Hoy día resulta obvio señalar hasta
qué punto el análisis económico está
impregnado de la ideología liberal. Hace unas décadas
podía pensarse que el liberalismo decimonónico
había sido derrotado para siempre en el pensamiento
económico de la mano de autores como Keynes, Pigou,
Samuelson, Solow, Myrdal, Robinson… por no citar sino a algunos
de los que quizá son más conocidos. Pero desde hace
unos años la ideología liberal, que en realidad
nunca había dejado de tener presencia en la Academia,
renació con ímpetu de sus cenizas y logró,
gracias a otros cambios sociales a los que aludiré
después, superar incluso el grado de hegemonía del
que disfrutó el keynesianismo en los "años
gloriosos" para convertirse en el referente dominante del
pensamiento económico convencional.
Este renacimiento del
pensamiento liberal ha tenido dos características
singulares. En primer lugar, que está teniendo una enorme
y real influencia en la política y en el
gobierno de la
acción
social. Su renacimiento no se ha producido en forma de un
discurso
teórico alejado de la práctica sino que ha sido,
por el contrario, una determinada practica de gobierno la que ha
encontrado en la retórica liberal su mejor y necesaria
justificación teórica.
En segundo lugar, la economía liberal ha renacido
proyectándose con indudable fuerza e
influencia sobre todos los demás ámbitos del
pensamiento. El discurso económico se ha convertido en una
especie de lenguaje
universal. Cualquiera puede comprobar el efecto
taumatúrgico que tienen los conceptos, en realidad muchas
veces vacíos y casi siempre polisémicos, que
conforman la jerga oscura y soterrada del economista convencional
pero que calan irremisiblemente en todos los campos de las
ciencias
sociales. No es exagerado decir que la economía
liberal de nuestros días ha sido la que ha contribuido
principalmente a generar la homogeneización de las
categorías y de las claves esenciales del pensamiento
social en general, de forma que, en cualquier lugar del mundo,
casi en cualquier ámbito doctrinal, se toman como
inexcusables las mismas referencias intelectuales.
Conceptos como mercado, eficiencia,
competitividad, individuo,
globalización… constituyen los
códigos referenciales y omnipresentes de un nuevo lenguaje
muy distinto al de la época inmediatamente anterior
(Estado,
solidaridad,
equidad,
desarrollo…) y a los que no parece que pueda renunciar
ningún pensador que se precie, o que no renuncie a la
cálida cobertura de un pensamiento que no sólo
merece el calificativo de "único" sino más bien el
de "fácil", por muy omniscientes que sean sus
pretensiones.
Se trata del lenguaje homogéneo de una
"modernidad" que se vive en la "aldea global" y en cuya
virtud se explica, se racionaliza y se justifica, al mismo
tiempo,
el universo de
la producción, el microcosmos de la
individualidad y el entorno de la legitimación y del poder
dominantes. Y son sin duda esos términos de la
economía liberal los que se usan con mayor avidez para
poder explicarlo todo y para dar respuesta a cualquier problema
social. Como había soñado Samuelson la
economía se convierte en una verdadera Reina de las
Ciencias
Sociales, pero eso es sin duda a costa, como trataré de
exponer más abajo, de tremendas consecuencias, tanto para
la propia consistencia del propio pensamiento social como para el
bienestar colectivo.[i]
Podría pensarse que esta influencia liminal del
liberalismo que viene de la mano de la economía y que
implica, como veremos, la renuncia efectiva a la búsqueda
explícita de la justicia y de
la equidad y su sustitución por un paradigma
eficientista de mercado no tiene demasiada influencia en el campo
del Derecho, tanto más, si se parte de la hipótesis de que el presupuesto
esencial de éste último es, precisamente, la
consecución de la justicia y el establecimiento de
normas que
garanticen la libertad de
los individuos y su convivencia social democrática y
satisfactoria.
En este artículo no osaré involucrarme, ni
tan siquera de lejos, en especialidades del conocimiento
que no me son propias, pero me propongo eso sí llamar la
atención sobre la progresiva
utilización de los conceptos de la economía liberal
en ciertos discursos
jurídicos, que no considero simplemente anecdótica,
y, sobre todo, poner de relieve que es
el propio pensamiento liberal y su aplicación
práctica el que requiere una concepción del Derecho
que sea así mismo coherente con el tipo de
ideología dominante en la sociedad. Lo
que me lleva a pensar que la ósmosis será
progresiva y quién sabe si irreversible[ii].
