En esta monografía
me ocupo de los oficios que desempeñaron quienes llegaron
a la Argentina entre
1870 y 1950, en sus tierras natales, en el barco y en nuestro
país, a partir de testimonios de inmigrantes, sus
descendientes, escritores y periodistas.
Muchos inmigrantes y quienes escribieron sobre ellos nos
hablaron de los oficios que desempeñaban en su tierra natal.
Salvo contadas excepciones, es constante la referencia a la pobreza de
estos hombres y mujeres que buscaron en América
una nueva vida.
En El mar que nos trajo, dice Griselda Gambaro que
Agostino "Cada atardecer, salvo que el tiempo lo
impidiera, salía en barca bajo patrón en jornadas
que, según la pesca,
concluían al amanecer o al mediodía siguiente. Se
trabajaba mucho y se ganaba poco. (…) Ellos estarían
condenados al mismo ritmo de trabajo toda la vida: la pesca, la
venta a precios viles
y el ocio destinado al arreglo de las redes" (1).
En La noche lombarda, Atilio Betti evoca los oficios de
sus mayores: la cría de ganado, la caza de ranas, la
hilandería, la tintorería y el cultivo del arroz.
Se refiere asimismo a los trabajadores golondrina, quienes
viajaban "de Europa a América, de la Argentina a
Italia, para
ganar el jornal en la época de la cosecha" (2).
Mempo Giardinelli escribe, en Santo Oficio de la Memoria,
que, en Filetto, los nativos eran pescadores, viñateros,
cosechadores de olivas (3). Agricultores y pastores eran los Dal
Masetto en su tierra
lombarda. Lo relata el hijo en un reportaje: "Cuando retozaba por
las montañas de Intra, su padre Narciso y su madre
María eran campesinos. Cultivaban todo tipo de verduras y
frutas: hileras de vid para hacer vino. (…) él era el
encargado de sacar a pastar las ovejas y las cabras"
(4).
Había también inmigrantes con alguna
formación. Un "extraño oficio", heredado de su
abuela, ejercía Syria Poletti en Friuli: escribía
cartas para
quienes se habían marchado (5). El anarquista Severino Di
Giovanni -dice Osvaldo Bayer- "había sido maestro en
Italia, pero sus
estudios no eran universitarios" (6), y se había iniciado
en el oficio de tipógrafo en su tierra. Y universitarios,
como el capitán Miro Kovacic, que había estudiado
Economía
en su juventud
(7).
Y personal de
servicio, como
la madre de la protagonista de Diario de ilusiones y naufragios,
que "había sido ama de leche en casa
de una marquesa" (8), en España.
Como podían subsistían unas catalanas: "En España
vivíamos en San Gervasio, a pocos kilómetros de
Barcelona –cuenta Remey-. Y yo recuerdo que cuando
empezó la guerra, mi
papá nos fue a buscar al colegio en bicicleta y ya estaban
todos los guardias civiles muertos… yo tenía nueve
años. Mi padre falleció en esos días, de
apendicitis. Así que mamá se quedó sola con
los cuatro hijos. Yo, la mayor y mi hermana menor con nueve
meses. Me acuerdo de que para poder vivir,
mi mamá hacía estraperlo, contrabando de comida.
Iba a los pueblos, compraba comida y la traía en el
cuerpo, puesta. (…) en un viaje, en el que traía arroz
en unos tubos escondidos en unos corsets, los guardias se dieron
cuenta, y entonces mi madre se tajeó todo el corset,
porque si la comida no era para nosotros, no se la iba a quedar
nadie…Con mi hermana aprendimos y hacíamos estraperlo de
carne, en las valijas del colegio… esa carne se vendía y
podíamos subsistir" (9).
Algunos inmigrantes pagaron el pasaje con su trabajo.
Miguel Frías recuerda que su abuelo trabajó durante
la travesía. En 2000, en el pueblo de su antepasado, el
nieto imagina el día en que partió el italiano: "No
sé lo que piensa en esa mañana de 1913 y ya no se
lo puedo preguntar: tal vez, en el reencuentro con su padre,
trabajador en las cosechas argentinas; tal vez, en la leña
y las moras que debió robar para sobrevivir al invierno;
tal vez, en la cocina del barco donde trabajará para
cruzar el Atlántico" (10).
