- Capítulo 1. – Hijo de
Hombre - Capítulo 2. – Madera y
carne - Capítulo 3. –
Estaciones - Capítulo 4. –
Exodo - Capítulo 5. –
Hogar - Capítulo 6 –
Fiesta - Capítulo 7. –
Destinados - Capítulo 8. –
Misión - Capítulo 9. –
Madera quemada - Capítulo 10. – Ex
combatientes
La novela Hijo de
Hombre fue publicada en su versión original en 1960. Esta
novela es la primera de una trilogía compuesta
además por Yo El Supremo y El Fiscal.
El resumen que a continuación se presenta es de
la segunda versión, publicada en 1991 por la editorial El
Lector de Asunción.
En una nota preliminar el Autor hace referencia al
carácter bilingüe de la cultura
paraguaya que constriñe a los escritores, en el momento de
escribir en castellano, a
oír un discurso oral
en guaraní. La presencia lingüística del
guaraní se impone desde el interior del mundo afectivo.
Los signos de la escritura en
castellano tienen dificultad en captar y expresar el texto oral
guaraní.
El autor afirma que sus novelas son un
intento de lograr la fusión de
los dos hemisferios lingüísticos del
paraguayo.
Roa Bastos justifica la segunda versión de la
novela diciendo que un texto, si es vivo, vive y se modifica, lo
varía e inventa el lector en cada lectura.
También el autor puede variar el texto indefinidamente sin
hacerle perder su naturaleza
originaria sino enriqueciéndolo con sutiles
modificaciones
En la nota preliminar el Autor afirma que esta nueva
versión de Hijo de Hombre "es una obra enteramente nueva
sin dejar de ser la misma con respecto al original en cuanto
mantiene esencialmente su fidelidad al contexto originario de
cuya realidad no es más que una de las posible fábulas
que la palabra portadora de mitos puede
inventar".
En este capítulo el autor describe detalladamente
la antigua villa de Itapé y el actual pueblo, en el
momento en que se sitúa la novela. Describe su paisaje,
tanto de la campiña como el de sus casas de una manera tan
real. Nos cuenta cómo sus habitantes empezaron a despertar
con la construcción de la nueva estación y
el tendido de las vías del ferrocarril y cómo
murieron en dicho tendido. Dice de los pobladores que eran
personas miedosas, harapientas y de rostros cobrizos y ajetreados
por el
sol.
Ubica la estación nueva y su entorno y nos
comenta de la nueva iglesia que
fue construida sobre los escombros de la antigua y de cómo
se sacó el campanario para dar lugar a un palco y tarimas
para las funciones
patronales en homenaje al día de Santa Clara, su
patrona.
Es notable la descripción tan precisa que hace con
respecto del rancho de Cristo que está ubicado a media
legua del pueblo en la cima del cerro de Itapé y
cómo influyó en cada uno de sus habitantes la
celebración del Viernes Santo, que tenía su propia
liturgia que no era muy antigua, pero que había nacido de
ciertos hechos que conformaban su propia leyenda.
El Cristo estaba siempre clavado en la cruz negra en la
cima del cerro, bajo un círculo de espartillo terrado
semejante a un toldo de indios, para resguardarlo del mal
tiempo. La
ceremonia del Viernes Santo era muy particular: no representaban
las estaciones de la crucifixión, luego del Sermón
de las Siete Palabras, venía el Descendimiento. Lo
desprendían al Cristo de la cruz casi a estirones, con las
manos crispadas y trémulas, con una especie de rencorosa
impaciencia. El gentío descendía del cerro con el
Cristo a cuestas entonando roncamente cánticos y
plegarias. Llegaban hasta la iglesia pero el Cristo no entraba
nunca en ella, solamente llegaba hasta el atrio, quedaba un
momento mientras el gentío entonaba cantos que al rato se
convertían en gritos hostiles y desafiantes. Luego se
retiraban y lo llevaban de vuelta al Cristo al cerro en medio de
antorchas y faroles encendidos con velas de cebo, dando un
aspecto patético a la procesión. Era un rito
áspero, rebelde, primitivo, fermentado en un reniego de
insurgencia masiva, como si el ánimo del gentío se
encrespara al olor de la sangre del
sacrificio y estallara en un clamor que no se sabía a
ciencia cierta
si era de angustia o de esperanza o de resentimiento. Esto les
valió a los itapeños el tilde de fanáticos y
herejes.
La gente de ese tiempo seguía yendo al cerro
año tras año a desclavar al Cristo para pasearlo
por el pueblo como a una víctima a quien debían
vengar y no como a un Dios que había muerto por los
hombres. Creían que si era Dios no podía morir y
que si era hombre se había desangrado inútilmente
sobre sus cabezas sin redimirlos, porque las cosas sólo
cambiaron para peor.
El origen del Cristo del cerro había despertado
en ellos una extraña creencia: él era harapiento
como ellos y también era burlado, escarnecido y muerto
como ellos desde que el mundo era mundo. Ellos tenían una
fe insurrecta e invertida. Posiblemente a quien querían
desagraviar o justificar era a una persona enferma
de lepra que se internó en el monte para nunca más
regresar al pueblo, llamado Gaspar Mora, cuya verdadera historia la conocía
Macario, un pobre viejo esquelético y bajito, hijo de uno
de los esclavos del Dr. Francia, de
quien los chicos del pueblo se burlaban viéndolo pasar y
llamándolo pitogüé, bicho feo karaí
tuyá colí y cosas por el estilo, pero este pobre
hombre no se inmutaba.
No todos los chicos se burlaban de él, otros lo
seguían para escuchar sus relatos y sucesos. Sus relatos
eran maravillosos y vivenciales. Lo tenían como la memoria
viviente del pueblo, conste que decían que no había
nacido allí y que era hijo de afuera del mismísimo
Dr. Francia, registrado en el libro del
Crisma con ese mismo apellido.
Macario había nacido algunos años
después de establecerse la Dictadura
Perpetua. El papá de Macario se llamaba Pilar Francia, un
esclavo liberado por el Dictador, y que hacía de ayudante
de cámara del mismo. Macario siempre hablaba en
guaraní y decía que el hombre era
como un río, que tenía barrancos y costas, que
nacía y desembocaba en otro río y además que
el río malo era aquel que desembocaba en un
pantano.
Macario contaba que su taitá probaba la comida
del Karaí Guazú o el Supremo, refiriéndose
al Dr. Francia, para ver si estaba envenenada. Este le apreciaba
muchísimo a Pilar pero aún así lo trataba
con mucha dureza. El día en que Karaí Guazú
enfermó, él mismo acompañó a su padre
hasta Itapúa y Candelaria para traer remedios de un
médico francés prisionero en Santa Ana. Cuando el
Karaí Guazú se curó el taita se puso muy
alegre, pero su alegría duró poco, pues esa tarde
al llegar Macario terminó para él su
alegría.
Contaba sobre lo sucedido esa tarde con tristeza y
amargura. Cuando el Karaí Guazú se repuso de su
enfermedad y acabando de salir a dar su primer paseo, Macario no
pudo contener el impulso de tomar la moneda que estaba sobre la
mesa. Al agarrarla sintió un fuerte calor y olor a
carne quemada, tiró la moneda y se escondió. Cuando
volvió el Supremo le pidió que le mostrara la palma
de la mano. Cuando la miró le mandó a su padre que
le diera cincuenta palos y él lo hizo con mucho dolor. Al
terminar, por la rabia, pateó al perro predilecto. Cuando
el Supremo lo vio mandó que le dieran cien palos con la
misma vara con que había pegado a Macario. El viejo
quedó como loco y un buen día insultó a un
guardia y el Karaí lo mando ejecutar. Sus doce hijos
fueron confinados a distintos puntos del país. Macario fue
para Itapé con su hermana María Candé, madre
de Gaspar.
