Las grandes obras las sueñan los genios locos,
las ejecutan
los luchadores natos, las disfrutan los felices cuerdos
y las critican los inútiles crónicos.
Capitán Ruptura, Crónica de los últimos
días.
Escribe Herodoto en su Historia: "Véome
aquí obligado a decir lo que siento pues bien sé
que con ello he de ofender o disgustar a muchos, el amor a la
verdad no me deja que la calle y disimule". ¡El amor a la
verdad¡ ¡Pero a cuál de todas se refiere, si
las verdaderas son muchas¡ La verdad cambia según
las épocas, los idiomas, las religiones, las personas, y
no bien pasan los hechos éstos se embrollan en las
memorias, y
las palabras que dijimos o dijeron otros se las llevó el
viento. La verdad no existe; existen muchas verdades, cambiantes,
una para cada quien y según el momento. De todas formas,
la preocupación por la verdad era cosa nueva en los
tiempos de Herodoto, pues Homero nunca la
tuvo.
Los géneros
literarios se pueden dividir en dos grandes tipos:
enunciativos, como la poesía,
y narrativos, como la epopeya, la historia y la novela. Si se
entiende por verdad la correspondencia de lo dicho con lo
sucedido, sólo a estos últimos concerniría
el asunto. La epopeya, de la que nacieron los otros
géneros, hace mucho que murió. La historia, que
empieza justamente con Herodoto, ha ido depurando con los siglos
sus procedimientos
para que éstos por lo menos no se revelen mentirosos. Y a
la novela nunca
le ha importado el asunto. Leer novelas es un
acto de fe. Y ni se diga sin son de tercera persona. Y es que
el autor desde Homero, el primero que tiene nombre propio, se ha
ido convirtiendo más y más con el correr de los
siglos en el ser omnisciente que lo sabe todo, que lo ve todo,
que recuerda todos los diálogos y detalles como Funes el
memorioso y que penetra hasta en los sueños y pensamientos
como Dios Padre. En contracorriente a esta omnisciencia siguen
existiendo la historia y sus géneros anexos de la biografía, la
autografía y las memorias como formas menores de la
literatura, con
su visión limitada de los hechos, que es la de
quién sólo tiene cinco sentidos, o sea el nombre
común. Por eso hoy el género
máximo de la literatura es la novela, cuyo gran principio
es el de la ficción, el de la realidad inventada. Y he
aquí la razón de la omnisciencia. Puesto que el
novelista es quien inventa la realidad en su novela, tenemos que
aceptar que pueda ver hasta en los más recónditos
rincones. Si no quiere ver en todos, como Hemingway, es porque se
las da de remilgado. Pero estoy hablando de la novela en tercera
persona. La de primera persona es otro género menor y por
la misma razón que dije de la historia, porque el
novelista que dice "yo" sólo puede tener también
una visión limitada de las cosas, y lo que exige el
lector, el lector ferviente, el lector que cree en Dios, es que
le cuenten todo, todo, sin importarle que le inventen. Así
ha sido siempre, desde que los lectores eran oyentes y los
libros palabra
viva.
Tratándose de narraciones, la verdad es la correspondencia
de lo dicho con lo sucedido, y a ella se contrapone la mentira.
Definida así, es asunto sólo de la historia, y ni
siquiera de la novela en primera persona. Puesto que la novela,
de primera y de tercera persona por igual, es invención,
no cabe hablar de verdad en ella, y donde no cabe hablar de
verdad tampoco cabe hablar de mentira. En la novela, la verdad y
la mentira son dos espejismos que se anulan. Un novelista
inventivo no es un novelista mentiroso. Es un novelista a secas.
Mentiroso sería el historiador que inventara. Como inventa
por ejemplo Herodoto, padre de la historia y de la prosa, cuando
intercala en su obra discursos
enteros en estilo directo:
Después de la rendición de Egipto y
cuando ya estaba para mover su ejército contra Atenas,
Jerjes reunió una asamblea extraordinaria de los grandes
de Persia a fin de oír pareceres y exponer él mismo
lo que tenía resuelto. Reunidos ya todos les dijo:
"Magnates de Persia: No penséis que intente ahora
introducir nuevos usos entre vosotros […]" (Historia, VII,
8).