Deyacobbi, otro italiano, se embarcó en 1882 como
polizón, pero fue descubierto. Entonces, lo pusieron a
trabajar: quedó "a cargo del panadero del barco que le
enseñó su oficio y le dio al llegar a Buenos Aires una
recomendación para la empresa
Molinos Río de la Plata". Esa vinculación
gravitaría en su futuro: en Molinos, "comenzó como
corredor de comercio y por
azar conoció los pagos de Mar del Plata al llegar con un
barco cargado de harina que demoró más de un mes en
descargar. Su primer emprendimiento fue la compra del Molino Luro
en sociedad con
Guillermo Roux" (11).
En muchos de los textos que leímos aparece el
inmigrante como una persona
laboriosa, que logra un bienestar económico
valiéndose de su habilidad en distintos oficios o en el
comercio. En
América, ellos trabajarán duro para lograr un
bienestar y para brindarles a sus hijos un futuro mejor, aunque
algunos de estos hijos –como los que presentan Cambaceres
en su novela En la
sangre (12) y
Félix Lima en Pedrín (13)- no sepan agradecerlo.
Muchos inmigrantes se ocuparán en la misma tarea que en
sus países de origen; otros, deberán aprender
nuevas formas de ganarse la vida.
Marío Bunge destaca la laboriosidad de los
inmigrantes, cuando dice: "Me hubiera gustado vivir mi vida
adulta entre 1880 y 1930. Esa fue la Edad de Oro del País.
Fueron los tiempos en que vinieron montones de gallegos y gringos
a trabajar duro y a enseñar a trabajar con su ejemplo.
Entonces fue cuando nacieron la agricultura a
gran escala, la
industria
nacional y el Estado
moderno. En esa época se pasó de la barbarie a la
civilización. (…) Es verdad que también se
cometieron crímenes tales como la guerra
genocida y rapaz contra los indios. Pero en definitiva lo bueno
pesó más que lo malo" (14).
"En esa época –afirma Carlos Ibarguren en
La historia que he
vivido- aparecían millonarios que pocos años antes
habían llegado al país sin un centavo en el
bolsillo o con muy poco capital. Era
el caso de Carlos Casado del Alisal, español;
de Pedro Luro, vasco francés; de Ramón
Santamarina, vasco español;
de Eduardo Casey, irlandés, propietarios todos ellos de
enormes extensiones de campo; o de Nicolás Mihanovich,
dálmata, que empezó como botero y ya era
dueño de varias empresas de
transporte
fluvial, algunas con sede en Londres; o de Antonio De Voto,
italiano, fundador de un barrio en Buenos Aires, al
igual que Rafael Calzada, español, o de Francisco Soldati,
italiano y muchísimos más cuyos apellidos hoy
figuran en los rangos de la más alta sociedad"
(15).
Evoca el sentimiento que impulsaba a todos por igual:
"Un optimismo irresistible, un frenético entusiasmo
contagiaba a todos. A los argentinos, que veíamos la
súbita transformación de nuestra modesta
República en una nación
rica y opulenta. Y también a los extranjeros que estaban
embarcados en la aventura fascinante del progreso, la riqueza y
la mágica transformación de sus vidas".
"Los argentinos conocemos bien las virtudes de los
inmigrantes: Quien se sobrepone a grandes dificultades
será, posiblemente, una persona valiosa
para el país que lo recibe", escribe Clara Obligado
(16).
Los escritores del 80 se refirieron al trabajo de los
inmigrantes. En Juvenilia, Miguel Cané –cuyo nombre
se recuerda vinculado con la Ley de
Residencia-, describe los medios con los
que los vascos defendían los frutos que cultivaban:
"Robustos los tres, ágiles, vigorosos y de una musculatura
capaz de ablandar el coraje más probado, eternamente
armados con sus horquillas de lucientes puntas, levantando una
tonelada de pasto en cada movimiento de
sus brazos ciclópeos, aquellos hombres, como todos los
mortales, tenían una debilidad suprema: ¡amaban sus
sandías, adoraban sus melones!". Evoca asimismo a Monsieur
Jacques, prototipo del educador, al que recuerda con
admiración (17).
En la casa de Quilito, protagonista que da título
a la novela de
Ocantos, trabajaba una italiana: "Un apetitoso olor de guisado
salía de la cocina abierta, donde una genovesa cerril
movía espátulas y zarandeaba cacerolas, envuelto en
el humo espeso del asado, que chirriaba sobre las parrillas""
Más adelante dirá de esta mujer que cantaba
"un aire de su
país, con acompañamiento de platos y cacerolas".
