- Introducción
- Antenas, espías y soldados entre el
rumor y la ficción literaria - Lo
distante y lo próximo - Conspiraciones for export
- Palabras finales
- Bibliografía
Introducción
De las muchas historias miramarenses que circulan en
torno al Gran Hotel Viena una en particular
llamó tempranamente mi atención. Me refiero a
aquella que habla de «guardias» o
«soldados» armados custodiando con celo el
complejo hotelero, durante los años postreros de la
Segunda Guerra Mundial (especialmente entre 1943 y
1946).
El hecho de que el hotel tuviera seguridad privada
armada, hoy no nos llamaría mucho la atención. En
mi propio edificio de apartamentos tengo a un policía
retirado haciendo guardia la mayor parte del día (porta
arma, por supuesto) y, por lo que sé, el consorcio no
esconde ningún tesoro o secreto inconfensable en el
subsuelo. Pero en este último caso es casi lógico
que así sea: vivo en un gran ciudad de principios de siglo
XXI, asediada por la inseguridad y el miedo que los medios
masivos de comunicación se encargan de difundir minuto a
minuto, en una carrera por asustar más y mejor a la gente.
Y la gente responde, contribuyendo a propagar con el "boca a
boca" la sensación de vivir en una «ciudad
sitiada» por bárbaros internos, dispuestos a
violar, robar, secuestrar y matar a cualquiera en cualquier
momento. La realidad, editada por los noticieros y los diarios,
no hace más que aterrorizarnos, justificando y
naturalizando la presencia de guardias privados armados en las
puertas de nuestros hogares. Los habitantes de las grandes
metrópolis hemos incorporado ya eso. No nos sorprende.
Como no nos sorprende la construcción de muros
perimetrales (verdaderas murallas medievales) en torno a barrios
de clase media alta.
Rejas y alambrados (incluso electrificados) son parte de
nuestro paisaje cotidiano. A tal punto que, la ceremonia de
entrega de "Las Llaves de la Ciudad" a personalidades
del mundo académico, político o artístico
(considerada en el pasado un acto de enorme confianza),
dejará en breve de ser una metáfora para
convertirse en una realidad concreta. Habrá que tener
llaves para entrar en nuestras ciudades.
Nos estamos encapsulando cada día más y
con ello nacen nuevos comportamientos, nuevos temores, nuevas
relaciones interpersonales y un imaginario que alienta el
aislamiento, conduce a la "vida cerrada"
(encerrada) y al misterio que ésta siempre
alimenta.
Pero, ¿por qué tener «guardias
armados» custodiando un hotel en la década de
1940, en un pueblo tan pequeño como Miramar
(Córdoba)? ¿Qué justificaba semejante medida
de seguridad en una localidad aislada del interior, con menos de
2000 habitantes permanentes? ¿Acaso esta historia pueda
ser una proyección anacrónica de nuestros miedos
actuales a una época que carecía de ellos?
¿No estaremos leyendo la década del "40
incorrectamente, trasladando nuestros problemas citadinos del
siglo XXI a un contexto pueblerino de mediados del siglo XX,
ajeno a los mismos? ¿O hay pruebas de que, efectivamente,
el Gran Hotel Viena tuvo soldados armados
custodiándolo?
En ese caso:¿Quiénes eran?
¿Qué protegían con tanto celo?
¿Dónde fueron contratados y por quién?
¿Sobrevive aún alguno de ellos?
¿Cuántos eran? ¿Qué funciones reales
cumplían? ¿Tenían uniformes?
¿Cómo lucían? ¿Acaso eran nazis
custodiando un "refugio sudamericano"? ¿Eran argentinos o
extranjeros? ¿A partir de cuándo entraron a
"cuidar" el hotel y cuándo dejaron de hacerlo? ¿Hay
testigos confiables que acrediten los "hechos"?
Claro que frente a estas preguntas también cabe
cuestionarse: ¿Existieron realmente o fueron una
fábula producto de la imaginación? Y de ser
así: ¿qué motivó que naciera?
¿Qué hay detrás de esos rumores?
¿Qué revelan? ¿Qué critican o
denuncian? ¿Por qué el Gran Hotel
Viena queda asociado a historias de ese tipo?
¿Qué simbolizan? ¿Hay otros casos semejantes
en Argentina que nos permitan avalar a éste en particular?
¿Verdad, mentira o error?
Henos aquí, entonces, con las principales dudas
que intentaré responder en este ensayo, guiado por los
testimonios orales que recogí en Miramar y una adecuada
contextualización de los dichos, teniendo presente, en
cada paso, la teoría del rumor y los problemas
epistemológicos que suscita la historia oral referida a
"hechos recientes".
Hay que moverse con cuidado. No debemos exagerar la
nota, ni tomar por cierto todo los que nos llega a los
oídos. Tampoco rechazarlo sin más. Iremos paso a
paso, exponiendo las "pruebas" y leyéndolas con criterio
crítico. Contrastando y triangulándolas con otras
evidencias. Tal vez así podamos advertir que la historia
del Gran Hotel Viena no está
únicamente constituida por los "acontecimientos que
realmente sucedieron", sino también por el bagaje de
subjetividades que cimientan su imaginario y patrimonio
intangible.