Años después de la guerra grande
María Candé enfermó mal y Macario tuvo que
ir hasta Santa Ana a buscar al médico francés, pero
éste había fallecido en raras circunstancias.
Macario contaba cómo combatió en la guerra grande y
que hasta la propia Madama lo había curado de sus heridas.
Macario nunca hablaba de su sobrino Gaspar salvo cuando se
volvió caduco. Otra persona sabía también la
historia de Macario, la chipera María Rosa, pero ella
nunca habló.
Eso fue en la época del cometa Halley.
Los mellizos Goiburú, unos chicos traviesos y
experimentados en cosas de mujeres, nunca creían en los
relatos de Macario y siempre se mofaban de él, como si
sintieran rencor hacia el pobre viejo y hasta de
Gaspar.
El padre de los mellizos Goiburú era enemigo
declarado de estas personas y esto lo transmitía a sus
hijos que eran irrespetuosos con todos. Los demás chicos
del pueblo le tenían mucho aprecio a Gaspar y no
permitían que los mellizos Goiburú lo
insultaran.
Un buen día un hachero comentó que
escuchó una música suave y bella
en el monte y empezó a guiarse por el sonido de la
guitarra hasta llegar al rancho y descubrir a Gaspar a quien
juró que nunca descubriría su escondite. La gente
del pueblo se enteró e iba en procesión hasta el
rancho a escuchar su música, pero él se
escondía. Hasta María Rosa le llevaba siempre
chipá y otras cosas y él no aparecía. Esto
duró mucho tiempo. Cuando Gaspar murió lo
enterraron allí nomás.
Cuando fueron a quemar el rancho se encontraron con que
éste ya tenía otro ocupante, era un Cristo tallado
en madera que
acompañó siempre a Gaspar. Este Cristo trajo caos
al lugar. Macario y otros lo llevaron en andas hasta la iglesia y
allí esperaron a que llegara el cura, que iba cada domingo
al pueblo a dar misa. Cuando éste llegó se opuso a
que entrara el templo apoyado por el padre de los mellizos
Goiburú. Cuando el cura vio que se formaron dos bandos y
que pelearían, se impuso pidiendo orden y cambiando de
parecer, diciendo que entraría a la iglesia pero
después de pedir permiso a la curia. A escondidas
pidió al campanero que quemara la imagen sin que
nadie se enterara y con ayude de los policías. Macario se
enteró de esto y con los suyos llevó de vuelta al
Cristo al cerro, y es ésta la misma procesión que
año tras año repiten los
lugareños.
Macario murió de viejo y el campanero se
suicidó arrepentido.
Roa Bastos nos narra las costumbres y padeceres de un
pueblo, Sapucai que había sido fundado en el mismo
año del cometa Halley y que lleva sobre sí la carga
enorme de un destino desesperante. Nos cuenta de una terrible
explosión que dejó un saldo de más o menos
dos mil personas, mujeres, hombres y niños.
Describe destrozos, muerte,
miseria, desaliento de un pueblo que hasta en la alborada es
triste ya que van a la capuera a trabajar hasta los niños
dejando en un silencio letal al pueblo y algún que otro
sonido de mortero de alguna casa importante y el chirriar de
alguna roldana buscando agua.
Nos presenta a un personaje que otrora fue admirado y
querido y que con el tiempo y la desgracia pasó a ser una
sombra más en el triste paraje: el doctor, a quien
acompañaba siempre un perro cansino y fiel.
María Regalada, mujer de pueblo,
ve pasar al doctor y al perro como si no los viera.
Recorrían legua y media desde su casa, en el monte en cuyo
alrededor creó el leprocomio, hasta el almacén de
don Matías Sosa. Ida y vuelta pasando por el cementerio en
cuya cercanía está el rancho de dicha
mujer.
El doctor había desaparecido sin que nadie sepa
cómo. Sólo el perro hambriento hacía el
mismo recorrido todos los días y los pueblerinos lo
saludaban con un "hola doctor", sin ningún tono de
burla.
Don Matías atiende al perro como si fuera el
mismo doctor, conversa, ríe o hecha alguna broma con el
canino, pero cuando está de mal humor a veces hasta le da
un puntapié y lo hecha de ahí. Los pueblerinos le
echan cosas en broma en la canasta que siempre lleva en la boca.
No ladra ni se molesta, sólo se acurruca a dormir a la
puerta de la casa vacía y muy de vez en cuando lanza un
aullido que más que aullido parece un pequeño soplo
cansino y lastimero.
María Regalada es la única que a veces lo
espera en el camino y le hace algún que otro mimo como
para apaciguar los golpes y burlas. Esta mujer, pese a su
gravidez, sigue trabajando en la chacra, cocina para los
leprosos, hace la limpieza del rancho, tareas que ella misma se
ha impuesto.
El doctor llegó a Sapucai de una forma
extraña. Algunos decían que quiso robar al hijo de
un pasajero. Lo llevaron al calabozo por unos días y luego
lo soltaron pero él no se fue de allí. Se
hospedó en una pieza en la casa de Ña Solé
Chamorro. No hablaba con nadie, ni siquiera con la vieja gorda
chismosa. Todo el tiempo se pasaba encerrado y salía
solamente para ir al almacén de don Matías, a tomar
caña, pero siempre en silencio.
Cuando se le terminó la plata dejó de ir
al almacén, dormía bajo los árboles
o en el corredor de la iglesia cuyo párroco, el paí
Benítez, lo protegió ahí gracias a que
compuso una marcha, "la del reloj cangrejo", en contra de las
damas de la comisión parroquial. Cada vez
enflaquecía más, sus ropas se volvieron harapos y
las botas las cambió por alpargatas, le crecieron la barba
y el rubio pelo.
Algo se supo del forastero. Entre comentarios de
Ña Solé, don Matías, Anastasio
Galván, Altamirano y el jefe político, sacaron en
limpio que era un inmigrante ruso cuyo nombre era Alexis
Dubrosky. Empezaron a citar los ajusticiamientos de los
últimos zares en Rusia y a recordar aquel nefasto
día del primero de marzo de 1912, plena revolución
de los leales contra las ligas agrarias, de cómo el
comando de Paraguarí mandó una locomotora cargada
de dinamita al encuentro del tren rebelde. La masacre y
persecución de los sobrevivientes insurrectos y sus
parientes. El forastero desapareció por un tiempo, luego
llegó la noticia de que estaba construyendo su rancho en
el monte entre Costa Dulce y la olería.
Un día sucedió algo que haría que
la gente de Sapucai lo viera al ruso con otros ojos. Mientras el
gringo pasaba frente al cementerio, vio que María Regalada
se torcía de dolor entre las cruces, corrió, la
cargó y la depositó sobre la mesa en la casa del
sepulturero Taní Cáceres, calentó agua,
afiló un cuchillo y le abrió el vientre a la
muchacha ente la mirada atónita del hombre. Salvó a
la chica y el sepulturero se dedicó a propalar la noticia
por todo el pueblo. Muy pronto el doctor empezó a sanar a
los pueblerinos. Fue así que un paciente, un tropero, le
regaló al perro como pago a su cura.
