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Historia de Madrid


    Alfonso VIII, en 1202, otorga a la villa el Fuero de
    Madrid, por el
    que se tiene derecho a Concejo fijo de fecha y lugar, con
    administración de justicia,
    fijación de impuestos y
    nombramientos de cargos. Es el primer paso hacia la
    mayoría de edad.

    La futura capital de las
    Españas se inicia modestísimamente en los
    ápices de dos pequeños montículos: el que
    ahora ocupa el Palacio Real y el de enfrente a su izquierda, hoy
    llamado Las Vistillas. Debajo, un pequeño valle por donde
    corría un afluente del Manzanares, hoy calle de Segovia.
    Antes de ese poblamiento, tan sólo una aldea
    celtíbera después romanizada; Menénez Pidal
    hace derivar el nombre de Madrid de dos vocablos celtas:
    mageto-ritu, gran puente: otros estudiosos, del maxerit
    púnico equivalente a lugar de majada. Pero es el
    árabe el que prevalece: Mayrit, Madre de las Aguas, por
    las que tiene en su subsuelo. Matrice la llamaron los
    mozárabes.

    El fundador del Madrid histórico es Mohamed ibd
    Abd al Rahman, hijo de Abderrahman II, que reina entre 852 y 886.
    Empezó levantando, sobre la colina en que hoy está
    el palacio real, una torre atalaya para vigilancia de los
    cristianos que se acercasen por Somosierra. Convertidos los
    visigodos matritenses en mozárabes, se retiraron de esta
    colina a la opuesta, la de Las Vistillas, con lo que habrá
    cincuenta años de una paz tensa, pero paz, cosa no muy
    frecuente en la época. Hasta que en 932 Ramiro II de
    León apetece la pequeña y mora Magerit y la
    conquista. Pasa el lugarejo de mano en mano varias veces, hasta
    que en 1083 Alfonso VI se la queda para Castilla.

    Es en este momento cuando la Virgen que se
    llamará de la Almudena es nombrada patrona de Madrid:
    dentro de uno de los lienzos de la muralla es encontrada una
    imagen de
    María, sin que se sepa quién y cuándo la
    escondió allí, y que recibe ese nombre por estar en
    la zona del Almud o lugar de medida para los cereales de entrada
    en la ciudad.

    Alfonso VII vivió muchos años en Madrid,
    prefiriéndola a Toledo, la capital; así, le hace
    donación perpetua de las tierras hasta Segovia: desde
    entonces llevamos bebiendo las riquísimas aguas del
    Lozoya. Seguramente hoy menos puras que entonces, pero igual de
    buenas.

    Y Alfonso VIII, en 1202, otorga a la villa el Fuero de
    Madrid, por el que tiene derecho a Concejo fijo de fecha y lugar,
    con administración de justicia, fijación
    de impuestos y nombramientos de cargos. Es el primer paso hacia
    la mayoría de edad. Con su nueva importancia Madrid costea
    mesnadas en señaladas empresas,
    llevando ya delante de ellas el pendón de la villa: un oso
    pardo rampante en campo de plata. Es la Villa del Oso, que abunda
    en sus bosques. El madroño en que se apoya vendrá
    luego, para que hoy sea la Villa del Oso y el
    Madroño.

    En 1309 Fernando IV reúne Cortes por primera vez,
    quizá en el antiguo palacio de Alfonso VII, donde hoy, muy
    cerca de la Puerta del Sol, está el monasterio de las
    Descalzas.

    En 1346 Alfonso XI ordena establecer una Escuela de
    Gramática "porque oviese en Madrit omes
    letrados e sabidores". Le salió bien. Trescientos
    años después se matricula allí un tal Miguel
    de Cervantes.

    Hay no obstante un extraño bache en la
    continuidad ascendente de la historia de Madrid. En 1383,
    reinando Juan I, anda por aquí un extraño personaje
    que a sí mismo se presenta como León V, rey de
    Armenia nada menos, y que dice haber sido desposeído de
    cuanto era suyo por el gobernante de Babilonia. En su vagar
    posterior no es, dice, sino un vagabundo acogido a la
    magnanimidad del rey español.