Habla también Ocantos de un "italianito vendedor de
diarios" y de Rocchio, un corredor de Bolsa, "un hombrazo con
muchas barbas, italiano con sus ribetes de criollo". Al igual que
la genovesa, este hombre es
descripto por Ocantos con rasgos animales: "un
italiano atlético, cuadrado, con las crines erizadas, cuya
voz era un rugido; (…) Trabajador, eso sí, como una mula
de carga, y ahorrativo como una hormiga; Rocchio no perdía
un minuto de su día comercial, ni gastaba un centavo
más de su cuenta del mes".
Otro personaje de Ocantos es el usurero Raimundo de Melo
Portas e Azevedo, "el ángel protector de empleados impagos
y pensionistas atrasados, el agente de funeraria de toda quiebra, el
cuervo voraz de toda desgracia, el pastor de los hijos de
familia
descarriados". Vemos que utiliza también en esta
oportunidad la comparación con animales, pero el
sentido es bien distinto. En cambio, para
describir al inglés
Mister Robert, no se vale del recurso mencionado, demostrando las
preferencias de la época hacia la inmigración anglosajona: "Allí
estaba desde la mañana casi hasta la noche, la espalda
encorvada, los dedos agarrotados sobre el lapicero, sentado en el
banco de patas
largas, sin descanso, sin distracción, esclavo del
trabajo, prisionero del deber" (18).
Eduardo L. Holmberg evoca en "La pipa de Hoffmann" a un
judío alemán que "Conocía profundamente la
historia y la
literatura
antiguas, las pocas reliquias de la edad media, y
era capaz de apreciar los grandes hechos y los grandes hombres de
los tiempos modernos y contemporáneos". En "Nelly" se
refiere a un inglés,
"un caballero perfecto, vinculado a la Legación
británica". En "La casa endiablada" aparecen italianos de
humilde condición, carreros y verduleros, holgazanes y
supersticiosos y un colono suizo, asesinado cuando intenta
comprar gallinas de raza (19).
Despectiva es la imagen del
tachero italiano que Cambaceres nos presenta en En la sangre, un
hombre vulgar
cuya herencia genética
será nefasta, a criterio del escritor. Idéntico
desprecio manifiesta hacia el gallego portero de la universidad,
hacia un bearnés, y hacia los paisanos del tachero, a los
que considera seres indignos de integrar la sociedad argentina
(20).
Fray Mocho describe, entre sus muchos personajes a un
italiano vendedor de longanizas. Cuando presenta a una
doméstica gallega, desliza una crítica social, ya
que a esta mujer un
personaje le dice que la patrona "se aprovecha de que sos
d’España para sacarte el jugo por unos cuantos
centavos" (21).
También de España era un trabajador
evocado por Félix Luna en Soy Roca. Nos referimos a
Gumersindo García, mayordomo del presidente, hombre que,
de a poco, fue ascendiendo desde su primitiva ocupación de
mucamo, gracias a su bonhomía y fidelidad (22).
En sus Memorias,
Lucio V. Mansilla expresa que no cualquier ocupación
está destinada a los inmigrantes: "Y el vasto campo de la
política,
de las aspiraciones que enaltecen, de los anhelos de justicia,
¿quién lo fecundará? ¿El inmigrante?
Su misión es
otra. Ambos deben ser útiles, en su esfera de
acción. Está bien. Pero, como dice Ruskin,
¿qué significa ‘útil’ y
cuál es la naturaleza de la
utilidad?"
(23).
En "Buenos Aires Siglo XX/ Los conventillos: Un sistema que
reproducía a la sociedad en miniatura", escribe Francis
Korn: "todos los habitantes de este edificio con tres patios
tenían ocupaciones variadas, los hombres y las mujeres.
Había sastres, modistas, hojalateros, vendedores
ambulantes de diversas mercancías, albañiles,
lavanderas, verduleros, almaceneros, empleados de
zapatería" (24).
En un conventillo vivió Alberto Gerchunoff, quien
fue obrero y vendedor ambulante de artículos de
mercería, al tiempo que
estudiaba: "Mis aspiraciones ya no eran de simple obrero.
Soñaba con metodizar mis estudios, dar examen en el
Colegio Nacional, acariciaba la gloria del doctorado posible". Lo
recuerda en sus memorias y en
el cuento "El
día de las grandes ganancias". Así llegó a
ser periodista, profesor de literatura, escritor y
conferenciante. En la ciudad, escribió un libro en el
que trató "de pintar las costumbres de los agricultores
judíos" (25).
