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Resumen de la novela Hijo de Hombre de Augusto Roa Bastos




Enviado por Jose Herreros



    1. Capítulo 1. – Hijo de
      Hombre
    2. Capítulo 2. – Madera y
      carne
    3. Capítulo 3. –
      Estaciones
    4. Capítulo 4. –
      Exodo
    5. Capítulo 5. –
      Hogar
    6. Capítulo 6 –
      Fiesta
    7. Capítulo 7. –
      Destinados
    8. Capítulo 8. –
      Misión
    9. Capítulo 9. –
      Madera quemada
    10. Capítulo 10. – Ex
      combatientes

    La novela Hijo de
    Hombre fue publicada en su versión original en 1960. Esta
    novela es la primera de una trilogía compuesta
    además por Yo El Supremo y El Fiscal.

    El resumen que a continuación se presenta es de
    la segunda versión, publicada en 1991 por la editorial El
    Lector de Asunción.

    En una nota preliminar el Autor hace referencia al
    carácter bilingüe de la cultura
    paraguaya que constriñe a los escritores, en el momento de
    escribir en castellano, a
    oír un discurso oral
    en guaraní. La presencia lingüística del
    guaraní se impone desde el interior del mundo afectivo.
    Los signos de la escritura en
    castellano tienen dificultad en captar y expresar el texto oral
    guaraní.

    El autor afirma que sus novelas son un
    intento de lograr la fusión de
    los dos hemisferios lingüísticos del
    paraguayo.

    Roa Bastos justifica la segunda versión de la
    novela diciendo que un texto, si es vivo, vive y se modifica, lo
    varía e inventa el lector en cada lectura.
    También el autor puede variar el texto indefinidamente sin
    hacerle perder su naturaleza
    originaria sino enriqueciéndolo con sutiles
    modificaciones

    En la nota preliminar el Autor afirma que esta nueva
    versión de Hijo de Hombre "es una obra enteramente nueva
    sin dejar de ser la misma con respecto al original en cuanto
    mantiene esencialmente su fidelidad al contexto originario de
    cuya realidad no es más que una de las posible fábulas
    que la palabra portadora de mitos puede
    inventar".

    Capítulo 1. –
    Hijo de Hombre.

    En este capítulo el autor describe detalladamente
    la antigua villa de Itapé y el actual pueblo, en el
    momento en que se sitúa la novela. Describe su paisaje,
    tanto de la campiña como el de sus casas de una manera tan
    real. Nos cuenta cómo sus habitantes empezaron a despertar
    con la construcción de la nueva estación y
    el tendido de las vías del ferrocarril y cómo
    murieron en dicho tendido. Dice de los pobladores que eran
    personas miedosas, harapientas y de rostros cobrizos y ajetreados
    por el
    sol.

    Ubica la estación nueva y su entorno y nos
    comenta de la nueva iglesia que
    fue construida sobre los escombros de la antigua y de cómo
    se sacó el campanario para dar lugar a un palco y tarimas
    para las funciones
    patronales en homenaje al día de Santa Clara, su
    patrona.

    Es notable la descripción tan precisa que hace con
    respecto del rancho de Cristo que está ubicado a media
    legua del pueblo en la cima del cerro de Itapé y
    cómo influyó en cada uno de sus habitantes la
    celebración del Viernes Santo, que tenía su propia
    liturgia que no era muy antigua, pero que había nacido de
    ciertos hechos que conformaban su propia leyenda.

    El Cristo estaba siempre clavado en la cruz negra en la
    cima del cerro, bajo un círculo de espartillo terrado
    semejante a un toldo de indios, para resguardarlo del mal
    tiempo. La
    ceremonia del Viernes Santo era muy particular: no representaban
    las estaciones de la crucifixión, luego del Sermón
    de las Siete Palabras, venía el Descendimiento. Lo
    desprendían al Cristo de la cruz casi a estirones, con las
    manos crispadas y trémulas, con una especie de rencorosa
    impaciencia. El gentío descendía del cerro con el
    Cristo a cuestas entonando roncamente cánticos y
    plegarias. Llegaban hasta la iglesia pero el Cristo no entraba
    nunca en ella, solamente llegaba hasta el atrio, quedaba un
    momento mientras el gentío entonaba cantos que al rato se
    convertían en gritos hostiles y desafiantes. Luego se
    retiraban y lo llevaban de vuelta al Cristo al cerro en medio de
    antorchas y faroles encendidos con velas de cebo, dando un
    aspecto patético a la procesión. Era un rito
    áspero, rebelde, primitivo, fermentado en un reniego de
    insurgencia masiva, como si el ánimo del gentío se
    encrespara al olor de la sangre del
    sacrificio y estallara en un clamor que no se sabía a
    ciencia cierta
    si era de angustia o de esperanza o de resentimiento. Esto les
    valió a los itapeños el tilde de fanáticos y
    herejes.

    La gente de ese tiempo seguía yendo al cerro
    año tras año a desclavar al Cristo para pasearlo
    por el pueblo como a una víctima a quien debían
    vengar y no como a un Dios que había muerto por los
    hombres. Creían que si era Dios no podía morir y
    que si era hombre se había desangrado inútilmente
    sobre sus cabezas sin redimirlos, porque las cosas sólo
    cambiaron para peor.

    El origen del Cristo del cerro había despertado
    en ellos una extraña creencia: él era harapiento
    como ellos y también era burlado, escarnecido y muerto
    como ellos desde que el mundo era mundo. Ellos tenían una
    fe insurrecta e invertida. Posiblemente a quien querían
    desagraviar o justificar era a una persona enferma
    de lepra que se internó en el monte para nunca más
    regresar al pueblo, llamado Gaspar Mora, cuya verdadera historia la conocía
    Macario, un pobre viejo esquelético y bajito, hijo de uno
    de los esclavos del Dr. Francia, de
    quien los chicos del pueblo se burlaban viéndolo pasar y
    llamándolo pitogüé, bicho feo karaí
    tuyá colí y cosas por el estilo, pero este pobre
    hombre no se inmutaba.

    No todos los chicos se burlaban de él, otros lo
    seguían para escuchar sus relatos y sucesos. Sus relatos
    eran maravillosos y vivenciales. Lo tenían como la memoria
    viviente del pueblo, conste que decían que no había
    nacido allí y que era hijo de afuera del mismísimo
    Dr. Francia, registrado en el libro del
    Crisma con ese mismo apellido.

    Macario había nacido algunos años
    después de establecerse la Dictadura
    Perpetua. El papá de Macario se llamaba Pilar Francia, un
    esclavo liberado por el Dictador, y que hacía de ayudante
    de cámara del mismo. Macario siempre hablaba en
    guaraní y decía que el hombre era
    como un río, que tenía barrancos y costas, que
    nacía y desembocaba en otro río y además que
    el río malo era aquel que desembocaba en un
    pantano.

    Macario contaba que su taitá probaba la comida
    del Karaí Guazú o el Supremo, refiriéndose
    al Dr. Francia, para ver si estaba envenenada. Este le apreciaba
    muchísimo a Pilar pero aún así lo trataba
    con mucha dureza. El día en que Karaí Guazú
    enfermó, él mismo acompañó a su padre
    hasta Itapúa y Candelaria para traer remedios de un
    médico francés prisionero en Santa Ana. Cuando el
    Karaí Guazú se curó el taita se puso muy
    alegre, pero su alegría duró poco, pues esa tarde
    al llegar Macario terminó para él su
    alegría.