    Y el rey español se compadece, ve en el
    infortunado a un colega en malos tiempos, y acude a remediarlo…
    en exceso para el sentir de los madrileños, pues al tal
    León le hace obsequio de la villa de Madrid y de la ciudad
    de Andújar, a más de una sustanciosa
    renta.

    Los documentos no nos
    aclaran qué pensaron de ello los caballeros, ni el
    Concejo, ni los prelados, ni el pueblo, pero nada bueno
    sería. El flamante nuevo señor vivió bien
    por aquí dos años, confirmó privilegios,
    dijo que sí a todo… y se fue a París, suponemos
    que a probar otro poco de aventura, de la cual no volvió.
    Y Juan reintegró a su corona la muy enfurecida Villa de
    Madrid.

    Con el hijo de Juan I, Enrique III, Madrid toma contacto
    por primera vez con el exterior: el nuevo rey casa con Catalina
    de Lancaster, y la inglesita se viene para acá; en su
    honor se manda ampliar el alcázar con hermosas torres, y
    en El Pardo, cercano y umbroso bosque, el rey crea para ella el
    llamado Real Sitio. Que al final, por aquello de lo pesados que
    son los viajes, no
    disfrutará la joven reina, sino la amante, doña
    María, esposa del escritor don Enrique de
    Villena.

    Juan II, el que había de ser el padre de Isabel
    la Católica, tiene miedo de que algún nieto trate
    de emular en generosidad a su abuelo, y otorga Real Cédula
    por la que prohíbe que en lo sucesivo pueda ser Madrid
    separada de la Corona de Castilla. Por si otro León de
    Armenia. Y Enrique IV le concede un Corregidor y el derecho a
    titularse Muy Noble y Muy Leal.

    Revueltas tuvo la Villa cuando hubo de dirimirse la
    sucesión al trono: Isabel I, hija de Juan II, o Juana, su
    sobrina. Tomó parte por Isabel, y hubo pelea en el
    alcázar, donde se hizo fuerte el marqués de
    Villena, mientras doña Juana se refugiaba en el convento
    de san Francisco. Hubo revueltas y combates por todas las calles.
    Madrid es más leal a quien le parece más
    legítima. Y, una vez victoriosa Isabel, el premio es la
    supresión de impuestos por un año y la
    concesión de los derechos de pastos,
    leñas, aguas y caminos sobre el sitio de Manzanares el
    Real. Don Fernando convoca a los Procuradores en Madrid y les
    demanda el
    mantenimiento
    de la Santa Hermandad, institución eficaz contra ladrones,
    criminales y asaltantes, funda y dota un gran hospital, el del
    Buen Suceso, que algunos historiadores adjudican a Juan II, que
    lo habría fundado con motivo de la gran peste que se
    declaró en Castilla. Sea de quien sea, aunque la
    mayoría lo atribuyen a Fernando, lo reconstruyó
    Carlos I, y estaba tocando la Puerta del Sol; en 1854 se derruye
    para ensanchar este punto principalísimo de la
    fisonomía capitalina.

    Llega doña Juana, con su reciente esposo el
    malhadado archiduque austríaco don Felipe, y el papa
    Alejandro VI Borja, Borgia para el mundo, los inunda de
    bendiciones, que no sirvieron de mucho, la verdad. Madrid
    enloquece en fastos.

    Un año después estos se tornan
    lágrimas, porque en Medina del Campo ha muerto la Reina
    Católica. Fernando regresa a sus tierra de
    Aragón; y el regente Cardenal Cisneros, con los Regidores
    y nobles de Castilla, reunidos en Madrid, juran defender la
    legitimidad de doña Juana y su hijo Carlos frente a las
    banderías levantadas por Felipe.