Desde las compañías más distantes
venían a que el doctor les cure y hasta las damas de la
comisión parroquial se hacían atender por
él, dejando atrás sus anteriores
comentarios.
Después de que curara a María Regalada,
ésta siempre le llevaba una olla de locro para él y
su perro. Cuando el sepulturero murió, el doctor no le
pudo salvar del vómito negro,
María Regalada ocupó el lugar del padre.
Una tarde, al pasar frente al rancho del doctor,
María Regalada oyó un ruido como el
de un cuerpo que cae, fue a espiar y vio al doctor arrodillado,
recogiendo monedas de oro del piso, a sus pies estaba la imagen
de San Ignacio. Nadie supo de esto, pero desde entonces el doctor
no abrió más su puerta a los pueblerinos. Luego
empezó a atender a la gente en un pequeño cuarto
del fondo. No aceptaba las monedas por paga de sus pacientes,
pero sí les exigía que le pagaran con tallas, las
más antiguas que tuviesen en la familia.
Todos en el pueblo pensaban que el doctor se había vuelto
místico, hasta parecido con San Roque le
encontraban.
Comenzó a ir de nuevo al boliche, bebía
hasta salir del mismo dando tumbos. Empezó a atender
sólo a quien le llevaba una imagen y se decepcionaba si la
talla no tenía el peso suficiente. Anduvo así
borracho por unos meses y luego desapareció. Un día
María Regalada llegó al rancho, entró y
encontró a todos los santos degollados, menos al San
Ignacio. No quiso tocarlos y tampoco entendía qué
pasó con ellos y quizás nunca lo sepa. Siempre se
pasaba limpiando el rancho, acariciando al perro y atendiendo su
cementerio.
Toda la mañana quise meter mis ásperos
pies en mi primer par de zapatos. Me lavé tres veces, me
puse cenizas y no había caso. Luego vino Rufina, me
llenó los pies de almidón y ellos entraron
suavemente en el reluciente par de zapatos.
Después de medio día fuimos mis hermanos,
mis padres y hasta Rufina, llevando el canasto de comidas, hasta
la estación. Yo debía ir a estudiar a la capital.
Mi madre se preocupaba por mi decisión de seguir
la carrera militar y mi padre la calmaba diciéndole que
ser militar era el futuro. Me atraía enormemente el
uniforme azul y oro reluciente. Debía ir a la capital,
desconocida por mí, a terminar la escuela para
poder seguir
la carrera.
En el andén nos esperaba Damiana Dávalos
con su hijo. Las chipera paseaban por los andenes esperando el
tren para ofrecer su mercadería. Entre ellas estaba la ida
María Rosa con su hija a cuestas y un gran canasto
vacío.
Los mellizos Goiburú miraban mis zapatos
disimuladamente y burlándose como siempre de mí. Yo
me hacía el desentendido pero a la vez sentía tener
que ir del pueblo a buscar nuevos horizontes, prefería
quedarme con ellos a compartir, me sentía un desertor. En
eso veo a la Lágrima González del brazo de
Esperancita Goiburú, hermana de los mellizos. Calmo mi
tristeza, me doy vuelta y en mente recuerdo las hermosas
facciones de Lágrima. En eso llega el tren a la
estación. Corrimos hacia los coches de segunda clase y mi
madre le recomienda a Damiana que me cuide. Mi padre me sube al
tren y yo me despido de mis hermanas Edelmira y Coca y a la vez
busco con la mirada a Lágrima y Esperancita. Las muy mal
educadas se reían.
El tren arranca y vamos dejando cada vez más
lejos a la estación y la gente, hasta desaparecer. Miro
pasar por mi ventana postes de telégrafo, las casas, las
últimas calles del pueblo. Cuando me levanté veo de
cerca el cerro y al Cristo leproso mirándonos pasar. Lo
último que vi fue la cruz de Macario Francia a los pies
del cerro. "El hombre, mis hijos, tiene dos nacimientos …
uno al nacer y el otro al morir".
Al desaparecer el pueblo, el cerro, me fijé en el
pasajero de enfrente, era rubio, delgado, con ropas y botas
gastadas, me pareció que al pasar frente al Cristo se
santiguó. Al costado otros hombres narraban la historia
del Cristo pero la contaban de forma distinta como si no la
supieran y siguieron haciendo comentarios sobre la pasada
revolución, sobre el daño que les ocasionó y
de cómo se zafaron de ella algunos, para no tomar
partido.
Llegamos a Borja, los cuatro hombres merendaron y a
mí se me hacía agua la boca. Damiana olvidó
nuestra canasta de avío. No quise molestarla pues
quería que sepa que era yo el que la cuidaría a
ella y no ella a mí. El gringo dormía y a veces se
despertaba y nos miraba con una mirada que yo no
entendía.
El hijo enfermo de Damiana chilló y ella lo
amamantó. Entonces una vieja sentada a su lado le
preguntó si qué tenía su niño, a lo
que ella dijo que no sabía y que lo llevaba a un
médico en Asunción. La vieja le recomendó
que hiciera y le diera al niño tales o cuales cosas y
yuyos a lo que Damiana contestó que ya lo había
hecho y le comentó a la vieja que no sólo por el
chico va a Asunción sino que para visitar a su marido que
fue preso por los cívicos.
Pasaban una estación tras otra, todas iguales. En
una de ellas subió una pareja muy joven. Parecían
muy enamorados, como recién casados.
Con el sueño, el calor y el polvo nos
apretábamos en nuestros asientos. El gringo
extendía la mano y acariciaba al niño de Damiana y
éste dejó de chillar e incomodarse.
Estábamos llegando a Sapucai. Allí están los
restos de la revolución gritó uno de ellos y eso me
hizo despertar y en eso sentí los alaridos de Damiana:
"alguien me quiso robar mi niño". Llega el gringo con el
niño en sus brazos, los hombres se abalanzan sobre
él y lo tiran del tren y luego le arrojan sus pertenencias
y allí el gringo de rodillas y ensangrentado sobre el
andén.
Me gustaba la idea de quedarnos a pernoctar en Sapucai.
Hacía calor y los de segunda nos acurrucamos sobre unos
bultos para dormir. Sin darme cuenta me encontré mamando
del seno de Damiana. Ella no me sentía y chupé
hasta terminar. Me acordé de la Lágrima
González y luego me quedé dormido. Nos
despertó la pitada del tren, yo perdí un lado del
zapato, pero lo mismo subí al tren.
Nada recuerdo tan bien como la llegada a
Asunción. El gentío me apretujaba contra los
pilares. Damiana, medio mareada, se me agarraba del brazo. Nos
costó salir a los pasillos. Vimos las casas amplias, los
jazmines florecidos, las calles empedradas, los carruajes tirados
por caballos. Enfrente había una plaza llena de
árboles y unas canillas que lanzaban chorritos de agua. Me
tiré a beberla y vi algo muy extraño: una mujer
alta y blanca, de pie sobre una escalinata, comiendo
pájaros. Se me antojó sentir el crujir de sus
huesitos.