Antenas,
espías y soldados entre el rumor y la ficción
literaria
Desde su construcción, iniciada a principios de
la década de 1940, el Gran Hotel Viena, ya
sea por el enorme monto de la inversión, el momento en que
la misma se produjo y el origen alemán de su propietario,
quedó asociado en el imaginario colectivo, las
habladurías y rumores locales, a la historia del
nazismo.
Su corta vida comercial y el alejamiento de sus
dueños a poco de producirse la caída de
Berlín, alimentaron las sospechas que, tras el abandono y
silencio en que cayó el edificio, no hicieron más
que alimentar el misterio. Fue entonces cuando numerosas
historias empezaron a circular y aspectos antes desapercibidos
adoptaron una importancia nueva, renovada.
En voz baja, y con un recaudo imposible de controlar en
un pueblo pequeño, los comentarios circularon de "boca
en boca" y no faltaron aquellos que -alimentados seguramente
por las historias asociadas al Eden Hotel de La
Falda[1]le adjudicaron al Viena el
hecho de haber sido un cuartel de espionaje nazi y/o centro de
rehabilitación para jerarcas del NSDAP (National
Sozialische Deutsche Arbeipartei)[2], en un
prematuro exilio forzoso.
Nada de todo esto ha sido debidamente confirmado; aunque
hay indicios que permitirían entender el porqué de
esos dichos, muchas veces infundados; pero ciertamente
lógicos dentro de un determinado contexto
histórico, social y cultural.
La posible practica de espionaje alemán desde el
Hotel Viena se asienta en un hecho sencillo: la
existencia de una antena, instalada en la terraza del edificio.
Se la puede apreciar claramente en las viejas fotografías
de los años que van del "40 al "60; amén de contar
con el testimonio oral de ex-empleados que la vieron, arriesgando
incluso explicaciones al respecto. Tal es el caso del
señor Felipe H. Suárez, ex-Jefe de
Mantenimiento y Compras del hotel, durante la década
de los "60 y parte de los "70, quien declaró los
siguiente:
«En la esquina del sector principal -5 estrellas-
había una antena. Se comunicaba con sistema Morse.
¿A quién ibas a llamar? (…). Se habló
también de otra (…) en la torre, pero la antena que
se ve en la torre-mirador y tanque de provisión de agua
para todo el hotel era un pararrayos. No una antena, sino un
pararrayos».[3]
« (…) Me parece verla todavía,
moviéndose (…) en la esquina del edificio. Esa
antena era la que se comunicaba – posiblemente y de acuerdo a
algunos elementos que yo alcancé a conocer, que
todavía existían en ese momento por aquí- un
Morse».[4]
Que la antena mencionada (y fotografiada) haya sido de
onda corta está aún por verse. Si la comparamos con
las dos grandes torres transmisoras que el Eden
Hotel tenía sobre el tejado, las diferencias son
más que notables. De todos modos, el hecho de que ese
artilugio se haya estado moviendo durante la Segunda Guerra
Mundial sobre el Viena, en un país tildado
de pro-nazi y en una provincia que arrastra una larga
tradición como refugio de conservadores
nacionalsocialistas, no deja de llamar la atención ni
alimentar suspicacias.
Un universo cerrado, aislado, como era el del
Hotel Viena por entonces, conectado al mundo por
una antena, en un pueblo ajeno a esa tecnología,
debió despertar mucha curiosidad retrospectiva.
¿Era acaso esa antena una línea directa con el
demonio que asolaba Europa? ¿Qué tipo de
información se enviaba y recibía?
No lo sabemos. Lo único que hemos podido
comprobar es que las sospechas sobre la existencia de una
"Quinta Columna" en el noreste cordobés
estuvieron presentes y perduraron a lo largo de los
años.
En historia de las mentalidades, cuando un
acontecimiento que no ha sido probado circula de persona en
persona, conservando su credibilidad por el solo hecho
de que mucha gente cree en él, decimos que estamos de
lleno ante el incierto y fascinante territorio del rumor. Claro
que, para que eso suceda, es necesario que preexista un contexto
determinado en el cual puedan interactuar libremente hechos
reales, miedos, convicciones previas e intereses. Todo eso es lo
habilita el rumor y a que éste sea percibido -y deseado-
como verdadero.[5]
El rumor llegó también al mundo de la
literatura, aunque de una forma un tanto indirecta.
A pesar de tener todo para ser el protagonista o
escenario principal de una novela, la ficción ha olvidado
-hasta la fecha- al Gran Hotel Viena.