Es cierto que no se puede generalizar, pero no lo es
menos que el mito liberal
del mercado, y lo que ello lleva implícito como
analizaré enseguida, se asume ya con mucha generalidad,
sin ningún disimulo y con ausencia de la más
elemental componente crítica
como un punto de partida en el discurso
jurídico.
En un reciente trabajo,
Martín Mateo [iii] afirma que "hoy en día no se
cuestiona la libertad de mercado, ni incluso en ámbitos
políticos autoritarios, no sólo por su indudable
aportación a la ideología de la libertad personal, sino
por sus virtualidades de eficacia
económica… No hay artilugio económico superable
(sic) al del mercado…".
Se trata de una hipótesis de
partida que creo sería compartida por la mayor parte de la
profesión pero que, en realidad, está repleta de
generalidades carentes de la más absoluta evidencia
empírica (ni se puede asociar libertad de mercado a
libertad personal, como demuestra que los países que
más han profundizado en la libertad de mercado hayan sido
los que menos han respetado la libertad personal, y viceversa,
los que más respeto han
demostrado a la libertad personal son los que más
contundentemente han limitado las imperfecciones y los fallos del
mercado) y que para colmo se niega a sí misma unas
líneas más tarde cuando dice que "la
aplicación de la ley (sic) de la
oferta y la
demanda
presenta dificultades cuando no es fácil precisar la
utilidad
marginal real del bien adquirible…". Quienquiera que se haya
tomado la molestia de hurgar en los primeros capítulos de
cualquier manual de
economía sabe que lo que Martín Mateo entiende por
"ley de la oferta y la demanda" constituye el sostén del
mercado, de manera que si no funciona, no funciona tampoco el
mercado y que, al mismo tiempo, la "utilidad marginal" es un
simple concepto
abstracto imposible de "precisar" en la realidad bajo ninguna
circunstancia. En consecuencia, de las propias sentencias de
Martín Mateo resulta, paradójicamente, que ese
"artilugio económico insuperable" no puede funcionar
nunca, porque en la realidad nadie es capaz de precisar la
utilidad marginal. De sus propias palabras se deduce, entonces,
que nadie cuestiona un artilugio que, según los requisitos
que él mismo establece, nunca puede funcionar.
En fin, no sólo se asume sin más que el
mercado constituye un mecanismo perfecto y de referencia esencial
para estudiar los asuntos sociales, sino que, además,
cuando se utiliza el paradigma económico liberal en otros
campos se le suelen asociar propiedades que muy posiblemente no
reconocería ni el más radical de los economistas
liberales. El mismo Martín Mateo proclama más
adelante [iv] "la fascinante proclividad (del mercado) para
beneficiar a todos los participantes", lo que no puede sino
llevar a pensar que debe estar hablando de un mundo radicalmente
distinto al que podemos encontrar en la realidad económica
y social de nuestro planeta "de mercado", donde, como es obvio,
no prima la satisfacción igualitaria de todos los
individuos, sino las desigualdades y el empobrecimiento de la
mayoría de la población.[v]
Del mercado, a la sociedad de
mercado
Como ha puesto de manifiesto Polanyi [vi], el concepto
de economía tal y como lo conocemos nace con los
fisócratas franceses justo cuando aparece también
la institución del mercado como mecanismo de
oferta-demanda-precio.[vii]
En realidad, los mercados
habían existido desde mucho tiempo atrás, pero lo
novesoso sería que se comenzaba a producir
interdependencia de los precios
fluctuantes como consecuencia, a su vez, de la expansión
de la actividad comercial. Existían, efectivamente los
mercados y existían, pues, los precios pero vinculados tan
sólo a cierto tipo de actividades comerciales y bancarias,
precisamente, porque solamente determinados comerciantes y los
banqueros utilizaban el
dinero.