En aquella época, después de la guerra
grande, bajo la presidencia de Rivarola, existía una
ley promulgada
por él mismo que decía: "Por la prosperidad y
progreso de los beneficiadores de yerba y otros ramos de la
industria
nacional …", y el artículo tercero que decía
textualmente "El peón que abandone su trabajo sin el
consentimiento expreso de una constancia firmada por el
patrón o capataz del establecimiento será conducido
preso al establecimiento, si así lo pidieren éstos,
cargándose en cuanta del peón los gastos de
remisión y demás que por tal estado
originó".
En Tacurú Pucú, en pleno Alto
Paraná, esta ley se cumplía a cabalidad y eran muy
pocas las personas que se arriesgaban a hacerlo. Lo único
que de allí salía eran los versos compuestos para
guitarra que hablaban de los mensú, hombres, mujeres y
niños enterrados vivos en las catacumbas de los
yerbales.
Casiano Jara y Natividad, recién casados,
oriundos de Sapucai, subieron al tren en Villarrica. Casiano
estaba en el convoy rebelde que se dirigía a la capital y
Nati en medio de la gente que iba a la estación a
despedirlo. Allí se enteraron que se necesitaba gente para
los yerbales de la Industrial en Tacurú Pucú. Se
alistaron para ir sin hacer caso a lo que decían algunos
"es la cimbra de la rafla", no hay que ir.
Con la plata que recibieron por adelantado se compraron
ropas y perfumes, parecían otros. Fueron a comer en una
fonda, sin imaginarse que tal vez sería lo último
que comieran.
A la mañana siguiente a primera hora se alistaron
y partieron, tardaron menos de una semana en llegar. Penetraron
en la selva, se encontraron con el río Monday, no les
permitieron bañarse porque los capataces estaban apurados.
Con el trajín del viaje las ropas de las personas ya
estaban como viejas debido a los arañazos de ramas y
picaduras de bichos. Algunos hombres quedaron por el camino
debido a estas picaduras, los capataces los mataban a tiros y los
dejaban allí. Casiano y Nati estaban aterrados y él
prometió que sólo estarían allí muy
poco tiempo.
El yerbal era inmenso y lo dirigía Aguileo
Coronel, en compañía del comisario Juan Cruz
Chaparro. Al otro lado del Paraná estaban los yerbales de
las misiones argentinas. Coronel rechazaba las cargas que no
tenían ocho arrobas justas y premiaba a los que
traían más de ocho, a pesar de que no se anotaba en
las planillas. Todos pasaban por el teyú ruguái de
Chaparro y según antojo de éste vivían, si
así se podía llamar el padecimiento que todos
sufrían. Él mataba sin piedad.
Al principio Nati y Casiano no la pasaron tan mal. Ella
trabajaba en el pueblo para unos brasileños, los Silveira,
que la trataban como de la familia. Casiano
pasó a canchar la yerba en una de las barracas y
frecuentemente lo mandaban a ocupar el cargo del urú, que
consistía en vigilar la boca del horno cuidando la
quemazón. Esto duró un año.
Al comienzo del siguiente verano llegó al Alto
Paraná uno de los dueños de las tierras,
míster Thomas. Nadie de la peonada lo conocía.
Desde ese momento empezaron los cambios. Silveira debía
dejar todo y se oponía a partir, un buen día
mientras cerraba su boliche lo mataron. Con esto Nati pasó
a trabajar a la proveeduría y un buen día
descubrió que estaba embarazada. Le comenta a Casiano
quien le propone que había que pelear por él y que
si es hombre lo llamarían Cristóbal como su abuelo,
un anciano de barba blanca que fundó Sapucai.
En el pueblo quedaron sólo una pocas mujeres
viejas o viudas que se dedicaban a la prostitución. Nati se unió a ellas.
Muy pronto Chaparro se fijó en ella, pero se propuso
poseerla con mucha paciencia.
A Casiano lo mandaron a acarrear leña, el trabajo
más pesado de los yerbales. No podía venir todas
las noches a pasar con su esposa y ésta quedó sola.
Ella sabía la causa del cambio,
él no lo sospechaba aún. Un día Chaparro se
topa en el monte con Casiano y le pide que le venda por 300
patacones a su mujer. Casiano no acepta. Cuando llega a su casa
le propone a Nati escapar. La obsesión de la fuga se
apoderó de ellos. Les ofrecieron a otros la escapada pero
nadie aceptó. Ellos solos planearon minuciosamente la
misma. La oportunidad llegó cuando Aquileo Coronel
bajó a Villa Encarnación y Juan Cruz Chaparro fue a
Foz de Yguazú. Escaparon esa misma noche.
Al amanecer el capataz notó la ausencia de
Casiano y lo buscaron. Los encontraron a él y a Nati quien
se revolcaba en el dolor del parto. No
había rastros de fuga y los capangas pensaron que fueron
al bosque para que naciera el hijo de Nati. Llegó una
carreta y en ésta ella tuvo a su hijo ¡un
varón!, Cristóbal. A Casiano lo metieron preso por
las dudas hasta que llegara el administrador. Se
salvó de la muerte
gracias al cura. Ese mismo día escaparon bajo la lluvia
con el bebé a cuestas.
Todo se torna un caos, salen los capangas a buscarlos en
distintas direcciones acompañados de flacos perros. Mientras
los fugitivos pasan las de caín tratando de huir de
allí, con miedo que a veces los hacía quedar
paralizados. Después de dos días y una noche de
caminar, bajo penurias, llegan a orillas del Monday. Al amanecer
encuentran a un carretero que los lleva a Itacurubí,
según entendió Nati. Luego de cuatro días de
andar llegaron al valle de Sapucai.
Luego de tanto traqueteo en el camino de tierra
llegamos cerca del leprosario. Allí lo saludaban
"adiós Kiritó", pero Cristóbal Jara
sólo levantaba la mano en señal de saludo. Le
pregunto quiénes son y él no me responde. Al pasar
el cementerio ve a María Regalada, a quien saluda. Al fin
el camión para ante un rancho en medio de una limpiada de
cocoteros. El hombre hablaba poco, traté de sacarle alguna
cosa ya que yo sabía muy poco de él.
No se pudo avanzar más pues lo impedía el
caañabé. Seguimos caminando con el guía y ya
me sentía desorientado. Yo conocía un poco de la
historia del famoso vagón de los rebeldes.
Llegamos a la picada. Yo me detuve un momento tratando
de orientarme. Pregunté al guía dónde estaba
la estación vieja y me lo indicó. En ese momento
recordé el episodio con la Damiana
Dávalos.
Nadie olvidó lo que pasó el 12, cuando el
levantamiento de las ligas agrarias trajo consigo la
destrucción de Sapucai.
A los dos años de volver de los yerbales Casiano
y Nati tomaron ese vagón como casa y allí
siguió Cristóbal Jara. Divisé el nombre de
Casiano Amoité, 1ª Compañía, Batalla de
Asunción, escrita sobre la madera con la punta de un
cuchillo. Este fue un combatiente que murió pensando en
una gran batalla que jamás se libraría.
