Es común advertir en muchísima gente la seguridad
más absoluta al afirmar que tal o cual comportamiento
viene dado desde los orígenes de los tiempos, asegurando
que los gestos, hábitos, actitudes y
creencias que compartimos colectivamente hoy en día son -o
parecerían ser- eternos; como si el devenir
histórico no modificara en absoluto conductas y
"mentalidades", consideradas éstas "naturales". A menos
que queramos caer en anacronismos ("el peor pecado de un
historiador"), debemos admitir que eso no es así.
Conceptos tales como familia, amor,
amistad, intimidad o confort han sido
pensados y sentidos de diferente manera según las
épocas (y los lugares). De ese modo, los comportamientos
individuales y sociales derivados de estas conceptualizaciones
son muy distintos a los que nosotros -hombres y mujeres de
principios del
siglo XXI- podemos considerar "racionales",
"naturales" o "moralmente aceptables".
Basados en estas premisas, los historiadores hemos intentado
-desde hace algunas décadas- interpretar, comprender y
explicar las diferentes actitudes que el hombre ha
adoptado, a lo largo del tiempo, ante
el fenómeno universal e irreversible de la muerte.
Todos moriremos algún día.
Como certeramente lo señaló el rey Alfonso X
(1254-1284); "El relámpago de la muerte no
miente y sus rayos no yerran […]".
Inevitablemente, cada uno de nosotros tendremos que bailar esa
tan famosa Danza Macabra
que, desde los siglos XIV y XV, ha venido siendo ilustrada en el
occidente cristiano. Pero, lo interesante de todo este asunto es
que no siempre hemos danzado al ritmo de la misma melodía.
Las actitudes ante la muerte han sufrido modificaciones con el
correr de los siglos y la temida Parca no siempre fue tan
recelada ni resistida como lo es actualmente. Ya lo
señaló el célebre historiador Francés
Philippe Ariés en su obra El Hombre Ante la
Muerte, cuando definiendo las reacciones antiguas y
medievales frente al óbito ("atenuadas, indiferentes y
familiares") las comparaba con la visión que desde el
siglo XIX nos ha venido acompañando y que está
caracterizada por el predominio del miedo e inclusive el asco.
Motivo por el cual el sociólogo norteamericano G. Gorer se
atreve a hablar de una "muerte pornográfica" de la
que nadie que se precie de tener "buen gusto" puede hablar o
hacer referencia directamente.
Y tiene razón. Antes, eran los temas referidos al
sexo los que
reprimíamos socialmente. La sola mención a una
teta bastaba para que una niña de la sociedad
pudiera ser encerrada en un convento de monjas por pervertida.
Los niños
tenían prohibido rozar siquiera tópicos que
incluyeran las "obscenidades del cuerpo y sus fluidos"
cuando se referían al sexo. Incluso hasta la década
de 1950-1960, no eran pocas las muchachas que se casaban sin
conocer cómo se gestaba un hijo o qué diablos era
el clítoris o un orgasmo.
Y si lo sabían lo silenciaban. Estaba mal visto
divulgar conocimientos de esa especie.
Paralelamente, la muerte era mucho más pública
que hoy día. Ningún velorio podía jactarse
de tal sin niños perfectamente almidonados, vistiendo sus
pantalones o vestiditos negros y dándole el último
adiós al familiar muerto con un caluroso y húmedo
beso en las mejillas. Pero, cada vez con más frecuencia,
actitudes como ésas serían catalogadas como
morbosas y de mal gusto, temiendo inclusive por la salud mental de
las criaturitas.
Actualmente, la muerte es un tema tabú; de la misma
forma en que el sexo lo había sido en el aburguesado siglo
XIX.
La muerte se fue relegando del ámbito público.
Ya no se muestra tanto como antes. Se la esconde, se la
enmascara, se la maquilla. Las manifestaciones de dolor, el
duelo, el luto y el pésame parecen ir lentamente
desapareciendo. Incluso producen cierto malestar y una
vergüenza poco entendida. Claro que lo antedicho queda
enmarcado dentro de un margen cronológico bastante corto.
A medida que nos sumergimos en los siglos pasados, las actitudes
ante la muerte se diversifican al punto de ya no reconocerlas
como nuestras y se me hace muy interesante observar cómo
ha cambiado dicha actitud,
modificando la postura del occidental no solamente ante el
óbito, sino también ante la vida y ante uno
mismo.
El estudio de los cementerios es una de las tantas vías
para intentar acercarnos al tema de la conceptualización
histórica de la muerte a través del tiempo. Es una
historia de larga
duración y su análisis revela que no siempre hemos
reverenciado a nuestros muertos de la misma forma.
Durante mucho tiempo, especialmente durante la primera parte
de la Edad Media
(siglo V al XII aproximadamente), el muerto era abandonado en una
iglesia. Esta
institución religiosa se encargaba de inhumarlo en la nave
del edificio, si el personaje en cuestión era de relieve, o en
el cementerio (conocido también como "atrium"), si
era un "vecino común". Las "fosas de pobres" eran
fosas comunes de varios metros de profundidad -iguales a las que
tantos malos recuerdo nos reviven aún hoy en Argentina-en
donde se depositaban los cadáveres envueltos en
sábanas (mortajas), sin féretros, hasta que
quedaban repletas. Una vez saturadas de cuerpos, se las tapaba y
se abría otra fosa nueva (anteriormente habilitada). La
más antigua era vaciada y los huesos que de
allí se extraían eran retirados para formar parte
de los llamados "osarios", que eran extensas galerías en
las que, con todo arte, se
disponían las osamentas anónimas, a la vista de
todo el mundo. Incluso era muy frecuente que esas galerías
fueran visitadas por vendedores ambulantes y mercachifles
que, en ocasiones, llegaban a organizar bailes y ruidosas fiestas
entre los caracúes de sus ancestros cercanos.
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