    Así debió conocerlo Carlos, porque, sin
    ser Madrid capital de su futuro reino, es ahí a donde
    envía cartas anunciando
    su llegada.

    Cuando llega, ni le gusta Madrid ni le gusta España ni
    le gusta nada. Y los madrileños, y los castellanos, poco
    hechos a desprecios ni de reyes que sean, estallan en revueltas:
    la Guerra de las
    Comunidades. Doña María Lago, esposa del alcaide
    del alcázar, ausente en esos momentos, defiende el recinto
    como el mejor de los capitanes.

    De estas fechas es la Puerta del Sol: para proteger el
    recinto principal de la villa se abre un foso ante el ya nombrado
    Hospital de la Corte, y en él un castillo sobre cuya
    puerta se pinta un sol. Cuando desapareció el castillo,
    quedó el nombre.

    Dicen que el principio de la simpatía de Carlos
    por Madrid fue el haber sanado de unas peligrosas fiebres con
    el agua de la
    fuente de san Isidro; sea como fuere, sí es cierto que se
    inicia ese amor, que se
    extenderá a España entera y le hizo quedarse en
    ella para siempre. Por entonces Madrid tiene 2500 casas y 15000
    vecinos; el Paseo del Prado, el de Recoletos, grandes palacios
    para la nobleza y una ampliación por la Puerta de
    Atocha.

    En 1516 Madrid se echa a temblar: la que se le viene
    encima. Porque no consta documento alguno de que fuese declarada
    capital del inmenso mundo hispánico, pero sí
    empieza a ser considerada como tal seriamente. El temblor le
    viene al ver cómo los mejores edificios son tomados por la
    balumba burocrática, tan molesta hoy, ayer y siempre: el
    Sello Real, las Chancillerías, Secretarías,
    Audiencias, Consejos y Tribunales. Y con ello Madrid crece de
    forma insana, absorbiendo empleados, picapleitos, soldados a lo
    que salga, frailes de sucursales benditas, contratistas; y tras
    ellos y a su socaire los feriantes y mercaderes, y las mujeres de
    fácil trato, y los timadores de nuevos timos. Madrid se
    triplica y no cabe. Entre el 61 y el 70 desborda su muralla y hay
    que hacerle otro cinturón, ya más barato, ya
    sólo cercado, que tampoco hay más de quien
    defenderse que de los ladrones, y esos están dentro;
    cercado y con muchos portillos para entrar y salir por los
    diversos caminos que enlazan la capital de iure, aún no de
    facto, con los muchos pueblos y ciudades que le
    rodean.

    Y conventos, con todo lo que traían en aquellos
    siglos los conventos, entre frailes, monjas, trabajadores,
    huertas y demás, media ciudad: 17 mandó fundar
    Felipe II.

    En octubre de 1568, pocos meses después que
    el
    príncipe Carlos muriese loco y encerrado, muere Isabel
    de Valois, la tercera esposa del rey, su único y absoluto
    amor. Le deja dos infantas, tan hermosas como ella y casi tan
    amadas: Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela,
    madrileñas.

    Dos años después llega la nueva reina,
    doña Ana de Austria, y Madrid se pasa meses
    adecentándose, engalanándose y poniéndose
    presentable: repara puertas y portillos, enlosa las calles que
    rodean el palacio y el monasterio de san Jerónimo, donde
    todo se conmemora, y erige cerca de él cuatro nuevas
    fuentes.

    En 1585 se publican las primeras Ordenanzas Municipales,
    y desde ese año las Cortes se reúnen en Madrid sin
    interrupción. O en El Escorial, tan cercano, donde tanto
    le gustaba vivir a don Felipe, de modo que pasó a ser, a
    decir de muchos cronistas, la capital del trabajo de
    reinar.