    Contaba sobre lo sucedido esa tarde con tristeza y
    amargura. Cuando el Karaí Guazú se repuso de su
    enfermedad y acabando de salir a dar su primer paseo, Macario no
    pudo contener el impulso de tomar la moneda que estaba sobre la
    mesa. Al agarrarla sintió un fuerte calor y olor a
    carne quemada, tiró la moneda y se escondió. Cuando
    volvió el Supremo le pidió que le mostrara la palma
    de la mano. Cuando la miró le mandó a su padre que
    le diera cincuenta palos y él lo hizo con mucho dolor. Al
    terminar, por la rabia, pateó al perro predilecto. Cuando
    el Supremo lo vio mandó que le dieran cien palos con la
    misma vara con que había pegado a Macario. El viejo
    quedó como loco y un buen día insultó a un
    guardia y el Karaí lo mando ejecutar. Sus doce hijos
    fueron confinados a distintos puntos del país. Macario fue
    para Itapé con su hermana María Candé, madre
    de Gaspar.

    Años después de la guerra grande
    María Candé enfermó mal y Macario tuvo que
    ir hasta Santa Ana a buscar al médico francés, pero
    éste había fallecido en raras circunstancias.
    Macario contaba cómo combatió en la guerra grande y
    que hasta la propia Madama lo había curado de sus heridas.
    Macario nunca hablaba de su sobrino Gaspar salvo cuando se
    volvió caduco. Otra persona sabía también la
    historia de Macario, la chipera María Rosa, pero ella
    nunca habló.

    Eso fue en la época del cometa Halley.

    Los mellizos Goiburú, unos chicos traviesos y
    experimentados en cosas de mujeres, nunca creían en los
    relatos de Macario y siempre se mofaban de él, como si
    sintieran rencor hacia el pobre viejo y hasta de
    Gaspar.

    El padre de los mellizos Goiburú era enemigo
    declarado de estas personas y esto lo transmitía a sus
    hijos que eran irrespetuosos con todos. Los demás chicos
    del pueblo le tenían mucho aprecio a Gaspar y no
    permitían que los mellizos Goiburú lo
    insultaran.

    Un buen día un hachero comentó que
    escuchó una música suave y bella
    en el monte y empezó a guiarse por el sonido de la
    guitarra hasta llegar al rancho y descubrir a Gaspar a quien
    juró que nunca descubriría su escondite. La gente
    del pueblo se enteró e iba en procesión hasta el
    rancho a escuchar su música, pero él se
    escondía. Hasta María Rosa le llevaba siempre
    chipá y otras cosas y él no aparecía. Esto
    duró mucho tiempo. Cuando Gaspar murió lo
    enterraron allí nomás.

    Cuando fueron a quemar el rancho se encontraron con que
    éste ya tenía otro ocupante, era un Cristo tallado
    en madera que
    acompañó siempre a Gaspar. Este Cristo trajo caos
    al lugar. Macario y otros lo llevaron en andas hasta la iglesia y
    allí esperaron a que llegara el cura, que iba cada domingo
    al pueblo a dar misa. Cuando éste llegó se opuso a
    que entrara el templo apoyado por el padre de los mellizos
    Goiburú. Cuando el cura vio que se formaron dos bandos y
    que pelearían, se impuso pidiendo orden y cambiando de
    parecer, diciendo que entraría a la iglesia pero
    después de pedir permiso a la curia. A escondidas
    pidió al campanero que quemara la imagen sin que
    nadie se enterara y con ayude de los policías. Macario se
    enteró de esto y con los suyos llevó de vuelta al
    Cristo al cerro, y es ésta la misma procesión que
    año tras año repiten los
    lugareños.

    Macario murió de viejo y el campanero se
    suicidó arrepentido.

    Capítulo 2. –
    Madera y carne.

    Roa Bastos nos narra las costumbres y padeceres de un
    pueblo, Sapucai que había sido fundado en el mismo
    año del cometa Halley y que lleva sobre sí la carga
    enorme de un destino desesperante. Nos cuenta de una terrible
    explosión que dejó un saldo de más o menos
    dos mil personas, mujeres, hombres y niños.

    Describe destrozos, muerte,
    miseria, desaliento de un pueblo que hasta en la alborada es
    triste ya que van a la capuera a trabajar hasta los niños
    dejando en un silencio letal al pueblo y algún que otro
    sonido de mortero de alguna casa importante y el chirriar de
    alguna roldana buscando agua.

    Nos presenta a un personaje que otrora fue admirado y
    querido y que con el tiempo y la desgracia pasó a ser una
    sombra más en el triste paraje: el doctor, a quien
    acompañaba siempre un perro cansino y fiel.

    María Regalada, mujer de pueblo,
    ve pasar al doctor y al perro como si no los viera.
    Recorrían legua y media desde su casa, en el monte en cuyo
    alrededor creó el leprocomio, hasta el almacén de
    don Matías Sosa. Ida y vuelta pasando por el cementerio en
    cuya cercanía está el rancho de dicha
    mujer.

    El doctor había desaparecido sin que nadie sepa
    cómo. Sólo el perro hambriento hacía el
    mismo recorrido todos los días y los pueblerinos lo
    saludaban con un "hola doctor", sin ningún tono de
    burla.

    Don Matías atiende al perro como si fuera el
    mismo doctor, conversa, ríe o hecha alguna broma con el
    canino, pero cuando está de mal humor a veces hasta le da
    un puntapié y lo hecha de ahí. Los pueblerinos le
    echan cosas en broma en la canasta que siempre lleva en la boca.
    No ladra ni se molesta, sólo se acurruca a dormir a la
    puerta de la casa vacía y muy de vez en cuando lanza un
    aullido que más que aullido parece un pequeño soplo
    cansino y lastimero.

    María Regalada es la única que a veces lo
    espera en el camino y le hace algún que otro mimo como
    para apaciguar los golpes y burlas. Esta mujer, pese a su
    gravidez, sigue trabajando en la chacra, cocina para los
    leprosos, hace la limpieza del rancho, tareas que ella misma se
    ha impuesto.

    El doctor llegó a Sapucai de una forma
    extraña. Algunos decían que quiso robar al hijo de
    un pasajero. Lo llevaron al calabozo por unos días y luego
    lo soltaron pero él no se fue de allí. Se
    hospedó en una pieza en la casa de Ña Solé
    Chamorro. No hablaba con nadie, ni siquiera con la vieja gorda
    chismosa. Todo el tiempo se pasaba encerrado y salía
    solamente para ir al almacén de don Matías, a tomar
    caña, pero siempre en silencio.

    Cuando se le terminó la plata dejó de ir
    al almacén, dormía bajo los árboles
    o en el corredor de la iglesia cuyo párroco, el paí
    Benítez, lo protegió ahí gracias a que
    compuso una marcha, "la del reloj cangrejo", en contra de las
    damas de la comisión parroquial. Cada vez
    enflaquecía más, sus ropas se volvieron harapos y
    las botas las cambió por alpargatas, le crecieron la barba
    y el rubio pelo.

    Algo se supo del forastero. Entre comentarios de
    Ña Solé, don Matías, Anastasio
    Galván, Altamirano y el jefe político, sacaron en
    limpio que era un inmigrante ruso cuyo nombre era Alexis
    Dubrosky. Empezaron a citar los ajusticiamientos de los
    últimos zares en Rusia y a recordar aquel nefasto
    día del primero de marzo de 1912, plena revolución
    de los leales contra las ligas agrarias, de cómo el
    comando de Paraguarí mandó una locomotora cargada
    de dinamita al encuentro del tren rebelde. La masacre y
    persecución de los sobrevivientes insurrectos y sus
    parientes. El forastero desapareció por un tiempo, luego
    llegó la noticia de que estaba construyendo su rancho en
    el monte entre Costa Dulce y la olería.

