritual no hay datos
inmediatamente disponibles.
Hoy, Dios no es tangible, visible o audible; sin
embargo, hubo un tiempo en que
Él tuvo a bien hablar y revestirse de un cuerpo que
podía verse, oírse y palparse.
Así lo afirma el apóstol Juan: "Les
escribimos de aquello que ya existía desde el principio,
de lo que hemos oído y hemos visto con nuestros propios
ojos; pues lo hemos mirado y lo hemos tocado con nuestras
manos" (I de Juan 1:1).
DIOS HA ACTUADO
Pero, el mensaje del Evangelio no está limitado
por la declaración del hecho de que Dios ha hablado. La
Biblia muestra en forma
rotunda y contundente que Dios también ha actuado.
Dios tomó la iniciativa debido al doble carácter de
la necesidad humana. No sólo somos ignorantes, somos
también débiles y frágiles
pecadores.
Por eso no es suficiente que Dios haya visitado nuestra
ignorancia, revelándose a Sí mismo. Él tuvo
que tomar también la iniciativa de actuar para salvarnos
de nuestra débil condición de pecadores.
La historia de esta
salvación comenzó con el llamamiento de Abraham,
desde Ur de los Caldeos, para hacer de él y de sus
descendientes una gran nación, a la cual liberó de
la esclavitud en
Egipto,
haciendo un pacto o alianza con ellos en el Monte Sinaí, y
los dirigió a través del desierto hasta la
"Tierra
Prometida" , guiándolos y enseñándolos como
Pueblo suyo propio.
Pero todo esto era simplemente una preparación
para la obra mayor de Redención. Los hombres necesitaban
ser liberados no de la esclavitud de
Egipto o del
destierro babilónico, sino del exilio y la esclavitud del
pecado y de la
muerte.
Para esto vino Jesucristo, el "Dios-En-Carne", el
"Dios-Con-Nosotros": "Y llamarás su Nombre
Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus
pecados" (Mateo 1:21). "Palabra fiel y digna de ser
creída por todos: que Cristo Jesús vino al mundo
para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero"
(I Timoteo 1:15).
"Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar
lo que estaba perdido" (Lucas 19:10).
Es la historia del pastor que
perdió una de sus ovejas de su rebaño, y
salió a buscarla por los montes hasta que la
encontró (Lucas 15:3-7). La fe cristiana es un mensaje de
salvación. En ninguna de las religiones del mundo hay
algo que pueda compararse con el mensaje de un Dios que ama,
sale, va en busca de un mundo de pecadores perdidos, se humilla y
muere por él. Esto es el cristianismo.
Dios habló. Dios actuó. El relato e
interpretación de estas palabras y actuación
divinas se encuentran en La Biblia. Pero, para muchas personas,
allí está y allí debería
quedarse.
Para muchos, lo que Dios dijo e hizo pertenece al
pasado, a la historia. No han permitido
que estas palabras y estos hechos pasen de la Biblia a la vida,
de la historia a la experiencia personal. Si Dios
ha hablado, ¿hemos acaso escuchado su Palabra? Si Dios ha
actuado, ¿de qué nos ha beneficiado lo que
Él hizo?
Frente a esto, ¿qué debemos hacer? Es
necesario poner énfasis en lo siguiente: Dios nos ha
buscado, todavía sigue buscándonos. Nosotros
tenemos también que buscar. En efecto, la queja que Dios
tiene contra el hombre es
que éste no lo busca:
"Dice el necio en su corazón:
no hay Dios. Se han corrompido, hacen obras despreciables, no hay
quien haga lo bueno. Dios miró desde los cielos sobre los
hijos de los hombres, para ver si había algún
entendido que buscara a Dios. Todos se desviaron, a una se han
corrompido. No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera
uno" (Salmo 14:1-3).
Y sin embargo, Jesucristo prometió: "Busquen y
encontrarán". Dios desea ser hallado, pero lo
será únicamente de aquellos que lo buscan. Tenemos
que buscar con diligencia, como la mujer que
revolvió toda su casa hasta encontrar la moneda
perdida.
El problema que tenemos entre manos es muy serio, y
tenemos que aplicarnos en cuerpo y alma a la búsqueda,
porque Dios recompensa a los que lo buscan,
Tenemos que buscar humildemente. Si para algunos, la
apatía y la negligencia son impedimentos, para muchos el
orgullo es el estorbo más común y mayor. Es preciso
admitir con toda humildad que nuestra mente finita es incapaz de
descubrir a Dios por su propio esfuerzo, sin la ayuda de la
revelación que Él ha dado de Sí
mismo.
Esto no quiere decir que debemos renunciar a nuestro
pensamiento
racional; al contrario, Dios no quiere que seamos como el mulo
sin entendimiento. Tenemos que usar nuestra mente, pero sabiendo
nuestras limitaciones. Por eso Jesucristo mismo dijo:
"Te alabo Padre, Señor del Cielo
y de la Tierra,
porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos,
y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque
así te agradó".(Mateo
11:25).
Esta es una de las razones por las que Jesús
amó a los niños, porque son enseñables; no
son orgullosos ni auto-suficientes. Para buscar y encontrar a
Dios tenemos que poseer la mente abierta, humilde y receptiva de
los niños.
Tenemos que buscar honradamente. Al acer-carnos a
la revelación de Dios debemos hacerlo libres de
prejuicios, con una mente abierta. Muchos se acercan a la Biblia
con juicios ya preconcebidos; pero la promesa de Dios es para los
que le buscan con sinceridad: "Uds. me buscarán y me
hallarán, porque me buscarán de todo corazón".
Para buscar y encontrar a Dios no sólo tenemos
que dejar a un lado los prejuicios y abrir nuestra mente, sino
que debemos buscarlo obedientemente. Esta es la condición
más difícil de llenar.
No sólo tenemos que estar preparados para revisar
nuestras ideas sino también para transformar y cambiar
nuestra vida. El mensaje cristiano es un desafío
ético. Si el cristianismo es la verdad, tenemos
también que aceptar su radical desafío
ético.
Dios no es un objeto que el hombre
pueda analizar fríamente. Uno no puede colocar a Dios en
el extremo de un telescopio o de un microscopio y
exclamar: ¡Oh, que interesante!". Dios no es intere-sante,
es perturbador, trastornador, incómodo.
Esto es lo que Jesucristo quiso decir cuando,
dirigiéndose a ciertos judíos incrédulos,
les dijo: "El que quiera hacer la voluntad de Dios,
conocerá si la doctrina es de Dios o si yo hablo por mi
propia cuenta".
La promesa es clara, y significa que podemos saber si la
doctrina cristiana es verdadera o falsa. Pero esta promesa
descansa sobre la base de un compromiso ético: buscar la
verdad para cambiar nuestro modo de vivir.
Tenemos que estar dispuestos no sólo a creer sino
a obedecer. Tenemos que estar preparados para obedecer la
voluntad de Dios cuando Él nos la dé a
conocer.
Hay muchos que dicen que han dejado de ir a la Iglesia porque
ya no pueden repetir el Credo Apostólico sin sentirse
hipócritas. Pero cuando a tales personas uno les dice: "Si
yo pudiera contestar a plena satisfacción todas sus dudas,
¿estarían Uds. dispuestos a cambiar su modo de
vivir? Entonces se sonríen, un tanto avergonzados, porque
saben que el problema no es intelectual sino
ético.
Este es el espíritu que mueve esta serie de
reflexiones. Debemos dejar de lado la apatía, la
negligencia, el orgullo, el prejuicio y nuestro estilo de vida,
para buscar a Dios a pesar de las consecuencias.
Reconocemos que las condiciones más
difíciles de vencer son los prejuicios intelectuales y la
rebeldía ética y
moral. Ambas
son expresiones del temor, y el temor es el peor enemigo de la
verdad. El temor paraliza la búsqueda.
A DIOS PODEMOS BUSCARLO
Sabemos que la búsqueda y el encuentro de Dios, y
la aceptación de Jesucristo como Señor y Salvador
suponen una experiencia exigente. Suponen la re-evaluación
de la totalidad de nuestra vida y el reajuste de la totalidad de
nuestro modo de vivir.
La combinación de nuestra cobardía
intelectual y ética es
lo que nos hace vacilar. No encontramos porque no buscamos. No
buscamos porque no queremos encontrar.
Así, pues, estimado lector, te pido que te abras
a la posibilidad de que puedas estar equivocado. Podría
ser que Cristo sí sea la Verdad, tal como Él lo
dijo. Te invito a que te conviertas en un investigador sincero de
la verdad; en un buscador diligente, humilde, honrado y, sobre
todo, obediente a Dios.
Acude a la Biblia, el Libro que dice
ser la Revelación de Dios; lee los Evangelios, y dale a
Jesucristo la oportunidad de confrontarte y autenticarse ante
ti.
Acude a Él con el libre y pleno
consentimiento de tu voluntad, dispuesto a creer y, sobre todo, a
obedecer a Dios, si Él te convence.
¿Por qué no puedes darte el trabajo de
leer los Evangelios? Podrías leerlos despacio, con
detenimiento, pero como un buscador sincero de la verdad. Puede
que no creas que Dios exista; pero, piensa que si en verdad
existe y Dios trae a tu mente una convicción firme de que
Jesucristo es el único camino que conduce a la
salvación, entonces debes estar en condición de
confiar en Él y de entregar tu vida a Él,
reconociéndolo como tu Salvador personal y
siguiéndolo como tu Señor.
¿DÓNDE DEBO BUSCAR?
Tal vez quieres hacerte la siguiente pregunta:
¿Dónde debo empezar la búsqueda de Dios?
Déjame responderte diciéndote que el único
lugar donde puedes encontrar a Dios no es una iglesia, ni una
religión,
ni una filosofía: ¡es en una persona¡
Para encontrar a Dios es imprescindible empezar
con la persona histórica de Jesús de Nazaret.
Porque, si Dios habló, si Dios actuó, lo hizo
entera, absoluta y finalmente en Jesucristo. Porque, a fin de
cuentas, la
pregunta crucial es ésta: ¿ Es realmente el
carpintero de Nazaret lo que la Biblia dice que es? ¿Es
Jesucristo realmente verdadero Dios y verdadero hombre? De la
respuesta a esta pregunta depende absolutamente todo lo
demás.
Porque el cristianismo es Jesucristo: su persona y su
obra son la roca fundamental sobre la cual se construye la fe
cristiana. Si Jesucristo no es lo que él dijo que era, si
Jesucristo no realiza la obra para la cual él
declaró que había venido a este mundo, entonces
todo eso que llamamos fe cristiana o cristianismo, toda esa
imponente estructura
teológica, eclesial, intelectual, histórica,
cultural, material, que llamamos cristianismo, se
derrumbaría estrepitosamente por el suelo.
Cristo es el único centro de la fe cristiana.
Todo lo demás es circunferencia. Si quitamos a
Jesús de Nazaret del centro del cristianismo simplemente
lo que quedaría es un cascarón vacío. No
quedaría absolutamente nada. Si quitáramos a la
persona de Cristo del centro de la fe cristiana, seríamos,
como dijo el Apóstol Pablo: " Los más dignos de
lástima de todos los hombres"( I Corintios
15:19).
LAS PRETENSIONES DE JESUCRISTO
El Nuevo Testamento demuestra que Jesucristo tuvo una
relación con Dios única, eterna y esencial, la cual
ninguna otra persona humana tuvo ni antes ni después de
Él. La doctrina unánime de la Biblia es que
Jesucristo es una persona histórica que poseyó en
sí mismo, en una forma perfecta y distinta, la naturaleza divina
y la naturaleza
humana, de un modo absoluto y único.
Jesucristo no era un disfraz humano de Dios, ni tampoco
un hombre con cualidades divinas. Era Dios-hombre. Solo
existiendo en esta forma tiene sentido su exigencia de ser
adorado, y no simplemente admirado.
Una de las características más sobresaliente de
la enseñanza de Jesucristo es que él habla
frecuentemente de sí mismo. Ciertamente
enseñó sobre la paternidad de Dios, sobre el Reino
de Dios. Pero esto sólo sería una bella
enseñanza de un maestro religioso más si a esta
enseñanza no la hubiera seguido su rotunda
afirmación de que quien lo había visto a él,
había visto a Dios mismo (Juan 14:1-11) y de que la
entrada al Reino de Dios dependía de la actitud de los
hombres frente a él mismo. Por eso nunca vaciló al
referirse al Reino de Dios como "mi Reino".
Lo que desconcierta, entonces, de la enseñanza de
Jesús es su carácter profundamente centrado en su
propia persona, lo cual lo coloca en abierto contraste con todos
los demás maestros religiosos que han existido en el
mundo. Estos grandes maestros religiosos o de sabiduría se
borran a sí mismos.
En cambio
Jesús se colocó a sí mismo en el mero centro
de su enseñanza. Los maestros de religión o de
filosofía suelen decir: "Allí está la
verdad, Uds. deben seguirla". En cambio,
Jesucristo afirmó sorprendentemente: "Yo soy la
verdad: Uds. deben seguirme a mí".
Ningún fundador de religiones, ni de escuela
filosófica, en el mundo se atrevió a tal
afirmación.
En la enseñanza de Jesús el pronombre de
primera persona singular se repite constantemente. Veamos algunos
ejemplos: "Yo soy el pan de vida, el que viene a mí,
nunca tendrá hambre. Yo soy la luz del mundo; el
que me sigue tendrá la luz de la vida.
Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en
mí, aunque esté muerto vivirá. Yo soy el
camino, la verdad y la vida. Vengan a mí todos los que
estén cansados que Yo les daré descanso, y aprendan
de mí".
Aún más sorprendente es que Jesús
afirmó que Abraham se había alegrado porque vio su
día; que Moisés había escrito sobre
Él, y que toda la Escritura daba
testimonio sobre Él; que la Ley, los Salmos y
los Profetas hablaban de Él.
Un día sábado, cuando Jesús se
presentó en la Sinagoga de Nazareth, y leyó un
pasaje del Profeta Isaías, cap. 6:1-2, que dice: "El
Espíritu de Dios está sobre mí, porque me ha
consagrado para dar buenas nuevas a los pobres", los ojos de
todos estaban fijos en Él, y se quedaron asombrados, sin
dar crédito
a lo que escuchaban cuando pronunció estas sorprendentes
palabras: "Hoy mismo se ha cumplido esta Escritura
delante de Uds."; lo que Jesús quiso decir fue: "Esto
es lo que Isaías escribió de mí".
Por eso no debemos sorprendernos que Jesús no
llamó a los hombres para que siguieran un conjunto de
verdades; los llamó para que lo siguieran a Él.
Cuando les dijo. "Vengan a mí", no les estaba
cursando una invitación, les estaba dando una orden:
"Síganme".
Alguien podría decir: ¡Caramba, esas son
pretensiones totalitarias". ¡Claro que sí!
Absolutamente totalitarias. Sólo Dios mismo podría
tener tales pretensiones. Jesucristo tenía plenos derecho
de tener tales pretensiones totalitarias.
No sólo había que creer en Él, sino
que sus discípulos tenían que amarlo a Él
por encima de cualquier otro amor en la
vida. Sólo Dios podía exigir tal clase de amor absoluto:
"amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con todas tus fuerzas y con toda tu mente". Este fue la clase
de amor que
Jesucristo exigió para sí mismo a sus
discípulos. Sólo siendo Dios puede esto tener
sentido.
En las páginas anteriores hemos afirmados que las
pretensiones de Jesucristo fueron absolutas, totalitarias, y que
sólo Dios podía tener tales pretensiones. Pero lo
más notable de este hecho es que tales pretensiones fueron
mantenidas por alguien que insistió en que todos los
hombres debían ser humildes, que reprendió a los
discípulos porque buscaban su propio engrandecimiento y
deseos de grandeza.
Acaso ¿tenía Jesús normas distintas
para sí mismo? No. Sus pretensiones correspondían
exactamente con lo que Él era. Jesucristo siempre
practicó lo que enseñó. Él dijo que
era manso y humilde, y sin embargo reclamó para sí
mismo el título de Mesías, conforme a las
expectativas formadas en el Antiguo Testamento.
Es evidente que Jesús se consideró el
Mesías prometido a Israel, y su
ministerio lo consideró como el cumplimiento de todas las
profecías mesiánicas del Antiguo Testamento.
Afirmó rotundamente que había venido para
establecer el Reino de Dios en la tierra.
Empezó su ministerio público afirmando que todos
los tiempos proféticos se habían cumplido en
Él y que en Él el Reino de Dios se había
acercado a los hombres.
Jesucristo adoptó el título de "Hijo del
Hombre", título mesiánico derivado del Profeta
Daniel. Cuando el Sumo Sacerdote judío le preguntó
si Él era el "Hijo de Dios", aceptó esta
designación con absoluta normalidad. También
interpretó su misión a
la luz de la figura
del Siervo Sufriente que aparece en la última parte del
libro del
profeta Isaías.
Todo el ministerio de Jesucristo resalta esta
pretensión mesiánica. En cierta ocasión les
dijo a sus discípulos, en privado, "Felices los que ven
con sus ojos lo que ustedes están viendo; porque les digo
que muchos profetas y reyes quisieron ver esto que Uds. ven, pero
no lo vieron; quisieron oír lo que ustedes oyen, pero no
lo oyeron" (Lucas 10:23-24).
Pero la pretensión más radical que Cristo
hizo para sí mismo no se refiere a su mesianismo, sino a
su deidad. Jesucristo pretendió ser el Hijo de Dios por su
relación eterna y única que mantuvo con el Padre.
Constantemente habló de esta íntima relación
que mantuvo con Dios como su Padre.
Esta asociación íntima con Dios la mantuvo
desde su más temprana edad, cuando sorprendió a sus
propios padres mostrándoles un celo insobornable por los
asuntos de su Padre celestial (Lucas 2:9). Al inicio de su
ministerio público hizo afirmaciones como estas: "Mi
Padre hasta ahora trabaja, y Yo también". "Yo y el Padre
somos uno". "Yo estoy en el Padre, y el Padre está en
mí" (Juan 5:17; 10:30; 14:11).
Es verdad que Jesucristo enseñó a los
discípulos a dirigirse a Dios como "Padre", pero su
relación con Dios como Padre era tan distinta a la
nuestra, que se vio obligado a distinguirse llamándolo
"Mi Padre".
Después de la resurrección, le dijo a
María Magdalena: "Subo a donde está Mi Padre y
Padre de ustedes"; no le dijo: "Subo a donde está
"nuestro" Padre".
La indignación que Jesús provocó
entre los judíos comprueba que Él pretendió
tener una relación exclusiva e íntima con Dios.
Elos dijeron de Él: "Se ha hecho Hijo de Dios"(Juan
19:7). Tan absoluta era esta identificación, que para
Él era totalmente natural comparar las actitudes de
los hombres hacia Él y hacia Dios mismo; por eso dijo que:
Conocerlo a Él era conocer a Dios. Verlo a Él
era ver a Dios. Creer en Él era creer en Dios. Honrarlo a
Él era honrar a Dios.