Carolina de Grinbaum recuerda, entre los habitantes del
conventillo, a un italiano que había alcanzado bienestar:
"Llegada la hora en la cual los vecinos que compartían
nuestro patio se sentaban a la mesa, nosotros también lo
hacíamos. Al tiempo, los ajenos aromas deliciosos me
invadían por entero, en especial los desprendidos de las
viandas bien surtidas de la familia de
don José, en bonachón italiano, de abultado
vientre, propietario de un floreciente puesto de frutas y
verduras en el Mercado de Abasto
(simbolo de prosperidad en esa época)" (26).
Hizo la América el italiano evocado por
Rubén Héctor Rodríguez, en "Extraño
chamuyo", al punto de poder ser
propietario de un inquilintato: "En el conventiyo del tano
Giacumín/ se armó la de San Quintín/ a causa
de extraño y sórdido chamuyo. (…) Me buchonearon
con el patrón/ y, cabrero, desalojó el
jaulón" (27).
Pero no todos veían cumplidas sus expectativas.
Esto es lo que destaca Renata Rocco-Cuzzi: "En los mismos
años 30, el hermano de ‘Discepolín’,
Armando, escribe sus grotescos denunciando el primer fracaso en
la Argentina del ascenso social. El fundador del grotesco
ríoplatense describe cómo los inmigrantes que
vinieron a ‘hacerse la América’ en realidad
quedaron encerrados en los conventillos hablando en cocoliche"
(28).
Esa lengua
hablarían los personajes que evoca Gustavo Riccio, en su
"Elogio de los albañiles italianos" (29). Precisamente a
uno de estos trabajadores peninsulares canta Eduardo
Martín La Rosa: "Probaste todos los trabajos./ Al fin, la
cal y el rojo ladrillo/ se metieron en tu sangre./ Volabas por
los andamios./ Tu silbido triste, enamoraba a las nubes" (30).
Duro era también el trabajo del
abuelo de Orlando Barone, quien se esforzaba el puerto
(31).
El padre de Roberto Raschella, quien se
estableció definitivamente en la Argentina en 1925, se
dedicó a la sastrería. Cuenta el hijo en un
reportaje: "En un viaje anterior, mi padre se había
iniciado en el oficio de sastre, con un maestro legendario,
Cirillo, un italiano que murió de la ‘mala
enfermedad’. Yo nací en el mes de la revolución
del 30. Después llegaron años duros para la familia,
nos mudábamos constantemente, siempre a casas con buena
luz natural.
Era común entonces ver a un sastre trabajando
detrás de una ventana" (32). Sastre e italiano era,
asimismo, el padre de Antonio Berni (33), mientras que era
"obrero del vestido", el de Andrés Rivera (34).
Las mujeres se dedicaban, dada su escasa
instrucción, al lavado y al planchado. Lola es una abuela
homenajeada por su nieto Fernando de la Orden en la muestra
fotográfica "Pan y manteca". Ella vino de Logroño
con su marido y tres hijas. Aquí nacería la cuarta.
Era necesario trabajar para mantener tantas bocas en la nueva
tierra: "llegó a la Argentina con espanto por todo ropaje
y esperanza por toda bandera, y salió a planchar las ropas
ajenas para parar la olla" (35).
Tampoco le temía al trabajo la abuela gallega de
Guillermo Saccomanno, quien relató en un reportaje: "Mi
abuela era una presencia muy fuerte. Trabajó de sirvienta
y de lavandera de familias bien de la época. Con todo,
acá la pasaba mucho mejor que en su aldea, donde estaban
muy sometidos" (36). También lava la italiana que evoca
Amalia Olga Lavira en "Estampita": "Friega lienzos, camisas y
vestidos,/ en el fondo, la donna, en la pileta/ y en fuentones y
tachos florecidos/ hormiguitas de sol hacen gambeta"
(37).
Mas no desempeñaron sólo esas tareas.
Otras son las profesiones de las peninsulares que evoca Oscar
González en "La anunciación": "Pronto supo que
América/ No regalaba nada/. Y tranqueó el empedrado
camino del taller./ O sentada a la Singer enfrentó los
aprietes./ O resistió en las chacras heladas y granizos"
(38). Y la profesión de la madre de Miriam Becker, rumana
que conoció en su ancianidad el empleo fuera
del hogar. Lo recuerda la hija: "doña Catalina
terminó su escuela primaria
a los sesenta y cinco años: (…) A los setenta
años salió a trabajar. Vendía armazones para
anteojos. Todos le compraban conmovidos por su dulce sonrisa y su
fortaleza" (39).
