Anochecía. El calor
comenzaba a aflojar.
El perro trotaba pachorriento por un pasillo de tierra hacia
el basural. Tenía el lomo mojado. Un rato antes
había montado a una perra y se había quedado
abotonado. Entonces los villeros trataron de separarlo con
baldazos de agua, gritos y
palazos, hasta que finalmente el perro se soltó y
emprendió el regreso. Jadeaba y tenía hambre. Las
tripas se le movían por dentro pidiéndole
comida.
Como siempre, el basural estaba desierto. Solo se
distinguían apenas los contornos de los seis contenedores
oxidados agrupados en semicírculo alrededor de un sauce
alto, único árbol que había en el lugar. En
el amplio claro, casi redondo, la basura
hedía, y se escuchaba un zumbido grave y denso: un
enjambre de moscas suspendido sobre los olores agrios y
fermentados.
El perro, al llegar al basural, abrió la boca en un
bostezo. Se detuvo ante el primer contenedor, alzó una de
sus patas traseras y proyectó un pequeño chorro
sobre el metal oxidado. Luego repitió la misma
operación sobre el resto de los contenedores.
Por el pasillo se escucharon pasos y un chiflido lento y
sostenido que intentaba ser una melodía: alguien se
aproximaba al basural silbando algo que parecía un
rock o una
canción de moda.
El perro, montado sobre sus patas delanteras, rompía
las bolsas con sus dientes en busca de comida. De pronto, entre
el casi silencioso basural, por sobre el zumbido de las moscas,
el perro escuchó el sonido de pasos
que se acercaban. Aguzó el oído.
Un muchacho, vestido con una remera negra y un vaquero
desflecado, se paró al lado del sauce. Se secó la
frente con una mano y se acomodó un paquete de plástico
que traía entre la remera y el pantalón.
El perro ladró nervioso. Después apretó
los dientes y lanzó un gruñido al intruso que
estaba parado delante del árbol. Los pelos del lomo se le
erizaron y volvió a ladrar.
El muchacho, sin inmutarse, buscó entre el suelo un palo o
una piedra. Por un instante los ojos del perro y los suyos se
encontraron.
Se produjo un silencio filoso, apenas quebrado por el rumor de
las moscas. El perro se detuvo, mirando ansioso al intruso, hasta
que finalmente continuó buscando comida entre los
desperdicios. Dejó de prestarle atención.
El muchacho juntó unos papeles, los hizo un bollo y los
puso delante de uno de los contenedores, alejado del perro. Se
sentó en cuclillas y encendió un fuego.
El perro estaba apoyado con sus patas delanteras sobre el
borde de otro de los contenedores cuando la luz de las llamas
lo sorprendió. Molesto por la presencia del intruso, le
lanzó unos gruñidos nerviosos, le mostró los
dientes. Luego, hambriento, volvió su atención a la
basura.
El muchacho miró al perro con inquina, molesto por los
ladridos. Dudó por unos instantes, si buscar alguna
piedra, algún palo. Finalmente sacó el paquete de
plástico que tenía en la cintura y lo puso en el
suelo.
El perro revolvió con el hocico los desperdicios.
Había olido algo. Atrapó con los dientes un gran
pedazo de carne que lanzaba un tufo rancio. La apretó
fuerte con sus mandíbulas y la llevó debajo del
sauce.
Poco a poco los ojos del muchacho se acostumbraron al fuego.
Sacó del paquete una jeringa.
El perro seguía atentamente sus movimientos.
Una brisa, cargada de humedad, avivó la hoguera
encendida por el muchacho.
Las llamas obligaron al perro a desistir de un ataque, aunque
se mantuvo a la expectativa. Un viento tempestuoso, casi salvaje,
azotó la copa del sauce. Las pocas estrellas visibles
fueron ocultas por unas nubes que se posaron sobre el basural. El
animal, con un jadeo resentido, acechante, observaba los
movimientos del intruso.
El aire
comenzó a oler a lluvia.
El perro destrozaba con dentelladas precisas el pedazo de
carne rancia. La copa del sauce parecía gemir,
torciéndose a veces por la fuerza del
viento. El perro se relamía y, por momentos, observaba
atentamente al intruso.
Al lado del envoltorio y la jeringa, el muchacho colocó
una bolsita con polvo blanco. Luego se paró, fue hacia un
charco cercano, agarró una lata que encontró en el
suelo, la lleno de agua y volvió a la hoguera.
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