Jesucristo estaba tan consciente de que Él
tenía una relación especial con Dios, que en su
controversia con los judíos les dijo: "En verdad les
digo, que el que cree lo que Yo digo, nunca
morirá".
Esto resultó demasiado para sus críticos,
quienes le replicaron: "Abraham y todos los profetas murieron,
¿acaso eres tú más que nuestro padre
Abraham? ¿Quién eres tú? Jesús
les respondió: "Abraham, el antepasado de ustedes, se
alegró porque iba a ver mi día".
Los judíos se quedaron perplejos:
"Todavía no tienes ni 50 años, y dices que has
visto a Abraham?". Entonces Jesús les respondió
con una de las afirmaciones más asombrosas que
jamás hizo: "En verdad les digo, que desde antes de que
Abraham existiera, Yo Soy" (Juan 8:51-58). Entonces tomaron
piedras para matarlo, porque consideraron que había
blasfemado contra Dios. ¿Por qué lo consideraron
blasfemo? Porque Jesús no dijo que Él
"existía" antes que Abraham; Él dijo: "Yo
Soy".
En la lengua hebrea,
estas palabras son las mismas usadas para designar el Nombre de
Dios revelado a Moisés desde la zarza ardiente: "Yo Soy
el que Soy". Este fue el título que Jesús
tomó para sí mismo con la más absoluta
naturalidad. Por eso los judíos quisieron matarlo, porque
entendieron que Él se estaba llamando a sí mismo:
"Yo Soy el que Soy"; es decir, DIOS.
Otro ejemplo profundamente impactante de esta
pretensión divina, lo tenemos cuando después de la
resurrección, Jesús se aparece a los
discípulos, y el incrédulo Tomás está
entre ellos. Jesús lo invitó para que metiera los
dedos en sus heridas, y Tomás, sobrecogido de
admiración le gritó: "Mi Señor y mi
Dios". Jesús aceptó tranquilamente tal
designación; censuró a Tomás por su
incredulidad, pero ni una sola palabra de reproche por haberlo
llamado Dios, ni por haberlo adorado postrado de rodillas ante
Él.
Esta pretensión de ser Dios mismo se muestra en
numerosos testimonios durante todo su ministerio público.
En muchas ocasiones ejerció funciones que
sólo se correspondía a Dios. Así, por
ejemplo, asumió la prerrogativa de perdonar
pecados.
La primera fue cuando un grupo de
amigos le trajeron a un paralítico, tendido en una cama y
lo bajaron por el techo. Jesús vio la necesidad física, pero
sorprendió a todo el mundo diciéndole al
paralítico: "Hijo, tus pecados quedan perdonados"
(Marcos 2:1-12). En otra ocasión, una mujer de mala
reputación se acercó a dónde estaba
Jesús cenando con un fariseo, y, colocándose
detrás de Jesús, lavó sus pies con sus
lágrimas y los secó con sus cabellos, y luego los
ungió con un costoso ungüento perfumado, y
Jesús le dijo: "Tus pecados te son
perdonados".
En ambas ocasiones, los presentes arrugaron el rostro y
se preguntaron: "¿Quién es este hombre?
¿Qué blasfemia es ésta? ¿Quién
puede perdonar pecados sino sólo Dios?"
Las preguntas estaban bien formuladas y justificadas,
porque sólo Dios podía perdonar las ofensas
cometidas contra Él. Jesucristo estaba haciendo
exactamente eso: perdonando los pecados cometidos contra Dios.
Sólo siendo Dios podía esto tener
sentido.
Igual de atrevida fue su pretensión de que
Él tenía poder para
otorgar la vida. Él se llamó "El Pan de
vida", y la resurrección y la vida. A los
discípulos les dijo que Él era la savia que da vida
a las ramas de la vid; y a la samaritana le dijo que Él
era el agua de la
vida. Dios es vida.
En numerosas oportunidades Jesús se
declaró dador de la vida. La vida es un enigma, ya sea
física o
espiritual. Su naturaleza es tan
desconcertante como su origen. No sabemos ni siquiera definir lo
que es ni de dónde viene. Sólo sabemos que la vida
es un don de Dios. Y esto es precisamente lo que Jesucristo
pretendió ser y otorgar: Él es el buen pastor que
da su vida por las ovejas. Él declaró que
tenía el poder de
otorgar la vida a todo aquel a quien Él quisiera
darla.
Esta pretensión fue tan rotunda y contundente que
esto fue lo que hizo que los discípulos no se separaran de
Él. Cuando todos lo abandonaron, sus discípulos
confesaron: "Señor, ¿a quién iremos? Tus
palabras son palabras de vida eterna? (Juan 6:68).
Pero Jesús no sólo pretendió ser la
vida; también dijo que Él era la verdad. Lo que
más impresionó a quienes lo escucharon, no fue
tanto las verdades que enseñaba sino la forma como
enseñaba. Sus contemporáneos quedaron impresionados
por su sabiduría y decían:
"Dónde aprendió este hombre todo esto?
¿Qué es esta sabiduría que se le ha dado?
¿No es este es el carpintero? ¿Cómo sabe
éste tantas cosas sin haber estudiado? Y todos,
impresionados por la autoridad con
la que enseñaba, exclamaban: "¡Nunca nadie ha
hablado como ese hombre! Y se admiraban de cómo les
enseñaba, porque les enseñaba con autoridad"
(Marcos 6:3; Mateo 7:28-29).
Si la autoridad de
Jesús no era como la de los demás maestros de la
Ley ni como la
de los profetas antiguos, ¿de dónde le venía
tal autoridad?
Jesús no predicó diciendo: "Así dice
Jehová-Dios"; Él enseñaba diciendo:
"Así digo Yo". Su autoridad no
era derivada sino propia.
Es cierto que Él enseñaba lo que Su Padre
le había ordenado enseñar, pero Él estaba
absolutamente convencido de que Él era el órgano
inmediato y final de la revelación de Dios. Nunca
titubeó. Nunca se disculpó. Nunca se contradijo.
Nunca se corrigió. Nunca modificó lo que
había dicho. Habló cómo habló Dios
mismo en el Antiguo Testamento.
Habló del futuro con absoluta convicción.
Estableció nuevos mandamientos y nuevas normar morales en
la misma forma como las estableció Dios en los Diez
Mandamientos. Afirmó que sus palabras eran eternas como la
Ley, y que el
destino personal de sus
oyentes (o lectores) dependía de cómo respondieran
a sus palabras, tal como el destino del Israel antiguo
dependería de cómo respondieran a la Palabra de
Dios mismo.
Pero Jesús fue aún más atrevido. El
afirmó que Él tenía autoridad para juzgar
al mundo. Esta es su afirmación más
extraordinaria. En sus parábolas enseñó que
Él volverá al final de la historia para juzgar al
mundo. Dijo que el día del juicio final será
postergado hasta que Él regrese. Él mismo
resucitará a los muertos y todas las naciones se
postrarán delante de Él. Y Él será
quien juzgue a todas las naciones.
Pero no solamente esto nos asombra. Él
afirmó que el juicio a las naciones dependerá de la
actitud que
los hombres hayan tenido para con sus "hermanos más
pequeños", que son sus discípulos, y de cómo
hayan respondido a sus enseñanzas. Aquellos que lo hayan
reconocido delante de los hombres Él los reconocerá
delante de Dios. A los que lo hayan negado delante de los
hombres, Él les dirá: "Apártense de
mí; nunca les conocí". Semejante predicador, o
era Dios mismo o debió haber sido llevado ante
algún psiquiatra.
LOS MILAGROS: DRAMATIZACIÓN DE LAS
PRETENSIONES DE JESUCRISTO
En las anteriores páginas, hemos considerado las
extraordinarias pretensiones de Jesucristo: ser la vida, la
verdad, perdonar los pecados, ser juez del mundo, etc. Nos queda
por considerar lo que podríamos llamar la
dramatización de tales pretensiones: sus
milagros.
Es imposible aquí analizar a fondo la posibilidad
o el propósito de los milagros. Debemos señalar que
el verdadero valor de los
milagros no es tanto su naturaleza como el significado
espiritual, porque los milagros son "signos", "señales" de
una realidad más trascendente.
Sus milagros nunca fueron realizados por motivos
egoístas, o por sensacionalismos carentes de sentido.
Jesús nunca hizo un milagro para hacer alarde de su
poder ni para
exigir que se le sometieran. Los milagros son ilustraciones de su
autoridad espiritual; son parábolas dramatizadas,
actuadas, para mostrar visiblemente todas las pretensiones de las
que hemos hablado. Es decir, sus obras dramatizan sus
palabras.
El evangelista Juan comprendió profundamente esta
verdad; por eso construyó el Cuarto Evangelio, en torno a siete
"señales", seleccionadas con un propósito bien
definido (Evangelio de Juan 20:30-31). Juan asoció cada
una de estas "señales" a una declaración
pública de Jesús que comienza con las palabras "YO
SOY".
La primera "señal" que aparece en este Cuarto
Evangelio es la transformación del agua en vino,
en una boda en el pueblo de Caná de Galilea. En sí
mismo, no parece ser un milagro muy "edificante", pero su
significado está debajo de la superficie.
El evangelista dice que en la casa había seis
tinajas de las usadas para el agua de la
"purificación". Esta es la clave para entender este
milagro. El agua
representaba la antigua religión
judía, con sus leyes y ritos,
con sus sacrificios de animales para
buscar el perdón de Dios. El vino representaba el mensaje
del Evangelio traído por Jesús.
El significado es este: así como Jesucristo
cambió el agua en
vino, así el Evangelio superará a la antigua
Ley de
Moisés. De esta forma, Jesucristo demostraba que Él
estaba autorizado para inaugurar un nuevo orden, una verdadera
nueva era: la era del Espíritu, la era del Reino de Dios.
Jesús estaba diciendo: "Yo Soy el Mesías". Y sus
discípulos creyeron en Él.
En otra ocasión, Jesús alimentó a
cinco mil personas con la multiplicación de los panes. Con
este milagro Jesús se proclama como "el Pan de vida" que
puede saciar el hambre del corazón
humano. Un poco más adelante, Jesús abrió
los ojos a un hombre que había nacido ciego. Él
había gritado públicamente: "Yo Soy la Luz del mundo".
Con esta señal estaba enseñando que Él era
capaz de abrir los ojos del corazón
humano para que vieran quién era Él y lo
reconocieran como Dios mismo.
Finalmente, trajo de nuevo a la vida a uno que antes
había estado muerto.
Lázaro, su amigo, estaba muerto. Jesucristo había
dicho: "Yo Soy la Resurrección y la Vida". Jesús
resucitó a Lázaro como señal de que
Él era la vida del creyente antes y después de
la muerte.
La muerte
nunca podrá prevalecer sobre la fe en Jesucristo, porque
quien esté unido a Él vivirá para
siempre.
Todos estos milagros eran parábolas: porque los
seres humanos están hambrientos, ciegos y muertos
espiritualmente, sólo Jesucristo puede satisfacer su
hambre, restaurarles la vista y levantarlos a una nueva
vida.
En lo expuesto hasta ahora, hemos concluido afirmando
que sólo Jesucristo puede llenar las ansias del corazón
humano, restaurándonos la vista y llevándonos a una
nueva experiencia de vida. Sus milagros no son otra cosa que
parábolas de esta realidad espiritual. Es imposible
eliminar de los Evangelios las pretensiones radicales y absolutas
que el carpintero de Nazaret formuló sobre sí mismo
y sobre su misión en
el mundo.
No es posible decir que estas pretensiones fueron
inventadas por los evangelistas o que fueron exageraciones
inconscientes, por cuanto no tenían precedentes que
pudieran revelar en ellos tal grado de potencia
imaginativa y las pretensiones resultan tan radicales que
chocaban de frente con las concepciones religiosas de los
evangelistas mismos.
Además, tan absolutas pretensiones de
Jesús se hallan distribuidas profusa y equitativamente en
los cuatro evangelios y el retrato de Jesús que resulta de
las narraciones presentadas por los evangelistas es demasiado
consistente y equilibrado como para haber sido creado por la
imaginación de humildes pescadores artesanales.
Las pretensiones están allí. Alguien
podría argumentar diciendo que por sí solas no
constituyen una evidencia de la deidad de Jesús, que tal
vez pudieran ser pretensiones falsas. Pero, las pretensiones
están allí y es necesario encontrar alguna
explicación. Porque no podríamos seguir
considerando a Jesús como un gran maestro si estaba
equivocado en alguno de los puntos capitales de su
enseñanza, la más importante de todas: la
enseñanza sobre sí mismo.
Algunos eruditos han señalado que, humanamente
hablando, existe en Jesús una especial
"megalomanía", y que esta "megalomanía" nunca ha
dejado de ser realmente perturbadora para todos los que se asoman
sin prejuicios al Jesús retratado en los Cuatro
Evangelios.
Un cierto crítico señaló, y con
razón, que "tales pretensiones en un mero hombre
serían la expresión máxima de la
megalomanía imperial". En efecto, en un simple mortal, las
pretensiones expresadas por Jesús tendrían que ser
consideradas como un signo de evidente locura.
Sin embargo, como afirma también otro
crítico: "la discrepancia que existe entre la profundidad,
la cordura y la astucia de las enseñanzas de Cristo, por
una parte, y la megalomanía que trasunta su
enseñanza teológica, por otra parte, nunca ha sido
superada completamente, a menos que Él sea
Dios".
¿Acaso fue deliberadamente un impostor?
¿Trató de conseguir la adhesión de los
hombres a sus puntos de vista asumiendo una autoridad divina que
nunca tuvo? Es muy difícil creer esto. En la vida de
Jesús, tal como está descrita en los Cuatro
Evangelios, todo resulta ser transparente, diáfano,
sencillo.
Predicó fuertemente contra la hipocresía
en otros, y fue absolutamente exigente y transparente para
consigo mismo. Si hubiera sido un impostor habría salvado
su vida simplemente plegándose a las expectativas que el
pueblo tenía sobre el Mesías esperado por Israel. Pero
Jesús fue absolutamente coherente consigo mismo y se
negó a satisfacer las falsas expectativas despertadas en
el pueblo. Esto no lo hace un impostor demagogo.
¿Estuvo acaso sinceramente equivocado?
¿Tenía una ilusión fija sobre sí
mismo? Jesús no da nunca la impresión de poseer la
anormalidad que uno espera descubrir en un iluso. El
carácter de Cristo parece respaldar sus pretensiones. Y
este es el terreno donde debemos seguir investigando.
Siempre han existido pretendientes a la grandeza y a la
divinidad. Los manicomios están llenos de enfermos que se
creyeron Julio César, Napoleón o Jesucristo.
Emperadores hubo que se creyeron divinos y fueron muertos por la
lanza de uno de sus guardaespaldas. Nadie les creyó. Nunca
tuvieron discípulos. No convencieron a nadie, porque nunca
parecieron ser aquello que pretendieron ser. Su carácter
no avaló nunca sus pretensiones.
Con Cristo no sucedió lo mismo. Las convicciones
que como cristianos tenemos acerca de Cristo reciben su fuerza por el
hecho de que Él parece ser lo que pretende ser. Entre sus
palabras y sus acciones nunca
existió discrepancia. Indudablemente, para que alguien
pudiera autenticar las pretensiones que Jesús
manifestó necesitaría poseer un carácter
extraordinario. Sólo Jesús de Nazaret puede
presentar el carácter que nosotros aspiramos a encontrar
en alguien radicalmente distinto de nosotros mismos.
Es cierto que su carácter no prueba de manera
concluyente que sus pretensiones fueran verídicas, pero
las confirma definitivamente. Sus preten-siones fueron
exclusivas. Su carácter es único en su
género. Es tan único que nadie, ni sus predecesores
ni sus seguidores, pueden comparársele. Jesús de
Nazaret no pertenece al grupo de los
"grandes de la historia". Podemos hablar de Alejandro el Grande,
de Napoleón el Grande, de Bolívar el Grande, pero a
Jesucristo tenemos que ponerlo aparte. Jesucristo no es Grande,
Él es UNICO.
Nada puede añadirse a su nombre. Él
desafía todo análisis, confunde todos los cánones
de la naturaleza humana. Bien podríamos decir que si
Cervantes entrara en nuestra casa, nos pondríamos de pie
para aplaudirle; pero si fuera Jesucristo quien entrara, todos
caeríamos de rodillas para adorarle y besar el ruedo de su
manto.
La categoría de Jesús de Nazaret es
única. No nos satisface decir que Él "es el hombre
más grande que ha existido"; ni que es " el más
excelso maestro jamás escuchado". Con Jesucristo no
podemos usar términos comparativos, ni aun
superlativos.
En cierta ocasión vino a Él un hombre muy
rico y piadoso, y le dijo: "Maestro bueno". Jesús
le respondió: ¿Por qué me llamas bueno?
No hay más que uno bueno, y ese es Dios."
¡Exacto! Hubiéramos exclamado nosotros. No
se trata de que Jesús haya sido mejor que los demás
hombres, ni siquiera el mejor de todos los hombres. Jesús
es Bueno en la exacta dimensión de la absoluta bondad de
Dios mismo.
La trascendencia de esta absoluta pretensión debe
ser puesta en evidencia. Todos sabemos que el pecado es la
naturaleza universal de todos los hombres. Todos los hombres
somos pecadores. Esta es la verdad universal más evidente
en el mundo. El pecado no es un accidente en la vida, es parte de
nuestra naturaleza. No somos pecadores porque pecamos; pecamos
porque somos peca-dores. Nuestra naturaleza está
dañada por el mal. ¡Quién diga que no tiene
pecado que tire la primera piedra!
En cambio,
Jesucristo en varias ocasiones afirmó que no tenía
pecado. Él desafió a sus adversarios
preguntándoles: ¿Quién de ustedes puede
demostrar que yo tengo algún pecado? (Juan
8:46).
Nadie le contestó. Cuando Él los
acusó, todos se fueron; cuando los invitó a que lo
acusaran a Él, Él se quedó a esperar el
veredicto. La vida de Jesús de Nazaret es el más
perfecto milagro que jamás haya sido hecho. Su
carácter es más maravilloso que el más
grande de todos los milagros.
JESUCRISTO: UNA CATEGORÍA MORAL
ÚNICA
En las páginas anterior afirmamos que el
carácter de Jesucristo es más maravilloso que el
más grande de los milagros. La Biblia afirma que Él
fue probado y tentado en todo, pero que no cometió pecado:
"Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse
de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo
según nuestra semejanza, pero sin pecado"(Carta a Los
Hebreos, 4:15).
De manera que Jesús de Nazaret se colocó
en una categoría moral
única. Todos los demás hombres eran ovejas
perdidas, pero Él había venido como el buen pastor,
a dar su vida por las ovejas. Todos los demás hombres
estaban plagados de la enfermedad mortal del pecado, pero
Él era el médico que había venido para
sanarlos.