Ya sea por desconocimiento o temor a ofender la
susceptible opinión pública del pueblo de Miramar,
nadie ha relacionado explícitamente al
Viena con alguna trama literaria, ya sea de
terror, amor o espionaje. El mundo de las letras relegó
sistemáticamente al edificio y su historia. Contrariamente
a lo sucedido con otro legendario hotel cordobés, el
Eden de La Falda que sí parece poseer el
status necesario para ser parte importante de la geografía
imaginaria que Luis Gusmán desarrolla en su excelente
novela Hotel Edén, publicada a fines de la
década de los "90.[6] Si bien este escritor
menciona al Gran Hotel Viena en los
capítulos iniciales (describiendo su decadente estado
arquitectónico y la trágica inundación que
tapó a más del 60 % del pueblo de Miramar) es el
hotel del Valle de Punilla el que se lleva todos los laureles y
termina dándole título a la obra.
EL Gran Hotel Viena es en las
páginas de Gusmán un mero satélite del
Eden Hotel, utilizado para resaltar el
señorío aristocrático y capacidad de
resistencia del emprendimiento faldense.[7] El de
Miramar no es más que un mero paisaje. Una nota curiosa,
romántica y a la vez trágica dentro de una novela
que -entre otras cosas- pretende exaltar las contradicciones y
recuerdos de un hombre enamorado y su mutable pasión a lo
largo de toda una vida.
Así todo, sin ser identificado ni nombrado de
modo directo, el Gran Hotel Viena juega un rol
algo más importante en otra obra de ficción en la
que se mezclan claramente realidad y fantasía. Estoy
haciendo referencia a la «novela
histórica» de Leandro Barredo, Oro,
Plomo y Pasiones[8]una entretenida
sucesión de aventuras que explota la persistente
mitología referida al «oro nazi», los
desembarcos de jerarcas del Eje en las costas argentinas y el
deambular de docenas de submarinos alemanes en el mar territorial
argentino, tras la finalización de la Segunda Guerra
Mundial. Una tradición históricamente infundada y
delirante en más de un sentido, desarrollada y vendida por
periodistas abocados a la «caza de criminales de
guerra» y de los suculentos dividendos que estos temas
siguen dando a quienes fantasean con
ellos.[9]
Los nazis siguen vendiendo bien. Encarnan el Mal por
antonomasia y todo buen héroe de novela queda bien parado
cuando se enfrenta a ellos (aún siendo derrotado). Barredo
juega con esta variable y con los toponímicos que utiliza
para contextuar geográficamente su aventura. A lo largo de
las 238 páginas que tiene la novela, no se arriesga a
identificar con sus nombres reales los escenarios de la intriga y
evita asociar a los pueblos involucrados en la historia con un
pasado nazi-fascista (ya sea porque no hay pruebas contundentes o
no ofender la susceptibilidad de los pobladores actuales). Pero,
de todos modos, el texto no es para nada críptico.
Cualquiera que conozca la costa sur de la provincia de Buenos
Aires puede identificar sin problemas las actuales localidades,
playas, instituciones y locales que aparecen
«disfrazados» en el libro.
Barredo altera apellidos, se mueve con metáforas
y rodeos verbales cuando se refiere a personajes
históricos. Juan Domingo Perón nunca es
Perón, sino «el coronel de los
coroneles»[10]; y Eva Duarte nunca es
Evita, sino «la joven aspirante a gran
actriz».[11] El propio Adolf Hitler
aparece escondido tras el abstracto pseudónimo de
«Número Tres»[12] y el
pueblo bonaerense de general Madariaga (cercano a la costa
atlántica y Villa Gesell) sufre una transformación
ortográfica convirtiéndola en la localidad de
«Maragriada».[13] Por otra
parte, las referencias a una villa de origen alemán,
mandada a levantar por un oficial de las SS antes el estallido de
la guerra para servir como centro de reabastecimiento y auxilio
de barcos y marinos del III Reich, coincide por su
descripción y ubicación con la Gesell
turística de nuestros días.[14] Las
referencias a pinos plantados en la arena (tras enorme
sacrificios), a las dunas costeras y al aislamiento (así
como también a la esforzada tarea de los pioneros del
lugar) no hacen más que apuntar a la villa antes nombrada.
No hay dudas al respecto.
Del mismo modo la alusión al Hotel de los
Franceses, caracterizado por cubrirse periódicamente
por las dunas de arena, hace referencia al centenario Viejo
Hotel Ostende, fundado en el año 1913 por iniciativa
de inmigrantes belgas (no galos).[15] De ese modo,
Villa Gesell, General Madariaga y Ostende triangulan el escenario
de la acción del libro y se convierte (como suele
repetirse hasta el hartazgo) en uno de los tantos «nidos
nazis» que habrían existido en el territorio
argentino.
Es en este contexto de inmigrantes indeseados,
conspiraciones y crímenes, que aparece la referencia a un
misterioso "Castillo" cordobés.
