- Alejandría y Lawrence
Durrell - Bahía y Jorge
Amado - Barcelona y Salvador
Pániker - Buenos Aires y Jorge
Luis Borges - Caracas y Rafael
Arráiz Lucca - Caracas y José
Pulido - Carora y Guillermo
Morón - Ciudad de México
y Carlos Fuentes - Florencia y Sinclair
Lewis - La
Habana y Guillermo Cabrera Infante - Lisboa y José
Saramago - Londres y Sándor
Márai - Madrid y Enrique Gracia
Trinidad - Nueva York y Arturo
Uslar Pietri - Oxford y Javier
Marías - Paris y Julio
Cortázar - Praga y Jaroslav
Seifert - Salamanca y Alfredo
Pérez Alencart - Venecia y Thomas
Mann - Las ciudades invisibles
de Italo Calvino
Introducción
Nuevas tierras no hallarás,
no hallarás otros mares.
La ciudad te ha de seguir.
Darás vueltas por las mismas
calles.
Y en las mismas calles te harás
viejo y en estas mismas casas
habrás de encanecer.
Constantino Kavafis
El dicente y emotivo epígrafe bastaría
para ilustrar lo que sentimos ante esas ciudades que se mimetizan
con los que las vivimos, evocamos y visitamos más
allá de los recorridos comunes, y de los consabidos
lugares de interés
cinco estrellas. No son entorno, se convierten en epidermis, en
piel
polisémica sensible a nuestros plurales estados de
ánimo que encuentran su correlato en un atardecer
encendido, en un aroma a sándalo, en una aurora
tímida, en batiente ola o rosada piedra, en fin, en
encuentro furtivo de aeropuerto o metro que se resiste a ser
olvido y se transforma en mujer
efímera e imposible.
Las ciudades no son como ellas son, son también
lo que va quedando en la remembranza, en la imaginación,
en la visible invisibilidad de narradores o poetas, en el
recuerdo propio que, ambivalentemente, es más generoso o
más desdeñoso que la realidad misma.
Enrique Viloria Vera
Alejandría y
Lawrence Durrell
La ciudad es la que debe ser juzgada,
aunque seamos sus hijos quienes
paguemos el precio.
Alejandría (en árabe: al –
Iskandariya) ha ejercido una fascinación sin igual desde
el momento mismo de su fundación en el año 331 a.c.
por Alejandro
Magno; llamada a ser la ciudad portuaria más grande de
la antigüedad, su actividad comercial, su desarrollo
físico, cultural y religioso concitó el
interés de griegos, judíos
y egipcios, llegando a tener para comienzos de la era cristiana
más de 300.000 habitantes. Su Faro, el célebre Faro
de Alejandría, una de las siete
maravillas del mundo antiguo, se erguía en la isla de
Faros, la cual fue integrada al puerto por un rompeolas de
grandes bloques de piedra llamado Heptastadium (siete veces 201
metros). Su celebérrima Biblioteca
contó con la colección más grande de
libros, cerca
de 500.000 volúmenes, del mundo antiguo. En su seno se
desarrolló el culto al Dios Serapis, el buey sagrado que
los antiguos egipcios consideraban como encarnación de
Osirís. Con la construcción del templo dedicado a su
devoción, el Serapeum, Alejandría se
convirtió también en la capital
espiritual del Antiguo Egipto.
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