Y transcribe a continuación el largo discurso de
Jerjes a sus súbditos. Tal discurso es inventado. Los
hechos de que viene hablando Herodoto en el pasaje en
cuestión ocurrieron en el 484 antes de nuestra era, que es
ni más ni menos el año en que se cree que él
nació. Nació en Halicarnaso, Asia Menor, en
momentos en que Jerjes, de cuarenta años, se hallaba
bastante lejos de allí, en Egipto o en Persia.
¿Cómo pudo Herodoto, el niño recién
nacido, haber oído a
distancia ese discurso que habría de reproducir
décadas después en su Historia? Dotes tan
excepcionales y memoria tan
prodigiosa no las tuvo Funes el memorioso al que aludí y
de quien nos hablan Quevedo y Borges.
Además, Jerjes habló en persa, no en griego
jónico, que es en el que le hace decir Herodoto el
discurso. En esto el padre de la Historia coincide con Cecil B.
De Mille el cineasta, que pone a hablar a Moisés en Los
diez mandamientos en inglés
de Eisenhower. Es que tres milenios de omnisciencia en la
literatura de Occidente hacen milagros. De omnisciencia por parte
del autor y de credulidad por parte del lector. Ambas, sin
límite. Tres milenios, que empiezan con Homero, de
verdades ficticias, inventadas, paradójicas, verdades que
no pueden serlo porque los procedimientos con que nos las narran
se revelan, por imposibles, mentirosos. Procedimientos que van en
contra de la experiencia humana, que nos dice que vivimos y
morimos encerrados en nosotros mismos sin saber qué
piensan, exactamente, los demás; que las palabras
textuales que dijimos o dijeron otros no bien fueron pronunciadas
se las llevó el viento; y que nadie ha regresado de
la muerte a
contar.
Por contraposición al ubicuo y omnisciente narrador
homérico, el historiador sólo puede tener una
visión limitada de las cosas, la que le permiten sus
fuentes de
información. Para escribir su Historia, Herodoto
dispuso únicamente de traducciones orales y de
ningún documento, pues no los había en su tiempo.
Después en Roma, sí,
pero Tito Livio, que pudo consultar los archivos romanos
que ya existían, ni los consultó. ¡Para
qué! ¡Cómo iba a intercalar él en su
obra de arte palabras
ajenas que le fueran a romper la unidad del estilo!
Prefería componer 400 discursos ajenos con palabras
propias. Así toda su Historia Romana en 142 libros
sería suya y de nadie más.
Muy pronto, sin embargo, los historiadores entendieron que su
objetivo no
era tanto hacer una obra de arte sino alcanzar la verdad, la
verdad auténtica, así se convirtiera la historia en
un género menor de la literatura. Liberándose
entonces de los resabios de la epopeya, de esos discursos
inventados y diálogos pretendidamente textuales, empezaron
a consultar archivos y a intercalar humildemente en sus obras
documentos y
citas, pasajes ajenos.
La obra de Cervantes, pues, y la literatura toda no pueden ser
sometidas a la dicotomía verdad-mentira. Estos
conceptos
pertenecen a la realidad externa de la obra y no tienen capacidad
alguna para validarla. En El Quijote no existe "La Verdad" ni hay
para qué buscarla. Sólo hay verdades. Muchas
verdades. Una por cada personaje, lugar y momento. En esta obra,
todo lo humano es relativo; todo depende del baciyelmo con el que
se mire.
Perspectiva y relativismo sí que hay y se manifiestan en
la variedad de nombres que se atribuyen al hidalgo manchego:
Quijada, Quesada, Quejana y Alonso Quijano. Perspectivismo y
relativismo es la base de la generosa compresión
cervantina, que evita dogmatismos y huye de simplificaciones. He
aquí la genialidad del neologismo baciyelmo, que resuelve
una cuestión sin excluir ninguna perspectiva. Esa es la
comprensión cervantina ante todo lo humano,
comprensión que no se reduce a un simple esquema dual:
verdad-mentira.