"(…) construido por un médico de la ciudad
de Rosario hace unos diez años (1933). Cuando él
murió -relata un personaje-, al no tener descendientes en
su testamento lo donó a la municipalidad del lugar con
todas las obras de arte que se encuentran dentro del edificio,
inclusive dejó dinero para su mantenimiento. La
municipalidad no aceptó el legado y vendió hace muy
poco tiempo por un precio irrisorio la propiedad a una empresa
alemana, aunque a nombre de un testaferro. Gente del lugar nos ha
informado que es un centro de operaciones del Eje. Tiene enormes
antenas con las que pueden transmitir a todo el mundo. Lo llaman
Castillo por el aspecto exterior. Está en lo alto de la
sierra y desde allí controla todo el poblado
(…)".[16]
Hasta aquí podríamos identificar al
"Castillo" con el Eden Hotel de la
Falda. Su ubicación elevada, las sierras cercanas, las
antenas de onda corta y la referencia a un testaferro (que los
rumores siempre sindicaron era Juan Duarte, cuñado de
Perón) nos estarían indicando que el centro de
operaciones nazis en la sierra cordobesa no era otro que el
emprendimiento hotelero de los hermanos Eichhorn, nazis
declarados y amigos personales de Adolf Hitler.
Pero a poco de avanzar en la descripción de la
fortaleza, las cosas cambian y se empieza a operar un
extraño sincetrismo en el que podemos identificar los
rasgos inequívocos del Gran Hotel Viena (y
su historia).
Escribe Barredo:
"La historia del castillo la conocían todos en el
pueblo. El médico que lo construyó lo hizo como
homenaje a la localidad por el papel jugado en la
recuperación de la salud de su
esposa"[17]
Según la historia oficial de Miramar, un
empresario alemán -Máximo Pahlke- fue el
constructor e inversor del Gran Viena. La
información recabada en el pueblo indica que el desembolso
total fue de 25 millones dólares (a valores actuales) y
que la principal motivación del germano fue la de
"agradecer al pueblo y la laguna de Mar de Chiquita" por haber
sanado a su hijo y su mujer de ciertas dolencias cutáneas
y pulmonares, destacando así las propiedades curativas de
la balnearioterapia, tan de moda en la década de
1930.
La alusión a ese acto de desinteresado
agradecimiento a la naturaleza está por completo ausente
en la historia del Eden Hotel y constituye, por
el contrario, el dato folclórico más
llamativo en la historia del Gran Hotel Viena.
Además, como ya señalamos, éste
también disponía de una antena muy alta,
¿capaz de transmitir mensajes a Europa y recibir desde el
otro lado del Atlántico "información
confidencial"?
La metáforas del "castillo" es de por
sí interesante y se aleja del Eden Hotel
(más parecido a un lujoso palacio que a una austera
fortaleza de la Edad Media). Por el contrario, el Gran
Viena se acerca bastante a esa descripción. Visto
a la distancia, semeja una fortaleza inexpugnable, con anchos
muros y columnas de concreto que lo aíslan del entorno,
separándolo del resto del pueblo. Si bien no es un
"castillo" en sentido literal, el espíritu de ese
tipo de construcciones se asocia más al hotel de Miramar
que a la ostentosa mansión de La Falda.
Asimismo, hay otro dato que nos da Barredo en la novela
que acerca el mundo imaginario de su obra al universo construido
por Max Pahlke. Dice un personaje en Oro, Plomo y
Pasiones:
"En estos días [al castillo] lo están
refaccionando, llegan camiones cargados con materiales, pero
desde afuera no se percibe ningún
cambio".[18]
Es de notar que el Gran Viena se
construyó en etapas y que para el período en el que
transcurre la novela (1943-1945) se estaban llevando a cabo
ampliaciones en el edificio, todas ellas -según la
tradición oral- a buen resguardo de la curiosidad y
chusmerío del pueblo de Miramar.
Además, siguiendo al locutor de la novela nos
enteramos que:
"Tiene [el castillo] guardias permanentes con perros,
reforzaron los alambres de púas… pusieron una serie
de luces para señalar cuando alguien se aproxima…
Un radioaficionado captó transmisiones en
alemán…viene gente extranjera y se queda una semana
o dos (…)".[19]
Gran parte de estos comentarios coinciden con los dichos
que circulan en torno al Viena y nos acercan una
vez más a la historia de los celosos
«soldados» que lo vigilaban, evitando las
miradas curiosas, bajo las rigurosas órdenes del Ingeniero
Carl Martín Krüeger, encargado de la seguridad del
hotel. Como ya hemos dicho al principio, no hay una respuesta
clara sobre la cuestión y la imaginación muchas
veces suele dispararse. Esta es una actitud lícita en el
campo de la literatura (incluso necesaria y fundante en el oficio
de escritor) pero improcedente entre los historiadores, obligados
a hablar de lo que realmente ocurrió apoyándonos en
pruebas.
Leandro Barredo puede darse el lujo -como novelista- de
imaginar los sucesos que se desarrollaron dentro del
"Castillo" y convertirlo en una guarida
(tapadera) de nazis dispuestos a reinaugurar un IV
Reich. Nosotros en cambio, debemos indagar un poco más
antes de dar una opinión sobre el tema.