La transformación radicó, inicialmente, en
la infiltración del comercio en la
vida cotidiana aunque eso no podía bastar para generalizar
la existencia de mercados, tal y como hoy día los
conocemos. Era preciso que se produjeran desarrollos
institucionales complementarios, el primero de los cuales
fue la transformación de los mercados locales y muy
controlados en otros donde los precios fluctuaban más o
menos libremente. Y, además, que se incorporasen a la
dinámica de intercambio de los mercados
todos los factores de la producción, la tierra y
el trabajo
humano.
Al incorporarse éstos al mercado y al generarse
paulatinamente una completa interdependencia de los precios (que
incluían ya salarios,
alimentos y
rentas) se estaba manifestando, en palabras de Polanyi [viii],
"una realidad sustantiva desconocida hasta entonces" . Su
reconocimiento más elemental lo realizó primero
Quesnay, pero fue después A. Smith quien lo
sistematizaría de modo definitivo, consolidando así
el nacimiento de la Economía Clásica como conocimiento
científico, al vincular los precios a la existencia de
mercados competitivos.
Una característica singular de esta
Economía Clásica fue, sin embargo, que no
terminaría por considerar a esa nueva realidad como
estrictamente separada del conjunto de actividades sociales. De
hecho, la permanencia del más antiguo término de
"Economía
Política" hacía referencia explícita a
la vinculación permanente entre la actividad
económica con el conjunto de las instituciones
sociales y con las prácticas de gobierno
dominantes.
Sin embargo, a su socaire se iba produciendo una
identidad
esencial y que estaría en la base de los desarrollos
posteriores del pensamiento económico: la que se quiso ver
entre la nueva institución de los mercados
interdependientes y el conjunto de la vida social. Así lo
expresa, entiendo magistralmente, el ya citado Polanyi [ix]: "Al
cabo de una generación el mercado formador de precios que
anteriormente sólo existía como modelo en
varios puertos comerciales y algunas bolsas, demostró su
asombrosa capacidad para organizar a los seres humanos como si
fueran simples cantidades de materias primas, y convertirlos,
junto con la superficie de la madre tierra, que
ahora podía ser comercializada, en unidades industriales
bajo las órdenes de particulares especialmente interesados
en comprar y vender para obtener beneficios. En un periodo
extremadamente breve, la ficción mercantil aplicada al
trabajo y a la tierra, transformó la esencia misma de la
sociedad humana. Esta era la identificación de la
economía y el mercado en la práctica. La esencial
dependencia del hombre de la
naturaleza y
de sus iguales en cuanto a los medios de
supervivencia se puso bajo el control de esa
reciente creación institucional de poder superlativo, el
mercado, que se desarrolló de la noche a la mañana
a partir de un lento comienzo. Éste artilugio
institucional, que llegó a ser la fuerza dominante de la
economía -descrita ahora con justicia como economía
de mercado-, dio luego origen a otro desarrollo
aún más extremo, una sociedad entera embutida en el
mecanismo de su propia economía: la sociedad de
mercado".
El problema de esta confusión, o la "falacia
económica" como dice Polanyi, consistió, pues, en
que lo que efectivamente era la práctica de la
economía envolvió por completo a la
sociedad.
Ahora bien, para que ello fuese posible se necesitaba
generar al mismo tiempo motivaciones y valores que
permitieran identificar en la práctica social esta
confusión entre mercado y sociedad. Era imprescindible
propiciar un "estilo de
vida, como dice también Polanyi, capaz de proporcionar
nuevas imágenes
del hombre y de la naturaleza, criterios de conducta y una
moralidad
práctica que permitiera organizar la sociedad en el
contexto de esa confusión.