Todos los demás hombres estaban hundidos en las
tinieblas de la ignorancia y del pecado, pero Él era la
Luz que
resplandecía en medio de esas densas tinieblas. Todos los
demás hombres eran pecadores, pero Él había
venido para derramar su sangre y
perdonarles todos sus pecados.
Todos los demás hombres tenían hambre,
pero Él era el Pan de Vida que saciaría esa hambre.
Todos los hombres estaban muertos en delitos y
pecados, pero Él había venido para darles vida, y
vida en abundancia, aquí y ahora, y más allá
de la eternidad.
Todas estas metáforas expresaban la plena
conciencia que
Jesús tenía del carácter único y
singular de su propia persona. Por eso no debemos sorprendernos
que los Evangelios, aunque nos narran todas sus tentaciones,
nunca dicen nada de sus pecados.
Jesús nunca confesó pecado alguno ni
pidió perdón, aunque ordenó a sus
discípulos que debían hacerlo. Nunca
manifestó tener conciencia de
fra-caso moral,
conciencia de
culpa ni de enajenación con Dios ni con sus
semejantes.
Fue bautizado por Juan, a pesar de la resistencia de
éste, no porque Él necesitara arrepentimiento, sino
porque fue necesario para cumplir todo lo ordenado por Dios y
como comienzo de su identificación solidaria con los
pecados del mundo. Por eso, Pablo afirma: "Cristo no
cometió pecado alguno; pero por causa nuestra, Dios lo
hizo pecado, para hacernos a nosotros justicia de
Dios en Cristo" (II Cor.5:21).
Este sentimiento de una diáfana y trans-parente
comunión con Dios es realmente notable por dos razones. La
primera, porque Jesucristo dio muestra de poseer
un juicio moral
sumamente agudo y penetrante. Los evangelistas señalan
varias veces que Él "sabía lo que hay en el
corazón
del hombre".
Con frecuencia, Jesús leía los problemas y
perplejidades más íntimos de la multitud. Tal
cla-ridad de percepción, le permitió denunciar
con la fuerza de un
trueno, la hipocresía de los religiosos
fariseos.
La ostentación y el simulacro eran para Él
una abominación. Sin embargo, su mirada pene-trante no
descubrió ni un solo pecado en su propia
persona.
En segundo lugar, nos asombra la absoluta conciencia que
Jesucristo tuvo de su pureza porque es radicalmente distinta a la
experiencia de todos los santos místicos de todo el mundo.
Por expe-riencia, el verdadero cristiano sabe que cuanto
más cerca se siente de Dios, mucho más profunda es
su conciencia de su
pecado. Es como el verdadero científico: cuanto más
investiga, más consciente está de su profunda
ignorancia.
Cuanto más el cristiano trata de ser como Cristo,
más aguda es su propia conciencia de la distancia que lo
separa de Dios. En cambio,
Jesucristo vivió plenamente libre de este sentimiento de
pecado.
Hemos tratado de poner en evidencia que Jesucristo
creyó en todo momento estar libre de pecado, del mismo
modo que creyó ser el Mesías y El Hijo de Dios.
Pero, es legítimo que nos hagamos la pregunta: ¿No
pudo haber estado
equivocado en cuanto a estas pretensiones? ¿Qué
pensaban sus contemporáneos acerca de Él?
¿Tendrían la misma percepción?
Se podría pensar que los discípulos de
Cristo fueron testigos imperfectos, o que fueron parciales, o que
deliberadamente pintaron un retrato de Jesús con colorares
más hermosos de los que Él mismo merecía.
Sin embargo, no podemos echar por la borda sus afirmaciones.
Existen varias razo-nes por las cuales podemos descansar
confiada-mente en la evidencia que presentan.
En primer lugar, los discípulos de Cristo
vivieron en compañía íntima con Él
durante algo más de tres años. Comían y
dormían juntos; experimentaban la estrechez del mismo
bote. Tenían una caja chica común, y todos sabemos
que una cuenta bancaria común puede convertirse
fácilmente en una manzana de la discordia.
Los discípulos se molestaban entre sí;
disputaban agriamente; pero nunca encontraron en Jesús los
defectos que ellos encontraban en sí mismos. Por lo
general, la familiaridad y el roce continuo terminan engendrando
menosprecio. Pero en esta caso no fue así.
En segundo lugar, podemos confiar en el testimonio de
los apóstoles porque ellos eran judíos que, desde
la infancia,
tenían sus mentes empapadas de las doctrinas y
enseñanzas del Antiguo Testamento, y una de estas
doctrinas que no podían ignorar era que el pecado es
universal en toda la naturaleza humana. A la luz de la doctrina
del Antiguo Testamento en la que fueron criados, jamás
hubieran atribuido impecabilidad a ningún
hombre.
En tercer lugar, el testimonio apostólico sobre
la impecabilidad de Jesús es creíble porque ellos
nunca se propusieron deliberadamente enseñar tal cosa. Sus
observaciones fueron hechas como de paso; estaban tratando otros
asuntos o temas y, como entre paréntesis, se refirieron a
su impecabilidad.
Esto es lo que dicen personas que lo vieron día
tras día y en todas las circunstancias de la vida diaria:
Pedro describió a Jesús como "un cordero sin
defecto ni mancha", y luego testificó que Jesús
no cometió pecado ni jamás engañó a
nadie.
El apóstol Juan declara enfáticamente que
todos los hombres son pecadores, y que si alguien dice lo
contrario es un mentiroso y hacemos a Dios mentiroso; pero
después dice que Jesús se manifestó para
quitar nuestros pecados porque Él no tenía pecado
alguno.
A este testimonio podemos añadir el de Pablo.
Él era un enemigo de Cristo, no tenía ningún
motivo para hablar bien de Él. Persiguió a los
cristianos con violencia y
odio irracional. Pero llegó a la misma conclusión
de quienes convivieron con Él íntimamente. Pablo
dijo: Jesucristo no cometió pecado, aunque fue hecho
pecado por causa de nosotros.
Jesucristo, que fue puro y sin maldad, en quien no hubo
nunca engaño en su boca, el que fue apartado de todo
pecado, fue convertido en pecado por Dios, para recibir en su
cuerpo la descarga de toda la ira que Dios debía descargar
sobre nosotros. El justo murió por los injustos,
dirá Pablo.
ACUSACIONES CONTRA JESUCRISTO
Es posible que Ud. piense que esto lo dijeron los amigos
de Jesús. ¿Qué habrán pensado sus
enemigos? Estos no tenían ninguna inclinación
favorable hacia Jesús. Esto lo expondremos en nuestra
próxima entrega.
Como es bien sabido, cuando no podemos ganar un debate por la
vía de la argumentación solemos caer en el terreno
de las acusaciones personales. Cuando nos faltan las razones, el
fango es un buen sustituto. Ni siquiera la historia de la Iglesia
se ha podido salvar de esta condición humana. Los enemigos
de Jesús no podían ser una
excepción.
El evangelista Marcos acumula cuatro de las
críticas que lanzaron contra Jesús (ver Marcos 2:1
al 3:6). La primera acusación fue "Jesús es un
blasfemo".
En una cierta ocasión, Jesús había
perdonado los pecados de un hombre; los enemigos de Jesús
consideraron que Él estaba invadiendo los terrenos de Dios
mismo. Era, según ellos, una arrogancia blasfema. Pero
esta acusación pone en evidencia una cuestión de
principios, si
Jesús se atrevía a perdonar pecados, era porque
Él se veía a sí mismo como
divino.
La segunda acusación fue: "Jesús anda con
malas amistades". ¿Cómo puede ser de origen divino
alguien que confraterniza, come y bebe, con hombres
impíos, rameras y pecadores? Ningún maestro de la
Ley hubiera jamás soñado con hacer semejantes
amistades. Un Rabino era capaz de recoger el manto alrededor de
su cuerpo para evitar el más leve roce con semejantes
escorias. Y, además, le habría dado las gracias a
Dios por haberlo hecho. Por eso, los religiosos judíos,
los Sacerdotes y Fariseos, no pudieron reconocer la gracia y la
ternura de Jesús, el cual, aunque no cometió pecado
alguno se honraba en ser llamado "amigo de pecadores".
La tercera acusación contra Jesús fue:
"Jesús predica una religión
frívola y muy poco seria". Él no ayunaba como los
Fariseos, ni siquiera como los discípulos de Juan el
Bautista. Él gustaba de los banquetes; era, según
ellos, "un comilón y bebedor de vino". ¿Cómo
podía ser un verdadero Maestro de la Ley un hombre que
comía con gente de tan mala fama?
La cuarta acusación fue: "Jesús corrompe
las costumbres violando la ley del Sábado". Esto
enfurecía a los Fariseos. Jesús sanaba a los
enfermos en el día de reposo, y sus discípulos no
tenían escrúpulos en comer sin lavarse las manos,
tremendo pecado para los Fariseos.
Cualquier serio investigador de la Biblia sabe que
Jesús fue un cumplidor estricto de la Ley y que incluso
afirmó que Él había venido para dar pleno
significado a la Ley; por eso enseñó que el
día de reposo estaba al servicio de
los hombres y no los hombres al servicio del
día de reposo, porque Él era "Señor del
día de reposo", y por eso tenía derecho a dejar de
lado las falsas tradiciones religiosas de los
Fariseos.
Todas estas acusaciones resultaban realmente triviales,
pero nuevamente expresaban una cuestión de principio: los
Fariseos no tenían nada que pudiera enlodar la
reputación de Jesús. Por eso, cuando lo juzgaron en
el proceso de la
crucifixión, tuvieron que buscar testigos falsos, y ni
aún ellos pudieron ponerse de acuerdo; de hecho, la
única acusación que pudieron formular contra
él no fue moral ni religiosa, sino política.
Cuando Jesús fue llevado al tribunal, una y otra
vez fue declarado inocente; Pilato , cobardemente, se lavó
las manos, reconociendo que él no era culpable por
la muerte de
un hombre inocente. Judas mismo devolvió a los Sacerdotes
las monedas de plata, lleno de remordimiento por haber entregado
a un hombre inocente. El ladrón en la cruz
reconoció que Jesús no había hecho nada
malo, y hasta el centurión romano, después de ver
la agonía de Jesús en la cruz, exclamó:
"Verdaderamente, este hombre no hizo nada malo".
Al valorar la vida de Jesús de Nazaret, nosotros
mismos podemos hacer nuestra propia evaluación. En los Evangelios aparece
claramente afirmada la perfección moral de Jesucristo,
expresada sin ningún alarde, afirmada confiadamente por
sus amigos, y reconocida de mala gana por sus mismos
enemigos.
Lo vemos actuando en un sin fin de situaciones, durante
unos tres años, que dan clara idea del poderoso impacto
que provocó en las masas de toda Palestina. Los
evangelistas concluyen diciendo: "Tenía la
aprobación de Dios y de toda la gente".
Lo vemos mezclarse en medio del bullicio de las
multitudes, siendo aclamado como un héroe y, sin embargo,
rechazando a las turbas que querían hacerlo Rey a la
fuerza. Ya sea
ascendiendo a la cresta de la popularidad, o descendiendo a las
profundidades del abandono, lo vemos siempre el mismo. No es
cambiante ni temperamental.
Su personalidad
es absolutamente equilibrada en todas las mil situaciones que
enfrentó. No es un fanático religioso, tampoco un
maniático obsesionado por la conquista del poder. Su
doctrina no es popular, ni mucho menos populista, pero ama al
pueblo, y les enseñó sin darle importancia a la
opinión que los hombres tuvieran de Él.
En el retrato que de Él dibujan los Evangelios
hay evidencias tanto de su humanidad como de su divinidad.
Experimentó plenamente todas las emociones y
necesidades humanas: el amor y la
ira, el gozo y el dolor, el hambre y el cansancio. Es enteramente
humano. Sin embargo, no es meramente un hombre.
Esta es la paradoja, o aparente contradicción,
que asombra y desconcierta: se sabe distinto pero nunca se
mostró pomposo entre los hombres; se sabe importante, pero
siempre fue humilde. Su persona fue el centro mismo de su
enseñanza, y sin embargo su conducta fue de
absoluta abnegación por los demás.
En cuanto al pensamiento, se puso siempre Él de
primero; en cuanto a la acción, siempre estuvo de
último. Demostró tanto la más alta esti-ma
de sí mismo como el más grande sacrificio de su
propia persona. Tenía plena conciencia de que era El
Señor de todo, pero se hizo el Esclavo de todos. Dijo que
Él era el Juez de todo el mundo, pero se arrodilló
para lavarle los pies a sus discípulos.
Nadie jamás renunció a tanto.
Renunció a los más grandes goces y placeres para
asumir los do-lores de la tierra;
cambió la infinita pureza de su carácter por el
contacto doloroso con el pecado de todo el mundo. Nació de
una humilde madre hebrea en un sucio pesebre de Belén. Fue
criado y educado en un oscuro rincón de Palestina y su
escuela fue un
humilde banco de
carpintería, para sostener a su madre y a los otros
niños de la casa.
A su debido tiempo, se
presentó como predicador ambulante, sin ninguna
posesión mate-rial, con comodidades muy limitadas y sin
hogar. Hizo amistades entre sencillos pescadores y publi-canos;
puso sus manos sobre sucios leprosos, y permitió que
prostitutas lo tocaran y acariciaran. Se entregó
absolutamente ayudar, enseñar y curar a todos los
enfermos, y nunca exigió nada a cambio.
No fue comprendido, se le calumnió, y fue
víctima de los prejuicios religiosos y de los intereses
creados. Fue despreciado y rechazado por su pro-pio pueblo, y
abandonado por sus más íntimos amigos. Puso la
espalda para ser flagelada, y la cara para ser escupida, las
manos y los pies para ser clavados en una cruz romana. Mientras
sufría horrible tortura, oraba por sus verdugos
implo-rando el perdón para ellos, porque ignoraban lo que
hacían.
Tal hombre está fuera de nuestra
comprensión. Él triunfó donde nosotros
fracasamos inva-riablemente. En todo momento, mantuvo absoluto
control sobre
sí mismo. Jamás mostró resen-timiento por lo
que le hacían, y de su boca jamás salió ni
una palabra corrompida por el odio o la venganza.
Se negó absolutamente a sí mismo,
renunciando a lo que todos los demás hombres aman y
buscan: la gloria y la satisfacción personal. Nunca
se agradó a sí mismo, porque solamente
anheló hacer todo aquello que fuera para el bienestar de
los demás.
La vida de Jesús de Nazaret irradió tanta
luz incandescente que jamás ni las más tenebrosas
tinieblas han podido ni podrán
empañarla.
La conclusión de su vida es ésta:
venció al pecado porque estuvo libre del egoísmo, y
esta libertad es la
esencia del amor. Porque
el amor es el
sacrificio de uno mismo. Sólo siendo Dios podía
amar de esta manera, porque Dios es amor.
Con razón, millones de hombres y mujeres de todas
las épocas, razas, lenguas y naciones sobre la tierra se
han sentido indignos de Él, y por amor a Él han
sido capaces de entregar con gozo y alegría sus cuerpos,
sus mentes, sus corazones y sus vidas.
LA OBRA DE JESUCRISTO
En las páginas precedentes hemos dedicado
considerable espacio al examen de la evidencia de la deidad de
Jesucristo. Es posible que algunos se hayan convencido de que
Jesucristo es El Señor, Dios mismo manifestado en carne.
Sin embargo, el NT no se ocupa únicamente de la a de
Cristo sino también de su obra. En este sentido,
Jesucristo es presentado como aquel que vino para buscar y salvar
a los pecadores. En realidad, estos dos aspectos son
indisolubles, pues la validez de su obra depende de la divinidad
de su persona.
Para poder precisar la naturaleza de la obra realizada
por Jesucristo, es indispensable que comprendamos quiénes
somos nosotros mismos así como quién es Él.
Lo que Jesucristo hizo, lo hizo por nosotros. Fue una obra
ejecutada por una persona a favor de otras personas; una misión
llevada a cabo por la única persona competente y capaz
para llenar las necesidades de personas necesitadas. Esta
capacidad de Jesucristo se basa en la naturaleza de su persona,
en su divinidad. Nuestra necesidad se basa en nuestra naturaleza:
somos pecadores.
En las páginas siguientes nos volvemos desde la
persona de Cristo hacia la necesidad humana. Pasamos de la
impecabilidad y gloria que hay en Él hacia el pecado y la
vergüenza que hay en nosotros. Sólo entonces, cuando
hayamos comprendido cabalmente lo que somos, estaremos en
condiciones de percibir la maravilla de lo que Él ha hecho
por nosotros y lo que nos ofrece. Sólo cuando hayamos
diagnosticado la enfermedad con toda precisión, estaremos
dispuestos a tomar la medicina
recetada.
EL PROBLEMA DEL PECADO
Primero, hay que reconocer que el pecado no es un tema
muy popular, y muchas veces se nos critica porque insistimos en
este asunto. El cristianismo no es ni pesimista ni optimista en
este asunto, es sencillamente realista frente a este hecho. El
pecado no es un invento de maestros religiosos que quieren
mantenerse en sus puestos de trabajo. El pecado es el hecho
más universal de la experiencia humana.
La historia de los últimos siglos nos ha
convencido de que el problema del mal no radica ni en los
sistemas
económicos, sociales y educativos, sino en el hombre
mismo. El pecado no es meramente un problema social. En el siglo
XIX floreció poderosamente un optimismo filosófico
basado en la creencia en la bondad innata de la naturaleza
humana.
Se creía que la naturaleza del hombre era
fundamentalmente buena, pero que el mal generado en la sociedad era
causado por la ignorancia, por la pobreza, por
la falta de educación; y que
bastaba una reforma social y educativa para que el hombre
alcanzara el estado
perfecto de felicidad, paz y progreso.
Demás está decir que esta ilusión
se estrelló frente a los hechos ineludibles de la
historia. Jamás en la historia del hombre se ha ampliado
tanto el horizonte de las oportunidades de estudio, el avance
científico y tecnológico han alcanzado niveles sin
precedentes en todos los siglos anteriores. Casi todas las
naciones se han lanzado a grandes programas de
bienestar y seguridad
social, y en los países industrializados la vida de
los niños al nacer parece perfectamente bien
asegurada.
Sin embargo, las atrocidades que han caracterizado a las
últimas guerras
mundiales y los subsecuentes conflictos
bélicos internacionales, la supervivencia de
regímenes políticos de opresión y barbarie,
las discriminaciones raciales, políticas
y económicas, el incremento espantoso de la violencia y
del crimen, en todas las estructuras de
la sociedad, nos ha
llevado a la convicción de que la raíz del mal no
está fuera sino dentro del hombre. Y esta raíz
tiene un nombre, aunque no nos guste: el pecado. El
egoísmo humano.
Muchas de las cosas que hoy admitimos como
señales incuestionables de una vida "civilizada"
están profundamente sustentadas y penetradas por el
pecado. Tomemos, por ejemplo, el campo de la Ley. En todas partes
hay un clamor por el incremento de leyes para
proporcionar defensa a la sociedad. Toda
esta amplia y variada legislación, expresada en el
ordenamiento jurídico de una nación, supone la
existencia del pecado.