Ninguna carta, ningún artículo
periodístico, ninguna denuncia.
Hasta la fecha, el trabajo de búsqueda llevado a
cabo por la Asociación Civil Amigos del Gran Hotel
Viena, no reveló la existencia de documento alguno
que haga referencia, directa o indirectamente, a la presencia de
«soldados» en el hotel. Sólo la
tradición oral que viene circulando desde mediados de la
década de 1940 los menciona y, en todos los casos
analizados, los testimonios (coincidentes en los detalles
más importantes) parecen apuntar a una «historia
matriz» cuyo testigo responsable (ya fallecido)
habría sido el panadero del pueblo: un hombre de origen
suizo-alemán apellidado Smutt.
Busqué a sus familiares más cercanos y lo
que a continuación transcribo es el escueto relato que me
hiciera su hermana, Haydee Smutt, nativa de Miramar y con una
larga tradición empresaria en la zona.
«A la gente que trabajaba en el Hotel Viena no la
dejaban hablar con los pasajeros. Sus propietarios eran muy
estrictos. Lo mismo sucedía con el Hotel Alemán que
estaba al frente, cruzando la calle, y que pertenecía a la
ex-socia de los Pahlke. Aquello era un mundo cerrado, muy
cerrado, pero mi hermano (que tendría ahora 82
años) era el único que iba al Viena a repartir el
pan, que el hotel nos compraba. No tenían ningún
otro proveedor local. Ahí no entraba nadie. Sólo
nosotros. El hotel tenía de todo (mataderos, coche de
alquiler, lancha y hasta una usina propia), pero el pan se lo
vendíamos los de la familia. Era lo único y mi
hermano el único que entraba. Un día, nos
contó, lo hicieron pasar por el pasillo de lo proveedores
y entrada de empleados, que daba a un costado del hotel. Le
dijeron que esperará ahí, en la puerta, pero
pasaron varios minutos y él se cansó de esperar.
Entonces, se pasó para el lado del patio (al final del
corredor) y espió. Dijo que en ese lugar pudo ver formada
una fila de 11 a 13 personas. Todas ellas vestían
sobretodos largo y parecían estar en posición de
"firmes". Después dijo que todos subieron arriba de un
camión y nunca más se supo de ellos. ¡Nunca
más se supo nada!… ¡Qué cosa
increíble!… Al tiempo -una lástima-, todo el
hotel quedó
abandonado».[20]
¿Qué grado de fiabilidad puede
otorgársele a este relato que surge de un
recuerdo?
En principio, no tenemos ningún motivo para
sospechar que haya sido una mentira. Pero, ¿y si fuera un
error de apreciación? ¿Quiénes eran
verdaderamente esas «personas con sobretodos largos»
en una aparente actitud de estar siendo sometidas a una
inspección? ¿Y por qué desaparecieron
subiéndose a un camión?
¿Nadie se preguntó qué podía
significar ese episodio?
Todo parece indicar que no.
«A nadie le importaba en sí nada de eso. No
sé… Allá [el Hotel Viena] era como una cosa
distante. Como si fuera otro pueblo. Una cosa
aparte».[21]
Explicaciones de este calibre se repiten en los
demás testimonios que recogimos.
Cuando el Viena se desempeñaba
como hotel, la curiosidad no se orientaba hacia el edifico o a lo
que adentro ocurría. Sólo un interés
retrospectivo, surgido años después, es el
responsable de las dudas que, aparentemente, nadie se
planteó por aquel entonces. Aquello era «otro
pueblo». Pocos le prestaron atención. Pero con
el paso el tiempo ese suceso original empezó a
condimentarse con agregados. A los sobretodos se le agregaron
armas, recorridos nocturnos y actos de vigilancia desde la torre
de agua, dando la idea de que el Viena más
parecía una penitenciaria súper-controlada que un
hotel para inocentes turistas.
«Conozco la historia que circula sobre los
guardias del Viena –me confesó el señor
Héctor Rumachella, vecino de Miramar-. Lo que
escuché tiene que ver con la familia de Haydee
(Smutt). Dijeron que uno de sus hermanos, que
tenía panadería acá en el pueblo, vio en el
patio del hotel a varios tipos de fajina que estaban practicando
ejercicios… A raíz de ese comentario se armó
todo. Pero yo sigo creyendo, sabiendo lo que pasó a nivel
mundial, que alguno tiene haber llegado acá… Y no
eran "algunos". Para mí eran muchos. Claro que en aquel
entonces había muy poco acceso al conocimiento, a la
información. Estoy seguro que nadie -o muy pocos-
sabían algo sobre los nazis. Y los que sí
sabían se callaban. Era más saludable callarse. De
todos modos, a la historia nadie le dio bola. Yo creo que hubo
gente que sí percibió cosas, pero veían sin
querer ver… Al grueso no les interesaba nada. Recuerdo
(ríe) que el viejo Sosa [concesionario del
Viena durante la década del los "60] me decía:
"Entraban, y acá en Miramar no les preguntaban cómo
se llamaban, sino cómo querían
llamarse».[22]
Sabemos que para alcanzar un nivel máximo de
plausibilidad tenemos que fundamentar los acontecimientos que
narramos -tanto como las interpretaciones e hipótesis que
sostenemos- con fuentes. Ahora bien: ¿Son los testimonios
orales suficientes? ¿Debemos los historiadores
convertirnos en "abogados defensores" de los mismos y adoptarlos
a pie juntillas como prueba de veracidad, sin ejercer la
crítica?