Sin embargo, la economía clásica estaba
radicalmente limitada para ello en la misma medida en que era
todavía una economía "política", que no
dejaba de conceder un papel determinante a la acción
humana convertida en voluntad de gobierno, en política, y
en la medida en que incluía como un asunto central de la
problemática económica -sometida, por lo tanto, a
la política- a la distribución de la riqueza. En otras
palabras, dejaba la posibilidad de que los propios agentes
económicos interfieriesen en la pauta de reparto
existente.[x]
Por ello, el salto hacia una doctrina que se
desentendiera de esos lastres y proporcionara las bases del
"estilo de vida" de la sociedad de mercado fue una simple
cuestión de tiempo. Debería ser una doctrina que
estableciera de manera "científica" el determinismo del
mercado sobre toda la sociedad como la ley general de toda la
sociedad. Una vez más, las palabras de Polanyi [xi]:
"El Estado y el
gobierno, el matrimonio y la
crianza de los hijos, la
organización de la ciencia,
la
educación, la religión y las artes,
la elección de profesión, los tipos de vivienda, la
forma de los asentamientos, la estética misma de la vida privada, todo
tenía que concordar con el modelo utilitario, o al menos
no interferir en el funcionamiento del mecanismo de mercado.
Pero, puesto que muy pocas actividades humanas pueden realizarse
sin nada -hasta un santo necesita su altar-, los efectos
inmediatos del sistema de
mercado llegaron casi a determinar por completo el conjunto de la
sociedad. Fue casi imposible evitar la conclusión de que,
así como el hombre
"económico" era el hombre "real", el sistema
económico era "realmente" la sociedad".
Tal era el problema planteado y que resolvió con
un modelo teórico de ingenio y formalismo magistrales la
que luego se conoció como economía
neoclásica o marginalista.
El paradigma liberal: la mitología del mercado[xii]
El primer paso de dicho modelo consiste en convertir a
los seres sociales en "agentes económicos" que no son sino
átomos de un universo
específico, el que tiene que ver con los recursos que
satisfacen sus necesidades. Complementariamente, se parte del
supuesto de que el máximo grado de satisfacción al
que se supone que aspiran únicamente puede conseguirse
como resultado de la acción individual y, al mismo tiempo,
que no puede haber otra referencia para la evaluación
de esa satisfacción que no sea el bienestar individual de
cada uno de los agentes que intervienen en las relaciones
económicas.
Se supone además que los individuos son agentes
completamente racionales y buscadores de
la mayor satisfacción posible, bien sea de su utilidad
cuando actúan como consumidores, bien de la ganancia
cuando se trate de empresas.
A partir de ahí, éstos maximizadores
racionales se enfrentan a una dotación de recursos dada, y
siempre escasa a tenor de la estrategia
maximizadora dominante. Proceden, entonces, a efectuar
elecciones, así mismo racionales, para lograr que su
uso sea el que les proporcione la mayor utilidad, lo que
necesariamente implica que se utilizarán en su uso
más valioso, esto es, conformando combinaciones entre
ellos que sean los más "económicas" posibles,
es decir, técnicamente (desde el punto de vista de los
costes de cada uno) eficientes.
El propio desarrollo natural de los intercambios
proporciona una estructura
natural y típica, que es el mercado, para que esas
decisiones se lleven a cabo, para que sea posible lograr la
optimalidad deseada y la eficiencia necesaria y para que la
elección de los agentes pueda llevarse a cabo con las
necesarias referencias (los precios) sobre el valor de las
cosas y sobre las condiciones en que puede obtenerse la mayor
utilidad. El mercado no es sino el ámbito en el que
se realizan los intercambios, es decir, una estructura donde la
demanda y la oferta manifiestan sus opciones sobre las cantidades
disponibles y los precios dispuestos a pagar por cada una de
ellas, a partir por supuesto de los anteriores criterios de
maximización y racionalidad. El precio
determinado a partir del encuentro libre entre oferta y demanda
es la expresión del valor y lo que permite alcanzar el
equilibrio.
Hasta aquí, los supuestos de la teoría
económica liberal no implicaban una ruptura sustancial con
los puntos de partida de la economía clásica, si se
considera a ésta vinculada también con el
utilitarismo y con el individualismo en boga desde tiempo
atrás, aunque suponía un adelanto formidable en la
medida en que fue capaz de formalizar estos presupuestos
para desencadenar a patir de ellos otras hipótesis que
justificaran la idea de que el mercado era un mecanismo regulador
perfecto y capaz de provocar la satisfacción de todos los
individuos.