De pronto Cristóbal me dice que "ellos" me
esperan. Era una cincuentena de hombres que esperaban en
semicírculo entre los yuyos. Se presenta como Silvestre
Aquino y me presenta a sus compañeros. Le pidieron a
Cristóbal que me llevara hasta ahí para que yo los
ayude. Sabían todo sobre mí, que era militar, que
me sublevé y que me destinaron a Sapucai. Querían
que yo sea la cabeza de ese grupo de
hombres. Yo les contesté que estaba vigilado por la
policía, pero me dijeron que yo podía ir por
allí de tanto en tanto y que Cristóbal me
llevaría. Eso no levantaría sospechas. Les dije que
lo pensaría y sabía que tarde o temprano lo
aceptaría.
Me volví a la pensión con
Cristóbal.
El pequeño abría el pesado portón
del cementerio. Desde su rancho, su madre le hace una seña
y el chico simulando trabajar se dirige a un lugar bien apartado
del campo santo y le ofrece comida a un hombre que se hallaba
tirado entre las cruces, era Kiritó. Éste le
increpa al niño por llevarle comida pues le podían
seguir hasta allí y comprometerla más a la
madre.
Averiguó sobre algunos prisioneros rebeldes del
pueblo. El chico le cuenta que quemaron su casa, el vagón,
que no lo buscan más por el pueblo pero sí en el
monte. Le comenta también que la Municipalidad organizaba
un baile. Kiritó le pide al chico que su madre le mande
ropa para ir al baile de los soldados y éste se
asusta.
En la comisaría lo tienen al Teniente Vera
prisionero, preguntándole sobre el levantamiento,
éste dice no saber nada al respecto. Ellos se enteraron de
la montonera una noche en que el Teniente Vera estaba borracho y
contó.
La persecución seguía. Tres días
atrás habían capturado al último grupo de
rebeldes. En ese entonces no habían ni colorados ni
liberales, sólo los paquetes y los descalzos. Metieron a
los prisioneros en el vagón todos apretujados y
seguían buscando a Kiritó.
María Regalada buscó en el rancho del
doctor ropas que le pudieran servir a Kiritó para ir a la
fiesta. La fiesta había empezado y todos estaban muy
contentos, menos el Capitán Mareco, el
homenajeado
El patrón de Kiritó, dueño de la
olería descubre a éste y a la sepulturera bailando
en el patio y corre a contarle al Capitán Mareco. Era
después de la medianoche. Cuando el Capitán se
entera va rápidamente al patio y ve a los leprosos
bailando ridículamente una polca. La gente se dispersa
pues no quiere contacto con ellos. Luego el grupo se retira del
baile lentamente y en medio de ellos lo hacen Cristóbal y
María Regalada.
Corre el año 1932, para ser precisos, el 1º
de enero. Plano año nuevo en la prisión militar de
Peña Hermosa. El mes anterior llegó Facundo Medina,
dirigente universitario a quien lo llaman el Zurdo por sus ideas
comunistas. Los presos civiles eran seis. Yo, sentado en un
rincón observo todo, dejé la caña
después de lo ocurrido en Sapucai.
6 de enero. Encuentro en mis alpargatas un
extraño regalo de reyes: una culebra muerta.
También revisaron mi paquete de libros que
había recibido un mas atrás y que aún no
abrí. Hacen esto para humillarme.
El Zurdo me había dicho el día anterior
que no sea un milico encallado, siempre hay en uno mismo algo
viejo que muere y algo nuevo que nace. Le dicen al Zurdo que en
vano se acerca a mí, puesto que yo no iba a colaborar con
su revolución.
10 de enero. Día domingo. Hoy desempaqué
los libros que me había mandado mi familia, algunos
diarios atrasados de Asunción haciendo alusión al
ametrallamiento de unos estudiantes. Hablaban de que unos
estudiantes pretendieron asesinar al presidente y sus ministros y
que la guardia del Palacio se vio forzada a disparar. Puse el
diario sobre el catre del Zurdo.
17 de enero. Llovió toda la tarde y no pudimos
salir de la cuadra. Tirado en mi catre intento leer las
cínicas y desgarradoras confesiones de Fidel Maíz,
hombre sometido a la voluntad del Mariscal López.
López y Maíz son tal para cual, uno llevó a
su pueblo al suicidio
colectivo con el consentimiento mudo de Maíz. Me parece
escuchar su voz allá en Sapucai, cuando no permitió
entrar al tempo a Gaspar Mora.
18 de enero. Un día como cualquiera. Dos hombres,
Miño y Noguera, se tomaron a trompadas durante el desayuno
y fueron al calabozo por diez días.
21 de enero. La figura de Fidel Maíz se me
presenta a cada rato.
22 de enero. No me sale de la cabeza la imagen de Fidel
Maíz. Trato de recordar una frase de San
Agustín que mi padre siempre repetía pero no me
acuerdo. Un fiscal expone los fundamentos de la justicia
humana. Decía que alguien debería escribir la
historia de gente como Fidel Maíz, porque llegaría
un día en que otros fiscales se arrogarían el
derecho de juzgar y condenar a este pueblo como si estuviera
compuesto enteramente por cretinos y bastardos.
3 de febrero. Llegó la lancha de correo, yo no
escribo ni recibo cartas. Le
compré una liña de pescar y un anzuelo al lanchero
y escuché que comentaba de nuevos disturbios en
Asunción.
5 de febrero. Pesqué un carimbatá. Algunos
comieron el pescado asado. De vez en cuando me ataca mi viejo
paludismo.
7 de febrero. Alguien llevó y usó en el
baño la hoja de un diario recién llegado. Puede
leerse alguna parte sobre la aparición de una mujer que
dice llamarse la Profetisa de Cerro Verde, en Sapucai. Predica en
guaraní y con los brazos cruzados y al atardecer
desaparece y no se la encuentra por ningún lado. Va gente
de todas partes a verla.
8 de febrero. Trato de encontrar quién ha quedado
con la foto publicada en diario de la Profetisa. Sospecho del
Zurdo y acierto.
9 de febrero. No sé qué me llevó a
escribir esto, no pretendo tener un diario, vieja costumbre esta
de escribir, la del hijo pródigo regresando al hogar que
ya no existe.
20 de febrero. Jiménez intentó escapar.
Fue en vano, sólo consiguió 30 días de
calabozo.
29 de febrero. Jiménez amaneció muerto, no
pudo con la fiebre. Lo enterraron en un cajón de embalaje
bajo tierra dura.
20 de marzo. Llegó el nuevo comandante. Era el
capitán Quiñónez. Fue compañero
mío en el Colegio Militar, unos años más
adelantado que yo. Luego fuimos oficiales de planta y amigos,
hasta nos tuteábamos. Claro, ahora él se hace el
desentendido. Era un hombre respetuoso de los
reglamentos.
23 de marzo. Se reabren las declaraciones, el Zurdo muy
excitado expresa que el Teniente Jiménez es una
víctima del régimen penal de nuestro país,
esto le valió varios días de calabozo. Ahora los
presos civiles ocupan otro lugar, por orden del Capitán
Quiñónez, éste luego me mandó llamar,
me habló como jefe, no como amigo. Me recordó que
fui injustamente sentenciado en el Colegio Militar y quiso saber
sobre lo de Sapucai. Callé, luego le dije que
asumía la pena.
27 de abril. Quiñónez impuso su sistema. Algunos
hablan de un plan para escapar
y todos se cuidan de mí.
14 de mayo. Conmemoración del aniversario de la
Independencia.
El cura que fue a realizar misa y confesarnos me recordó
al Paí Maíz. Como su antítesis.