Somos concientes de que la ausencia de fuentes escritas
no es argumento suficiente para sostener que un determinado hecho
no ocurrió. Sería ilógico pretender que
todos los acontecimientos queden registrados en documentos. Por
ese motivo, los aportes del testimonio oral nos resultan tan
útiles, aún a sabiendas de que su
información siempre es limitada. Pero, ¿acaso con
un documento escrito no pasa lo mismo? Ninguna fuente puede
abarcar la totalidad de la experiencia histórica por una
simple razón: la realidad jamás es idéntica
a sus registros.
Por otro lado, la importancia que le otorgamos a lo oral
en este trabajo radica en un hecho no siempre tenido en cuenta:
los testimonios brindan información sobre acontecimientos
y experiencias que, muchas veces, los documentos no registran.
Convengamos que aquello que es clandestino, secreto, peligroso o
prohibido, no se registra en ninguna parte; y que las presiones
sociales que se generan en un determinado contexto
político y cultural silencian muchas cosas que, tiempo
más tarde, todos se animan a preguntar o relatar. En un
país con una larga historia de autoritarismo como es el
nuestro, signado por dictaduras y situaciones traumáticas,
lo antedicho es mucho más que evidente.
Pero la riqueza que tienen los testimonios que
transcribimos en este trabajo resulta mucho más
significativa si con ellos intentamos una aproximación a
la experiencia subjetiva de quienes los relatan y no
tanto a la reconstrucción «material» de los
hechos que se relatan. Acordemos que el imaginario
colectivo tiene una fuerza abrumadora y que con tan pocos datos
no podemos afirmar -al ciento por ciento- que «soldados
de fajina y armados» hayan rondado las instalaciones
del hotel. Lo que sí podemos hacer es desmenuzar esas
historias a partir del contexto en que surgieron y decir
más cosas sobre lo que significaron. Convengamos que, como
dicen los especialistas actualmente, lo subjetivo es un
asunto de la historia.[23]
¿Por qué perduró por tanto tiempo
un relato como la del panadero Smutt? ¿Qué tipo de
emociones fuertes generó entre la gente para que, a partir
de una historia ambigua en más de un sentido
("personas con sobretodos", respetando cierta
disciplina implícita y "camiones"), se pudieran tejer
versiones más complejas que sugerían la presencia
de un destacamento de «soldados nazis»
(digámoslo sin vueltas) en el
Viena?
Todo rumor -y en este caso estamos de lleno en
su territorio- exalta siempre algo de temor, de
indignación, de inseguridad u odio hacia algo. En su
ámbito nada es por completo inocente. Nada se da porque
sí. Ya lo explicó perfectamente Jean Delumeau en
El Miedo y Occidente, cuando dijo que los rumores
siempre denuncian una amenaza -más o menos
explícita- que en tiempos de crisis más alta y
presente se vuelve.[24]
Cuanto más miedo se siente, mayores serán
los rumores que circulan. De ahí que nuestro
interés se centre en conocer qué es lo que lo nos
dicen esos rumores, qué nos sugieren y porqué el
Gran Hotel Viena fue objeto y catalizador de de
los mismos (ambas cosas al mismo tiempo).
¿A qué le temían los vecinos de
Miramar? ¿Qué generaba tanta indignación e
inseguridad en un pueblo de por sí tranquilo?
¿Qué tenía el Viena para
despertar esos sentimientos y subjetividades tan
especiales?
En mi opinión, la respuesta debemos buscarla
analizando un dato muy relacionado con el edificio: su
aislamiento.
Lo distante y lo
próximo
El Gran Hotel Viena siempre estuvo
"lejos" de Miramar. Nunca terminó de integrarse
del todo a la vida social, cultural y política de la
comunidad. Siempre fue «otra cosa»,
desentonando con todo. Esta diferencia tan marcada es la que los
vecinos hacían -y hacen hoy- al separar claramente entre
el "allá" del hotel y el "acá"
del pueblo. Signo evidente de que el emprendimiento hotelero y
sus propietarios fueron percibidos, desde el principio, como algo
ajeno, distinto y aparte.