El italiano que llega a la Argentina, en Santo Oficio de
la Memoria, abre una
funeraria con su socio, sospechado después de asesinarlo.
Ya viuda, su mujer lava ropa para los vecinos, y el hijo de ambos
trabajará después en la compañía de
trainways y en los Ferrocarriles del Oeste.
En esta misma novela se habla
de un oficio que desempeñaban los españoles. En
1886, "Había muchos policías, allí. Casi
todos asturianos, gallegos. No sé por qué.
También usaban bigote de manubrio y llevaban pistolas al
cinto, capote invernal, quepís duro y alzado y linterna en
mano. Cuando se hizo la noche, los policías se
movían como luciérnagas nerviosas" (40).
Escribe Virginia Messi: "’El Gallego
Penitenciario’ ocupó un rol tan destacado en la
historia de los primeros penales que fue honrado días
atrás con una estatua recordatoria, ubicada en un lugar
central del Museo del S.P.F." (41).
Había también sombrereros, como el belga
Divas, que terminó trabajando en un frigorífico
(42), y nenos da tenda, como el que evoca Federico
García Lorca en uno de sus Seis poemas galegos
(43).
Cuando visitó nuestro país en 1998,
José Luis Baltar Pumar, presidente de la diputación
de Orense, expresó: "hemos mandado a los mejores hombres y
mujeres a este país, y Galicia lo ha sentido
profundamente. Ellos han tomado la decisión de venir y
trabajar de sol a sol para salir adelante" (44). Coincide con
él José Bendoiro Diéguez, que creó la
escuela gallega
Coyam, quien afirma: "El trabajo es
el principio gallego por definición" (45).
Estaba presente en estos inmigrantes la necesidad de
enviar dinero a
quienes habían quedado en la tierra
natal, muchos de ellos soportando la guerra. Esa realidad es la
que refleja Navarrine en su tango
"Galleguita", de 1924, cuando dice: "Juntar mucha platita para tu
pobre viejita que allá en la aldea quedó" (46).
Pero que no ocurra a quienes tanto se esfuerzan como a esos
inmigrantes que evoca Elsa Gervasi de Pérez en su
"Carta a
Galicia", en la que narra cómo un argentino de ascendencia
española embauca a una familia de
gallegos. El Paco escribe a sus padres: "La Paquita sapuesto a
noviar con un mochacho arjintino hijo de jallejos como nosotros.
Es muy bueno y nos va a cuidar la platita. (…) La Paquita se
fue por ahí a caminar para ver si lo halla al novio ya que
hace unos días se mudó y el pobreciño
solvidó de darnos la diricción" (47).
Inmigrantes eran, asimismo, los propietarios de las
confiterías de los Balnearios de la Costanera Sur,
evocados por Mauricio Kartun. Al finalizar la temporada, "Se hace
ruido y se
brinda en la despedida con las jarras que convidan esta vez los
patrones, invariablemente gallegos y judíos" (48). De este
último origen fue un humorista político: "Tato
Bores, nacido Mauricio Tajmín Borensztein en un
inquilinato de la calle Tucumán y Carlos Pellegrini el 27
de abril de 1927, no fue un gracioso del montón, y tuvo
plena conciencia de
eso" (49). Inmigraron los actores Darío Vittori, Rodolfo
Ranni, Hedy Crilla y Henny Trailes, y la periodista Canela, entre
otros.
Fernández Moreno (50) y Carlos Ibarguren (51)
evocan vascos lecheros; Eduardo Mignogna presenta en La fuga una
pareja de carboneros (52), y en el cuento "El
residente", de Teresa Freda, aparece una gallega, "pobre y santa
enfermera, medio bruta pero buenaza" (53).
Algunos inmigrantes llegaron al país con un
importante bagaje cultural. De Italia vinieron Alfredo Lazzari,
pintor y maestro de Quinquela y Lacámera (54), y Francisco
Salamone (55), quien luego sería un ingeniero-arquitecto
de renombre.
