San francisco parroquia el bajo
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También en educación ha entrado con fuerza el discurso sobre la calidad. Hasta hace un par de décadas y como plantea Juan Casassus (2003), calidad de la educación era una idea ajena y hasta anacrónica para el universo mental de los educadores. La educación era valorada en sí misma, y por ello los esfuerzos iban dirigidos a garantizar educación al mayor número posible de personas. Hasta mediados de los 80, mejor educación equivalía a más educación, a elevados niveles de escolarización. Tenían educación de calidad aquellos países con tasas elevadas de matrícula, altos niveles de permanencia de los alumnos en el sistema y tasas de graduación mayores. A medida que los países fueron alcanzando altas tasas de escolaridad, surgió la preocupación por la calidad y empezó a plantearse la necesidad de instrumentos para medirla. De este modo, la calidad se fue equiparando cada vez más a rendimiento o logro académico medido por los resultados de una serie de pruebas estandarizadas, fundamentalmente de lengua y matemáticas.
Hoy, la palabrita calidad se ha convertido en un lema, una proclama y una aspiración generalizada. Todo el mundo la invoca y la desea, y algunos osados, entre los que abundan los