    Un día sucedió algo que haría que
    la gente de Sapucai lo viera al ruso con otros ojos. Mientras el
    gringo pasaba frente al cementerio, vio que María Regalada
    se torcía de dolor entre las cruces, corrió, la
    cargó y la depositó sobre la mesa en la casa del
    sepulturero Taní Cáceres, calentó agua,
    afiló un cuchillo y le abrió el vientre a la
    muchacha ente la mirada atónita del hombre. Salvó a
    la chica y el sepulturero se dedicó a propalar la noticia
    por todo el pueblo. Muy pronto el doctor empezó a sanar a
    los pueblerinos. Fue así que un paciente, un tropero, le
    regaló al perro como pago a su cura.

    Desde las compañías más distantes
    venían a que el doctor les cure y hasta las damas de la
    comisión parroquial se hacían atender por
    él, dejando atrás sus anteriores
    comentarios.

    Después de que curara a María Regalada,
    ésta siempre le llevaba una olla de locro para él y
    su perro. Cuando el sepulturero murió, el doctor no le
    pudo salvar del vómito negro,
    María Regalada ocupó el lugar del padre.

    Una tarde, al pasar frente al rancho del doctor,
    María Regalada oyó un ruido como el
    de un cuerpo que cae, fue a espiar y vio al doctor arrodillado,
    recogiendo monedas de oro del piso, a sus pies estaba la imagen
    de San Ignacio. Nadie supo de esto, pero desde entonces el doctor
    no abrió más su puerta a los pueblerinos. Luego
    empezó a atender a la gente en un pequeño cuarto
    del fondo. No aceptaba las monedas por paga de sus pacientes,
    pero sí les exigía que le pagaran con tallas, las
    más antiguas que tuviesen en la familia.
    Todos en el pueblo pensaban que el doctor se había vuelto
    místico, hasta parecido con San Roque le
    encontraban.

    Comenzó a ir de nuevo al boliche, bebía
    hasta salir del mismo dando tumbos. Empezó a atender
    sólo a quien le llevaba una imagen y se decepcionaba si la
    talla no tenía el peso suficiente. Anduvo así
    borracho por unos meses y luego desapareció. Un día
    María Regalada llegó al rancho, entró y
    encontró a todos los santos degollados, menos al San
    Ignacio. No quiso tocarlos y tampoco entendía qué
    pasó con ellos y quizás nunca lo sepa. Siempre se
    pasaba limpiando el rancho, acariciando al perro y atendiendo su
    cementerio.

    Capítulo 3. –
    Estaciones.

    Toda la mañana quise meter mis ásperos
    pies en mi primer par de zapatos. Me lavé tres veces, me
    puse cenizas y no había caso. Luego vino Rufina, me
    llenó los pies de almidón y ellos entraron
    suavemente en el reluciente par de zapatos.

    Después de medio día fuimos mis hermanos,
    mis padres y hasta Rufina, llevando el canasto de comidas, hasta
    la estación. Yo debía ir a estudiar a la capital.

    Mi madre se preocupaba por mi decisión de seguir
    la carrera militar y mi padre la calmaba diciéndole que
    ser militar era el futuro. Me atraía enormemente el
    uniforme azul y oro reluciente. Debía ir a la capital,
    desconocida por mí, a terminar la escuela para
    poder seguir
    la carrera.

    En el andén nos esperaba Damiana Dávalos
    con su hijo. Las chipera paseaban por los andenes esperando el
    tren para ofrecer su mercadería. Entre ellas estaba la ida
    María Rosa con su hija a cuestas y un gran canasto
    vacío.

    Los mellizos Goiburú miraban mis zapatos
    disimuladamente y burlándose como siempre de mí. Yo
    me hacía el desentendido pero a la vez sentía tener
    que ir del pueblo a buscar nuevos horizontes, prefería
    quedarme con ellos a compartir, me sentía un desertor. En
    eso veo a la Lágrima González del brazo de
    Esperancita Goiburú, hermana de los mellizos. Calmo mi
    tristeza, me doy vuelta y en mente recuerdo las hermosas
    facciones de Lágrima. En eso llega el tren a la
    estación. Corrimos hacia los coches de segunda clase y mi
    madre le recomienda a Damiana que me cuide. Mi padre me sube al
    tren y yo me despido de mis hermanas Edelmira y Coca y a la vez
    busco con la mirada a Lágrima y Esperancita. Las muy mal
    educadas se reían.

    El tren arranca y vamos dejando cada vez más
    lejos a la estación y la gente, hasta desaparecer. Miro
    pasar por mi ventana postes de telégrafo, las casas, las
    últimas calles del pueblo. Cuando me levanté veo de
    cerca el cerro y al Cristo leproso mirándonos pasar. Lo
    último que vi fue la cruz de Macario Francia a los pies
    del cerro. "El hombre, mis hijos, tiene dos nacimientos …
    uno al nacer y el otro al morir".

    Al desaparecer el pueblo, el cerro, me fijé en el
    pasajero de enfrente, era rubio, delgado, con ropas y botas
    gastadas, me pareció que al pasar frente al Cristo se
    santiguó. Al costado otros hombres narraban la historia
    del Cristo pero la contaban de forma distinta como si no la
    supieran y siguieron haciendo comentarios sobre la pasada
    revolución, sobre el daño que les ocasionó y
    de cómo se zafaron de ella algunos, para no tomar
    partido.

    Llegamos a Borja, los cuatro hombres merendaron y a
    mí se me hacía agua la boca. Damiana olvidó
    nuestra canasta de avío. No quise molestarla pues
    quería que sepa que era yo el que la cuidaría a
    ella y no ella a mí. El gringo dormía y a veces se
    despertaba y nos miraba con una mirada que yo no
    entendía.

    El hijo enfermo de Damiana chilló y ella lo
    amamantó. Entonces una vieja sentada a su lado le
    preguntó si qué tenía su niño, a lo
    que ella dijo que no sabía y que lo llevaba a un
    médico en Asunción. La vieja le recomendó
    que hiciera y le diera al niño tales o cuales cosas y
    yuyos a lo que Damiana contestó que ya lo había
    hecho y le comentó a la vieja que no sólo por el
    chico va a Asunción sino que para visitar a su marido que
    fue preso por los cívicos.

    Pasaban una estación tras otra, todas iguales. En
    una de ellas subió una pareja muy joven. Parecían
    muy enamorados, como recién casados.

    Con el sueño, el calor y el polvo nos
    apretábamos en nuestros asientos. El gringo
    extendía la mano y acariciaba al niño de Damiana y
    éste dejó de chillar e incomodarse.
    Estábamos llegando a Sapucai. Allí están los
    restos de la revolución gritó uno de ellos y eso me
    hizo despertar y en eso sentí los alaridos de Damiana:
    "alguien me quiso robar mi niño". Llega el gringo con el
    niño en sus brazos, los hombres se abalanzan sobre
    él y lo tiran del tren y luego le arrojan sus pertenencias
    y allí el gringo de rodillas y ensangrentado sobre el
    andén.

    Me gustaba la idea de quedarnos a pernoctar en Sapucai.
    Hacía calor y los de segunda nos acurrucamos sobre unos
    bultos para dormir. Sin darme cuenta me encontré mamando
    del seno de Damiana. Ella no me sentía y chupé
    hasta terminar. Me acordé de la Lágrima
    González y luego me quedé dormido. Nos
    despertó la pitada del tren, yo perdí un lado del
    zapato, pero lo mismo subí al tren.

    Nada recuerdo tan bien como la llegada a
    Asunción. El gentío me apretujaba contra los
    pilares. Damiana, medio mareada, se me agarraba del brazo. Nos
    costó salir a los pasillos. Vimos las casas amplias, los
    jazmines florecidos, las calles empedradas, los carruajes tirados
    por caballos. Enfrente había una plaza llena de
    árboles y unas canillas que lanzaban chorritos de agua. Me
    tiré a beberla y vi algo muy extraño: una mujer
    alta y blanca, de pie sobre una escalinata, comiendo
    pájaros. Se me antojó sentir el crujir de sus
    huesitos.