La única verdad que se asoma en El Quijote es la
pretensión histórica, u objetiva,
entendiéndose por verdad la correspondencia de lo dicho
con lo sucedido. La pretensión de Cervantes al llamar a su
obra "historia, en el sentido de historia verdadera y no
ficción, es, obviamente, una forma de parodiar, es hacer
creer que su novela es historia verdadera, como la que
escribieron Herodoto y Tito Livio, si es que cabe. Esa es la
única verdad que afirma Cervantes, una verdad
paradójica, irónica, y él se burla de ella
como quien se burla de la realidad que construye el protagonista.
En El Quijote no cabe hablar de verdad y donde no cabe hablar de
verdad tampoco cabe hablar de mentira. El principio de la
narrativa es la ficción, la realidad inventada,
construida, con todas las verdades que ésta conlleve.
Cervantes, pues, es un novelista inventivo y un novelista
inventivo no es un novelista mentiroso. Es un novelista a secas.
Y un novelista inventa la realidad, construye la realidad, y en
mi opinión, la realidad que Cervantes inventó para
El Quijote, es aquella que simple y sencillamente no hay
realidad: ésta se construye.
Queda rebasado el procedimiento de
parodiar mediante el artificio del manuscrito encontrado con
carácter histórico. Cervantes va
más allá. Se adueña de la máxima
libertad
artística que un autor haya logrado jamás. Y la
misma libertad que se reclama para sí mismo como creador
se la concedió en idéntico grado a su personaje,
don Quijote,
el primer personaje auténticamente libre de la literatura
universal. "En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo". Con este
comienzo comienza la libertad del creador y del personaje con
repercusiones en la evolución literaria. En aquellos modelos
tradicionales la cuna del personaje determinaba su vida futura.
Ejemplos redundantes son Amadís y Lázaro. Cervantes
no especifica ni la cuna ni la genealogía ni el nombre
exacto de don Quijote para que pueda caminar libre de todo
determinismo, creando su propia realidad. Por eso a partir de El
Quijote la vida del personaje literario será más
libre.
En este fecundo proceso de
catarsis creadora sobresalen varios elementos. En la
ficción el historiador Cide Hamente Benengeli aparece como
primer autor de El Quijote, un morisco toledano es su primer
traductor y, por último, un segundo autor entrega al
lector una historia sobre la cual comenta lo que quiere porque la
conoce toda de antemano por la traducción del morisco.
Este juego de
autores, traductores, narradores y lectores produce una gran
libertad creadora a la vez que siembra la ambigüedad y la
duda en muchas páginas, como sucede en la cueva de
Montesinos, donde cualquier perspectiva es posible.
Siempre se podrá acusar de los engaños al moro Cide
Hamete, al morisco traductor y al impresor, a quien se culpa de
las incoherencias respecto al robo del rucio. Con esto, Cervantes
sugiere que su "historia verdadera" sobre el hidalgo manchego
está igual de inventada que la Historia e Historia Romana
de Herodoto y Tito Livio, padres de la historia y de la prosa, y
que hoy creen algunos en su testimonio como quien cree en la
palabra divina.
El sistema
lúdico abarca también la misma locura del
personaje. Don Quijote actúa como un paranoico enloquecido
por la lectura de
los libros de cuyo nombre y género ya no quiero ni
acordarme. Unos lo consideran un loco rematado, otros creen que
es un loco entreverado", o sea, con asomos de lucidez. En general
se admite que don Quijote actúa como loco en lo
concerniente a la caballería andante y que razona con sano
juicio en lo demás. Esta locura puede interpretarse como
un sistema codificado en la ficción según unas
reglas que el caballero respeta siempre. Entrega su vida a un
ideal sublime y se estrella contra la realidad común u
ordinaria porque los demás no cumplen las reglas del
juego. Don Quijote finge estar loco y decide jugar a caballero
andante. Recurre a todo lo leído, trasforma la realidad y
la acomoda a su ficción caballeresca: imagina castillos
donde hay ventas, ve
gigantes en molinos de vientos y cuando se produce el descalabro
también lo explica según el código
caballeresco: los malos encantadores le han escamoteado la
realidad. Semejante sistema narrativo resulta enriquecido con el
Perspectivismo y relativismo a los que ya he aludido.
A estas alturas poco importa si la intención de don
Quijote es revivir los viejos ideales medievales y convertirse en
el anacronismo andante. Lo importante es que construye otra
realidad que se desfasa de la realidad común. Otra
realidad que simboliza una diferente forma de adquirir conocimiento.