Los seres humanos no pueden confiar los unos en los
otros; nadie cree que las diferencias y disputas entre los seres
humanos se puedan resolver con justicia y sin
que cada cual busque sacar el máximo provecho
económico a sus propios intereses.
No basta prometer algo, se requiere firmar un contrato; no son
suficientes puertas y ventanas, hay que cubrirlas con rejas y
candados. No basta con cobrar los impuestos, hay
que poner inspectores para que vigilen a los cobradores, y
vigilantes para que controlen a los inspectores. No basta la Ley
y el Orden, no basta una Constitución Nacional ni un Código
Penal.
Hay que tener un poder policial fuerte para obligar al
cumplimiento de la Ley. No podemos confiar en nadie, ni siquiera
en la persona que duerme a nuestro lado. Nadie confía en
nadie, porque necesitamos protegernos de los demás. Esta
es la más terrible acusación contra la naturaleza
humana. Todo esto se debe a esa palabra incómoda que nadie
quiere pronunciar hoy: pecado.
Para la Biblia es absolutamente evidente que el pecado
es una experiencia universal. La sentencia que resume esta
convicción es: "Ciertamente no hay hombre justo en
la tierra, que
haga el bien y nunca peque", dice el libro del
Eclesiastés. La conciencia de los escritores
bíblicos les dice que si Dios se levantara en juicio
contra los hombres, ni uno sólo escaparía a la
condenación, porque ante Dios nadie es
inocente.
El profeta Isaías lo dice categóricamente:
"Todos nosotros nos descarriamos como ovejas; cada cual se
apartó por su camino… todos nosotros somos como
suciedad, y nuestra justicia es
como trapo de inmundicia".
Nada de esto es fantasía. El apóstol Pablo
inicia su carta a los
Romanos argumentando minuciosamente que todos los hombres, sin
discriminaciones de razas ni de religiones, somos pecadores.
Pablo describe la moral
degradada de la sociedad
greco-romana del primer siglo, pero luego afirma que los
judíos, quienes poseían la Ley Santa de Dios, no
eran mejores porque la quebrantaban diariamente.
Por eso, Pablo sentencia rotundamente: "Por cuanto
todos pecaron y están destituidos de la Gloria de
Dios". La sentencia es aún más enfática
en las palabras del Apóstol Juan: "Si decimos que no
hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso, y nos engañamos a
nosotros mismos y somos unos falsos".
Pero, debemos preguntarnos, ¿qué es,
entonces, el pecado? Que es algo universal, eso está
claro; pero, ¿cuál es su naturaleza? La Biblia usa
para designar al pecado varias palabras; una representa algo
así como una falla, un desliz, un lapsus, un error. Otra
es una palabra que significa "no dar en el blanco". Desde otro
punto de vista, el pecado es una transgresión; aquello que
traspasa un límite, un acto que viola la ley y la justicia. Es
decir, pecado es un ideal que no alcanzamos o una ley que
violamos. La Biblia remata diciendo que pecamos cuando, sabiendo
lo que es el bien, no lo hacemos.
EL PECADO Y LA ÉTICA DE
LOS DIEZ MANDAMIENTOS
La Biblia acepta como un hecho normal que todas las
sociedades
humanas tengan normas morales y
éticas diferentes. Los judíos tienen la Ley de
Moisés. Los romanos, el derecho
romano; muchos otros pueblos tienen la Ley de la conciencia.
Pero todas tienen algo en común: todas quebrantan la ley
que tengan, sea cual sea. Nadie llega al cumplimiento de sus
propias normas.
¿Cuál es nuestro código
ético?
Puede que sea la Ley de Moisés o el Evangelio de
Jesús; tal vez sea el sentido de la decencia, o lo que
hace la mayoría, o las convenciones sociales, o tal vez
sean las 8 sendas nobles de los budistas o los 5 pilares de la
conducta de los
musulmanes. Pero, sea lo que sea, hay una constante: No hemos
logrado cumplir con nuestros propios códigos
éticos. Todos nos condenamos a nosotros mismos.
Puede que para ciertas personas que viven, o creen
vivir, "correctamente", estas afirmaciones les cause una genuina
sorpresa. Ellos tienen sus propios ideales y creen que los
cumplen al pie de la letra. Pero muchas de estas personas no son
autocríticas, no son dadas a la introspección.
Saben que de vez en cuando han cometido sus deslices, reconocen
sus deficiencias de carácter; pero no sienten mayor alarma
por eso. Todos terminan autojustificándose y se pican el
ojo con cierta condescendencia. Solemos ser muy duros con los
demás, pero muy blandengues y permisivos con nosotros
mismos.
Esto es muy comprensible, nadie se considera peor que
los demás. Sin embargo, es bueno recordar dos cosas:
primera, que nuestro sentido del fracaso depende de la altura a
que hemos colocado la varilla de nuestras normas. Es muy
fácil considerarse un buen saltador de altura si uno nunca
levanta la varilla más allá de un metro de
altura.
Segunda, que a Dios le interesa el pensamiento que mueve
a la acción y la
motivación que impulsa a la obra.
Esto lo dejó claramente expresado el Señor
Jesucristo y plenamente establecido en su Sermón del
Monte. Podemos examinar cuáles son las normas que Dios
nos ha puesto, a cuál altura Dios ha colocado la varilla.
Por eso, haríamos bien si consideramos los tan conocidos y
muchas veces violados 10 Mandamientos como la norma de nuestra
ética.
Así podríamos ver hasta dónde falla cada uno
de nosotros.
Según el primero de los Diez Mandamientos, Dios
demanda
adoración exclusiva. "No tendrás otros dioses
delante de mí" significa que ya no es necesario adorar
al sol, a la luna, a las estrellas porque son cosas. Sin embargo,
este mandamiento es violado cada vez que otorgamos a algo o a
alguien el primer lugar en nuestros pensamientos, sentimientos y
afectos. Puede ser incluso alguna actividad aparentemente muy
buena o inocente, pero que puede llegar a convertirse en una
ambición obsesionante o egoísta. A esto, la Biblia
lo llama idolatría.
Podemos adorar a dioses de oro y de plata que tienen la
forma de acciones
financieras, o de cuentas
bancarias; o a dioses de madera y
barro, que tienen la forma de posesiones materiales, de
casas y edificios; también podemos adorar a los dioses del
placer, de la búsqueda desenfrenada del sexo, de la
pornografía.
En fin, hemos hecho de las cosas, que en sí
mismas no son malas, divinidades que ocupan el centro de nuestras
vidas. Millones de personas viven para esos dioses de la
satisfacción egoísta de todos los instintos, y se
inmolan y se sacrifican diariamente en sus altares. A esta
idolatría, la Biblia la llama el pecado; cuando el
hombre se ha hecho su propio creador y termina adorándose
a sí mismo.
SIGNIFICADO DE LOS DIEZ MANDAMIENTOS
Si el primero de los Diez Mandamientos se refiere al
objeto de nuestra adoración, el segundo: "No te
harás imagen ni ninguna
semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en
la tierra, ni
en las aguas debajo de la tierra. No
te inclinarás ante ellas ni las honrarás…"
expresa la manera en cómo debemos adorarlo. En el primer
mandamiento, Dios demanda la
adoración exclusiva; en el segundo nos enseña que
la verdadera adoración a Dios debe ser sincera y
espiritual: "Dios es espíritu, y los que le adoran
deben hacerlo espiritualmente y en verdad" (Juan
4:24).
Es posible que ninguno de nosotros llegue jamás a
forjar con las manos una tosca imagen de metal,
de madera o de
piedra; pero, ¿cuál es la imagen de Dios
que guardamos en la mente? Aunque Dios no prohibe el uso de
formas externas en la adoración, éstas son
inútiles si no están acompañadas por una
realidad interna.
Es posible que asistamos frecuentemente a los actos
sagrados, misas y cultos, pero, ¿adoramos realmente a
Dios? Es posible que pronunciemos oraciones, pero, ¿oramos
realmente? Es posible que llevemos la Biblia bajo el brazo, pero,
¿dejamos que Dios nos hable por medio de ella?
¿acaso hacemos lo que ella nos dice?
De nada vale hablar a Dios con los labios si nuestro
corazón
está lejos de Él. Nuestra adoración puede
convertirse en una pérdida de tiempo y en un formalismo
vacío si nuestro corazón no
tiene un profundo deseo de obedecerlo.
Esto es lo que enseña el tercero de los
Mandamientos: "No tomarás el Nombre de Dios en
vano". La Biblia nos manda reverenciar el Nombre de Dios. El
Nombre es la naturaleza y la persona misma de Dios; tomar el
Nombre de Dios en vano es un asunto mucho más profundo que
meras palabras: incluye nuestras acciones,
nuestra conducta. Cada
vez que nuestras acciones y
nuestras conductas contradigan las creencias, o la fe, que
decimos profesar, o nuestras prácticas sean inconsecuentes
con lo que predicamos, estamos profanando el Nombre del
Señor.
En vano llamamos "Señor, Señor" si no
hacemos lo que Él nos ha ordenado hacer. Llamar a Dios
Padre y llenar nuestro corazón de
odio o rencor hacia sus hijos, es profanar el Nombre de Dios.
Hablar de un modo y actuar de otro, es tomar el Nombre de Dios en
vano.
Dios también nos ordena que debemos santificar el
día de descanso. Este es El Día del Señor,
no es nuestro. Es un día para descanso físico,
mental y espiritual, no sólo para disfrute egoísta
de nosotros mismos, sino para el bien común de todos los
demás; debemos hacer todo lo posible para que nadie tenga
que trabajar innecesariamente en el Día del
Señor.
Es un Día Santo que no debemos emplear para
nuestro placer egoísta; este día le pertenece al
Señor no a nosotros. Pero al afán de lucro y de
placer de esta sociedad moderna
ha conducido al hombre a un estado de
esclavitud en
la que el trabajo
sólo se concibe como un medio para lograr fines
egoístas.
Cuando una sociedad no es capaz de proporcionar un
trabajo bien remunerado a la mayor parte de sus integrantes,
también está profanando el Día del
Señor, porque para poder santificar el día de
reposo es necesario que cada persona tenga en qué ocuparse
los seis días restantes de la semana.
Santificar el Día del Señor, entonces,
obliga a proporcionar fuentes de
trabajo y recompensar con salarios justos y
protección social adecuada a todos los trabajadores, para
que así puedan dedicarse con reposo, sin angustias y
afanes, a la adoración y al servicio de
Dios. Porque esto es algo más que una disposición
humana, es un verdadero Plan de
Dios.
En las páginas anteriores llamábamos la
atención al mandamiento de santificar el día del
Señor, día santo apartado para Dios y que debemos
emplear para su servicio y
adoración y no para nuestro placer
egoísta.
Ahora queremos comentar el primer mandamiento que
incluye una promesa: "Honra a tu padre y a tu madre, para que
tus días se alarguen en la tierra que
El Señor, tu Dios, te da". Este mandamiento, el
quinto, es como la bisagra que une las dos tablas de la Ley. La
primera parte está consagrada a los deberes para con Dios
y la segunda a los deberes con los demás, con el
prójimo. El honrar a padre y madre hoy día forma
parte ya del folklore de
nuestra sociedad de consumo; todo
se ha reducido a pensar que honrar padre y madre es llenarlos de
regalos en sus respectivos días, para beneplácito
de nuestros comerciantes.
Pero lo que la Biblia nos enseña es que nuestros
padres ocupan el lugar de la autoridad de Dios en la familia.
Hoy día esta imagen
está muy deteriorada; son millares de niños y
jóvenes que crecen sin una presencia paterna a quien deban
honrar; en otros miles la imagen de la
madre cumple ambos significados, mientras que, por las
condiciones de la vida moderna, en millones de hogares hay
ausencia de padres y madres, y los niños y jóvenes
son criados y educados por personas ajenas al hogar y por otras
fuentes de
autoridad, como la TV o los videojuegos.
El resultado es algo que se ha repetido hasta el
cansancio: hay una profunda crisis en el
hogar, en la familia, y
esto ha provocado enormes y catastróficas consecuencias
para toda la sociedad, tanto en países ricos como en los
pobres.
Si examinamos a nuestra sociedad con la piedra de toque
de estos 10 Mandamientos la conclusión es muy simple: la
naturaleza humana está sumergida en lo que la Biblia llama
PECADO, no importa cómo quieran llamarlo los
comunicadores sociales.
Si el quinto mandamiento nos acusa, ¿qué
podríamos decir del sexto?: NO MATARÁS. Este
mandamiento no sólo tiene que ver con la violencia
física,
esa que todos los días, y cada vez más, se retrata
en las páginas de nuestros periódicos y en las
pantallas de los televisores. Hay miradas que matan.
Hay muchos que desearían matar con tan
sólo la mirada de odio. Y ¿ a cuántos no
hemos asesinado con nuestras palabras hirientes? Sin duda,
tendríamos que concluir que simplemente todos hemos sido
asesinos alguna vez. ¿Podrá alguien decir que la
Biblia miente cuando afirma que "por cuanto todos pecaron
están destituidos de la presencia de Dios?
Jesucristo enseñó que el enojarse contra
alguien sin razón alguna o insultarlo es tan serio como un
asesinato. Todo el que odia es un asesino, dice el Apóstol
Juan. Cada arranque de ira, cada explosión de
pasión incontrolada, cada irritación de mal humor,
cada amargo resentimiento y la sed de venganza son formas de
homicidio.
Podemos matar con el arma de los chismes maliciosos; podemos
matar con el arma del desprecio; matamos cuando exponemos a
alguien al escarnio público y cuando traficamos con
mentiras, con promesas no cumplidas, con el dolor de la tragedia
de los demás, sobre todo si estos son pobres.
Matamos cuando hablamos de otras personas toda clase de
mal, mintiendo; matamos cuando despreciamos y tratamos con
crueldad a otros por su condición social, raza, color, sexo o
creencias intelectuales. Matamos cuando nos creemos superiores a
los demás, cuando miramos la paja en el ojo ajeno y no
contemplamos la viga que hay en el nuestro. Podemos matar con el
arma del rencor y de la envidia. Probablemente, todos alguna vez
lo hemos hecho.
Un principio fundamental del cristianismo básico
es que la enseñanza bíblica va siempre hacia las
raíces más profundas y no se limita meramente a las
cuestiones de la superficie. Los cinco mandamientos finales del
Decálogo tienen un centro común: todos expresan la
necesidad de respetar los derechos de los
demás. Quebrantar uno cualquiera de estos mandamientos es
violar alguno de los derechos fundamentales de
humanidad.
Es violar al prójimo las cosas más
preciosas que cualquier persona puede poseer: La vida ("No
matarás"); su hogar y su honor ("No cometerás
adulterio"); su propiedad ("No
robarás") y, por último, pero no menos importante,
su reputación, su dignidad ("No dirás falso
testimonio contra tu prójimo").
Por su puesto, todos estos mandamientos tienen una
aplicación mucho más profunda que la expresada en
su letra. Así, "No adulterarás" va
más allá de la mera infidelidad conyugal. En
realidad, abarca cualquier clase de relación sexual fuera
de la esfera para la cual tal tipo de relación fue
diseñada: el matrimonio, la
vida en comunidad de una
pareja. Incluye toda perversión de algo que, aunque es un
instinto natural, está bajo nuestra responsabilidad.
La profundidad de este mandamiento, más
allá de cualquier relación física, fue expresada
por el mismo Señor Jesucristo cuando dijo
contundentemente: "Cualquiera que mira a una mujer para
codiciarla, ya adulteró con ella en el
corazón".
Así como albergar cualquier clase de sentimientos
de odio o de venganza en el corazón, es cometer homicidio,
así también cualquier abuso que se cometa contra un
don tan maravilloso, dado por Dios, santo y hermoso, como el
sexo, es
cometer adulterio, aunque éste se cometa en el mundo de
las miradas; porque de la pureza de nuestros ojos depende la
pureza de nuestras acciones.
"No robarás", dice el octavo mandamiento.
Robar a una persona cualquier cosa que le pertenezca o a la que
tenga derecho. Pero éste no es el único sentido. La
evasión de impuestos
también es un robo; el trabajar menos horas de las
estipuladas en el contrato, perder
el tiempo de trabajo en cuestiones personales o en tontas
conversaciones; hacer trabajar demasiado a los obreros y pagarles
menos de lo que merecen; cabalgar los horarios en los hospitales;
no atender correctamente las necesidades de los servicios
públicos y los reclamos de los usuarios; retener las
prestaciones
sociales y desviarlas para otros usos; a todo esto la Biblia lo
llama: ROBAR.
Cuando nos examinamos críticamente a la luz de
estos mandamientos, ¿Quién de nosotros puede
sentirse absolutamente libre de pecado? Sin duda, el pecado es la
verdad más evidente en nuestra naturaleza. Tal es la
enseñanza de La Biblia.
Los últimos dos mandamientos: "No dirás
falso testimonio" y "No codiciarás", incluyen
todas las formas de escándalo, de difamación, de
perjurio; toda clase de habladurías, de chismes, de
charlatanería, toda mentira y exageración o
distorsión deliberada de la verdad; cuando escu-chamos
rumores despiadados e hirientes y los hacemos correr, cuando
hacemos chistes a
costillas de otros, cuando creamos deliberadamente falsas
impresiones.
Por último, y quizás el más
profundo de todos: No codiciarás. Porque es el que
más revela nuestra condición humana. Porque va
más allá de las leyes civiles,
hasta el plano de la ética
profunda. Las leyes civiles no
pueden hacer nada contra la codicia, porque ésta pertenece
a la vida íntima, a la vida interior. Acecha y se esconde
en nuestro corazón.
Un examen cuidadoso de los Diez Mandamientos ha sacado a
luz un feo catálogo de peca-dos. ¡Tantas cosas
tienen lugar debajo de la superficie de nuestras vidas, en los
rincones de nuestra mente, que los demás no ven y que
muchas veces logramos ocultar hasta de nosotros mismos! Pero Dios
sí lo ve; su mirada penetra todas las cosas, hasta los
recodos más profundos del corazón. No hay nada que
pueda esconderse de Dios; todo está descubierto y abierto
a la vista de aquel ante quien tenemos que rendir
cuenta.
Dios nos ve tal cual como somos y su Ley pone de
manifiesto la seriedad de nuestros pecados. La Ley de Dios sirve
solamente para hacernos saber que somos pecadores. Cuando
examinamos los Diez Mandamientos dos verdades saltan a nuestros
ojos: la Santidad de Dios y la pecaminosidad del
hombre.
Sin duda este tema de la naturaleza y universalidad del
pecado nos resulta desagradable y chocante, porque a ninguno de
nosotros nos gusta que nos digan cómo somos realmente.