    Capítulo 4. –
    Exodo.

    En aquella época, después de la guerra
    grande, bajo la presidencia de Rivarola, existía una
    ley promulgada
    por él mismo que decía: "Por la prosperidad y
    progreso de los beneficiadores de yerba y otros ramos de la
    industria
    nacional …", y el artículo tercero que decía
    textualmente "El peón que abandone su trabajo sin el
    consentimiento expreso de una constancia firmada por el
    patrón o capataz del establecimiento será conducido
    preso al establecimiento, si así lo pidieren éstos,
    cargándose en cuanta del peón los gastos de
    remisión y demás que por tal estado
    originó".

    En Tacurú Pucú, en pleno Alto
    Paraná, esta ley se cumplía a cabalidad y eran muy
    pocas las personas que se arriesgaban a hacerlo. Lo único
    que de allí salía eran los versos compuestos para
    guitarra que hablaban de los mensú, hombres, mujeres y
    niños enterrados vivos en las catacumbas de los
    yerbales.

    Casiano Jara y Natividad, recién casados,
    oriundos de Sapucai, subieron al tren en Villarrica. Casiano
    estaba en el convoy rebelde que se dirigía a la capital y
    Nati en medio de la gente que iba a la estación a
    despedirlo. Allí se enteraron que se necesitaba gente para
    los yerbales de la Industrial en Tacurú Pucú. Se
    alistaron para ir sin hacer caso a lo que decían algunos
    "es la cimbra de la rafla", no hay que ir.

    Con la plata que recibieron por adelantado se compraron
    ropas y perfumes, parecían otros. Fueron a comer en una
    fonda, sin imaginarse que tal vez sería lo último
    que comieran.

    A la mañana siguiente a primera hora se alistaron
    y partieron, tardaron menos de una semana en llegar. Penetraron
    en la selva, se encontraron con el río Monday, no les
    permitieron bañarse porque los capataces estaban apurados.
    Con el trajín del viaje las ropas de las personas ya
    estaban como viejas debido a los arañazos de ramas y
    picaduras de bichos. Algunos hombres quedaron por el camino
    debido a estas picaduras, los capataces los mataban a tiros y los
    dejaban allí. Casiano y Nati estaban aterrados y él
    prometió que sólo estarían allí muy
    poco tiempo.

    El yerbal era inmenso y lo dirigía Aguileo
    Coronel, en compañía del comisario Juan Cruz
    Chaparro. Al otro lado del Paraná estaban los yerbales de
    las misiones argentinas. Coronel rechazaba las cargas que no
    tenían ocho arrobas justas y premiaba a los que
    traían más de ocho, a pesar de que no se anotaba en
    las planillas. Todos pasaban por el teyú ruguái de
    Chaparro y según antojo de éste vivían, si
    así se podía llamar el padecimiento que todos
    sufrían. Él mataba sin piedad.

    Al principio Nati y Casiano no la pasaron tan mal. Ella
    trabajaba en el pueblo para unos brasileños, los Silveira,
    que la trataban como de la familia. Casiano
    pasó a canchar la yerba en una de las barracas y
    frecuentemente lo mandaban a ocupar el cargo del urú, que
    consistía en vigilar la boca del horno cuidando la
    quemazón. Esto duró un año.

    Al comienzo del siguiente verano llegó al Alto
    Paraná uno de los dueños de las tierras,
    míster Thomas. Nadie de la peonada lo conocía.
    Desde ese momento empezaron los cambios. Silveira debía
    dejar todo y se oponía a partir, un buen día
    mientras cerraba su boliche lo mataron. Con esto Nati pasó
    a trabajar a la proveeduría y un buen día
    descubrió que estaba embarazada. Le comenta a Casiano
    quien le propone que había que pelear por él y que
    si es hombre lo llamarían Cristóbal como su abuelo,
    un anciano de barba blanca que fundó Sapucai.

    En el pueblo quedaron sólo una pocas mujeres
    viejas o viudas que se dedicaban a la prostitución. Nati se unió a ellas.
    Muy pronto Chaparro se fijó en ella, pero se propuso
    poseerla con mucha paciencia.

    A Casiano lo mandaron a acarrear leña, el trabajo
    más pesado de los yerbales. No podía venir todas
    las noches a pasar con su esposa y ésta quedó sola.
    Ella sabía la causa del cambio,
    él no lo sospechaba aún. Un día Chaparro se
    topa en el monte con Casiano y le pide que le venda por 300
    patacones a su mujer. Casiano no acepta. Cuando llega a su casa
    le propone a Nati escapar. La obsesión de la fuga se
    apoderó de ellos. Les ofrecieron a otros la escapada pero
    nadie aceptó. Ellos solos planearon minuciosamente la
    misma. La oportunidad llegó cuando Aquileo Coronel
    bajó a Villa Encarnación y Juan Cruz Chaparro fue a
    Foz de Yguazú. Escaparon esa misma noche.

    Al amanecer el capataz notó la ausencia de
    Casiano y lo buscaron. Los encontraron a él y a Nati quien
    se revolcaba en el dolor del parto. No
    había rastros de fuga y los capangas pensaron que fueron
    al bosque para que naciera el hijo de Nati. Llegó una
    carreta y en ésta ella tuvo a su hijo ¡un
    varón!, Cristóbal. A Casiano lo metieron preso por
    las dudas hasta que llegara el administrador. Se
    salvó de la muerte
    gracias al cura. Ese mismo día escaparon bajo la lluvia
    con el bebé a cuestas.

    Todo se torna un caos, salen los capangas a buscarlos en
    distintas direcciones acompañados de flacos perros. Mientras
    los fugitivos pasan las de caín tratando de huir de
    allí, con miedo que a veces los hacía quedar
    paralizados. Después de dos días y una noche de
    caminar, bajo penurias, llegan a orillas del Monday. Al amanecer
    encuentran a un carretero que los lleva a Itacurubí,
    según entendió Nati. Luego de cuatro días de
    andar llegaron al valle de Sapucai.

    Capítulo 5. –
    Hogar.

    Luego de tanto traqueteo en el camino de tierra
    llegamos cerca del leprosario. Allí lo saludaban
    "adiós Kiritó", pero Cristóbal Jara
    sólo levantaba la mano en señal de saludo. Le
    pregunto quiénes son y él no me responde. Al pasar
    el cementerio ve a María Regalada, a quien saluda. Al fin
    el camión para ante un rancho en medio de una limpiada de
    cocoteros. El hombre hablaba poco, traté de sacarle alguna
    cosa ya que yo sabía muy poco de él.

    No se pudo avanzar más pues lo impedía el
    caañabé. Seguimos caminando con el guía y ya
    me sentía desorientado. Yo conocía un poco de la
    historia del famoso vagón de los rebeldes.

    Llegamos a la picada. Yo me detuve un momento tratando
    de orientarme. Pregunté al guía dónde estaba
    la estación vieja y me lo indicó. En ese momento
    recordé el episodio con la Damiana
    Dávalos.

    Nadie olvidó lo que pasó el 12, cuando el
    levantamiento de las ligas agrarias trajo consigo la
    destrucción de Sapucai.

    A los dos años de volver de los yerbales Casiano
    y Nati tomaron ese vagón como casa y allí
    siguió Cristóbal Jara. Divisé el nombre de
    Casiano Amoité, 1ª Compañía, Batalla de
    Asunción, escrita sobre la madera con la punta de un
    cuchillo. Este fue un combatiente que murió pensando en
    una gran batalla que jamás se libraría.