13 de junio. Día de mi cumpleaños. Recibo
una foto de mis padres con dedicatoria. Me resulta insoportable
la memoria de una
infancia
feliz.
17 de junio. En la formación de la retreta
Quiñónez me comunica la caída del
Fortín Pitiantuta en manos de los bolivianos. Todos
comentamos el acontecimiento. Unos gritaban que iríamos
todos a pelear y que nuestro patriotismo tendría olor a
petróleo.
3 de agosto. Cuando la idea de la fuga empezó a
decaer vino la orden de indulto y traslado para todos. Se decreta
movilización general. Cayó Fortín
Boquerón. Nos mandan al Chaco. Quiñónez me
trata de nuevo como a camarada.
5 de agosto. Llegó una lancha para trasladarnos.
Sentado en popa contemplé cómo se alejaba el
islote.
13 de agosto. Al Km 145 llegamos a la medianoche en el
ferrocarril de Puerto Casado y de allí en un destartalado
vehículo hasta el frente. En el trayecto escribo estas
notas en las paradas. Al amanecer llegamos a Isla
Poí.
14 de agosto. Los hombres del penal nos dispersamos. A
mí me destinan al regimiento X en
formación.
20 de agosto. Desde hoy tengo al soldado Niño
Nacimiento González (Pesebre) como asistente. Me
enteré que era hijo de Lágrima González,
Pesebre pudo ser hijo mío, pero él no lo
sabe.
25 de agosto. Apareció sobrevolando la zona la
aviación enemiga. Se construyen refugios contra las
"tucas".
31 de agosto. Mientras daba instrucciones a los
reclutas, pasó un camión aguatero. El camión
ladrillero de Sapucai y en el volante iba Cristóbal Jara.
Sin darme cuenta me herí con mi fusil.
1º de setiembre. En el hospital de campaña
me atiende una joven médica, era el primer herido de la
doctora Monzón.
3 de setiembre. Durante la curación la doctora se
mostró un poco más amable.
4 de setiembre. Después de la fajina y hasta muy
tarde todos, desde oficiales hasta el último soldado se
dedican a escribir a sus respectivas madrinas.
5 de setiembre. El comandante en jefe nos quería
saludar a todos personalmente y nos reunimos en el casino. Este
estaba repleto. Próximamente iniciaríamos la
conquista del Chaco. Oh, utopía.
7 de setiembre. Cinco mil hombres formamos parte de
nuestro regimiento cuyo objetivo era
retomar Boquerón. Partiríamos a la mañana
siguiente.
9 de setiembre (frente a Boquerón). Nuestra lucha
fue sangrienta, no logramos localizar el reducto que estaba
escondido en el monte. No tenemos agua y el anochecer nos ha
vencido.
10 de setiembre. El comando nos ordena rodear al
enemigo. El enemigo recibe hielo lanzado en paracaídas. El
ejército boliviano cuida a los suyos. Uno de estos hielos
cayó cerca de nosotros y nos dimos un
festín.
11 de setiembre. Hace un calor sofocante. La sed (la
muerte blanca) trajina entre nosotros. Al anochecer Pesebre se
apareció en la línea, nos anduvo buscando hasta que
nos encontró.
12 de setiembre. Las deserciones y el cuatreraje de agua
disminuyeron, nuestras líneas se han estabilizado. La
disciplina se
restablece poco a poco. Los desertores, cuatreros y auto heridos
son fusilados sumariamente.
13 de setiembre. En el patrullaje de reconocimiento la
vía de acceso más importante al reducto, Yujra, ha
sido interceptada pero los bolivianos cuidaban muy bien la parte
de atrás de Boquerón.
14 de setiembre. El comandante del batallón muere
junto a mí y yo ocupo su lugar.
15 de setiembre. Los aviones bolivianos lanzan
medicamentos y víveres a sus soldados, pero caen en
nuestras líneas.
16 de setiembre. El comando ordena atacar por la
espalda. A mi batallón le toca atacar por la
izquierda.
17 de setiembre. La batalla de Boquerón ni
siguiera parece que fuera a terminar.
18 de setiembre. Al amanecer interceptamos un
destacamento enemigo. Tuvimos cinco bajas, el enemigo se
retiró y esto nos dio tiempo para
reorganizarnos.
19 de setiembre. No regresaron las patrullas. Nueva
reunión de oficiales. Después de la reunión
organizamos la defensa del cañadón en dos frentes,
en los extremos hemos armado exclusas para atrapar
prisioneros.
20 de setiembre. Me han construido un refugio al pie de
un samuhú. Desde allí disfruto de una visión
de conjunto del polvoriento anfiteatro. Siguen los bombardeos
hacia el norte.
21 de setiembre. El enemigo ha vuelto a atacar,
dejándonos unos pocos muertos y un buen puñado de
prisioneros.
22 de setiembre. El sol nos mata, no hay sombra ni agua,
algunos mastican la tuna para sorber su jugo. Nos acecha el
hambre.
23 de setiembre. Se olvidaron de nosotros hasta los
mismos enemigos. Ya no habrá otra patrulla, hemos perdido
toda esperanza de que llegue un camión aguador.
25 de setiembre. Nuestras armas y cosas se
hallan esparcidas en todas partes. Me zumban los oídos, se
me hincha la lengua. Me
comienzan las alucinaciones.
26 de setiembre. Ya debe haber poca diferencia entre
vivos y muertos. Al principio enterramos los cadáveres,
ahora se encuentran todos esparcidos por ahí. Hoy
amanecieron tres más. Las moscas aparecen a
montones.
27 de setiembre. Soy aún el jefe del
destacamento, debo velar hasta el fin por la suerte de mis
hombres. Cada vez me resulta más pesado
escribir.
28 de setiembre. Esta muerte blanca es una ramera blanca
insaciable. No hay castidad que valga contra ella. Tuve que matar
a Pesebre por pedido suyo para no sufrir, estaba
agonizando.
29 de setiembre. ¡Qué difícil es
morir! Esta es la agonía del infierno, no aguanto
más. De repente escucho el ruido de un camión cada
vez más próximo. El camión apareció
en la boca de la picada. La muerte está tentándome
una vez más.
Capítulo 8.
– Misión.
En el pequeño despacho del jefe había un
ruido infernal.
¿Por qué no vino pronto? preguntó
el jefe al caminero Aquino que acababa de llegar. El jefe le
explica que necesita un solo camión de agua con urgencia y
un chofer experimentado para mandar al frente. El hombre le
recomienda a Cristóbal jara, compueblano suyo, que no le
iba a decepcionar.
Los camiones estaban alineados cargando agua en sus
tanques, eran como diez al borde de la laguna. Al final de la
hilera había un Ford pequeño y maltrecho. En la
patente se leía Sapucai – 1931. Un hombre delgado
estaba cargando. Se acercó el sargento y le dijo: Cabo
Jara, preséntese al comandante. El hombre bajó y se
fue a la comandancia.
El jefe marcaba con un lápiz rojo la zona del
cañadón, indicándole al Cabo Jara a
dónde debería ir. ¿Se anima a ir? le
preguntó el jefe a Jara y éste respondió que
sí.
La enfermera Salu’í se ofrecía a
acompañar a Jara y él la rechazó. Se llamaba
María Encarnación. Antes de ir a la guerra era muy
frecuentada en su humilde choza de pueblo por los hombres, ellos
la bautizaron Salu’í. El se iba y la dejaba
sola.