Pero a esto hay que añadir que el pecado no solo es feo y
desagradable sino que tiene profundas conse-cuencias.
Consecuencias en relación con Dios, en relación con
uno mismo y en relación con los demás.
Aunque quizás ni nos damos cuenta, la
consecuencia más catastrófica del pecado es que nos
aparta de la relación con Dios. El destino más
elevado del ser humano es conocer a Dios y entrar en una
relación personal con Él. La Biblia nos dice que
somos hechos a imagen y semejanza de Dios, y esto es lo que le
otorga nobleza y dignidad a todo ser humano. Esto es lo que hace
posible que tengamos la capacidad de conocer y tener una
relación personal con Dios.
Pero ese Dios a quien podemos conocer es infinitamente
Justo y Santo. En las historias de todos los hombres que en la
Biblia tuvieron la experiencia de ver la gloria de Dios, podemos
observar cómo todos ellos desaparecieron de delante de su
Presencia abrumados por la inmensidad de sus propios pecados.
Moisés, a quien Dios se le apareció en la zarza que
ardía pero que no se consumía, escondió su
rostro porque sintió miedo de mirar directamente a
Dios.
Job, a quien Dios habló desde un torbellino,
exclamó: "De oídas había yo sabido de ti,
pero ahora mis ojos te ven, por eso me aborrezco a mí
mismo y me arrepiento en polvo y ceniza". El gran profeta
Isaías vio la Gloria y la Santidad de Dios y tuvo que
gritar: "¡Pobre de mí, estoy perdido! Porque soy
hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo que
también tiene labios impuras. Y mis ojos han visto al Rey,
el Señor de los Ejércitos".
Saulo de Tarso, mientras viajaba a Damasco lleno de ira
contra los cristianos, fue arrojado al suelo y cegado
por una luz del cielo más brillante que la luz del sol del
mediodía. La misma experiencia la tuvo Juan, el vidente de
Patmos, cuando vio la visión de Jesucristo Resucitado, y
al verlo cayó a sus pies como muerto.
Si pudiéramos descorrer por un momento la cortina
que cubre la invisible majestad de Dios, ninguno de nosotros
podría soportar la terrible visión, porque sabemos
que mientras permanezcamos en nuestra condición de pecado
jamás podremos acercarnos a la Santidad de Dios. Un gran
abismo se abre entre el Dios Justo y Santo y el hombre
pecador.
En realidad, a duras penas podemos imaginar lo pura y
brillante que debe ser la Gloria de Dios, pero sí sabemos
demasiado de las tinieblas en las que estamos nosotros
sumergidos, y la Biblia dice: "¿Qué
comunión tiene la luz con las tinieblas?
LAS CONSECUENCIAS DEL PECADO
En las páginas anteriores hemos señalado
que la consecuencia más catastrófica del pecado es
la separación o ruptura radical entre Dios y los hombres.
Esta verdad bíblica está ilustrada en la misma
construcción del Tabernáculo en el
desierto, tal como se describe en el libro del
Exodo, en el AT, y, posteriormente, del grandioso Templo de
Jerusalén, una de las grandes maravillas de la
antigüedad. Ambas construcciones se hicieron con dos
divisiones: El Lugar Santo, que era el más grande, y el
Lugar Santísimo, en donde residía la Presencia de
Dios.
En el Lugar Santísimo, recinto más
pequeño, estaba la "La Gloria de Dios", símbolo
visible de la Presencia de Dios. Entre los dos recintos estaba
una gruesa cortina o Velo, que impedía la entrada al Lugar
Santísimo. Nadie podía pasar hacia la Presencia de
Dios, excepto al Sumo Sacerdote, y sólo una vez al
año, en el Día de la Expiación, siempre que
llevara consigo la sangre de los
sacrificios por los pecados.
Esta demostración visible de esta tremenda verdad
fue enseñada literariamente por todos los escritores del
Antiguo Testamento: el pecado significa separación
inevitable con Dios, y esta separación acarrea la muerte,
la muerte
espiritual, pues estar separado de Dios es estar separado de la
fuente de la Vida. Por eso, la Biblia afirma lapidariamente:
"La paga del pecado es la
muerte".
Esta muerte
espiritual la Biblia la llama "Infierno", es decir, la muerte
eterna. Dejando de lado las representaciones imaginarias del
Infierno, es importante señalar que nadie debe llamarse a
engaños. La Biblia llama al Infierno como una horrenda y
terrible realidad: Las tinieblas de afuera, porque el
Infierno no es más que la separación eterna con
Dios que es la Luz.
También la Biblia lo llama: La Muerte
Segunda, o "lago de fuego", términos que describen
simbólicamente la pérdida definitiva de la vida y
la sed espantosa que supone el destierro irrevocable y eterno de
la presencia de Dios.
Esta separación con Dios causada por el pecado no
sólo se enseña en la Biblia, sino que se confirma
en la experiencia humana. Cuando los hombres intentan, por ritos,
oraciones y sacrificios, acercarse a la Presencia de Dios,
sólo logran experimentar la sensación como si Dios
estuviera envuelto en densas tinieblas. La razón
está en lo que dice el Profeta Isaías: "Vuestros
pecados han hecho separación entre vosotros y Dios;
vuestros pecados han hecho ocultar su rostro de
vosotros".
Sin embargo, Dios no es el responsable de esta
separación, nosotros sí. Nuestros pecados esconden
de nosotros el rostro de Dios de la misma manera como las nubes
cubren el rostro del sol. Muchas personas han experimentado esta
horrible separación y se han sentido desamparados. Esto no
es sólo un sentimiento, es un hecho. Hasta que el hombre
no experimente el perdón de sus pecados, hasta que todos
nuestros pecados sean perdonados, somos unos exiliados, estamos
como echados fuera, como perdidos, como muertos.
Esto es lo que nos causa la inquietud en nuestros
corazones. Esto es lo que causa la inquietud que existe en el
mundo de hoy. En el corazón humano existe un hambre
espiritual que sólo Dios puede satisfacer, un vacío
que sólo Dios puede llenar. Las noticias que aparecen en
los medios de
comunicación son solo los síntomas de la
búsqueda humana. Reflejan la sed de Dios que hay en el
corazón del hombre contemporáneo y la
separación que experimentan de Él.
Razón tuvo Agustín de Hipona, cuando dijo:
"Tú nos has creado para ti y nuestro corazón
estará inquieto hasta que encuentre su descanso en
ti". Esta situación es indescriptiblemente
trágica porque el hombre no logra alcanzar el destino para
el cual fue hecho por Dios.
El pecado no sólo nos separa y nos aparta de la
relación con Dios: nos esclaviza, nos lleva cautivos. Por
esta razón necesitamos examinar la naturaleza interna del
pecado. Pecado no es solamente un acto o hábito
desafortunado y externo. La Biblia enseña que es una
corrupción
alojada en las profundidades de nuestro ser.
En efecto, los pecados que cometemos son meramente las
manifestaciones externas y visibles de esta enfermedad interior
invisible, son los síntomas de una enfermedad moral. Para
enseñar esta verdad, Jesucristo usó la
metáfora o la imagen del árbol y su fruto. La clase
de fruto que el árbol produce (mangos o guayabas) y su
condición (bueno o malo) depende de la naturaleza y la
sanidad del árbol. Jesucristo también dijo que la
boca habla lo que abunda en el corazón.
En este sentido, Jesucristo está en total
desacuerdo con muchos reformadores sociales de hoy día. Es
cierto que para bien o para mal, todos estamos condicionados por
nuestra condición social, educación, medio
ambiente, sistema
político y económico en que vivimos. También
es cierto que debemos luchar por la justicia, la
libertad y el
bienestar de todos los hombres.
Sin embargo, Jesucristo no atribuye los males de la
sociedad a la falta de mejores condiciones de vida sino a la
naturaleza misma del hombre, lo que en lenguaje de la
Biblia Él llamó "el corazón". Esto es lo que
Él dijo: "Porque de dentro, es decir, del
corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, el
adulterio, la inmoralidad, los asesinatos, el deseo de tener lo
ajeno, las maldades, el engaño, la vida viciosa, los
chismes, el orgullo, la falta de juicio. Todas estas cosas malas
vienen de adentro, y hacen impuro al hombre" (Marcos
7:21-23).
El Antiguo Testamento ya había también
enseñado la misma verdad. El profeta Jeremías
había dicho: "El corazón del hombre es
engañoso y perverso más que todas las cosas.
¿Quién podrá comprenderlo?
(Jeremías 17:9).
Lo que se llama "pecado original" es una tendencia o
predisposición hacia el egocentrismo, tendencia que
heredamos y que está arraigada en lo profundo de nuestra
personalidad y
que se manifiesta de mil modos perversos. Esta naturaleza
corrompida el apóstol Pablo lo llamó "la
carne", de la cual trazó un impresionante inventario de sus
obras o subproductos:
"Porque manifiestas son las cosas que hacen los que
siguen la naturaleza humana: adulterios, fornicaciones,
inmundicia, cosas impuras, idolatría, hechicerías,
enemistades, pleitos, celos, ira, contiendas, disensiones,
herejías, envidias, homicidios, borracheras,
orgías, y cosas semejantes a éstas"
(Gálatas 5:19-21).
Este impresionante inventario de la
corrupción
humana está profusamente ilustrado en las páginas
de todos los diarios y en las pantallas de todos nuestros
televisores. Porque el pecado es una corrupción
profunda de nuestra naturaleza, estamos en esclavitud. Lo
que nos esclaviza no son ciertos hábitos o acciones en
sí, sino más bien la infección de la cual
ellos emanan.
Aunque tal designación nos cause desagrado, la
Biblia nos describe como esclavos. Jesucristo se lo
declaró abiertamente a los fariseos cuando estos
protestaron porque los había llamado esclavos.
Jesús les dijo: "En verdad les digo que todo el que
comete pecado es esclavo del pecado".
Todos conocemos esta tremenda verdad. Tenemos grandes
ideales, pero somos débiles y estamos encadenados a la
prisión de nuestros egoísmos. No importa cuanto nos
jactemos de nuestra libertad, en
realidad somos esclavos. La educación del
intelecto no es suficiente si no hay un cambio en el
corazón. Por eso necesitamos de la libertad que
sólo Jesucristo puede darnos.
La separación del hombre con Dios, aunque es la
más catastrófica consecuencia del pecado, no es la
única. Todavía quedan las consecuencias del pecado
en nuestras relaciones con los demás.
Hemos definido el pecado como una infección
alojada en lo más profundo de nuestra propia naturaleza;
es decir, está en la raíz misma de nuestra personalidad,
controlando nuestro YO, nuestro "EGO". En síntesis, todos
los pecados que a diario cometemos son reafirmaciones del YO
contra Dios o contra el hombre mismo.
El resumen que Jesucristo hizo de toda la Ley establece
el orden contra el cual atenta el pecado: "Amarás al
Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma
y con toda tu mente". Este es el más importante y el
primero de los mandamientos. Y el segundo es semejante y dice:
Amarás a tu prójimo como te amas a ti mismo" (Mateo
22:37-40).
Este es el orden establecido por Dios es: Dios, los
demás y YO. Pero el pecado invierte este orden. Primeros
nos colocamos nosotros mismos, después a los demás
y por último, si queda tiempo, a Dios, en algún
rincón. Hay un libro cuyo título es el siguiente:
MI QUERIDO YO. El autor de este libro no hizo otra cosa
que expresar lo que todos pensamos de nosotros mismos. Cuando
niños íbamos a una fiesta y al momento de repartir
los helados gritábamos: "a mí primero, a mí
primero".
Cuando crecimos, aprendimos que eso no se debía
decir, pero continuamos actuando y pensando lo mismo. Por eso el
pecado describe perfectamente esta verdad. Yo soy el centro del
mundo. La educación puede
ampliar el horizonte de mis intereses y hacer que mi egocentrismo
sea menos desastroso, pero la educación no me
impide que siga viéndome como el centro y la norma de
referencia para los demás.
Este egocentrismo o egoísmo básico afecta
toda nuestra conducta. No nos
es fácil adaptarnos a los demás. Tendemos a
despreciarlos o a envidiarlos; somos víctimas del
sentimiento de superioridad o de inferioridad.
Es verdad que todas las relaciones
humanas son complicadas. Entre padres e hijos, entre esposo y
esposa, entre empleador y empleado. La delincuencia
tiene muchas causas, en gran medida originadas en la falta de
seguridad y
afectos en el hogar. Pero toda delincuencia,
sea cual sea su causa, es una afirmación del YO contra la
sociedad.
Si sólo fuésemos humildes como para
admitir nuestras culpas y errores más que las de los
demás, se podría evitar centenares de conflictos. La
mayoría de los pleitos se deben a malos entendidos, y los
malos entendidos se deben a nuestra falta de comprensión
del punto de vista de los otros. Para la mayoría de
nosotros, es más importante hablar que escuchar,
argumentar que comprender. Esto ocurre desde las disputas entre
intelectuales hasta la más prosaica rencilla
doméstica.
Todos nuestros conflictos
personales, sociales, familiares, o internacionales, ponen de
manifiesto que la verdadera causa de todos estos problemas es
el egocentrismo humano. El pecado nos mete en conflicto unos
contra otros. El pecado es posesivo, es todo lo contrario al
amor. El centro del pecado es el deseo de obtener. El amor es el
deseo de dar.
Necesitamos un cambio radical de nuestra naturaleza,
pero esto no lo podemos realizar por nosotros mismos. Otra vez,
necesitamos un Salvador. La presencia del pecado en nuestra vida
personal y en nuestras relaciones
humanas es para convencernos de la necesidad que tenemos de
Jesucristo.
La fe nace de nuestra necesidad. Para poder tener
confianza en Jesucristo tenemos que desilusionarnos de nosotros
mismos. Sólo los que están enfermos necesitan de
médicos. Solamente cuando hayamos admitido que el pecado
es la causa de la grave enfermedad que nos aqueja, podremos
admitir la urgente necesidad de nuestra curación en
Jesucristo.
CRISTIANISMO Y SALVACIÓN
El cristianismo es una doctrina de salvación. Su
mensaje es muy claro y simple: declara que Dios tomó la
iniciativa en Jesucristo para darnos la libertad de
nuestros pecados. Este es el tema central de toda la Biblia.
Jesucristo mismo lo declara: "El hijo del hombre vino al mundo
a buscar y a salvar lo que se había
perdido".
Como ya hemos explicado en los artículos
anteriores, el pecado tiene tres consecuencias
catastróficas; por lo tanto, la Salvación incluye
la liberación de todas estas consecuencias. Por medio de
Jesucristo, podemos ser traídos del exilio y ser
reconciliados con Dios; podemos nacer de nuevo y recibir una
nueva naturaleza y ser liberados de nuestra esclavitud moral.
Podemos lograr que las viejas discordias sean reemplazadas por
una hermandad de amor.
Cristo hizo posible esta liberación mediante su
muerte
expiatoria en la Cruz del Calvario, mediante la entrega del Don
del Espíritu Santo y mediante la edificación de una
comunidad de
fe: su Iglesia.
Pablo concibe su apostolado como el Ministerio de la
Reconciliación, y el mensaje del Evangelio como un mensaje
de reconciliación. Pablo declara que esta
reconciliación es obra de Dios mismo a través de
Jesucristo. La Biblia declara que en Jesucristo Dios estaba
poniendo al mundo en paz con Él por medio de
Jesucristo.
Todo lo que se logró por medio del sacrificio de
Jesucristo tuvo lugar en el corazón de Dios mismo.
Cualquier explicación de la muerte de
Cristo que no reconozca esta verdad, no el fiel a la
enseñanza de la Biblia, la cual declara rotundamente: "
Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su
Hijo Unigénito, para que todo aquel que en Él cree
no se pierda más tenga vida eterna".
Lo que Dios planificó, Jesucristo lo llevó
a cabo por medio de su muerte en la
Cruz.. Por medio de su muerte hemos
recibido la reconciliación. Esto no es producto de
nuestro propio esfuerzo; la reconciliación la hemos
recibido como un regalo de Dios, como una dádiva de
Dios.
El pecado introdujo la ruptura y la separación
con Dios, la Cruz ha realizado la recon-ciliación. El
pecado engendra enemistad y odio, la Cruz ha traído la Paz
al corazón humano. El pecado ha abierto un abismo entre el
hombre y Dios; la Cruz es el puente tendido sobre ese abismo para
unirnos con Dios. El pecado ha producido la
incomunicación; por eso la Biblia dice que la paga del
pecado es la muerte, no
sólo la física sino la muerte
espiritual. Pero el regalo de Dios es vida y vida en
abundancia.
Pero, alguien podría preguntarse ¿por
qué la Cruz es tan vital para la fe cristiana?
¿Para qué sirvió realmente la Cruz?
¿Por qué la Biblia le concede tanta centralidad?
Para poder entender que la muerte de Jesucristo como un
Sacrificio por el pecado está en el meollo del mensaje de
toda la Biblia, tenemos que examinar primeramente el Antiguo
Testamento.
Desde el principio de su revelación, desde que
Abel ofreció ovejas de su rebaño y Dios lo
miró con agrado, los hombres han ofrecido sacrificios para
tratar de reconciliarse con Dios. Mucho antes de las leyes de
Moisés, los hombres levantaron altares, sacrificaron
animales y
derramaron la sangre.
Después de Moisés, estos sacrificios quedaron
regulados mediante las leyes del culto divino en el Antiguo
Testamento.
Los grande Profetas de los siglos XIII y VII antes de
Cristo protestaron fuertemente ante la inmoralidad de quienes
pretendían adorar a Dios mediante los sacrificios de
animales. Este
sistema de
sacrificios continuó hasta la destrucción del
Templo de Jerusalén en el año 70 de nuestra era. La
enseñanza del Antiguo Testamento se podría resumir
diciendo que sin derramamiento de sangre no
habría salvación, porque la vida del hombre
está en la sangre, y sin
derramamiento de sangre no hay perdón de
pecados.
El pecado abrió un abismo entre Dios y el hombre,
y la Cruz del Calvario es el puente tendido sobre ese abismo. El
pecado rompió la
comunicación, la Cruz la restauró. La
única paga del pecado es la muerte, pero la Cruz de Cristo
nos regaló la vida eterna.
Cuando Jesucristo vino al mundo supo muy bien
cuál era su destino, entendió claramente que
Él tenía que morir. Reconoció que las
Escrituras del Antiguo Testamento daban testimonio de Él y
que las grandes expectativas predichas por los grandes Profetas
tendrían su cumplimiento en Él. Cuando Jesucristo
empezó su ministerio público, llamando al
arrepentimiento y a la conversión porque el Reino de Dios
había irrumpido en la historia a través de sus
milagros, de sus sanidades y portentos, Él sabía
que al final lo esperaba el sufrimiento.