    De pronto Cristóbal me dice que "ellos" me
    esperan. Era una cincuentena de hombres que esperaban en
    semicírculo entre los yuyos. Se presenta como Silvestre
    Aquino y me presenta a sus compañeros. Le pidieron a
    Cristóbal que me llevara hasta ahí para que yo los
    ayude. Sabían todo sobre mí, que era militar, que
    me sublevé y que me destinaron a Sapucai. Querían
    que yo sea la cabeza de ese grupo de
    hombres. Yo les contesté que estaba vigilado por la
    policía, pero me dijeron que yo podía ir por
    allí de tanto en tanto y que Cristóbal me
    llevaría. Eso no levantaría sospechas. Les dije que
    lo pensaría y sabía que tarde o temprano lo
    aceptaría.

    Me volví a la pensión con
    Cristóbal.

    Capítulo 6 –
    Fiesta.

    El pequeño abría el pesado portón
    del cementerio. Desde su rancho, su madre le hace una seña
    y el chico simulando trabajar se dirige a un lugar bien apartado
    del campo santo y le ofrece comida a un hombre que se hallaba
    tirado entre las cruces, era Kiritó. Éste le
    increpa al niño por llevarle comida pues le podían
    seguir hasta allí y comprometerla más a la
    madre.

    Averiguó sobre algunos prisioneros rebeldes del
    pueblo. El chico le cuenta que quemaron su casa, el vagón,
    que no lo buscan más por el pueblo pero sí en el
    monte. Le comenta también que la Municipalidad organizaba
    un baile. Kiritó le pide al chico que su madre le mande
    ropa para ir al baile de los soldados y éste se
    asusta.

    En la comisaría lo tienen al Teniente Vera
    prisionero, preguntándole sobre el levantamiento,
    éste dice no saber nada al respecto. Ellos se enteraron de
    la montonera una noche en que el Teniente Vera estaba borracho y
    contó.

    La persecución seguía. Tres días
    atrás habían capturado al último grupo de
    rebeldes. En ese entonces no habían ni colorados ni
    liberales, sólo los paquetes y los descalzos. Metieron a
    los prisioneros en el vagón todos apretujados y
    seguían buscando a Kiritó.

    María Regalada buscó en el rancho del
    doctor ropas que le pudieran servir a Kiritó para ir a la
    fiesta. La fiesta había empezado y todos estaban muy
    contentos, menos el Capitán Mareco, el
    homenajeado

    El patrón de Kiritó, dueño de la
    olería descubre a éste y a la sepulturera bailando
    en el patio y corre a contarle al Capitán Mareco. Era
    después de la medianoche. Cuando el Capitán se
    entera va rápidamente al patio y ve a los leprosos
    bailando ridículamente una polca. La gente se dispersa
    pues no quiere contacto con ellos. Luego el grupo se retira del
    baile lentamente y en medio de ellos lo hacen Cristóbal y
    María Regalada.

    Capítulo 7. –
    Destinados.

    Corre el año 1932, para ser precisos, el 1º
    de enero. Plano año nuevo en la prisión militar de
    Peña Hermosa. El mes anterior llegó Facundo Medina,
    dirigente universitario a quien lo llaman el Zurdo por sus ideas
    comunistas. Los presos civiles eran seis. Yo, sentado en un
    rincón observo todo, dejé la caña
    después de lo ocurrido en Sapucai.

    6 de enero. Encuentro en mis alpargatas un
    extraño regalo de reyes: una culebra muerta.
    También revisaron mi paquete de libros que
    había recibido un mas atrás y que aún no
    abrí. Hacen esto para humillarme.

    El Zurdo me había dicho el día anterior
    que no sea un milico encallado, siempre hay en uno mismo algo
    viejo que muere y algo nuevo que nace. Le dicen al Zurdo que en
    vano se acerca a mí, puesto que yo no iba a colaborar con
    su revolución.

    10 de enero. Día domingo. Hoy desempaqué
    los libros que me había mandado mi familia, algunos
    diarios atrasados de Asunción haciendo alusión al
    ametrallamiento de unos estudiantes. Hablaban de que unos
    estudiantes pretendieron asesinar al presidente y sus ministros y
    que la guardia del Palacio se vio forzada a disparar. Puse el
    diario sobre el catre del Zurdo.

    17 de enero. Llovió toda la tarde y no pudimos
    salir de la cuadra. Tirado en mi catre intento leer las
    cínicas y desgarradoras confesiones de Fidel Maíz,
    hombre sometido a la voluntad del Mariscal López.
    López y Maíz son tal para cual, uno llevó a
    su pueblo al suicidio
    colectivo con el consentimiento mudo de Maíz. Me parece
    escuchar su voz allá en Sapucai, cuando no permitió
    entrar al tempo a Gaspar Mora.

    18 de enero. Un día como cualquiera. Dos hombres,
    Miño y Noguera, se tomaron a trompadas durante el desayuno
    y fueron al calabozo por diez días.

    21 de enero. La figura de Fidel Maíz se me
    presenta a cada rato.

    22 de enero. No me sale de la cabeza la imagen de Fidel
    Maíz. Trato de recordar una frase de San
    Agustín que mi padre siempre repetía pero no me
    acuerdo. Un fiscal expone los fundamentos de la justicia
    humana. Decía que alguien debería escribir la
    historia de gente como Fidel Maíz, porque llegaría
    un día en que otros fiscales se arrogarían el
    derecho de juzgar y condenar a este pueblo como si estuviera
    compuesto enteramente por cretinos y bastardos.

    3 de febrero. Llegó la lancha de correo, yo no
    escribo ni recibo cartas. Le
    compré una liña de pescar y un anzuelo al lanchero
    y escuché que comentaba de nuevos disturbios en
    Asunción.

    5 de febrero. Pesqué un carimbatá. Algunos
    comieron el pescado asado. De vez en cuando me ataca mi viejo
    paludismo.

    7 de febrero. Alguien llevó y usó en el
    baño la hoja de un diario recién llegado. Puede
    leerse alguna parte sobre la aparición de una mujer que
    dice llamarse la Profetisa de Cerro Verde, en Sapucai. Predica en
    guaraní y con los brazos cruzados y al atardecer
    desaparece y no se la encuentra por ningún lado. Va gente
    de todas partes a verla.

    8 de febrero. Trato de encontrar quién ha quedado
    con la foto publicada en diario de la Profetisa. Sospecho del
    Zurdo y acierto.

    9 de febrero. No sé qué me llevó a
    escribir esto, no pretendo tener un diario, vieja costumbre esta
    de escribir, la del hijo pródigo regresando al hogar que
    ya no existe.

    20 de febrero. Jiménez intentó escapar.
    Fue en vano, sólo consiguió 30 días de
    calabozo.

    29 de febrero. Jiménez amaneció muerto, no
    pudo con la fiebre. Lo enterraron en un cajón de embalaje
    bajo tierra dura.

    20 de marzo. Llegó el nuevo comandante. Era el
    capitán Quiñónez. Fue compañero
    mío en el Colegio Militar, unos años más
    adelantado que yo. Luego fuimos oficiales de planta y amigos,
    hasta nos tuteábamos. Claro, ahora él se hace el
    desentendido. Era un hombre respetuoso de los
    reglamentos.

    23 de marzo. Se reabren las declaraciones, el Zurdo muy
    excitado expresa que el Teniente Jiménez es una
    víctima del régimen penal de nuestro país,
    esto le valió varios días de calabozo. Ahora los
    presos civiles ocupan otro lugar, por orden del Capitán
    Quiñónez, éste luego me mandó llamar,
    me habló como jefe, no como amigo. Me recordó que
    fui injustamente sentenciado en el Colegio Militar y quiso saber
    sobre lo de Sapucai. Callé, luego le dije que
    asumía la pena.

    27 de abril. Quiñónez impuso su sistema. Algunos
    hablan de un plan para escapar
    y todos se cuidan de mí.

    14 de mayo. Conmemoración del aniversario de la
    Independencia.
    El cura que fue a realizar misa y confesarnos me recordó
    al Paí Maíz. Como su antítesis.