También tenía una sólida
formación el abuelo del autor de "El Aleph". En Borges, Biografía Verbal,
Roberto Alifano escribe cuanto Borges le dijo
sobre un antepasado: "El abuelo materno de mi padre, Edward Young
Haslam, editó uno de los primeros periódicos
ingleses de la Argentina, Southern Cross, y se había
doctorado en Filosofía y Letras en la Universidad de
Heidelberg. (…) Murió en Paraná, la capital de la
provincia de Entre Ríos" (56).
En "El sur", Borges nos dice de qué trabajaban un
inmigrante y uno de sus descendientes: "El hombre que
desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes
Dahlmann y era pastor de la iglesia
evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era
secretario de una biblioteca
municipal en la calle Córdoba y se sentía
hondamente argentino" (57).
Syria Poletti llegó en 1945, contratada para
enseñar italiano en la Asociación Dante Alighieri.
Nora Candiani, protagonista de su novela Gente conmigo, es
traductora pública (58). También fue traductor el
siciliano Antonio Aliberti. A la música se
dedicó Santo Discépolo, el napolitano llegado a
Buenos Aires a los veinte años, padre de Armando y Enrique
Santos (59), y a la edición de libros, los
españoles Rodrigué, Losada, Lopez Llausás y
Arturo Cuadrado Moures (60).
En el discurso
pronunciado con ocasión de otorgársele la
ciudadanía italiana y la Medalla de Oro a la Cultura
Italiana en la Argentina, dijo Ernesto
Sábato: "En el siglo pasado, mis padres llegaron a
estas playas con la esperanza de fecundar una tierra de
promisión. Se instalaron en la ciudad de Rojas, donde
tuvieron un pequeño molino harinero" (61).
Hubo comerciantes en la costa, como los galllegos que
fundaron la conocida tienda marplatense. "Con poca
mercadería y muchas ganas de ganar dinero, los
dos gallegos dormirían muchas noches sobre los dos
únicos mostradores de la tienda vencidos por el cansancio
de largas horas de trabajo y temerosos que un desborde del arroyo
se llevara rápidamente las ganancias del mes". Las esposas
les preparaban las viandas y confeccionaban "ropa interior,
camisetas y todas esas prendas para ser vendidas en la tienda"
(62).
Y hubo comerciantes en el campo. Entre ellos, uno muy
inescrupuloso. A fines del siglo XIX, en la frontera vive un
flamenco, personaje creado por Eugenio Juan Zappietro en De
aquí hasta el alba. Roger Bary era "mercader en aquella
esquina del infierno" y entra en tratativas con los
indígenas, aún a costa de las vidas de sus hijas,
sólo para salvar el pellejo" (63).
Los inmigrantes trabajaron asimismo en el adoquinado de
las calles. Lo recuerda José Luis Corsetti, quien afirma:
"De las canteras de Tandil salió gran parte del empedrado
de las calles de nuestro país. Los picapedreros
españoles, italianos, montenegrinos y yugoslavos fueron,
desde 1870, personajes entrañables que dejaron cuerpo y
alma, cuando no la vida, en cada cincelada" (64).
En prosperidad vive el personaje de José Luis
Cassini -"Ya nadie lo sabe; él mismo ha olvidado que es el
dueño del conventillo y de la primera usina
eléctrica del pueblo" (65).
Fausto Burgos y Abelardo Arias evocan a los italianos
agricultores que se establecieron en Mendoza. El primero refiere
en El gringo (66), los abusos de los que eran víctimas los
trabajadores –nativos y extranjeros-, mientras que Arias,
en Alamos talados (67), describe –además del trabajo
de los viñateros- la pérdida de una posesión
familiar a manos de un turco.
Los gauchos judíos es el libro que
Alberto Gerchunoff escribe para el Centenario. En él,
evoca la vida de estos hombres y mujeres que se vieron
enfrentados a tareas que desconocían, y que debieron
realizar (68). En su cuento "El cardenal", Márgara
Averbach escribe que para su abuelo "ser gaucho judío
seguramente fue una conjunción impensada" (69).
De otro agricultor judío, "Aarón" y su
esposa dice María Inés Krimer: "Nadie pudo explicar
por qué terminaron ahí, perdidos en el medio de la
pampa, cuando parientes y amigos se habían dirigido a las
colonias de Santa Fe, Entre Rios y Chaco"
(70).
Los agricultores inmigrantes también fueron tema
de poesías. En "Ese inmigrante", Virginia
Rossi canta: "Se llenaba de espigas/ los puños y los
brazos/ y su paso medía/ la soledad del campo"
(71).