Cuando se encontró con sus discípulos en
un pueblo llamado Cesarea de Filipo, después que Pedro lo
reconoció y lo confesó con el Mesías
prometido a Israel, como el
Hijo del Dios Bendito, Jesucristo cambió por completo el
rumbo de su ministerio público, y empezó a
enseñarles abiertamente que Él tendría que
sufrir y ser rechazado por su pueblo. Jesucristo tuvo plena
conciencia de que su sufrimiento era parte de la Voluntad del
Padre; sabía que tendría que ser probado por un
"bautismo de muerte" y no se sintió plenamente satisfecho
hasta que lo cumplió en la Cruz del Calvario.
Desde ese momento siguió avanzando a pie firme y
fijamente hacia lo que Él llamó "Su Hora", la cual
se cumplió poco antes de ser arrestado, y con los ojos
puestos en la Cruz pudo decir: "Padre, la hora ha
llegado". Pero esta convicción de la prueba a la que
tenía que ser sometido lo llenó de terribles
sentimientos.
Cuando llegó el momento del bautismo final,
Él exclamó: "Mi alma está angustiada
hasta la muerte, y ¿qué voy a decir? ¿Acaso
voy a decir: Padre sálvame de lo que me va a suceder
ahora? No, pues para esto precisamente he venido".
Los escritores del Nuevo Testamento reconocen plenamente
la suprema importancia y la absoluta centralidad de la Cruz del
Calvario. Los cuatro evangelistas dedican a la última
semana y a la muerte de Cristo un espacio mucho mayor que todo el
que dedican al resto de su ministerio público de casi tres
años. Las Epístolas, especialmente las de San
Pablo, lo afirman abierta y categóricamente. San Pablo no
se cansa de recordar a sus lectores la centralidad de la Cruz.
Él tiene un sentimiento de profunda gratitud hacia
Jesucristo, y por eso pudo escribir: "El Hijo de Dios me
amó y se entregó a la muerte por mí", y
por eso su único motivo de orgullo fue la muerte de
Jesucristo en la Cruz.
A los cristianos de la ciudad de Corintio, envueltos en
las sutilezas de la filosofía griega, Pablo les dijo:
"los judíos buscan señales milagrosas y los
griegos la sabiduría, pero nosotros predicamos a
Jesucristo que fue crucificado… poder y sabiduría de
Dios para salvación". Y San Pablo se negó a
conocer de otra cosa que no fuera de este Jesucristo
crucificado.
Todo el resto del Nuevo Testamento enseña la
misma verdad. La carta llamada
"A los Hebreos" afirma: "Ahora, cuando se están
cumpliendo los tiempos, Cristo apareció una sola vez por
todas, ofreciéndose a sí mismo como sacrificio para
quitar el pecado". Y en el Apocalipsis, Jesucristo es
presentado como un Cordero Crucificado, y escuchamos a las
multitudes de santos y de ángeles cantando: "El Cordero
que fue crucificado es digno de tomar el poder, la gloria y la
alabanza".
En conclusión, desde los primeros
capítulos del Génesis hasta los últimos del
Apocalipsis, la Cruz de Cristo es el hilo escarlata que nos
permite encontrar el camino en el laberinto de la historia de la
humanidad narrada en la Biblia.
El SIGNIFICADO DE LA CRUZ
Antes de explicar el significado de la Cruz del Calvario
es necesario reconocer que todavía sigue siendo un
misterio. Para la fe cristiana, la Cruz del Calvario es el
acontecimiento central de la historia de la humanidad. No es de
extrañar, por lo tanto, que nuestra propia mente no pueda
abarcar todo el significado de un acontecimiento tan
trascedental. Como dice el mismo Apóstol Pablo: "Ahora
vemos las cosas de una forma confusa, como reflejos borrosos en
un espejo; pero entonces veremos con toda claridad. Ahora
solamente conozco en parte, pero entonces voy a conocer
completamente, como Dios me conoce a mí".
Nos limitaremos a exponer lo que el Apóstol Pedro
escribió acerca de la muerte de Jesús en la Cruz.
Pedro fue miembro del círculo de apóstoles que se
relacionaron más íntimamente con Jesucristo.
"Pedro, Santiago y Juan" formaron un trío que
disfrutó de un compañerismo más estrecho con
el Maestro que el resto de los Apóstoles. Por eso, Pedro
estaba en excelente condiciones para captar lo que Cristo
pensó y enseñó acerca de su
muerte.
Pero además, podemos confiar en la
enseñanza de Pedro porque al principio se resistió
a aceptar la necesidad de los sufrimientos de Jesucristo.
Él había sido el primero en reconocer la
singularidad de la persona de Cristo, pero también fue el
primero en negar la necesidad de su muerte. Después de
haber declarado "Tú eres el Mesías", enseguida
exclamó con mucha fuerza: "
No, Señor", cuando Jesús comenzó a
enseñar que el Mesías tenía que sufrir.
Durante el resto del ministerio público de Jesús,
Pedro se opuso rotundamente a la idea de verlo sufriendo hasta la
muerte.
Cuando Jesucristo fue arrestado en el Jardín,
Pedro trató de defenderlo, pero después lo
siguió de lejos. En medio de la desilusión que lo
embargaba, lo negó tres veces y las lágrimas que
derramó fueron no sólo de remordimiento sino de
desesperación. Solo después de la
Resurrección, cuando Jesús enseñó a
los Apóstoles que según las Escrituras Él
tenía que sufrir antes de ser Glorificado, Simón
Pedro comenzó por fin a entender y a creer.
A los pocos días, estaba tan aferrado a esta
verdad que pudo hablar a las multitudes reunidas en el atrio del
Templo de Jerusalén y decirles que Dios había
cumplido lo que ya había antes dicho por medio de los
Profetas: que el Mesías tenía que morir.
Por eso, en su Primera Carta encontramos
varias referencias a "los sufrimientos y Gloria de Cristo". Es
posible que nosotros también vacilemos en admitir la
necesidad de la Cruz, y seamos lentos para profundizar en su
significado, pero si alguien puede enseñarnos sobre este
asunto es Simón Pedro.
Para Simón Pedro, Jesucristo murió para
nuestro ejemplo. El trasfondo de su Primera Carta es la
persecución. La hostilidad del Emperador Nerón
hacia los cristianos provocó temor y desfallecimiento en
el corazón de muchos cristianos, ya habían ocurrido
violentos ataques, pero lo peor estaba por venir.
Frente a esta amenaza, el consejo de Simón Pedro
es directo. Si los cristianos son maltratados deben asegurarse
que no sea por causa de hacer algún mal, sino que deben
sufrir por causa de la justicia y recibir la persecución
por causa del Nombre de Cristo. Los cristianos no debían
ofrecer resistencia ni
mucho menos desquitarse. El sobrellevar padecimientos injustos
por causa del Nombre de Cristo contaba con la aprobación
de Dios.
Para explicar esto, la mente de Simón Pedro vuela
hacia la Cruz del Calvario. El sufrimiento inmerecido es parte de
la vocación del cristiano, afirma, "porque Cristo
sufrió por nosotros dándonos un ejemplo, para que
nosotros podamos seguir sus pisadas".
Jesucristo no hizo pecado ni hubo engaño en su
boca, y sin embargo sufrió sin amenazar ni insultar a
nadie. El significado de la Cruz de Cristo es tan incómodo
en el siglo XX como lo fue en el siglo I.
Así mostramos cómo el Apóstol Pedro
afirmó que la muerte de Jesucristo en la Cruz del Calvario
fue para darnos un ejemplo, para que nosotros pudiéramos
seguir sus pisadas. La palabra "ejemplo", usada una sola vez en
el Nuevo Testamento, se refiere al cuaderno en donde el maestro
griego dibujaba el alfabeto perfecto, para que sirviera como
modelo al
alumno que estaba aprendiendo a escribir.
Lo que el Apóstol Pedro quiso
enseñar es que si nosotros queremos aprender a vivir,
tenemos que trazar nuestra vida copiando el modelo de
Jesucristo. Es decir, poniendo nuestros pasos sobre la huella de
sus pisadas. Pero esto no es tan sencillo. Ya lo afirmamos antes:
el desafío de la Cruz es tan incómodo ahora, en el
siglo XX o en el XXI, como lo fue en el siglo I, y tiene tanta
vigencia hoy como la tuvo en el pasado.
Quizás no hay nada tan opuesto a nuestros
instintos naturales como el mandamiento de soportar el
sufrimiento injusto sin oponer resistencia, para
vencer el mal con el bien. Pero la Cruz de Cristo nos llama a
aceptar la injuria, a amar a nuestros enemigos, a orar por
aquellos que nos persiguen, a dejar en manos de Dios los deseos
de venganza.
Sin embargo, la muerte de Jesucristo en la Cruz es algo
mucho más que un ejemplo inspirador. Si fuera solamente un
buen ejemplo, buena parte de los relatos de los Evangelios
serían inexplicables. Por ejemplo: allí
están esas extrañas afirmaciones de Jesucristo de
que Él daría su vida como precio por la
libertad de muchos, y derramaría su sangre para el
perdón de los pecados. En un ejemplo no hay
redención. Un modelo no
puede asegurarle el perdón de los pecados a
nadie.
Además, ¿Por qué Jesucristo se
sintió tan oprimido por sentimientos terribles y
angustiosos a medida que se aproximaba a la Cruz?
¿Cómo explicar la inmensa agonía en el
Jardín de Getsemaní: sus lágrimas, su clamor
y su sudor de sangre? ¿ Fue acaso la Cruz el trago amargo
ante el cual quiso retroceder? ¿Sintió miedo ante
el dolor y la muerte? Si esto es así, entonces su ejemplo
no sería tan digno de imitar. Más coraje
mostró el filósofo Sócrates
cuando, según Platón,
bebió el veneno con alegría y de buena
gana.
¿Qué significado entonces tendrían
las densas tinieblas que cubrieron la tierra, el
grito de desamparo, la ruptura del velo del Templo de
Jerusalén, partido de arriba abajo? Todas estas cosas
carecerían de significado si la muerte de Jesucristo fuera
solamente para darnos un buen ejemplo.
Pero nuestra necesidad humana no requiere solamente de
un buen ejemplo para ser satisfecha. No necesitamos solamente de
un buen ejemplo. Necesitamos de un SALVADOR. Un buen
ejemplo puede motivar nuestra imaginación, avivar nuestro
idealismo,
fortalecer nuestra capacidad de decisión y deseos de
luchar, pero nunca podrá limpiarnos la mancha de nuestros
pecados, ni dar paz a nuestra conciencia atribulada ni
reconciliarnos con Dios.
La enseñanza apostólica contenida en el
Nuevo Testamento es contundente, unánime y sin asomo de la
menor duda al afirmar que la presencia de Jesucristo en el mundo
y su muerte en la Cruz del Calvario fue para el perdón de
nuestros pecados. Todos afirman a una voz que Jesucristo vino al
mundo para quitar nuestros pecados y que murió para darnos
perdón y vida eterna, la vida abundante.
En su primera carta, el Apóstol Pedro describe la
relación entre la muerte de Cristo y nuestros pecados en
los siguientes términos: "Jesucristo mismo llevó
nuestros pecados en su cuerpo sobre la cruz" (cap. 2:24).
Esta expresión "llevar el pecado" puede que nos resulte
extraña y para entenderla tenemos que remitirnos al
Antiguo Testamento, en donde en varios textos se dice que quien
quebrante los mandamientos de Dios "llevará su
pecado". Esta expresión sólo puede significar
una cosa: es sufrir las consecuencias del pecado propio, soportar
la sentencia y el castigo.
Los sacrificios de animales
ordenados en la Ley mosaica, y que hoy nos resultan totalmente
incomprensibles, tenían la finalidad de ilustrar la
posibilidad de que otra persona pudiera aceptar la responsabilidad de llevar las consecuencias de los
pecados ajenos.
En el gran Día de la Expiación, el Sumo
Sacerdote de Israel debía colocar sus manos sobre un chivo
macho, acto por el cual él y el pueblo se identificaban en
el animal, y entonces tenía que confesar sus pecados
propios y los de la nación, transfiriéndolos
simbólicamente al chivo macho, el cual era arrojado al
desierto hasta morir.
Es decir, "el chivo expiatorio" llevaría sobre
sí los pecados de toda la nación. Esto muestra que
"llevar el pecado de otro" significa transformarse
en su sustituto, sufrir el castigo del pecado en su
lugar.
Sin embargo, como lo afirma el Nuevo Testamento, la
sangre de los toros y de los chivos expiatorios nunca pudo quitar
el pecado de los hombres. Por eso, el Profeta Isaías,
capítulo 53, anuncia que el sufrimiento de un inocente,
que es llevado "como oveja al
matadero" sobre la cual Dios puso
todas las iniquidades de todos nosotros, será la ofrenda
que Dios aceptará para expiar nuestras culpas.
Cuando al fin de los tiempos llegó Jesucristo,
después de siglos de espera y preparación, Juan el
Bautista lo presentó públicamente con estas
palabras extraordinarias: "Miren, este es el Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo". Más tarde, cuando se
escribió el Nuevo Testamento, todos sus autores no
tuvieron dificultad en reconocer que la muerte de Jesucristo era
el sacrificio final en el cual todos los sacrificios del Antiguo
Testamento alcanzaron su pleno cumplimiento.
Esta verdad es una parte fundamental del mensaje de todo
el Nuevo Testamento: Cristo se ofreció a sí mismo,
una sola vez para siempre, como sacrificio vivo para quitar el
pecado de todos nosotros. Él se identificó con los
pecados de todos nosotros. No sólo se contentó con
asumir nuestra propia naturaleza; también tomó
sobre sí mismo todas nuestras iniquidades. No sólo
se hizo hombre en el vientre de María, fue hecho
pecado en la Cruz del Calvario en sustitución de todos
nosotros.
Esta sorprendente afirmación encierra uno de los
misterios más abismales: Dios no quiso hacernos
responsables de nuestras iniquidades, y entonces, en su amor por
nosotros, un amor que nadie merecía, descargó sobre
Jesucristo, la víctima inocente, el pecado de todos
nosotros y lo trató como el chivo expiatorio para que
nosotros, unidos e identificados con Él, lleguemos a tener
la Vida que Dios siempre ha querido darnos.
"Cristo fue hecho pecado en la Cruz del
Calvario", es una de las
expresiones más sorprendentes de toda la enseñanza
de la Biblia. Cuando contemplamos la Cruz del Calvario comenzamos
a comprender las terribles implicaciones de estas palabras del
Apóstol Pablo. Recordemos que cuando Jesucristo entregaba
su vida en el Calvario, en pleno mediodía, dice la
Escritura que
"hubo tinieblas sobre toda la
tierra", que continuaron durante tres horas.
La oscuridad estuvo acompañada por el silencio.
Nadie podía ver ni describir con palabras el terrible
espectáculo: el Inmaculado Cordero de Dios estaba llevando
voluntariamente sobre su cuerpo los pecados acumulados de toda la
historia humana. En ese marco de desamparo espiritual, de
angustia y desolación, de sus labios surgió un
gemido desgarrador: "Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?
Estas palabras son parte de una cita del Salmo 22 del
Antiguo Testamento, lo que indica que durante su agonía
Jesucristo estuvo meditando en este salmo de David que habla de
los sufrimientos y gloria del Mesías. Pero, por qué
citó Él ese verso? ¿Por qué no
citó algunos de los versículos que hablan del
triunfo del Mesías? ¿Hemos de pensar que fue un
grito de debilidad, de desesperación humana o de
extravío mental por causa de la agonía?.
NO. A estas palabras hay que darles el peso que tienen.
Jesucristo gritó esas palabras de las Escrituras porque
entendió que se estaba cumpliendo en Él, que
Él estaba llevando sobre su cuerpo todos los pecados de la
humanidad, y Dios el Padre no pudo contemplar la agonía de
Jesu-cristo porque todos nuestros pecados se estaban
interponiendo entre el Padre y el Hijo.
El Hijo de Dios, que estaba eternamente con el Padre y
gozó de plena comunión con Él durante su
vida terrena, estaba siendo momentáneamente abandonado.
Por causa de los pecados de toda la historia humana, Jesucristo
estaba siendo sepultado en el infierno, saboreando el tormento de
ser separado de la comunión con su Padre.
Al cargar con todos los pecados de la historia humana,
Jesucristo murió nuestra propia muerte. Soportó en
nuestro lugar el terrible castigo que merecíamos todos
nosotros.
Pero no todo fue tinieblas y silencio. En medio de esa
espantosa oscuridad, emergió un grito de triunfo: "Todo
está consumado: Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu". Así había completado la obra
para la cual había venido. Los pecados de todos nosotros
habían sido quitados. La reconciliación con Dios
estaba ahora al alcance de todos los que decidieran confiar en
ese Sacrificio Eterno. Todos los que creyeran en Él como
Su Salvador tendrían la oportunidad de restablecer la
comunión con el Padre.
Inmediatamente después de morir en la Cruz, como
una demostración pública de su triunfo, la Biblia
nos dice que la mano invisible de Dios rasgó el velo del
Templo de Jerusalén y lo echó a un lado. Ya no
había separación del Lugar Santísimo. El
camino hacia la Presencia Santa de Dios estaba abierto para
nosotros. Treinta y seis horas después de haber sido
sepultado, Jesucristo se levantó triunfante de la tumba
para demostrar que su muerte no había sido en vano. La
Vida triunfó sobre la muerte.
El tema de Jesucristo muriendo en la Cruz del Calvario
por nuestros pecados, llevando sobre su cuerpo el pecado de toda
la historia humana para reconciliarnos con Dios, no es muy
popular hoy. Vivimos en tiempos de religión de ofertas:
muchas ofertas religiosas para alcanzar la felicidad, la paz
mental, la prosperidad, para aprender un curso de milagros, para
"parar de sufrir", para aprender a cómo obtener nuestro
propio auto-perdón y una cantidad incontable de ofertas
que llenan el moderno supermercado de la metafísica y el
esoterismo religioso de la "nueva era". Próspero negocio
para unos cuantos vivos.
Predicar y enseñar hoy sobre la Cruz de Cristo
parece estar fuera de moda.
También en el pasado lo estaba. La Cruz de Cristo fue un
escándalo para los judíos, y una locura para la
sabiduría de los griegos. Pero esta locura de la Cruz ha
sido y es la Gloria de la Iglesia de Cristo, porque Dios
escogió salvar a la humanidad mediante la
predicación de esta locura. El Apóstol Pablo lo
proclamó con orgullo santo:
"Lejos esté de mí gloriarme
sino en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo"
(Gálatas 6:14).
Desde entonces el mensaje de la Iglesia de Cristo ha
sido el mismo: "Nosotros predicamos
a Jesucristo y a éste crucificado",
porque "Dios estaba en Cristo poniendo al mundo en paz
con Él". No podemos explicar cómo Dios pudo
estar reconciliando al mundo y, al mismo tiempo en la Cruz,
convirtiendo a Cristo en pecado por nosotros. Pero aunque no
podamos ni siquiera sondear este misterio, debemos proclamar esta
verdad: Jesucristo sufrió el castigo de nuestros pecado en
nuestro lugar.