    13 de junio. Día de mi cumpleaños. Recibo
    una foto de mis padres con dedicatoria. Me resulta insoportable
    la memoria de una
    infancia
    feliz.

    17 de junio. En la formación de la retreta
    Quiñónez me comunica la caída del
    Fortín Pitiantuta en manos de los bolivianos. Todos
    comentamos el acontecimiento. Unos gritaban que iríamos
    todos a pelear y que nuestro patriotismo tendría olor a
    petróleo.

    3 de agosto. Cuando la idea de la fuga empezó a
    decaer vino la orden de indulto y traslado para todos. Se decreta
    movilización general. Cayó Fortín
    Boquerón. Nos mandan al Chaco. Quiñónez me
    trata de nuevo como a camarada.

    5 de agosto. Llegó una lancha para trasladarnos.
    Sentado en popa contemplé cómo se alejaba el
    islote.

    13 de agosto. Al Km 145 llegamos a la medianoche en el
    ferrocarril de Puerto Casado y de allí en un destartalado
    vehículo hasta el frente. En el trayecto escribo estas
    notas en las paradas. Al amanecer llegamos a Isla
    Poí.

    14 de agosto. Los hombres del penal nos dispersamos. A
    mí me destinan al regimiento X en
    formación.

    20 de agosto. Desde hoy tengo al soldado Niño
    Nacimiento González (Pesebre) como asistente. Me
    enteré que era hijo de Lágrima González,
    Pesebre pudo ser hijo mío, pero él no lo
    sabe.

    25 de agosto. Apareció sobrevolando la zona la
    aviación enemiga. Se construyen refugios contra las
    "tucas".

    31 de agosto. Mientras daba instrucciones a los
    reclutas, pasó un camión aguatero. El camión
    ladrillero de Sapucai y en el volante iba Cristóbal Jara.
    Sin darme cuenta me herí con mi fusil.

    1º de setiembre. En el hospital de campaña
    me atiende una joven médica, era el primer herido de la
    doctora Monzón.

    3 de setiembre. Durante la curación la doctora se
    mostró un poco más amable.

    4 de setiembre. Después de la fajina y hasta muy
    tarde todos, desde oficiales hasta el último soldado se
    dedican a escribir a sus respectivas madrinas.

    5 de setiembre. El comandante en jefe nos quería
    saludar a todos personalmente y nos reunimos en el casino. Este
    estaba repleto. Próximamente iniciaríamos la
    conquista del Chaco. Oh, utopía.

    7 de setiembre. Cinco mil hombres formamos parte de
    nuestro regimiento cuyo objetivo era
    retomar Boquerón. Partiríamos a la mañana
    siguiente.

    9 de setiembre (frente a Boquerón). Nuestra lucha
    fue sangrienta, no logramos localizar el reducto que estaba
    escondido en el monte. No tenemos agua y el anochecer nos ha
    vencido.

    10 de setiembre. El comando nos ordena rodear al
    enemigo. El enemigo recibe hielo lanzado en paracaídas. El
    ejército boliviano cuida a los suyos. Uno de estos hielos
    cayó cerca de nosotros y nos dimos un
    festín.

    11 de setiembre. Hace un calor sofocante. La sed (la
    muerte blanca) trajina entre nosotros. Al anochecer Pesebre se
    apareció en la línea, nos anduvo buscando hasta que
    nos encontró.

    12 de setiembre. Las deserciones y el cuatreraje de agua
    disminuyeron, nuestras líneas se han estabilizado. La
    disciplina se
    restablece poco a poco. Los desertores, cuatreros y auto heridos
    son fusilados sumariamente.

    13 de setiembre. En el patrullaje de reconocimiento la
    vía de acceso más importante al reducto, Yujra, ha
    sido interceptada pero los bolivianos cuidaban muy bien la parte
    de atrás de Boquerón.

    14 de setiembre. El comandante del batallón muere
    junto a mí y yo ocupo su lugar.

    15 de setiembre. Los aviones bolivianos lanzan
    medicamentos y víveres a sus soldados, pero caen en
    nuestras líneas.

    16 de setiembre. El comando ordena atacar por la
    espalda. A mi batallón le toca atacar por la
    izquierda.

    17 de setiembre. La batalla de Boquerón ni
    siguiera parece que fuera a terminar.

    18 de setiembre. Al amanecer interceptamos un
    destacamento enemigo. Tuvimos cinco bajas, el enemigo se
    retiró y esto nos dio tiempo para
    reorganizarnos.

    19 de setiembre. No regresaron las patrullas. Nueva
    reunión de oficiales. Después de la reunión
    organizamos la defensa del cañadón en dos frentes,
    en los extremos hemos armado exclusas para atrapar
    prisioneros.

    20 de setiembre. Me han construido un refugio al pie de
    un samuhú. Desde allí disfruto de una visión
    de conjunto del polvoriento anfiteatro. Siguen los bombardeos
    hacia el norte.

    21 de setiembre. El enemigo ha vuelto a atacar,
    dejándonos unos pocos muertos y un buen puñado de
    prisioneros.

    22 de setiembre. El sol nos mata, no hay sombra ni agua,
    algunos mastican la tuna para sorber su jugo. Nos acecha el
    hambre.

    23 de setiembre. Se olvidaron de nosotros hasta los
    mismos enemigos. Ya no habrá otra patrulla, hemos perdido
    toda esperanza de que llegue un camión aguador.

    25 de setiembre. Nuestras armas y cosas se
    hallan esparcidas en todas partes. Me zumban los oídos, se
    me hincha la lengua. Me
    comienzan las alucinaciones.

    26 de setiembre. Ya debe haber poca diferencia entre
    vivos y muertos. Al principio enterramos los cadáveres,
    ahora se encuentran todos esparcidos por ahí. Hoy
    amanecieron tres más. Las moscas aparecen a
    montones.

    27 de setiembre. Soy aún el jefe del
    destacamento, debo velar hasta el fin por la suerte de mis
    hombres. Cada vez me resulta más pesado
    escribir.

    28 de setiembre. Esta muerte blanca es una ramera blanca
    insaciable. No hay castidad que valga contra ella. Tuve que matar
    a Pesebre por pedido suyo para no sufrir, estaba
    agonizando.

    29 de setiembre. ¡Qué difícil es
    morir! Esta es la agonía del infierno, no aguanto
    más. De repente escucho el ruido de un camión cada
    vez más próximo. El camión apareció
    en la boca de la picada. La muerte está tentándome
    una vez más.

    Capítulo 8.
    Misión.

    En el pequeño despacho del jefe había un
    ruido infernal.

    ¿Por qué no vino pronto? preguntó
    el jefe al caminero Aquino que acababa de llegar. El jefe le
    explica que necesita un solo camión de agua con urgencia y
    un chofer experimentado para mandar al frente. El hombre le
    recomienda a Cristóbal jara, compueblano suyo, que no le
    iba a decepcionar.

    Los camiones estaban alineados cargando agua en sus
    tanques, eran como diez al borde de la laguna. Al final de la
    hilera había un Ford pequeño y maltrecho. En la
    patente se leía Sapucai – 1931. Un hombre delgado
    estaba cargando. Se acercó el sargento y le dijo: Cabo
    Jara, preséntese al comandante. El hombre bajó y se
    fue a la comandancia.

    El jefe marcaba con un lápiz rojo la zona del
    cañadón, indicándole al Cabo Jara a
    dónde debería ir. ¿Se anima a ir? le
    preguntó el jefe a Jara y éste respondió que
    sí.

    La enfermera Salu’í se ofrecía a
    acompañar a Jara y él la rechazó. Se llamaba
    María Encarnación. Antes de ir a la guerra era muy
    frecuentada en su humilde choza de pueblo por los hombres, ellos
    la bautizaron Salu’í. El se iba y la dejaba
    sola.