El convoy de aguateros se puso en marcha, Silvestre
Aquino iba a la cabeza, costeando la laguna, buscando la boca de
entrada del Camino Viejo. La picada se cerró sobre ellos y
la marcha se hizo más lenta y fatigosa. Acompañaban
a Jara Gamarra, Rivas y Argüello, todos compueblanos
suyos.
A medida que avanzaban la tierra se
tornaba más seca.
Al entrar en un cañadón liso y ancho como
un lago Aquino paró el camión. Hacia él
avanzaba una figura pequeña con los brazos en alto, era
Salu’í. Pidió permiso a Aquino para subir y
continuaron la marcha.
A la media mañana los camiones llegaron a otro
cañadón, faltaba el camión de Jara. En eso
aparecieron los aviones enemigos que dispararon. Un camión
cayó y el de enfermería
quedó estancado en la arena con una bomba sin estalla
abajo. Salu’í salió corriendo, recogió
todo lo que podía y trajo al camión de Aquino el
hospital. Éste la increpó duramente.
Cada tanto los aviones venían y volaban bajo, de
manera que los camiones aguateros no podían
avanzar.
Al atardecer los camiones esperaban la orden de partida.
Jara va llegando en el momento en que querían sacar la
bomba de abajo del camión sanitario pero este
explotó. Ahí quedaron dos de su valle: Aquino y
Argüello. Salu’í subió con Jara y
emprendieron el viaje. Por el camino se toparon con un
camión lleno de heridos y tuvieron que recular para darles
paso. Otazú y Rivas deciden desertar. Cristóbal y
los demás llegaron a Isla Samuhú
Los combatientes atropellaban para tomar agua, entonces
Jara explica al jefe que no era agua para las líneas sino
para una misión especial. Dio un poco de agua a los
hombres y siguieron la marcha, acompañados por el soldado
Mongelós que les mostraba la ruta. Por el camino fueron
atacados por una veintena de soldados sedientos y
hambrientos.
El pequeño camión quedó con las
cubiertas destrozadas después del ataque. Rellenaron las
cubiertas con espartillos y metieron el camión en el monte
pues había caído la noche. Cristóbal y
Salu’í hablaron mucho esa noche.
Al día siguiente emprendieron viaje muy
lentamente. Mongelós reconocía el terreno. El
camión tuvo que parar porque el espartillo se quemaba.
Todo era silencio por allí. Pensaban que cayó
Boquerón. En eso pasó un avión en vuelo
rasante y no se percata de la presencia del camión. Jara
lo pone en marcha y continúan.
Ya estamos cerca del cañadón, grita
Mongelós, enseguida llegamos. Un pelotón de
soldados bolí les salió al paso, disparando.
Allí murieron Mongelós y Gamarra. Jara atinó
a tirarla a Salu’í al bosque y él mismo se
ocultó allí, quiso defender el camión y le
quitaron de un tiro la mano.
Cuando los soldados se retiraron, él y
Salu’í empezaron a proteger los agujeros del tanque
con palitos. Jara dijo que debían continuar, pero primero
pidió a Salu’í que le atara una mano al
volante y la otra al cambio con un alambre. Cuando puso el
camión en marcha se dio cuenta que Salu’í
cayó agonizante al lado del camión, no supo
qué hacer. Cuando vio que moría, continuó la
marcha. Un rato después entró al
cañadón y fue recibido por una ráfaga de
ametralladora como disparada por un loco, siguió adelante
zigzagueando y se detuvo al chocar contra un árbol.
Había muerto.
(Declaración de la celadora de la Orden
Terciaria).
Señor, mi don, todo el santo día me
encuentro encerrada al entero servicio de la
Orden Seráfica, muchas cosas he visto en mi vida pasar y
volver a pasar, así que yo no tengo nada que declarar en
contra ni a favor de los sucesos sucedidos. Nada en contra de los
muertos que murieron porque reventó en ellos su
maldad.
Me preguntan sobre Melitón Isasi, su antecesor en
la jefatura de Itapé. Cuando ustedes peleaban en el Chaco
él se ocupó de remediar las desdichas de las
mujeres, los niños y los viejos de Itapé. Ahora
él ya murió. La desgracia cayó sobre el
pueblo mucho antes de que don Melitón Isasi
llegara.
Para mí, la desgracia de Itapé
empezó cuando unos herejes del pueblo capitaneados por
Macario Francia pusieron en la punta del cerro al Cristo del
leproso Gaspar Mora y Ud. señor, que fue nacido y criado
en este pueblo, sabe la historia porque yo lo recuerdo cuando era
casi muchachito.
Ud. no estaba aquí cuando Melitón
llegó al pueblo, pero enseguida supimos lo que iba a
ocurrir. Su vicio no era mandar gente al pueblo, ni la
caña, ni el juego, sino
las mujeres jóvenes. Por las noches salía solo a
caballo en distintas direcciones y espiaba entre las rendijas de
las paredes a las jóvenes que eran ocultadas bajo la
cama.
Un día un grupo de vecinos fue a protestar y muy
pronto se deshizo de ellos. Lo llamaban Kurupí y a
él le gustaba el mote.
Llegó con su esposa legítima, una mujer
enferma y miedosa llamada Brígida de Isasi, y ésta
no podía hacer nada más que sufrir calladamente.
Ella amaba a su marido que era la peste del pueblo. Ella no
podía salir de su casa y cuando Melitón no estaba
me hacía llamar para hacerle compañía.
Rezábamos el rosario y orábamos al Señor,
pero nunca conseguí llevarla a la iglesia, por
miedo.
Temblaba toda de miedo, yo le daba remedio y le
friccionaba el cuerpo, después se quedaba dormida y poco a
poco entre sueños anunciaba todo lo que iba a pasar, menos
lo último que pasó en el cerrito.
Fue una noche que Melitón buscó y
encontró a Juana Rosa, mujer de Crisanto Villalba, en un
lugar llamado Cabeza de Agua. Él sabía que ella
estaba sola en la chacra con su hijito Cuchuí que Ud.
ahora protege. No se olvide que Juana Rosa era hija de
María Rosa y que ésta decía ser hija de
Gaspar Mora.
Juana Rosa fue con su hijo, que no tenía
aún año y medio, a servir en la jefatura. Un
día Juana Rosa dejó a su hijo con su madre enferma
y partió al Chaco a buscar a su marido. Cuando éste
volvió no la encontró.
Juana Rosa no fue la única barragana de Isasi,
habían otras en el patio de la jefatura.
Melitón engatusó a la Felicita
Goiburú, hermana menor de Esperancita, quien fue con un
tropero quien sabe adónde. La verdad es que Felicita
entró porque quiso con don Melitón y un día
doña Brígida me hace llamar porque los espiaba a
éstos en la jefatura. Le da un ataque y en sueños
empieza a anunciar la venida de los Goiburú y la venganza
a su hermana.
Al tercer año de la guerra ya se hablaba de una
posible paz. Don Melitón me hizo llamar para que atendiera
a Felicita y la hiciera abortar. Felicita no quería pero
la convencí. Más de quince días le di de
tomar todos los yuyos que conocía, al mes esta chica
parecía un cadáver. Llegó Melitón
trayendo carta de los
mellizos Goiburú que volvían de la guerra, pronto
estarían en Itapé. Sugerí que la llevara a
Felicita a una partera en Borja para tener a su hijo y
restablecerse allí, les di el nombre de Emerenciana
Benítez y hacia allí partieron.