La enseñanza bíblica es absolutamente
consistente. El pecado nos había separado de Dios, pero
Cristo nos ha reconciliado nuevamente con Dios, nos ha llevado de
vuelta a la Casa del Padre Celestial. Por eso sufrió la
muerte en la Cruz en nuestro lugar, y lo hizo una sola vez y para
siempre, de una vez por todas, de modo que no puede repetirse, ni
mejorarse, ni añadírsele nada, ni suplementarse con
nada.
Pero ¿qué significa todo esto? Significa
que ninguna observancia o práctica religiosa ni ninguna
"buena obra", ni ninguna indulgencia, por más Jubileo
del año 2000 al cual asistamos, podrán jamás
"ganar nuestro perdón".
Mucha gente en nuestro contexto cultural considera que
la religión
es un sistema de
méritos humanos, y han terminado haciendo del cristianismo
una caricatura comparable a cual-quiera de las religiones orientales.
Muchos no ven la diferencia entre el Evangelio y las religiones
orientales, porque están enseñados a pensar que
para agradar a Dios tienen que hacer méritos.
Mucha gente ha sido criada y enseñada en este
sistema de
religión por méritos y piensan que para obtener el
perdón de Dios tienen que hacer algo, tienen que acumular
méritos. Esta enseñanza es contradictoria con el
mensaje de la Cruz de Cristo.
Jesucristo murió para expiar nuestros pecados
sencillamente porque jamás nosotros podemos expiarlos por
nuestra propia cuenta. Si pudiéramos hacerlo, el
Sacrificio de Jesucristo en la Cruz sería una redundancia.
Afirmar que podemos alcanzar el perdón de Dios por
nuestros propios méritos y esfuerzos es un insulto a
Jesucristo porque equivale a decir que podemos
arreglárnosla sin Él, que no era necesario que
Él muriera.
Si pudiéramos ganar el perdón de Dios por
nuestras propias obras, por muy buenas que éstas sean,
entonces de nada serviría la muerte de Cristo en la Cruz.
El mensaje de la Cruz, aunque parezca una tontería para
muchos, es la única fuente eterna de nuestra paz y de
nuestra salvación. Aunque para muchos parezca una
tontería, la Cruz de Cristo es y seguirá siendo la
única fuente de eterna salvación, y, nos guste o
no, ése es y debe seguir siendo el mensaje proclamado por
la Iglesia de Cristo. Pero, ¿qué queremos decir con
SALVACIÓN?
"Salvación" es un término
sumamente amplio, y es un gran error suponer que se refiere
única y exclusivamente al perdón de nuestros
pecados. Dios se interesa no sólo por nuestro pasado y por
nuestro futuro, sino también por nuestro presente. El
propósito de la muerte de Jesucristo en la Cruz es, en
primer lugar, reconciliarnos con Dios, pero esta
reconciliación tiene por finalidad liberarnos
progresivamente de nuestros egoísmos y ego-centrismo para
llevarnos a una vida de plena armonía y
reconciliación con nuestros semejantes.
LA IGLESIA DE CRISTO
Ciertamente Cristo, por su Sacrificio
Eterno en la Cruz, nos libera de la muerte, pero
¿Quién nos libera de nosotros mismos? La Biblia nos
enseña que la liberación de nuestros
egoísmos es obra del Espíritu de Dios. Por causa de
nuestra salvación, Dios nos incorpora a una comunidad nueva,
a una comunidad de amor
y de fraternidad. Esta Nueva Humanidad es LA IGLESIA. Pero,
¿qué entendemos por "Iglesia"?
No debemos concebir el pecado como una serie de accidentes
morales desconectados entre sí; nuestros pecados son los
síntomas de una grave enfermedad interna. El árbol
se conoce por sus frutos; la calidad de los
frutos depende de la calidad del
árbol que los produce. El árbol bueno da buenos
frutos, el árbol malo produce malos frutos. Por
consiguiente la causa profunda de nuestros pecados es nuestra
naturaleza. Y esta naturaleza es egocéntrica. Por lo
tanto, para cambiar nuestra conducta
pecaminosa se requiere un cambio de naturaleza.
Pero, ¿acaso puede ser cambiada esta naturaleza?
¿Es posible que una persona colérica llegue a ser
una persona dulce? ¿Es posible que un orgulloso llegue a
ser humilde? ¿Es posible que un egoísta llegue a
ser una persona generosa y altruista?
La Biblia dice que estos milagros sí pueden
suceder, y ésta es parte de la Gloria del Evangelio.
Jesucristo ofrece cambiar no sólo nuestra relación
con Dios sino también nuestra propia naturaleza.
Jesucristo habló de la necesidad de un NUEVO NACIMIENTO y
sus palabras mantienen absoluta vigencia: "En verdad les digo,
que el que no nace de nuevo no puede ver el Reino de Dios…
todos tienen que nacer de nuevo".
Esto mismo lo afirma categóricamente
el Apóstol Pablo: "De modo que si alguno está en
Cristo, nueva creación es". Estamos frente a la
posibilidad de tener un nuevo corazón, una nueva vida, una
nueva naturaleza. Pero este tremendo cambio profundo es obra del
Espíritu de Dios. El "nuevo nacimiento" viene del
Espíritu de Dios.
El Espíritu de Dios ha estado siempre
activo y presente en el mundo, desde antes de la creación
misma. Los Profetas del Antiguo Testamento hablaron de una
época cuando la presencia del Espíritu Santo se
derramaría sobre toda carne, sobre todos los pueblos y
naciones.
Jesucristo, al partir de este mundo, prometió que
el Espíritu Santo vendría a ocupar su lugar en el
mundo. El ES EL ÚNICO Y VERDADERO VICARIO DE CRISTO EN LA
TIERRA.
Esta presencia especial del Espíritu Santo se
derramó sobre los discípulos de Cristo en el
día llamado de Pentecóstés. Desde entonces,
Cristo no sólo está "CON nosotros", sino que
Él "estará siempre EN nosotros". Esta presencia y
habitación de Cristo CON y EN nosotros, por medio de su
Espíritu Santo, es lo que ha creado esa nueva comunidad llamada
IGLESIA. La comunión de los que han nacido de nuevo.
Hablaremos de ella en las próximas
páginas.
En un cierto sentido, la enseñanza de Jesucristo
fue un fracaso. Muchas veces, en sus tres años de
ministerio público, Él había enseñado
a sus discípulos sobre la humildad, que debían ser
humildes como él. Pero, al final de su vida terrenal,
Pedro, por ejemplo, seguía siendo un orgulloso, prepotente
y soberbio. Muchas fueron las veces en que les
enseñó que debían tratar con amor a todos;
sin embargo, sus discípulos Juan y Santiago, hasta el
final, hicieron honor a sus apodos de "hijos del
trueno".
Sin embargo, cuando continuamos leyendo el
Nuevo Testamento, nos encontramos en la Primera Carta de Pedro
con significativas enseñanzas sobre la humildad, y cuando
leemos las Cartas de Juan
vemos cómo sobreabundan en la experiencia del amor.
¿A qué se debe esta tremenda diferencia? La
respuesta la encontramos en el llamado "Día de
Pentecostés". Ese día El Espíritu de Dios se
derramó en forma especial sobre los discípulos; ese
día nació a la luz pública la Iglesia de
Cristo.
¡Pero, cuidado! Cuando escuchamos o leemos la
palabra "IGLESIA" estamos acostumbrados a pensar en la poderosa e
impresionante estructura
vertical conformada por los Sacerdotes, por los Obispos, los
religiosos y religiosas, por la Jerarquía, a cuya cabeza
reina soberano el Papa, y de la cual el pueblo, los laicos, los
de demás, forman a penas un apéndice llamado "los
fieles".
Nadie piense que el Día de Pentecostés fue
una experiencia única y exclusivamente reservada para los
Apóstoles y algunos santos supereminentes. En el Nuevo
Testamento hay un mandato determinante y claro para todos los que
quieren seguir a Jesucristo como sus discípulos: "Sed
llenos del Espíritu Santo".
La presencia interna del Espíritu de Dios en cada
persona que se dice ser cristiano es el certificado de nacimiento
de la Iglesia. Si el Espíritu Santo no habita, no ha
fijado su residencia, en cada uno de nosotros, en todos los que
decimos creer en Jesucristo, simplemente no hay
Iglesia.
Así de sencillo. Sin el Espíritu de Dios
morando en cada corazón, no existe Iglesia, aunque
tengamos las más poderosas estructuras
religiosas, los más espectaculares Templos y Catedrales,
las más impresionantes ceremonias religiosas y las
más pomposas y lujosas vestiduras.
Esto no lo decimos los evangélicos. Lo afirma
rotundamente el Apóstol Pablo: "Si alguno no tiene el
Espíritu de Cristo, no es de Cristo" (Romanos 8:9) y
es una enseñanza consistente de todo el Nuevo Testamento.
Cuando ponemos nuestra fe y confianza absolutamente en Jesucristo
y nos entregamos a Él para ser sus discípulos,
entonces el Espíritu de Dios toma posesión de
nosotros y hace de nuestros cuerpos su Templo. Nosotros somos,
pues, Templo del Espí-ritu Santo, si es que el
Espíritu de Dios mora en nosotros.
No se crea que esto es una papaya. Por el contrario,
esto significa entrar en un conflicto, en
una tremenda lucha. Por una lado, la presencia del
Espíritu Santo en nosotros abre un camino hacia la
libertad y la victoria sobre el pecado, pero al mismo tiempo nos
introduce en un verdadero campo de batalla. San Pablo nos da una
dramática descripción de esta batalla en el cap. 5
de su Carta a los Gálatas.
En esta forma, los cristianos somos convertidos en campo
de batalla. Los combatientes en esta batalla son nuestra
naturaleza egoísta y ególatra, que el
Apóstol llama "La Carne", y el Espíritu de Dios que
nos anhela celosamente. Esto no es una árida teoría
teológica. Es la experiencia diaria de todo verdadero
discípulo de Cristo. De esta batalla seguiremos
hablando.
Terminamos las páginas anteriores
hablando de la gran batalla espiritual que se desarrolla en la
vida de toda persona que permite que el Espíritu de Dios
more en él. En su carta a los Gálatas, cap. 5,
Pablo afirma que los deseos de nuestra naturaleza egoísta
batallan contra los deseos del Espíritu, y los deseos del
Espíritu se oponen a nuestros deseos egocéntricos.
Es decir, ambas naturalezas, la espiritual y la meramente humana,
están enfrentadas en nosotros a fin de que no podamos
hacer lo que nos dé la gana.
Esta es una experiencia diaria de todo verdadero
cristiano. Somos absolutamente cons-cientes de que los deseos de
nuestra naturaleza ejercen una poderosa presión sobre
nosotros, pero también de que una poderosa fuerza tira en
sentido contrario. Si dejamos sueltas las riendas de nuestros
deseos, nos lanzamos a la más profunda oscuridad moral, a
una verdadera "selva moral", cuyos resultados están a la
vista a diario en las páginas de los periódicos y
en las pantallas de la TV, en la cultura de la
muerte que nos rodea.
Pero si permitimos que el Espíritu sea quien nos
gobierne, el resultado será una vida de amor,
alegría, gozo, paciencia, amabilidad, bondad, dominio propio,
fidelidad, humildad y paz. A esto la Biblia lo llama "el fruto
del Espíritu". Si el árbol es bueno, dará
buenos frutos; pero si el árbol es malo, no puede dar
nunca buenos frutos.
¿Cómo podemos dominar a nuestra naturaleza
egoísta de manera que los buenos frutos nazcan, crezcan y
maduren en nosotros? La respuesta está en la actitud que
adoptemos frente a cada una de estas fuerzas que combaten en
nosotros. Nuevamente encontramos la clave en la Biblia, la
Palabra de Dios: "Los que son de
Cristo, ya han crucificado la naturaleza humana junto con sus
pasiones y deseos" (Gálatas
5:24).
Frente a la naturaleza puramente humana, tenemos que
vivir según la naturaleza del Espíritu. Es
necesario adoptar una actitud de
duro rechazo y resistencia
frente a la dominación ejercida por los apetitos de
nuestra naturaleza egoísta y egocéntrica. Pero
debemos rendirnos confiadamente al dominio
indiscutido de nuestra naturaleza espiritual para que los frutos
del Espíritu maduren y brillen en nuestra vida.
San Pablo expone esta profunda verdad en su
Segunda Carta a los Corintios, cap. 3:18: "Por tanto, nosotros
todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un
espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria
en gloria en su misma imagen por la acción del
Espíritu del Señor".
Esto es lo que hace el Espíritu de
Dios cuando dejamos que tome el dominio absoluto
de nuestra naturaleza humana: nos transforma a la imagen y
semejanza de Jesucristo mismo.
Mientras continuemos mirando fijamente a Jesucristo, el
poder de su Espíritu nos va trans-formando conforme a su
imagen y semejanza. De nuestra parte, sólo nos toca el
arrepentimiento, la fe y la disciplina, la
entrega incondicional a Él. El resultado, esos frutos que
hemos mencionado, será la obra exclusivamente del
Espíritu de Dios.
Ningún escritor podrá escribir obras como
las de Cervantes con tan solo mirar o leer algunos de sus obras.
Sólo Cervantes pudo escribir sus obras. Pero, si el genio
de Cervantes pudiera venir y vivir en mí, entonces yo
podría escribir obras como las que él
escribió. De igual modo, nada ganamos con tener por
delante de nosotros la vida de Jesucristo. Yo no podría
vivir vida semejante con tan solo leer de ella en los
Evangelios.
Sólo Jesús de Nazareth pudo vivir como
Jesús de Nazareth. Pero, si el Espíritu de Cristo
pudiera venir y vivir en mí, entonces yo podría
vivir una vida semejante a la de Jesucristo. En esto consiste
sencillamente el concepto de la
santidad según la enseñanza de la Biblia. En vivir
una vida semejante a la de Jesús de Nazaret. Y este es el
secreto de una vida auténticamente cristiana.
No se trata de que nosotros nos vamos a esforzar por
vivir una vida semejante a la de Él. No es que nosotros
vamos a copiar su estilo de vida. Jamás lo
podríamos hacer. Se trata de permitir que Jesucristo venga
a mí y viva en mí, por medio de su Espíritu.
No basta tener a Jesucristo como un buen ejemplo de vida; es
necesario que Él viva en nosotros como Salvador y
Señor. Si por su muerte tenemos el perdón de
nuestros pecados, por su presencia viva en nosotros, por su
Espíritu, tenemos el poder de romper con el dominio de
nuestra egocéntrica naturaleza y de vencerla.
El pecado tiene un poder centrífugo. El pecado es
un poder que interfiere en todas las relaciones
humanas, de cualquier tipo. Es una fuerza que separa, que
rompe amistades, destruye familias, genera conflictos
sociales y guerras entre
naciones. El pecado separa al hombre de su relación con
Dios. También lo separa de relación con los
demás hombres. Y además destruye su relación
consigo mismo.
Todos conocemos por experiencia como cualquier
comunidad, ( sea una escuela, un
hospital, una fábrica, un sindicato, una
universidad, un
equipo deportivo, una Iglesia, un partido político, etc.),
puede convertirse en un hervidero de rivalidades, contiendas,
conflictos y
enemistades. Vivir juntos y en armonía es posiblemente la
experiencia más difícil de lograr en la sociedad
humana.
Pero, desde el principio de la Creación, el
propósito de Dios es poner fin a las enemistades y
contiendas entre los hombres. Dios ha querido reconciliarse con
nosotros y reconciliarnos entre nosotros mismos. Pero esta
reconciliación no es una conquista aislada. Dios no nos ha
salvado de la enemistad para que vivamos aislados, cada quien por
su lado, desconectados entre nosotros mismos. Desde el principio,
Dios se propuso formar para sí mismo un pueblo suyo
propio.
Esta historia comienza con el llamamiento de Abraham
para que abandonara su tierra y su
familia y se
fuera a una tierra que
Dios le había prometido. Dios le dio a Abraham la promesa
de bendecirlo y de multiplicarlo, y de bendecir a todos los
pueblos de la tierra a
través de él y de su descendencia.
¿Cómo serían bendecidas todas las naciones
de la tierra a través de Abraham?
Siglo tras siglo, en el desarrollo de
la historia, el pueblo nacido de Abraham, en lugar de ser
bendición para todos las naciones, parecía
más bien una maldición. Encerrado detrás de
sus altos muros religiosos, el Pueblo de Dios se reparó de
los otros pueblos para no contaminarse por el contacto con los "
gentiles inmundos". En varias etapas de su historia,
parecía que el Pueblo de Israel había perdido su
destino como bendición para las demás naciones.
¿Habría sido la promesa de Dios para Abraham una
mentira?
De ninguna manera. Los Profetas
bíblicos vislumbraron un tiempo cuando, desde todos los
confines de la tierra, vendrían todos los pueblos en
búsqueda del Reino de Dios. Cuando vino el cumplimiento
del tiempo, apareció Jesús de Nazaret y
anunció la llegada del tan largamente esperado Reino.
Desde ese momento, el Pueblo de Dios ya no sería una
nación apartada, sino una comunidad cuyos miembros
procederían de todas las razas, naciones, tribus y
lenguas.
Para lograr ese propósito, El Señor
Resucitado ordenó a sus discípulos. "Id por todo
el mundo, y haced discípulos en todas las
naciones". A la totalidad de estos
discípulos, Jesús los llamó: "MI IGLESIA". Y
así es como la promesa de Dios hecha a Abraham y a sus
descendientes se está cumpliendo hoy, con el desarrollo y
expansión del Pueblo de Dios en todo el mundo.
El Nuevo Testamento presenta a este Pueblo de Dios, la
Iglesia de Jesucristo, como una unidad de todos los creyentes en
un cuerpo. La Iglesia, dice San Pablo, es El Cuerpo de Cristo.
Cada cristiano es un miembro de ese Cuerpo, y Jesucristo mismo es
la Cabeza que controla todas las actividades de ese organismo. No
todos los órganos del cuerpo tienen las mismas funciones, pero
todos los miembros del cuerpo son indispensables para mantener la
salud y la
utilidad del
cuerpo.
A todo este cuerpo lo anima la misma vida. La unidad
del cuerpo depende de la presencia de Su Cabeza, que es
Cristo. Hay un solo Cuerpo, un solo Señor y un solo
Espíritu que le da la vida al Cuerpo. Esta unidad
espiritual interna del Cuerpo no es destruida ni siquiera por las
divisiones organizacionales externas de la Iglesia. La unidad de
la Iglesia es indisoluble porque es la Unidad en el
Espíritu de Cristo, presente y activo en medio de su
Cuerpo. La Iglesia es, entonces, la Comunidad del
Espíritu, no la
organización humana, ni la Jerarquía religiosa,
ni sus instituciones
políticas o sociales.
Pero esta participación en un Solo y
Único Cuerpo, que se extiende por todo el mundo,
solamente es posible mediante nuestra incorporación y
participación en una comunidad local, que es la
manifestación particular de la Iglesia Total
Universal.