    Y tenemos ya el primer rey español nacido en
    Madrid, en 1578: Felipe III. El mismo del que su padre dijese:
    "Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha
    negado un hijo capaz de gobernarlos". Al rey no le ciega la
    pasión de padre. Y el príncipe no es una lumbrera.
    Con él se va a iniciar la plaga de los validos; con el
    duque de Lerma, gobernante virtual. Tenía el tal haciendas
    y beneficios en Valladolid, y allá estuvo en un tris de
    marchar la Corte entera y la capitalidad con ella. El abandono en
    que se ve Madrid es causa de protesta y revueltas, contra el
    odiado favorito que todo se lo lleva y contra el blando rey que
    todo lo consiente. El Consejo llega a ofrecer al de Lerma una
    casa o cien mil ducados para que se compre una, a fin de que se
    quede en Madrid, y no se lleve la Corte. No aceptó, y le
    llegan desesperadas peticiones al rey, y mucho más a la
    reina. Las obvias razones se ponen ante los ojos del monarca, que
    sólo ve por los del valido. Y no cede. Incluso pasa dos
    meses en Valladolid. Y unos pocos después se publica la
    orden de traslado de la Corte, en 1600.

    Madrid está desesperado. Los madrileños,
    acongojados, ven venirse abajo el trabajo de
    siglos, el aposentamiento de generaciones, la vida de casi todos,
    los ahorros de la mayoría.

    De nada vale. El 11 de enero de 1601, el débil,
    debilísimo Felipe III toma el camino de su nueva
    residencia. De momento, solo; reina y consejeros quedan en
    Madrid. Y el arzobispo de Toledo, tras echar en cara al de Lerma
    el gran daño
    que hacía a tantos madrileños, se niega a marchar a
    Valladolid, y aquí se quedó.

    Un mes después Felipe reclama su Consejo,
    Cámaras, Secretarios. Se inicia la desbandada. Madrid se
    queda vacío. Autores de la época lo describen como
    triste, solitario, empobrecido. Los pocos que han quedado son los
    que no viven de la Corte; hasta los campesinos se arruinan,
    porque la Corte es el primer comprador de sus productos. Las
    grandes casas se quedaron vacías, incluso se cedían
    a cambio de un
    somero mantenimiento.

    Valladolid en cambio recibe la riqueza con los brazos
    abiertos. Y los nobles tienen que hacerse nuevas casas y
    aposentamientos, y los prestamistas flamencos se frotan la manos;
    porque a la sazón en España hay muchísima
    apariencia y muy poco dinero.

    Felipe añora Madrid. Muchas veces viene a su
    alcázar, pasea por El Pardo, por Aranjuez. Pero si por fin
    regresa es porque el Corregidor le ofrece, aparte consideraciones
    sobre la conveniencia del traslado, 150.000 ducados en diez
    años y un sexto de los alquileres de las casas por el
    mismo tiempo. Felipe
    III acepta, por supuesto. Y en 1606 la Villa del Oso acoge de
    vuelta a la enorme comitiva.

    Tras él el reinado pródigo, fastuoso,
    derrochador, de Felipe IV. Con él, la importancia cultural
    de Madrid llega a unas cotas difíciles de superar:
    escritores, pensadores, políticos, todos se dan cita en la
    capital, que brilla como un ascua. Pero se pierden guerras en
    Flandes y en Italia, se firman
    paces claudicantes, se subleva Cataluña, Portugal,
    Sicilia, Nápoles; se conspira en Vizcaya y Aragón.
    Y la Hacienda, manejada para su buen vivir por el nuevo valido,
    el duque de Lerma, cae en la bancarrota.

    Pero, sobre todo, Velázquez pinta.