Esto podrá entenderse mediante las siguientes
consideraciones. Al hombre de
ciencia le
apasiona explicar, buscar respuestas a los enigmas. Por su parte,
la pasión de don Quijote reside en el arte de la
caballería. El hombre de
ciencia pertenece a una comunidad
científica que valida, refuta y pone a discusión
las afirmaciones del científico. A través de esta
comunidad el científico puede seguir
desarrollándose como tal. Para que esta relación
entre científico y comunidad científica funcione se
hace uso de un lenguaje que
de cuenta de la realidad que el sujeto de conocimiento intente
describir. Luego, la comunidad de lenguaje da lugar y espacio
donde se desarrolle la
ciencia.
Don Quijote es caballero. Dios lo ha ordenado como tal y ante
esta divina voluntad nada puede negarse. Sin embargo,
pensaríamos que Dios no provee a don Quijote de una
comunidad y lenguaje necesarios con los que pueda reconocer su
mandato. Pero en el universo de la
caballería se cree en Dios, por lo tanto su existencia es
tan real como la de cualquier otro individuo. Entonces,
éste, Dios, es quien valida y observa a manera de
comunidad científica. El lenguaje
entre estas dos entidades será la palabra
transparente.
Las realidades son lugares desde donde ponemos las miradas y
desde donde realizamos nuestras opiniones y opciones acerca de
cómo pensar las cosas; aunque las creencias sobre lo real
sean muy dispares de una realidad a otra. Los personajes que
rodean a don Quijote no creen en la misión,
objetivo, realidad de éste. Piensan que sólo se
trata de locuras de su mente enferma. Su realidad caballeresca es
extraña a todos los demás personajes; éstos
a veces intentarán seguirle. Otros, burlarse de él.
No pueden comprenderlo si no conocen su realidad.
Sin embargo, don Quijote no quiere que los demás vean las
cosas que él ve, sino que acepten el acento de realidad
que da a las cosas, no que compartan, sino solamente que lo
reconozcan como otro válido con la posibilidad de fijar
límites
y características de su propia realidad. Esto
es muy difícil, pues los demás personajes llevan
años viviendo su realidad común, sin poder
establecer relaciones sociales con aquellos que viven o muestran
otra realidad, como don Quijote, o que fijan el acento de
realidad desde otra posibilidad.
O sea que el orden de una realidad es el desorden de otra y
viceversa. Lo ideal sería que cada individuo validara el
esquema, la realidad del otro. Entonces cabría la pregunta
¿dónde quedarían las convicciones, la
realidad de don Quijote si aceptara la realidad del otro?
En la concepción caballeresca, Dios tiene el poder sobre
todos. Se debe admitir pacientemente el orden del otro hasta que
entre en crisis,
muestre fisuras, hasta que se dé la oportunidad de
plantear alternativas más eficaces con respecto a la
realidad que comience a desbordar. O sea: que para destruir algo
primero debes adueñarte de él.
El mundo común, la realidad común u ordinaria,
jamás iba a aceptar la realidad de el caballero don
Quijote ni sus razones ni mucho menos sus verdades. El interés de
don Quijote es la realización de obras que den cuenta de
sus motivos, o sea, una especie de actualización a
través de sus obras para así alcanzar sus meta. El
problema de don Quijote es que no adecua su saber para
interpretar los hechos de el sentido común, si adecua su
saber para que el sentido común lo entienda. Quizá
logró hacerlo mediante los encantadores que mediaban entre
la realidad de don Quijote y la realidad común.
Sólo que don Quijote era el único dueño de
los encantadores, no los compartió con los demás
personajes y se quedó solo con sus encantadores y sus
interpretaciones. El problema es que don Quijote no logra
adecuarse a la realidad común de los demás
personajes.
Brillan por su ausencia demás elementos que contribuyan a
argumentar esta faceta de la obra de Cervantes. Sin embargo, el
mensaje es claro y conciso, pues puso a dialogar la novela de
caballerías con la novela picaresca y en el proceso ha
disuelto para siempre la interpretación unívoca del
mundo.
Autor:
Alí Yerakmiel