Pasaron y la gente pensó en un rapto. Llegaron
los combatientes, bajaron todos pero los mellizos Goiburú
no llegaron. Do recién llegados empezaron a bromear y
decir que los mellizos seguramente venían a pie. De entre
los combatientes estiré a Corazón
Cabral, me reconoció y saludó y yo
aproveché para preguntarle si sabía algo de los
hermanos Goiburú, Alguien dijo que los hermanos quedaron
en Asunción a presentar sus candidaturas a la Presidencia
y Vicepresidencia de la República.
Un día escapé a ver a doña
Brígida pero ella no estaba, me comentaron que ella
partió sola al Cerrito. Salí a buscarla y no vi a
nadie en el camino, llegué al Cristo sin mirarlo y
divisé el rosario de plata de doña Brígida,
lo alcé y besé y allí sentí el gusto
a sangre. Al alzar la vista al Cristo crucificado vi que
Melitón Isasi ocupaba su lugar, atado a la cruz con su
uniforme militar y sus botas y a medio degollar. El Cristo
leproso estaba tirado a sus pies, consumiéndose en las
llamas y ahí yo me desmayé.
Capítulo 10. –
Ex combatientes.
Llegó el sargento Crisanto Villalba, nadie lo vio
pero yo sí, se quedó parado mirando alejarse el
tren y contempló las casas del pueblo. Alguien
gritó su nombre pero él no hizo caso y se
alejó, pero otros ex combatientes le rodearon y empezaron
a llamarlo Jocó.
Me hicieron llamar y acudí saludándole a
Crisanto. Le preguntaron si se acordaba del Teniente Vera y dijo
que no, en realidad Crisanto me conocía poco, pues
había salido de Itapé siendo un muchachito. Ahora
soy alcalde de ella.
Empezaron a contarle uno a uno sus llegadas hasta la de
los hermanos Goiburú, que pronto tuvieron que volver a
Asunción, presos por matar a Melitón
Isasi.
Le presentaron a su hijo Cuchuí y él le
vio como si lo viera por primera vez. Empezaron las hurras y
fuimos a la taberna, yo invitaba la vuelta. Lo llevamos al
boliche para ayudarlo a olvidar por anticipado lo que acaso
ignoraba todavía.
Las mujeres del pueblo empezaron a cuchichear todas
juntas sobre si Crisanto sabía o no lo de Juana
Rosa.
Al regreso del Chaco los mellizos Goiburú
ajusticiaron a Melitón Isasi para vengar a su hermana y
saldar la vieja deuda de descreimiento y encono que tenían
con el Cristo.
El cura vino a lavar y bendecir el lugar del crimen y
mandó arreglar y colgar de nuevo al Cristo leproso. El
mismo pidió voluntarios para establecer una guardia
permanente en el Calvario. La única que se animó a
estar allí fue María Rosa.
Melitón estaba muerto y Felicita Goiburú
también y nadie sabía el lugar de su sepultura. Sus
hermanos pasaron de ser héroes de la guerra a estar presos
en Asunción.
Villalba mostraba sus cruces de condecoración a
sus amigos, impuestas a él por el mismo ministro. Les
confesó que no quería volver. Se despidió de
sus amigos a quienes agradeció el gesto y se marchó
para su rancho seguido de Cuchuí. Cuando llegó
cerca de su casa tiró a Cuchuí al piso, extrajo una
granada de su bolso y la tiró contra su casa gritando
"Compañía Villalba … salto adelante, carrera
maaar". El rancho voló en mil pedazos. Una a una fue
lanzando las doce granadas de mano que había traído
a un enemigo imaginario. Cuchuí no entendía lo que
su padre hacía. Cuando llegué al galope ya Crisanto
estaba más tranquilo, Cuchuí lo miraba callado.
Quise que Crisanto vuelva al pueblo conmigo pero no quiso. Lo
dejé allá solo con su locura.
Le escribí a la doctora Monzón
comentándole el caso. Me contestó que mi deber era
mandarlo a Asunción para tratarlo, ella me promete
encargarse de todo, ya que las instituciones
oficiales no se ocupan de los ex combatientes. Yo le creo. Con
Crisanto no tendré problemas pues
le diré que debe ir a Asunción pues otra hermosa
guerra había empezado. A Cuchuí lo llevaré a
vivir conmigo.
No pienso en ellos solamente sino en otros como ellos
que viven degradados hasta el límite de su
condición. Alguna salida debe haber en este monstruoso
contrasentido del hombre crucificado por el hombre. Porque sino
podríamos pensar que la raza humana está condenada
para siempre y que no hay salvación para ella (de una
carta de Rosa Monzón).
"Así concluye el manuscrito de Miguel Vera, un
montón de hojas arrugadas y desiguales, con el membrete de
la Alcaldía, escritas al reverso y acumuladas en una bolsa
de cuero. Las escribió antes de recibir un balazo en la
espina dorsal que lo dejara postrado en la cama.
Dicen que se le disparó el revólver al
limpiarlo, otros que fue Cuchuí, accidentalmente. No se
sabe.
Fui a buscar al herido y lo encontré ya
inmóvil y agonizante. Transcribí sus manuscritos
sin cambiar palabra, sin alterar una coma. Sólo
omití unos fragmentos dirigidos a mí, que no
interesan a nadie. Después de los años
decidí publicar sus escritos, ahora que estamos ante una
nueva guerra civil entre opresores y oprimidos.
¡Ojalá sirva a alguien!
Aparte de ser una experiencia lingüística
como señalábamos en la introducción, Hijo de Hombre es una
pintura de la
realidad social paraguaya de la primera mitad del siglo
XX.
Roa Bastos describe esa realidad social a partir de su
propia experiencia, de su vivencia de paraguayo criado en un
pueblo del interior y de su reflexión desde el
exilio.
En los primeros capítulos muestra
cómo se mantenían vivos los recuerdos del siglo
anterior. En la memoria colectiva estaba siempre presente el
Doctor Francia, este recuerdo sería explorado con
detenimiento en la siguiente novela, Yo El Supremo. No faltan
menciones a la guerra grande.
Otro elemento es el permanente estado de
convulsión política en que
vivía el país en aquellos tiempos. Las constantes
asonadas y revoluciones que la mayoría de las veces
terminaba en despiadadas persecuciones y bárbaros
baños de sangre.
Un tercer aspecto es la injusticia social reflejada en
el relato de la vida de los mensú en los obrajes del Alto
Paraná.
La segunda parte de la novela tiene como telón de
fondo la guerra del Chaco que marcaría profundamente a la
sociedad
paraguaya de mediados y finales del siglo pasado. Como pocos Roa
Bastos muestra en breves páginas y sin dejarse llevar por
el estilo épico al que hemos sido acostumbrados,
cómo fueron afectadas las vidas individuales de quienes
participaron de la contienda.
Pero ambos momentos de la novela no están
desconectados. Roa Bastos ha sabido tejer un complejo tapiz en el
que los hilos se entrecruzan varias veces. Los mismos personajes
y situaciones aparecen y reaparecen en diversos
capítulos.
Hijo de Hombre es una de las cumbres de la narrativa
paraguaya, obra de un autor que con justicia fue galardonado con
el Premio Cervantes en 1989.
Jose Herreros