    El convoy de aguateros se puso en marcha, Silvestre
    Aquino iba a la cabeza, costeando la laguna, buscando la boca de
    entrada del Camino Viejo. La picada se cerró sobre ellos y
    la marcha se hizo más lenta y fatigosa. Acompañaban
    a Jara Gamarra, Rivas y Argüello, todos compueblanos
    suyos.

    A medida que avanzaban la tierra se
    tornaba más seca.

    Al entrar en un cañadón liso y ancho como
    un lago Aquino paró el camión. Hacia él
    avanzaba una figura pequeña con los brazos en alto, era
    Salu’í. Pidió permiso a Aquino para subir y
    continuaron la marcha.

    A la media mañana los camiones llegaron a otro
    cañadón, faltaba el camión de Jara. En eso
    aparecieron los aviones enemigos que dispararon. Un camión
    cayó y el de enfermería
    quedó estancado en la arena con una bomba sin estalla
    abajo. Salu’í salió corriendo, recogió
    todo lo que podía y trajo al camión de Aquino el
    hospital. Éste la increpó duramente.

    Cada tanto los aviones venían y volaban bajo, de
    manera que los camiones aguateros no podían
    avanzar.

    Al atardecer los camiones esperaban la orden de partida.
    Jara va llegando en el momento en que querían sacar la
    bomba de abajo del camión sanitario pero este
    explotó. Ahí quedaron dos de su valle: Aquino y
    Argüello. Salu’í subió con Jara y
    emprendieron el viaje. Por el camino se toparon con un
    camión lleno de heridos y tuvieron que recular para darles
    paso. Otazú y Rivas deciden desertar. Cristóbal y
    los demás llegaron a Isla Samuhú

    Los combatientes atropellaban para tomar agua, entonces
    Jara explica al jefe que no era agua para las líneas sino
    para una misión especial. Dio un poco de agua a los
    hombres y siguieron la marcha, acompañados por el soldado
    Mongelós que les mostraba la ruta. Por el camino fueron
    atacados por una veintena de soldados sedientos y
    hambrientos.

    El pequeño camión quedó con las
    cubiertas destrozadas después del ataque. Rellenaron las
    cubiertas con espartillos y metieron el camión en el monte
    pues había caído la noche. Cristóbal y
    Salu’í hablaron mucho esa noche.

    Al día siguiente emprendieron viaje muy
    lentamente. Mongelós reconocía el terreno. El
    camión tuvo que parar porque el espartillo se quemaba.
    Todo era silencio por allí. Pensaban que cayó
    Boquerón. En eso pasó un avión en vuelo
    rasante y no se percata de la presencia del camión. Jara
    lo pone en marcha y continúan.

    Ya estamos cerca del cañadón, grita
    Mongelós, enseguida llegamos. Un pelotón de
    soldados bolí les salió al paso, disparando.
    Allí murieron Mongelós y Gamarra. Jara atinó
    a tirarla a Salu’í al bosque y él mismo se
    ocultó allí, quiso defender el camión y le
    quitaron de un tiro la mano.

    Cuando los soldados se retiraron, él y
    Salu’í empezaron a proteger los agujeros del tanque
    con palitos. Jara dijo que debían continuar, pero primero
    pidió a Salu’í que le atara una mano al
    volante y la otra al cambio con un alambre. Cuando puso el
    camión en marcha se dio cuenta que Salu’í
    cayó agonizante al lado del camión, no supo
    qué hacer. Cuando vio que moría, continuó la
    marcha. Un rato después entró al
    cañadón y fue recibido por una ráfaga de
    ametralladora como disparada por un loco, siguió adelante
    zigzagueando y se detuvo al chocar contra un árbol.
    Había muerto.

    Capítulo 9. – Madera
    quemada.

    (Declaración de la celadora de la Orden
    Terciaria).

    Señor, mi don, todo el santo día me
    encuentro encerrada al entero servicio de la
    Orden Seráfica, muchas cosas he visto en mi vida pasar y
    volver a pasar, así que yo no tengo nada que declarar en
    contra ni a favor de los sucesos sucedidos. Nada en contra de los
    muertos que murieron porque reventó en ellos su
    maldad.

    Me preguntan sobre Melitón Isasi, su antecesor en
    la jefatura de Itapé. Cuando ustedes peleaban en el Chaco
    él se ocupó de remediar las desdichas de las
    mujeres, los niños y los viejos de Itapé. Ahora
    él ya murió. La desgracia cayó sobre el
    pueblo mucho antes de que don Melitón Isasi
    llegara.

    Para mí, la desgracia de Itapé
    empezó cuando unos herejes del pueblo capitaneados por
    Macario Francia pusieron en la punta del cerro al Cristo del
    leproso Gaspar Mora y Ud. señor, que fue nacido y criado
    en este pueblo, sabe la historia porque yo lo recuerdo cuando era
    casi muchachito.

    Ud. no estaba aquí cuando Melitón
    llegó al pueblo, pero enseguida supimos lo que iba a
    ocurrir. Su vicio no era mandar gente al pueblo, ni la
    caña, ni el juego, sino
    las mujeres jóvenes. Por las noches salía solo a
    caballo en distintas direcciones y espiaba entre las rendijas de
    las paredes a las jóvenes que eran ocultadas bajo la
    cama.

    Un día un grupo de vecinos fue a protestar y muy
    pronto se deshizo de ellos. Lo llamaban Kurupí y a
    él le gustaba el mote.

    Llegó con su esposa legítima, una mujer
    enferma y miedosa llamada Brígida de Isasi, y ésta
    no podía hacer nada más que sufrir calladamente.
    Ella amaba a su marido que era la peste del pueblo. Ella no
    podía salir de su casa y cuando Melitón no estaba
    me hacía llamar para hacerle compañía.
    Rezábamos el rosario y orábamos al Señor,
    pero nunca conseguí llevarla a la iglesia, por
    miedo.

    Temblaba toda de miedo, yo le daba remedio y le
    friccionaba el cuerpo, después se quedaba dormida y poco a
    poco entre sueños anunciaba todo lo que iba a pasar, menos
    lo último que pasó en el cerrito.

    Fue una noche que Melitón buscó y
    encontró a Juana Rosa, mujer de Crisanto Villalba, en un
    lugar llamado Cabeza de Agua. Él sabía que ella
    estaba sola en la chacra con su hijito Cuchuí que Ud.
    ahora protege. No se olvide que Juana Rosa era hija de
    María Rosa y que ésta decía ser hija de
    Gaspar Mora.

    Juana Rosa fue con su hijo, que no tenía
    aún año y medio, a servir en la jefatura. Un
    día Juana Rosa dejó a su hijo con su madre enferma
    y partió al Chaco a buscar a su marido. Cuando éste
    volvió no la encontró.

    Juana Rosa no fue la única barragana de Isasi,
    habían otras en el patio de la jefatura.

    Melitón engatusó a la Felicita
    Goiburú, hermana menor de Esperancita, quien fue con un
    tropero quien sabe adónde. La verdad es que Felicita
    entró porque quiso con don Melitón y un día
    doña Brígida me hace llamar porque los espiaba a
    éstos en la jefatura. Le da un ataque y en sueños
    empieza a anunciar la venida de los Goiburú y la venganza
    a su hermana.

    Al tercer año de la guerra ya se hablaba de una
    posible paz. Don Melitón me hizo llamar para que atendiera
    a Felicita y la hiciera abortar. Felicita no quería pero
    la convencí. Más de quince días le di de
    tomar todos los yuyos que conocía, al mes esta chica
    parecía un cadáver. Llegó Melitón
    trayendo carta de los
    mellizos Goiburú que volvían de la guerra, pronto
    estarían en Itapé. Sugerí que la llevara a
    Felicita a una partera en Borja para tener a su hijo y
    restablecerse allí, les di el nombre de Emerenciana
    Benítez y hacia allí partieron.