Felipe Suárez, quien fuera Jefe de
Mantenimiento y Compras del Viena durante la
"regencia" de Adán Ramón Sosa, me dijo:
«¿Si el hotel siempre estuvo lejos del
pueblo? Sí, por supuesto. ¡Siempre!… En
realidad, antes, mucho más lejos que ahora porque en
aquellos días [anteriores a la gran inundación
iniciada en 1977] había que ir por toda la costa de la
mar. Se entraba por el frente y había que hacer un rodeo
más largo que el que se hace hoy. Había que pasar
por la Playa de los Pobres, el Bar Obrero… [actualmente,
todo bajo el agua]».[25]
Una fotografía tomada hacia fines de la
década de 1960 desde la mencionada «Playa de los
Pobres» (balneario muy popular en los días de
oro del pueblo), ilustra a la perfección lo que Felipe
Suárez testimonia.
En ella podemos observar cómo el Hotel
Viena se asoma por detrás de un monte muy tupido
de árboles, dejando apenas entrever una parte de la torre
de agua, de más de 22 metros de altura. Del perfil del
edificio -hoy discernible a la perfección casi desde
cualquier punto de la costa- sólo se aprecia el piso
superior del Sector Termal -derrumbado por el agua en 1982- y las
ventanas laterales del segundo piso del Sector Principal (VIP-5
estrellas).
Esa antigua y medio solapada perspectiva le quitaba al
hotel la majestuosidad y omnipresencia que actualmente posee. Con
la desaparición de las edificaciones cercanas y del bosque
que lo circundaba, la estampa que hoy exhibe -abierto a todos,
desde todos los costados- es muy diferente a la que tuvo en los
días de su inauguración e intermitente
funcionamiento, durante las décadas que van de 1940 a
1977.
Ese «estar aparte» también
se daba en el comportamiento de sus propietarios.
La señora Luisa «Chichi» Zambelli es
tal vez una de las pocas personas con vida que trabajaron con el
empresario alemán. Sus padres y un hermano eran empleados
del hotel. Ella misma fue modista de la esposa del patrón
y de otra mujer importante en la historia de la hotelería
cordobesa: la señora Ida Eichhorn, propietaria junto con
su marido y cuñados del célebre Eden
Hotel de La Falda; quienes tenían «una
casa preciosa con pileta» muy cerca del
Viena (a sólo dos cuadras).
El testimonio oral de Chichi, a sus 80 años de
edad, nos resulta revelador en más de un
sentido.
«Conozco al Viena desde antes que empezaran a
hacer el primer pozo, la primera palada. (…) Nosotros
vimos todo, incluso cuando traían los materiales. Todo
vimos. Es que teníamos la casita enfrente y por la vereda
pasaban (…) los camiones con todo. Llegaban al pueblo de
Balnearia por ferrocarril y ahí lo iban a buscar. Trajeron
todo a afuera. Además, la única familia que
trabajaba, entera, en el hotel éramos nosotros.
Estábamos tan al frente que, bueno, cualquier cosa que
necesitaban lo llamaban a mi padre. Yo y mi hermana Delia,
éramos las modistas (…). Mi madre trabajó en
la cocina y mi papá era "peón de patio", como se le
decía. Hacía de todo. Mi hermano trabajaba en la
usina propia que el hotel tenía. (…) Pero en aquel
entonces no era como ahora, que la gente entra y sale
libremente… No, ¡por favor! ¡Qué iba a
ser así! Si usted iba con una factura de cinco pesos, por
decir un ejemplo, tenía que pasar por el gerente,
tenía que pasar por el secretario, tenía que pasar
por…¡uf! Muchas vueltas. Nosotros entrábamos
al hotel, pero no pasábamos por donde iban los turistas.
Ni los mozos iban por ahí (…). Además, los
Pahlke no se hacían ver casi por nadie. Nosotros los
conocíamos muy poco. A la señora le cocíamos
algunas veces.(…) Él sí era un hombre muy
respetuoso, muy bueno y respetuoso. La mujer no. La mujer era
odiosa al máximo (…).
«Le cuento una anécdota. Acá la
señora Pahlke tenía y mandaba muchos empleados y,
desde el segundo piso, solía dirigirlos. "Mire
allá, hay que hacer aquello, hay que mirar lo otro, mire
esa planta"…¡Estaba en todas! Y tenía la
costumbre de chiflarles… En ese entonces trabajaba mi hermano
en la usina y una vez ella, dos o tres veces, le
chifló… Y por ahí le dijo: "Zambelli,
¿usted no siente señora llama?". Y él
le respondió: "No señora, nosotros a los
únicos que le chiflamos es a los perros. No le chiflamos a
la gente" (…).
«Como le dije, era modista de los Pahlke, pero con
ella nunca teníamos contacto cuando le hacíamos un
vestido y había que medirla. Para eso había un
maniquí con su figura. Después, si algo quedaba
mal, nos mandaba a decir: "tome tela de aquí, saque de
allá". Nunca la tocamos. Además, [los Pahlke]
no eran de salir por el pueblo a caminar… No, ¡por
favor! ¡Qué va!… Nadie los
conocía».[26]
Muchas cosas eran las que aislaban al
Viena del resto del pueblo; y no era sólo
la distancia física.