Esto último requería supuestos
añadidos, si se tiene en cuenta, por ejemplo, que el
propio Smith, al que se considera el padre del liberalismo
económico, reconoció que en la realidad los
mercados tendían al monopolio y a
la imperfección. Y de hecho no podía reconocer otra
cosa quien pusiese en primer plano el análisis de los
hechos, pues el más elemental conocimiento
histórico ha mostrado siempre que, como dice Braudel
[xiii], "el mercado ha sido siempre monopolizador".
Efectivamente, para que pudiera demostrarse que el
mercado proporcionaba un equilibrio plenamente eficiente, de
máxima utilidad para todos los intervinientes en el
intercambio, debían concurrir inexcusable e integramente
una serie de condiciones que caracterizarían a lo que
entonces se llamó en el análisis teórico un
"mercado de competencia
perfecta". A saber: que haya un número suficientemente
elevado de oferentes y demandantes de modo que ninguno de ellos
tenga capacidad de influir sobre los resultados o las condiciones
del intercambio; que exista información perfecta y gratuita al alcance
de todos los agentes; que no establezcan barreras de entrada o
salida al mercado, para que puedan incorporarse cuantos agentes
adicionales lo deseen; y plena homogeneidad en los productos que
se intercambian para que la diferenciación de los mismos
no proporcione ventajas a algunos oferentes.
Estas son condiciones relativas al funcionamiento mismo
del mercado pero son necesarias también una serie de
reglas o de normas en su entorno, una definición previa de
los derechos y
restricciones que tiene cada agente, precisamente, para que pueda
funcionar como tal. Aunque a la hora de establecer tales derechos
no hace falta ningún tipo de juicio estratégico o
discriminante previo. Basta con que se sometan a una única
y sencilla condición esencial: que respeten y favorezcan
el intercambio y el ejercicio de la propiedad en
el mercado. A partir de ahí, lo que deben hacer estos
derechos es justamente no hacer nada, dejar que todo lo necesario
lo haga el mercado. Como dice con meridiana claridad Polinsky
[xiv], "en condiciones de competencia
perfecta, alcanzada la eficiencia social mediante la
búsqueda individual de la máxima ificacia, el
Derecho no es más que una estructura
redundante".
Bajo otros supuestos subsiguientes a los que no hace
falta hacer referencia ahora se deduce que los intercambios que
se llevan a cabo bajo este régimen de competencia perfecta
proporcionan una solución de equilibrio
óptima, una situación comúnmente
denominada como "Óptimo de Pareto", que es de equilibrio y
óptima porque se demuestra que no podría lograrse
ninguna mejora en el bienestar (en la utilidad) de cualquier
agente sin empeorar simultáneamente la de cualquier
otro.
Bajo todas estas condiciones que he resumido
brevísimamente, y sólo desde su estricto
cumplimiento puede deducirse del modelo neoclásico que el
mercado (sólo el de competencia perfecta) proporciona la
máxima satisfacción para quienes intervienen a su
través en el sistema de intercambios. La economía
liberal neoclásica proporciona, pues, un cuerpo
teórico que permite identificar el mercado y los
resultados que proporciona con el orden adecuado y deseable del
intercambio.
Puesto que se entiende, además, que el orden del
intercambio es el único "capaz de integrar a toda la
humanidad, en expresión de Hayeck [xv], resulta entonces
que el orden del mercado no es sino el verdadero "orden natural",
capaz de proporcionar la máxima satisfacción social
de manera autónoma, sin intervención exógena
alguna, en virtud tan sólo del juego de la
cataláctica, esto es, con el máximo respeto a la
libertad individual.
[i]. Esa pretensión ha llevado a que se hable de
"imperialismo
económico". Vid. Radnitzky , G. y Bernholz, P. (ed.).
"Economic Imperialism. The Economic Method Applied Outside the
Field of Economics". New York. Paragon House Pubs. 1987 y Torres,
J. "Análisis Económico del Derecho. Panorama
Doctrinal". Madrid. Tecnos
1987, pp. 89-92
[ii]. En otros trabajos he tratado de poner de
manifiesto la naturaleza de la influencia que el modo liberal de
entender la economía tiene sobre el campo
específico del análisis económico del
derecho, asunto del que no me ocuparé ya en estas
páginas. Vid. Torres, ob.cit. y "Una reflexión
global sobre el Análisis Económico del Derecho. La
hipoteca del convencionalismo", Epílogo de Montero, A. y
Torres, J. "La Economía del delito y de las
penas. Un análisis crítico". Granada. Ed. Comares,
1998,
[iii]. Martín Mateo, R. "El marco público
de la economía de mercado". Madrid. trivium 1999, p.