Pero no todo era trabajar la tierra. Un
italiano aplica aquí su vasto conocimiento
musical. Luigi Gusberti, protagonista de El laúd y la
guerra, escrito por su hija, Martina, fue "director de la Banda
Sinfónica en la capital de la provincia del Chaco y
fundador de las bandas musicales del colegio Don Bosco" (72).
Otro italiano, Antonino Malvagni, creó las bandas
militares de Tucumán y la Banda Municipal de Buenos
Aires.
En Jujuy se afincó el yugoslavo evocado por
María Edith Lardapide Olmos en "Historia de vida": "Don
Milo tomó contacto con la empresa de Joseph
Kennedy y allí tuvo una importante responsabilidad: hacían el trazado de las
líneas férreas en el inmenso altiplano boliviano,
donde, cuando cae el sol, pareciera
poderse tocar con las manos. Sus empleados eran nativos
aimaráes y quichuas" (73).
Empresarios fueron los alemanes Ida y Walter Eichhorn,
los "dueños más famosos" del Hotel Edén,
"amigos personales del fürher" (74). Y también
empresarios, pero de la industria del
jabón, los españoles afincados en Tucumán
Francisco Rodríguez y Ana Encina, quienes fundaron las
bases del Establecimiento La Mariposa en 1914 (75).
Admirable fue la inteligencia
de un pionero. De regreso de Buenos Aires, donde había
estado
empleado en una herrería, el polaco Juan Szychowski
instala su propio negocio, donde construye un torno de madera y luego
uno de precisión. "Con este torno Don Juan
construyó toda la complicada maquinaria para la molienda y
el envasado de la yerba mate, como así también, un
molino de arroz y maíz y una
fábrica de almidón de mandioca". Hoy se puede
visitar "la moderna Planta Industrial Yerbatera ubicada en el
mismo predio que les fuese adjudicado en el año 1900"
(76).
En esa misma localidad, los Spasiuk alternaban el
trabajo manual con la
música:
"En Apóstoles, un humilde pueblito a 50 km de Misiones,
Juan (el tío) y Marcos (el padre) se concedían una
pausa en la carpintería, tomaban cada uno su violín
y su guitarra y, sobre un tablón, afloraban polcas,
valses, rancheras, chacareras y rumbas, como una necesidad de
recrear la música que sus antepasados habían
importado de Ucrania y de Europa del Este
(77).
…..
En su mayoría sin estudios, los inmigrantes se
las ingeniaron para que sus hijos pudieran estudiar. Haciendo lo
que sabían o aprendiendo nuevas labores, encontraron una
vida digna, en la que el esfuerzo tuvo frutos. El país les
ayudó, pero ellos no cejaron.
- Gambaro, Griselda: El mar que nos trajo. Norma,
2001. - Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus
Ultra, 1984. - Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria.
Buenos Aires, Seix-Barral, 1991. - Roca, Agustina: "Historia de vida", en La Nación Revista, 12 de julio de
1998. - Poletti, Syria: Extraño oficio. Buenos Aires,
Losada, 1971. - S/F: "Las cartas de
amor de
Severino Di Giovanni", en Clarín, Buenos Aires,
27 de julio de 1999. - Anzorreguy, Chuny: El ángel del
capitán. Biografía del capitán croata Miro
Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996. - Scotti, María Angélica: Diario de
ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé,
1996.
(8) Ceratto, Virginia: "Gris de ausencia. Volver a
empezar en un mundo nuevo", en La Capital, Mar del
Plata, 26 de noviembre de 2000.
- Frías, Miguel: "Noticias del mundo", en
Clarín, Buenos Aires, 3 de septiembre de
2000. - S/F: "El negocio del hielo", en La Capital,
Mar del Plata, 25 de mayo de 2000. - Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus
Ultra, 1968. - Lima, Félix: "Pedrín", en Historia de
la Literatura Argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980. - : "La Argentina de los deseos", en
Clarín, Buenos Aires, 30 de julio de
2000. - Ibarguren, Carlos: La historia que he vivido. Buenos
Aires, Biblioteca
Dictio, 1977. - Obligado, Clara: "Ley de inmigración en España. Tan global,
tan legal, tan xenófoba", en Clarín,
Buenos Aires, 28 de enero de 2001. - Cané, Miguel: Juvenilia. Buenos Aires, CEAL,
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Trabajo enviado por
Lic. María González
Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista
Profesional Matriculada