La unidad de ese Cuerpo Universal que es la Iglesia
depende de la Presencia en ella de Jesucristo, Su única
Cabeza. Ni siquiera las divisiones institucionales, con todo lo
lamentables que son, destruyen la unidad del Cuerpo de Cristo
pues esta unidad consiste en la común participación
en la vida en unión con Cristo, como Cabeza.
Solamente participando en la vida de una comunidad
local, en una Iglesia local, podemos afirmar nuestra
participación en la vida de la Iglesia Total Universal, la
que se extiende por todo el mundo. Esta participación es
la oportunidad de adorar a Dios en comunión con otros
cristianos y de servir a la sociedad en la manifestación
de los dones con los que Dios ha dotado a la Iglesia Universal.
Esto es lo que el Credo llama La Comunión de los
Santos".
Muchos reaccionan contra la Iglesia Jerárquica
institucional y la rechazan por completo. A menudo la Iglesia
como institución se muestra arcaica, volcada sobre
sí misma, reaccionaria. Pero es necesario recordar que la
Iglesia está integrada por gente, no por ángeles,
por pecadores que no son infalibles. No tenemos que alejarnos de
la Iglesia por esa razón, porque los mismos que la
rechazan son igualmente pecadores y falibles. La Iglesia, por lo
tanto, no es infalible, y lo que debemos repudiar es precisamente
la pretendida infalibilidad que alguna organización eclesiástica se
atribuyó desde cuna cierta etapa de su desarrollo
ideológico.
También tenemos que reconocer que no todos los
que pertenecen a la Iglesia-Institución son,
necesariamente, miembros de la Iglesia real, del Cuerpo de
Cristo. Algunos cuyos nombres están escritos en los
libros de la
Iglesia visible no están inscritos en "el Libro de la
Vida". A nosotros no nos corresponde juzgar, pues sólo el
Señor de la Iglesia, como Cabeza, conoce quiénes
son verdaderamente suyos. Las Iglesias locales admiten como
miembros, por el bautismo, a personas que dicen o profesan
tener fe en Cristo, pero sólo Dios conoce si son
verdaderos creyentes, puesto que sólo Él conoce el
corazón humano.
El Espíritu Santo no sólo es el autor de
la vida en común de la Iglesia, sino el creador del
vínculo común de esa vida: el amor. Es el
primer fruto del Espíritu de Cristo en su Cuerpo. El amor es la
naturaleza misma de la vida del Cuerpo de Cristo.
La verdadera unidad de la Iglesia es la vivencia de ese
amor que permite que los verda-deros cristianos se sientan
atraídos los unos a los otros sin importar la
condición social y econó-mica, la formación
cultural ni distinción racial. La relación que
existe entre los miembros del Cuerpo de Cristo tiene que ser
mucho más profunda, más íntima y cordial que
las relaciones consanguíneas, porque el parentesco del
Espíritu es mucho más fuerte que el de la
carne.
El parentesco del Espíritu es el de la Familia de
Dios. La Biblia dice: "Nosotros
sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a
nuestros hermanos". Este amor no es
sentimental ni emotivo, se manifiesta en el sacrificio del
servicio, en
el deseo de enriquecer y ayudar a los demás. El amor en el
Espíritu de Cristo es el que contrarresta la fuerza
centrífuga del pecado, porque el amor une
allí donde el pecado divide, el amor
reconcilia allí donde el pecado separa y
dispersa.
Desgraciadamente, las páginas de la historia de
la Iglesia han sido manchadas muy a menudo por la estupidez y el
egoísmo, en franca desobediencia a la enseñanza de
Cristo. Hay Iglesias que parecen estar muertas o a punto de morir
por no vibrar llenas de la vida del amor en el Espíritu de
Cristo. No todos los que se dicen ser cristianos manifiestan la
vida del amor en Jesucristo.
Con todo, el lugar del cristiano está en la
comunidad de fe local, pese a sus imperfecciones y manchas. Es
allí donde debe buscarse la calidad de la
relación de Jesucristo con su pueblo, participando de la
adoración a Dios y del testimonio de su
Iglesia.
Terminamos con las palabras del Apóstol Pablo a
la Iglesia de Éfeso:
"Yo, pues, preso en el Señor, os ruego que
andéis como es digno de la vocación con que
fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre,
soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor,
solícitos en guardar la unidad del Espíritu, como
fuisteis también llamados en una misma esperanza de
vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo,
un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todo, y por todos, y
en todos". EFESIOS 4 : 1-7
EL COSTO DE SER
DISCÍPULOS
El gran escándalo de la llamada cristiandad es lo
que conocemos como el "cristianismo nominal". En países
como los nuestros, en donde se ha desarrollado una
civilización o cultura
orientada por prácticas y doctrinas cristianas, hay
millones de personas que se cubren con un barniz, con una
apariencia de cristianismo, vistoso, cultural, folclórico,
muy religioso, pero superficial, bobo y bofo.
Nuestro cristianismo es una capa de pintura lo
suficientemente visible como para cubrir las apariencias, para
hacer que muchos aparezcan como personas e instituciones
muy respetables. Este cristianismo cultural es como un
almohadón de plumas, grande y blando, que sirve para
protegernos de las situaciones desagradables de la vida, pero que
es cambiado de lugar y de forma según las conveniencias de
cada persona o situación.
¿Cómo sorprendernos, entonces, de que los
críticos de la fe cristiana hablen de los
hipócritas que hay en las iglesias y rechacen las
enseñanzas de Jesucristo por considerarlas pura
apariencia? En gran medida tienen sobradas razones para rechazar
este barniz de cristianismo que cubre nuestra
sociedad.
El mensaje de Jesucristo fue muy diferente. Nunca
rebajó sus normas ni modificó sus condiciones para
que su llamado fuera más aceptable. A sus primeros
discípulos les exigió, y a todos nos sigue
exigiéndonos desde entonces, una entrega total y
consciente. Y hoy no pide nada menos que eso. El dice:
Si alguno me quiere seguir, debe olvidarse de
sí mismo y seguirme aun a costa de su propia vida.
Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el
que pierda su vida por mi causa y por el mensaje de
salvación, la salvará. ¿Pues de qué
le sirve al hombre ganar el mundo entero y perder su alma?
Porque ¿cuánto puede pagar el hombre para
recobrar su alma?
En su forma más simple el llamado de Cristo era:
"Sígueme a mí". Él pedía a la gente
una adhesión personal. Los invitaba a aprender de
él, a obedecer sus palabras, a identificarse con él
y con su causa.
No se puede seguir a Jesucristo sin un abandono previo
de algo. Seguir a Cristo significa renunciar a lealtades de menor
importancia. Cuando él vivía entre los hombres
aquí en la tierra, esto significaba un abandono literal
del hogar y el trabajo.
Simón y Andrés "dejaron sus redes y se fueron con
él". Jacobo y Juan "dejaron a su padre Zebedeo en el barco
con sus ayudantes, y se fueron con Jesús". Mateo, que
escuchó el llamado de Cristo mientras estaba "sentado en
el lugar donde se pagaban los impuestos… se
levantó y, dejándolo todo, siguió a
Jesús".
Hoy, en principio, el llamado de Jesucristo no ha
cambiado ni cambiará en el tercer milenio. Todavía
Jesucristo sigue diciéndonos y llamándonos:
"Sígueme". Y agrega: "Cualquiera de ustedes que no deje
todo lo que tiene no puede ser mi discípulo."
Es verdad que, para la mayoría de los cristianos,
esto no significa que en la práctica tengamos que
abandonar nuestros hogares o nuestros empleos. Significa,
más bien, la entrega a Él de todo lo que somos y
tenemos. Es renunciar a que la familia,
el trabajo,
los bines o la ambición personal ocupen el primer lugar en
nuestra vida.
Hoy, como ayer y como siempre, Jesucristo nos llama a un
compromiso total con su persona, a una renuncia de la
religión superficial y bofa, para vivir el compromiso
radical de ser sus discípulos.
Actualmente en ciertos círculos se ha puesto de
moda la
sorprendente idea de que es posible gozar de los beneficios de la
salvación que Cristo ofrece, sin aceptar las exigencias de
su señorío soberano. El Nuevo Testamento no
contiene tal noción desafortunada. "Jesús es el
Señor" es la formulación más temprana
del credo cristiano.
En tiempos en que la Roma imperial
presionaba a los ciudadanos a declarar "César es el
señor", la confesión cristiana resultaba peligrosa.
Pero los cristianos no titubearon. No podían ofrecer al
César su lealtad máxima, puesto que ya se la
habían dado al Emperador Jesús. Dios había
exaltado a su hijo Jesús por encima de todo principado y
potestad y lo había investido con un rango superior a todo
otro, a fin de que se doble toda rodilla y "todos reconozcan y
confiesen que Jesucristo es Señor, para honra de Dios el
Padre".
Reconocer a Cristo como Señor es colocar cada
departamento de nuestra vida pública y privada bajo su
control. Esto
incluye nuestra profesión. Dios tiene un
propósito para cada vida. Nuestra obligación es
descubrirlo y realizarlo. El plan de Dios
puede ser distinto al plan que tengan
nuestros padres o tengamos nosotros mismos. Si el cristiano es
sensato, no hará nada apuradamente. Es posible que ya
estemos comprometidos en la tarea que Dios quiere que hagamos, o
nos estemos preparando para ella. Pero tal vez no. Si Cristo es
nuestro Señor, debemos estar dispuestos a un cambio, si
fuere necesario.
Lo cierto es que Dios llama a cada cristiano a un
"ministerio", es decir al servicio, a ser siervo de otros por
causa de Cristo. El cristiano ya no puede vivir para sí
mismo. No es claro qué forma ha de tomar este servicio.
Podría ser el ministerio oficial de la iglesia o
algún otro tipo de trabajo eclesiástico en el
propio país o en el exterior. Pero es un gran error
suponer que todo cristiano que toma en serio su entrega
está llamado a la vida religiosa o al ministerio
eclesiástico.
Hay muchas formas de servicio que pueden llamarse o
describirse como "ministerio cristiano".
Por ejemplo, el llamado de una mujer a ser
esposa y madre es un llamado al "ministerio cristiano" puesto que
así servirá a Cristo, a su familia y a la
comunidad. Esto se aplica a todo tipo de trabajo -la medicina, la
investigación, las leyes, la educación, el
servicio social, la política, la industria, los
negocios y el
comercio- en
el cual el trabajador se dé a sí mismo como un
colaborador de Dios en el servicio al hombre.
No te apures demasiado en descubrir la voluntad de Dios
para tu vida. Si te has rendido a él y esperas que
él te muestre el camino, él te la dará a
conocer a su debido tiempo. Cualesquiera sean las circunstancias,
el cristiano no puede permanecer ocioso. Sea como jefe, como
empleado o como profesional u obrero autónomo, tiene un
Amo celestial. Aprende a ver el propósito de Dios en su
trabajo y cualquier cosa que haga, la hace de buena gana "porque
sirve al Señor y no a los hombres".
Otro departamento de la vida que también se
coloca bajo el dominio de
Jesucristo es nuestro matrimonio y nuestro hogar.
Jesús dio en cierta ocasión: "No crean que yo he
venido a traer paz al mundo; pues no he venido a traer paz, sino
lucha." Siguió hablando del choque de lealtades que a
veces surge en el seno de la familia
cuando uno de sus miembros comienza a seguirlo.
Tales conflictos familiares se producen todavía
en nuestro tiempo. El cristiano nunca debe provocarlos. Tiene el
deber específico de amar y honrar a sus padres y a otros
miembros de la familia.
Está llamado a ser un pacificador y por lo tanto, debe
ceder en cuanto sea posible sin comprometer su deber para con
Dios. Pero nunca puede olvidar las palabras de Cristo: "El que
quiere a su padre o a su madre… a su hijo o a su hija
más que a mí, no merece ser mi
discípulo."
Además, el cristiano sólo tiene libertad
para casarse con una persona creyente. La Biblia es bien clara al
respecto: "No se unan ustedes con personas que no creen, pues
así vendrían a formar una yunta
desigual.
Este mandamiento puede traer gran angustia a
quien ya esté comprometido para contraer matrimonio, o a
punto de hacerlo; pero hay que encarar el hecho honradamente. El
matrimonio no
es meramente una conveniente costumbre social. Es una
institución divina. Y la relación matrimonial es la
relación humana más íntima y profunda. Dios
ha dispuesto que sea una unión íntima, no
sólo desde el punto de vista espiritual.
El cristiano o la cristiana que se casa con una persona
con quien no puede ser "uno" espiri-tualmente, no sólo
desobedece a Dios sino que no alcanza en su plenitud la vida
matrimonial.
El dinero y el
tiempo son aspectos que suelen considerarse como asuntos
privados, pero que cuando nos entregamos a Jesucristo se colocan
bajo su completa soberanía. Jesucristo habló a menudo
acerca del dinero y del
peligro de las riquezas. Mucha de su enseñanza al respecto
es sumamente perturbadora. A veces da la impresión de
haber recomendado a sus discípulos deshacerse de su
capital y
regalarlo todo. Es indudable que todavía a ciertos
discípulos hoy les pide eso. Pero para la mayoría
el mandamiento implica un desprendimiento interior más que
una renuncia literal. El Nuevo Testamento no da la idea de que
las posesiones de por si sean pecaminosas.
Ciertamente Cristo enseñó que debemos
ponerlo a él por encima de las posesiones materiales
así como por encima de las relaciones familiares. No
podemos servir a Dios y a las riquezas. Además, tenemos
que tomar conciencia del uso que hacemos de nuestro dinero. Este
ya no nos pertenece: nos ha sido encargado para que lo
administremos.
Hoy el tiempo se ha convertido en un problema
para cada ser humano, y el cristiano recientemente convertido
indudablemente tendrá que reajustar sus prioridades. Para
el que estudia, el trabajo
académico tendrá que ocupar uno de los primeros
lugares en la lista. El cristiano debe destacarse siempre por su
laboriosidad y honradez. Pero también tendrá que
darse tiempo para nuevas actividades. Tendrá que hallar
tiempo dentro de su ocupado horario para la lectura
bíblica y la oración, para guardar el domingo como
el día del Señor instituido para la
adoración y el descanso, para la comunión con otros
cristianos, para la lectura de
literatura
cristiana y para realizar algún tipo de servicio en la
iglesia y en la comunidad.
Todo esto está incluido en la exigencia del
Señor de que nos olvidemos de nosotros mismos y lo
sigamos.
EL LLAMADO A CONFESAR A CRISTO
El mandato no es sólo que sigamos a Cristo en
privado, sino que lo confesemos públicamente. Y no es
suficiente que nos neguemos a nosotros mismos en secreto si a la
vez lo negarnos a él delante de los demás. El
dijo:
"Si alguno se avergüenza de mi y de mi mensaje
delante de esta gente infiel y pecadora, el Hijo del Hombre se
avergonzará también de él cuando venga con
la gloria de su Padre y con los santos ángeles. A todos
los que se declaran a mi favor delante de la gente, yo
también me declararé a favor de ellos delante de
mi Padre que está en los cielos; pero a los que me
nieguen delante de la gente, yo también los
negaré delante de mi Padre que está en los
Cielos".
Ahora bien, el mismo hecho de que Jesús dijera
que no debemos avergonzarnos de él demuestra que
sabía que seríamos tentados a hacerlo, y el hecho
de que añadiera "delante de esta gente infiel y pecadora"
apunta a la razón de la posible negación.
Evidentemente vio que su iglesia sería una minoría
y hay que tener valor para
alistarse con los pocos contra los muchos, especialmente si los
pocos no gozan de popularidad y uno no se siente naturalmente
atraído hacia ellos. Sin embargo, no se puede evitar una
confesión abierta de Jesucristo.
Según Pablo esta es la condición para la
salvación. Para obtener la salvación -dijo- no
basta que creamos en nuestro sentimientos internos: es necesario
confesar con nuestros labios que Jesús es el Señor
puesto que "con el corazón se cree para ser aceptado
por Dios, y con la boca se reconoce a Jesucristo para ser
salvado".
El apóstol puede haber querido
referirse al bautismo. Y, si aun no ha sido bautizado, el
creyente debe bautizarse, en parte para recibir, por medio de la
aplicación del agua, una
señal -un sello visible- de su limpieza interior y su
nueva vida en Cristo, y en parte para reconocer
públicamente que ha confiado en Jesucristo como su
Salvador.
Pero la confesión pública del cristiano no
termina con su bautismo. Tiene que estar dispuesto a que sus
familiares y amigos sepan que es cristiano, especialmente por la
vida que lleva.
Esto lo conducirá a una oportunidad para el
testimonio hablado aunque, cuando ésta se presente,
tendrá que ser humilde y honrado y no entremeterse
disparatadamente en la vida privada de sus semejantes.
Al mismo tiempo, se unirá a alguna iglesia local,
se asociará con otros cristianos en su escuela o lugar
de trabajo y no temerá reconocer su compromiso con
Jesucristo cuando se lo desafíe a hacerlo, y
comenzará a tratar de ganar a sus amigos para Cristo
mediante la oración, el ejemplo y su testimonio
personal.
BIBLIOGRAFÍA
John Stott. Basic Christianity. Inter-Varsity
Press. Londres, 1958. Traduccido al castellano:
Editorial Certeza, Buenos Aires.
Numerosas ediciones.
________. Evangelical Thuth. Inter-Varsity Press.
Londres, 1999.
________. The Cross of Christ and The Contemporary
Christian. Inter-Varsity Pres. Londres, 1999.
Autor:
Prof. José M. Abreu O. (59
años)
Depto. De Filosofía y Letras
Universidad de Oriente
Estado Sucre, Venezuelaj
Maestría en Literaturas
Hispánicas
Maestría en Literatura
Bíblica
RESUMEN:
En este ensayo se
intenta dar una visión de la fe cristiana, no desde las
categorías de la historia eclesiástica y del
desarrollo de
los dogmas, sino desde la perspectiva del pensamiento
bíblico, en el cual el cristianismo no es presentado como
un sistema religioso
sino como un compromiso de vida con la persona misma de
Jesucristo y la práctica de sus enseñanzas. Se
examinan las evidencias de las más significativas
pretensiones expuestas por el mismo Jesucristo: la naturaleza de
su persona, sus enseñanzas, sus demandas. A la luz de
estas propuestas contenidas en los Evangelios se reflexiona sobre
el problema de la presencia del mal, el pecado y las exigencias
éticas de los Diez Mandamientos en relación con las
enseñanzas de Jesús. Se concluye con la
convicción de que el cristianismo bíblico,
más que una religión, es una vida de
relación personal con Jesucristo, en lo que el Nuevo
Testamento llama el Discipulado.
PALABRAS CLAVES:
Jesucristo, Divinidad de Jesús, Evangelios, Nuevo
Testamento, Cristianismo, Cruz, Diez Mandamientos, Pecado,
Discipulado Cristiano.