En el hotel casi todo parecía provenir
«de afuera» (excepto el pan), lo que
generó y aumentó la sensación de
«asepsia» que los vecinos pensaban que el
hotel tenía, y que sus propietarios se encargaron de
mantener y difundir con más de una actitud.
Todo parecería indicar que, durante la denominada
«etapa alemana» (1940-1946), el mantenerse aparte del
pueblo y su gente fue una política voluntaria, elegida sin
más por los directivos del establecimiento. Los escasos
contactos con los vecinos, el idioma alemán preponderante
dentro de la instalación, la procedencia de la
mayoría de los insumos para su funcionamiento, los
materiales de construcción que venían de Buenos
Aires, incluso la alta tecnología del
Viena (usina propia, ascensores,
calefacción central, aire acondicionado, doble
cámara frigorífica, etc.) desentonaba con el resto
de los hoteles y alimentó en el imaginario colectivo la
sensación de estar frente a un «universo
importado» que se enorgullecía de serlo y no lo
disimulaba en lo más mínimo.
«Allá», donde se levantaba
el hotel (en el barrio de los alemanes y los croatas o
«loma de los chalets», como la denomina Chichi
Zambelli), las cosas funcionaban diferentes, exacerbando el
sentimiento de insularidad.
El Viena era una
isla.[27]
Lejanía, retraimiento y privacidad eran las notas
esenciales que el pueblo reconocía en el hotel, visto como
un coto cerrado, con normas propias, autoridad e idioma
diferentes. Su aislamiento exudaba cierto sentimiento de
aséptica superioridad, no muy bien visto por la comunidad,
al punto de ignorarlo.
Ensimismado en una especie de «solo yo
existo», el Viena marcaba, sin decirlo
abiertamente, el clásico contraste entre un
«afuera» barbárico, atrasado e
inseguro y un «adentro» idealizado como la
encarnación del progreso, la alta tecnología de
punta y el imparable avance de la civilización europea.
Incluso el grueso de los empleados (que provenían de
afuera y hablaban alemán) debían provenir de ese
universo occidental, teniendo al propietario germano en la
cúspide de la pirámide y a los pocos empleados
locales en la base de la misma, señalando las
jerarquías típicas de un
«feudo», en el que los
«señores» llamaban a sus «siervos»
con un silbido.
Vista desde una perspectiva más amplia, esta
realidad subjetiva pone de relieve una clara relación
conflictiva entre lo distante y lo próximo. Como bien
señala Gabriel Kessler, en la experiencia subjetiva de la
distancia «la clase social interviene en el sentimiento
de inseguridad»[28], y esto se nota en
la forma en que el Viena fue conceptualizado por
la gente.
Es muy interesante reconocer que en aquellos lugares en
donde casi todos se conocen y prevalece un sentimiento
comunitario de seguridad, «lo malo» (el
delito, las contravenciones) siempre es protagonizado por sujetos
o instituciones que no forman parte de la misma comunidad, sino
que (como el Viena y sus dueños) vienen de
otro lugar, para luego marcharse.[29]
La amenaza y el peligro nunca son autóctonos ni
constantes. Siempre son foráneos. Tal vez sea ésta
la forma más arraigada de proyectar en «el
otro» las propias miserias y miedos. En otras palabras, la
oposición clásica entre
«lugareños» (sedentarios) y
«recién llegados» (nómades) es
la que recrea la sensación de que el peligro siempre viene
de afuera y está protagonizados por «inmigrantes
extraños», de conductas y lenguaje
desconocidos. No es del todo ilógico suponer entonces, que
los rumores hayan convertido a los «soldados del
Viena» en supuestos protectores, cuya misión no
sería otra que la de ocultar de la mirada inocente del
pueblo ciertos «misterios» y
«actos reprobables». La comunidad se
convierte así en víctima y se desentiende de lo que
«allá» sucede.
La distancia entre el Viena y Miramar no
sólo era espacial, sino también emocional. Como
dice un viejo refrán: «cuanto más lejos,
más raro». Y todo lo raro es, en principio,
peligroso. Además, la necesidad de cartografiar la amenaza
local, de diferenciar zonas segura e inseguras, contribuyó
a que se propagara la reputación del hotel como un lugar
extraño, fuera de lo común y oscuro. La experiencia
subjetiva de la distancia llevó a la fragmentación
imaginaria del pueblo y ésta contribuyó a aumentar
la distancia moral de los habitantes.
El «Allá» era muy distinto
al «Acá».
En todo sentido.
Conspiraciones
for export
En el complejo universo de las conspiraciones todo es
posible. Incluso creer sin pruebas en la mano. Las conspiraciones
se vuelve más plausibles y fuertes cuando las pruebas
escasean o no existen. Casi podría decirse que se
confirman ante la ausencia de las mismas. Por eso, una mera
señal, un indicio aislado y ajeno al análisis
crítico, puede desencadenar la creencia más
extraña y adoptar ciertos visos de realidad ante la gente.
La historia de los «soldados del Gran Hotel
Viena», en mi opinión, se encuadra en esta
línea.
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