28.
[iv].Ibidem., p. 32.
[v]. Esta especie de fe en el mercado, pues se sostienen
sus bondades sin que se presuponga necesario cualquier tipo de
contrastación empírica de las mismas, y de la que
me ocuparé al final de este artículo, es lo que ha
permitido hablar de la "metafísica
del mercado" (Musolino, M. "La impostura de los economistas".
Buenos Aires.
Ed. de la Flor. 1998, pp.137 y ss.) o a los teólogos de la
liberación de "idolotaría del mercado" (abundantes
referencias bibliográficas en "Seminario
Teología o idolatría del mercado". En Cuadernos
Cristianisme i Justicia nº 84, 1998, pp. 3-29).
También Galbraith afirma que la retórica del
mercado posee una "cualidad teológica que la eleva por
encima de cualquier exigencia de comprobación
empírica". Galbraith, J.K. "Economics in Perspective. A
Critical History". Boston. Houghton Milfhis Comp. 1987, p.
286.
[vi].Polnayi, K. "El sustento del hombre". Barcelona.
Biblioteca
Mondadori 1994, p. 78.
[vii]. El nacimiento de esta "nueva" economía es
así mismo el resultado de un giro copernicano en la
comprensión de las relaciones entre los individuos a la
hora de satisfacer sus necesidades, de la actividad
económica, que implica sustituir la perspectiva basada en
las actividades reales de sustento que procedía de
Aristóteles por otra concepción
centrada en los valores
monetarios. Sobre la naturaleza de este cambio Vid.
"Naredo, J.M. "La economía en evolución". Madrid. Siglo XXI,
1992.
[viii]. Polanyi, K., ob.cit. p. 79
[ix]. Ibidem., p.81.
[x]. Es muy significativo, en este sentido, que el
propio desarrollo de esta economía clásica
estuviese directamente vinculado a la participación de los
economistas en el debate
político del día sosteniendo posiciones que
implicaban opciones de reparto claramente dispares para los
diferentes grupos
sociales. De hecho, fue paralelo, de la mano de la primitiva
sociología, al reconocimiento de las
clases
sociales con intereses más o menos
contrapuestos.
[xi]. Polanyi, K., ob.cit., pp. 84-85.
[xii]. En este apartado sigo básicamente una
parte de Torres, J. "Las alternativas imperfectas en
economía. La naturaleza del problema económico", en
Muñoz, F. (coord.). "La paz imperfecta". Instituto de la
Paz y los Conflictos.
Universidad de
Granada, de próxima aparición.
[xiii]. Braudel, F. "La dynamique du capitalisme".
París. Arthaud 1985.
[xiv].Polinsky, A.M. "Economic Analysis as a Potentially
Defective Product: A Buyer’s Guide to Posner’s
Economic Analysis of Law". Harward Law Review, 87,
pp.1655-1687.
[xv]. Hayeck, F. "Derecho, Legislación y
Libertad", vol II. Madrid. Unión Editorial, p.202). El
propio Hayeck es consciente de que "la sugerencia de que, en el
aludido aplio sentido, los lazos sociales correspondientes a la
Gran Sociedad son de carácter "meramente económico" (o
más exactamente "cataláctico") produce un vigoroso
rechazo emocional", pero él mismo indica que "sin embargo,
se trata de algo que difícilmente puede ser negado, como
tampoco cabe escapar a la conclusión de que, para una
sociedad de las dimensiones y complejidad de las modernas, no
existe solución alternativa" (Ibidem, p. 201). Sobre esta
idea abunda en otra obra en la que afirma que "no hay más
opciones que el orden gobernado por la disciplina
impersonal del mercado o el dirigido por la voluntad de unos
cuantos". Hayeck, F. "Camino de Servidumbre", Madrid. Alianza
Editorial, 1976, p. 241.
Juan Torres López