    Pasaron y la gente pensó en un rapto. Llegaron
    los combatientes, bajaron todos pero los mellizos Goiburú
    no llegaron. Do recién llegados empezaron a bromear y
    decir que los mellizos seguramente venían a pie. De entre
    los combatientes estiré a Corazón
    Cabral, me reconoció y saludó y yo
    aproveché para preguntarle si sabía algo de los
    hermanos Goiburú, Alguien dijo que los hermanos quedaron
    en Asunción a presentar sus candidaturas a la Presidencia
    y Vicepresidencia de la República.

    Un día escapé a ver a doña
    Brígida pero ella no estaba, me comentaron que ella
    partió sola al Cerrito. Salí a buscarla y no vi a
    nadie en el camino, llegué al Cristo sin mirarlo y
    divisé el rosario de plata de doña Brígida,
    lo alcé y besé y allí sentí el gusto
    a sangre. Al alzar la vista al Cristo crucificado vi que
    Melitón Isasi ocupaba su lugar, atado a la cruz con su
    uniforme militar y sus botas y a medio degollar. El Cristo
    leproso estaba tirado a sus pies, consumiéndose en las
    llamas y ahí yo me desmayé.

    Capítulo 10. –
    Ex combatientes.

    Llegó el sargento Crisanto Villalba, nadie lo vio
    pero yo sí, se quedó parado mirando alejarse el
    tren y contempló las casas del pueblo. Alguien
    gritó su nombre pero él no hizo caso y se
    alejó, pero otros ex combatientes le rodearon y empezaron
    a llamarlo Jocó.

    Me hicieron llamar y acudí saludándole a
    Crisanto. Le preguntaron si se acordaba del Teniente Vera y dijo
    que no, en realidad Crisanto me conocía poco, pues
    había salido de Itapé siendo un muchachito. Ahora
    soy alcalde de ella.

    Empezaron a contarle uno a uno sus llegadas hasta la de
    los hermanos Goiburú, que pronto tuvieron que volver a
    Asunción, presos por matar a Melitón
    Isasi.

    Le presentaron a su hijo Cuchuí y él le
    vio como si lo viera por primera vez. Empezaron las hurras y
    fuimos a la taberna, yo invitaba la vuelta. Lo llevamos al
    boliche para ayudarlo a olvidar por anticipado lo que acaso
    ignoraba todavía.

    Las mujeres del pueblo empezaron a cuchichear todas
    juntas sobre si Crisanto sabía o no lo de Juana
    Rosa.

    Al regreso del Chaco los mellizos Goiburú
    ajusticiaron a Melitón Isasi para vengar a su hermana y
    saldar la vieja deuda de descreimiento y encono que tenían
    con el Cristo.

    El cura vino a lavar y bendecir el lugar del crimen y
    mandó arreglar y colgar de nuevo al Cristo leproso. El
    mismo pidió voluntarios para establecer una guardia
    permanente en el Calvario. La única que se animó a
    estar allí fue María Rosa.

    Melitón estaba muerto y Felicita Goiburú
    también y nadie sabía el lugar de su sepultura. Sus
    hermanos pasaron de ser héroes de la guerra a estar presos
    en Asunción.

    Villalba mostraba sus cruces de condecoración a
    sus amigos, impuestas a él por el mismo ministro. Les
    confesó que no quería volver. Se despidió de
    sus amigos a quienes agradeció el gesto y se marchó
    para su rancho seguido de Cuchuí. Cuando llegó
    cerca de su casa tiró a Cuchuí al piso, extrajo una
    granada de su bolso y la tiró contra su casa gritando
    "Compañía Villalba … salto adelante, carrera
    maaar". El rancho voló en mil pedazos. Una a una fue
    lanzando las doce granadas de mano que había traído
    a un enemigo imaginario. Cuchuí no entendía lo que
    su padre hacía. Cuando llegué al galope ya Crisanto
    estaba más tranquilo, Cuchuí lo miraba callado.
    Quise que Crisanto vuelva al pueblo conmigo pero no quiso. Lo
    dejé allá solo con su locura.

    Le escribí a la doctora Monzón
    comentándole el caso. Me contestó que mi deber era
    mandarlo a Asunción para tratarlo, ella me promete
    encargarse de todo, ya que las instituciones
    oficiales no se ocupan de los ex combatientes. Yo le creo. Con
    Crisanto no tendré problemas pues
    le diré que debe ir a Asunción pues otra hermosa
    guerra había empezado. A Cuchuí lo llevaré a
    vivir conmigo.

    No pienso en ellos solamente sino en otros como ellos
    que viven degradados hasta el límite de su
    condición. Alguna salida debe haber en este monstruoso
    contrasentido del hombre crucificado por el hombre. Porque sino
    podríamos pensar que la raza humana está condenada
    para siempre y que no hay salvación para ella (de una
    carta de Rosa Monzón).

    "Así concluye el manuscrito de Miguel Vera, un
    montón de hojas arrugadas y desiguales, con el membrete de
    la Alcaldía, escritas al reverso y acumuladas en una bolsa
    de cuero. Las escribió antes de recibir un balazo en la
    espina dorsal que lo dejara postrado en la cama.

    Dicen que se le disparó el revólver al
    limpiarlo, otros que fue Cuchuí, accidentalmente. No se
    sabe.

    Fui a buscar al herido y lo encontré ya
    inmóvil y agonizante. Transcribí sus manuscritos
    sin cambiar palabra, sin alterar una coma. Sólo
    omití unos fragmentos dirigidos a mí, que no
    interesan a nadie. Después de los años
    decidí publicar sus escritos, ahora que estamos ante una
    nueva guerra civil entre opresores y oprimidos.
    ¡Ojalá sirva a alguien!

    Conclusión.

    Aparte de ser una experiencia lingüística
    como señalábamos en la introducción, Hijo de Hombre es una
    pintura de la
    realidad social paraguaya de la primera mitad del siglo
    XX.

    Roa Bastos describe esa realidad social a partir de su
    propia experiencia, de su vivencia de paraguayo criado en un
    pueblo del interior y de su reflexión desde el
    exilio.

    En los primeros capítulos muestra
    cómo se mantenían vivos los recuerdos del siglo
    anterior. En la memoria colectiva estaba siempre presente el
    Doctor Francia, este recuerdo sería explorado con
    detenimiento en la siguiente novela, Yo El Supremo. No faltan
    menciones a la guerra grande.

    Otro elemento es el permanente estado de
    convulsión política en que
    vivía el país en aquellos tiempos. Las constantes
    asonadas y revoluciones que la mayoría de las veces
    terminaba en despiadadas persecuciones y bárbaros
    baños de sangre.

    Un tercer aspecto es la injusticia social reflejada en
    el relato de la vida de los mensú en los obrajes del Alto
    Paraná.

    La segunda parte de la novela tiene como telón de
    fondo la guerra del Chaco que marcaría profundamente a la
    sociedad
    paraguaya de mediados y finales del siglo pasado. Como pocos Roa
    Bastos muestra en breves páginas y sin dejarse llevar por
    el estilo épico al que hemos sido acostumbrados,
    cómo fueron afectadas las vidas individuales de quienes
    participaron de la contienda.

    Pero ambos momentos de la novela no están
    desconectados. Roa Bastos ha sabido tejer un complejo tapiz en el
    que los hilos se entrecruzan varias veces. Los mismos personajes
    y situaciones aparecen y reaparecen en diversos
    capítulos.

    Hijo de Hombre es una de las cumbres de la narrativa
    paraguaya, obra de un autor que con justicia fue galardonado con
    el Premio Cervantes en 1989.

    Jose Herreros

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