    Y España toda tiene en 1665 uno de sus mayores
    desastres en la persona del
    heredero, Carlos II el Hechizado, pobre ser retrasado de mente y
    cuerpo, que a no nacer en cuna real se hubiera limitado a vegetar
    de por vida, pero que en su hueca cabeza coronada hubo de sentir
    el peso de un enorme imperio. Fue demasiado. Rey e Imperio se
    resquebrajan. Tras él, incapaz ni de engendrar un hijo con
    sus sucesivas esposas, en 1700 llega al trono la dinastía
    Borbón, con Felipe V Anjou. Pero había que contar
    con el pretendiente, el Archiduque Carlos de Austria. La llamada
    Guerra de Sucesión dura cosa de 14 años, con
    continuas victorias y derrotas de los dos, que entraban
    apoteósicamente y salían de tapadillo, en y de
    Madrid, conforme ganaban o perdían. Los madrileños
    se divirtieron muchísimo aclamando al que entraba y
    abucheando al que salía. En algo había que
    entretenerse.

    Hay otra diversión muy popular: apostar acerca de
    cual de los favoritos va a prevalecer esa semana, si la Princesa
    de los Ursinos o el Cardenal Alberoni. En realidad, ganaban
    todos, porque a veces se ponían de acuerdo los dos
    intrigantes.

    Tras la muerte de
    su hijo y heredero, Felipe V sufre tal crisis de
    espiritualidad, que ordena la creación de la llamada Ronda
    del Pecado Mortal, en la cual por la noche una ronda recorre las
    calles de mala fama entonando lúgubremente, al toque de
    una campanilla:

    "Alma que
    estás en pecado:

    "¡Si esta noche te murieras

    piensa bien a dónde fueras!"

    Los pobres madrileños no ganan para sustos. Sobre
    todo en la Navidad de
    1734, en que el real alcázar se consume en un incendio. En
    él desaparecen muchos siglos de historia, 300 pinturas de
    genios mundiales y un enorme tesoro de muebles, tapices,
    alfombras y joyas. Sobre sus cenizas, Felipe manda edificar un
    nuevo palacio, que estará listo 30 años
    después, para Carlos III, el mejor "alcalde" que ha tenido
    Madrid; empedrado, limpieza e iluminación de las calles, servicio de
    recogida de basuras, canalizaciones, prohibiciones de uso de
    armas, cuerpo
    de vigilancia día y noche. Y un apabullantes número
    de fuentes, monumentos, edificios: Museo del Prado, Academia de
    Bellas Artes,
    Imprenta
    Nacional, hospitales, Academias de Ciencias y
    Letras… Madrid es una flor abierta. Sólo una cosa le
    salió torcida el Rey, y no fue suya, sino de su prepotente
    ministro Esquilache: la prohibición de usar capas largas y
    sombreros anchos, para que a su cobijo no se realizasen actos
    delictivos. Sentó la imposición como un tiro a los
    madrileños; tanto que cuando las patrullas trataron de
    hacer cumplir la orden la batalla fue de tal calibre que la orden
    se revocó. Por las calles siguieron capas y sombreros,
    tras lo que la historia conoce como el "Motín de
    Esquilache".

    Tras el magnífico paréntesis de Carlos
    III, otro rey que apenas reina, Carlos IV, emparedado entre su
    mandona esposa María Luisa y el amante, Manuel Godoy, real
    gobernante de España, que, preocupado más por sus
    negocios, deja
    decaer los logros del Madrid de su antecesor: menos limpieza,
    menos servicios y
    menos seguridad.

    Con Carlos IV y Fernando VII Madrid toca fondo, y con
    él toda España. El 30 de marzo de 1808 aparece en
    las fachadas un bando que exhorta a los madrileños a
    comportarse lo mejor posible con las tropas napoleónicas y
    a alojar en sus casas a los oficiales. Rey y heredero, que ya no
    lo es porque su padre ha abdicado en él, marchan a Bayona.
    España queda abandonada.

    Y el 2 de mayo Madrid no aguanta más, lanza un
    grito, empuña como armas los aperos de labranza y, primera
    ciudad en hacerlo, planta cara a Napoleón.

    A partir de aquí, no es la historia de Madrid. Es
    la historia de un pueblo en la lucha por su independencia.

    María Ángeles
    Fernández


    http://www.revistaesfinge.com

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