Genoveva me espera siempre

2479 palabras 10 páginas
GENOVEVA ME ESPERA SIEMPRE
Aparecía a esa hora del lado oscuro de la calle. ¿Esperas a alguien?, le decía yo. Y ella me respondía: yo siempre espero a alguien. Tenía los cabellos químicamente rubios y los ojos verdaderamente glaucos. ¿Cuál es el color auténtico de tu pelo?, le preguntaba yo. Y ella me respondía: negro. Y yo pensaba siempre que eso era una maravilla - ojos glaucos, pelo negro - y que debía dejar desaparecer la pintura de su cabeza para recuperar la verdad. Alguna vez se lo dije. A los clientes les gusta más así, respondió. De esta suerte, la artificial llamarada de oro brotaba invariablemente con las primeras sombras. Parecía una señal luminosa en el mar de la noche que empezaba a acumular el agua de sus tinieblas sobre
…ver más…

Y, luego, en el sitio tradicional, veía la luz de sus cabellos y la vaga silueta del cuerpo. Yo fingía no tener prisa. Demoraba el paso a pesar de que por dentro me estaba martirizando el deseo. Pero, como no tenía dinero, me estaba vedado el derecho de correr hacia ella o simplemente el de avanzar con la seguridad de quien puede hacer una buena propuesta. “Durante semanas y semanas, si es preciso, años enteros, trabajaré para poder decirle alguna vez: 'vea Genoveva, aquí está el dinero'. Y sacándolo del bolsillo le mostraré los billetes. Y ella se irá conmigo para la vieja casa”. El patrón llegó completamente ebrio. Entró al depósito dando traspiés. Era un hombre flaco que a mí parecía envejecido antes de tiempo, no sé por qué, tal vez por el contraste entre su destreza muscular - a veces me ayudaba en el transporte de los bultos - y su pelo grisáceo y el abanico de las arrugas en las sienes. Yo le decía don Ricardo. Don Ricardo Bermúdez. Un sabanero de piel enrojecida, de manos ásperas, de modales sórdidos, de duras palabras. "Usted es un imbécil, un cretino", me decía entre carcajadas, satisfecho de ese rasgo de ingenio en que probaba su poderío, golpeándolo como una moneda contra la piedra de mi humildad. Yo permanecía callado, sintiendo el azote invisible de la ofensa como una invitación a saltarle al cuello. Pero me acordaba de los cinco pesos que los sábados, al caer la tarde, él extraía de un puñado de billetes que llevaba siempre en uno de

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