Amazonia. El último reducto de las leyendas. El mapinguari
"(…) Jamás el espíritu
dubitativo fue pernicioso".
E.M. Cioran, Adiós a la
Filosofía, pág. 8.
"Desde que la sociedad se
constituyó, los
que pretendieron sustraerse de ella
fueron
perseguidos y escarnecidos. Se os
perdona
todo, con tal de que tengáis un oficio,
un
subtítulo bajo vuestro nombre, un
sello
sobre vuestra nada".
E.M. Cioran, op.cit., pág. 137
Hubo una época en que la región
amazónica era conocida por sus misterios y leyendas, por
el encanto cautivante de sus junglas desconocidas y sus decenas
de tribus, mayormente sin contacto alguno con el hombre
blanco.
Desde los días del conquistador español
Francisco de Orellana (1541-1542) hasta la actualidad, mucho es
lo que ha cambiado en la cuenca del impetuoso río. Pocos
reductos son los que faltan efectivamente ocupar y sólo
uno que otro bolsón de virginidad se mantiene indemne del
destructor avance del progreso. Así todo, esos bolsones
poseen decenas de miles de kilómetros cuadrados en los que
pocas personas se atreven a internarse. La selva sigue siendo la
selva, con sus enfermedades, sus peligros,
riesgos y
misterios. Sólo el 11 % de su superficie ha sufrido la
acción
de deforestación desmedida.
Tal como lo ha establecido la National
Geographic, existen miles de recovecos geográficos
que, hace sólo un siglo, eran mejor conocidos y más
explorados que hoy en día. La decadencia de la
explotación del caucho,
comenzada a fines del siglo XIX y acelerada en la primera
década del XX, desactivó el interés
que particulares y grandes empresas
extranjeras habían orientado hacia la Amazonia. Ciudades
enteras, barracas, pueblos y puestos de avanzada, terminaron sus
días abandonados y devorados por la vegetación. La selva reconquistaba aquellos
terrenos que, sólo por unos años, el hombre
occidental y su capitalismo
habían invadido.
Después del auge de la goma, la búsqueda
de oro y de
maderas duras impulsarían una nueva incursión en
las selvas, tan o más cargada de violencia que
la primera. Desde entonces, la tala indiscriminada y la feroz
deforestación de la jungla se han convertido en un
verdadero cáncer y el Mar Esmeralda, como se conoce
a la región, empezó a sufrir un gradual y
permanente proceso de
destrucción.
En nuestros días, más de veinte millones
de personas habitan sus selvas y miles de kilómetros
cuadrados de jungla caen por año, a causa de la
deforestación indiscriminada que se practica. Sólo
por citar unas cifras, en el año 1995 se destruyeron
29.059 km2 de selva, bajando en 1996 a 18.161
km2 . Se calcula que área total deforestada es
de 51 millones de hectáreas (517.069 km2 ), es
decir, dos veces el tamaño que posee el Estado de
San Pablo.
El daño,
el dinero y la
corrupción
se dan la mano, una vez más. Y esto se evidencia en los
porcentajes de madera
exportada ilegalmente. Cientos de miles de metros cúbicos
de árboles
talados conforman el grueso mercado ilegal
que se practica. Los controles parecen insuficientes, y lo son.
Los políticos se llenan la boca de términos
ecológicos, pero nada hacen al respecto. Y mientras tanto,
la Amazonia se muere lentamente.
La visión romántica ha desaparecido y una
Amazonia sin mitos ha
ocupado el lugar que antaño tenía la selva virgen.
Por otro lado, el imaginario tecnológico
contemporáneo, con su falsa creencia en la posibilidad de
detectar todo desde el espacio, gracias al potencial de los
satélites
artificiales, le han quitado a la Gran Cuenca la etiqueta
de "Terra Incógnita", de la que gozaba hasta hace
no mucho tiempo.
Pero no todo está perdido.
Las extensiones sin explorar siguen siendo inmensas. Y
en ellas, los viejos mitos se mantienen incólumes;
convertidos en verdaderos oasis para el hombre soñador y
aventurero. En esos sitios, todavía es posible recrear el
antiguo espíritu del Explorer del siglo pasado y
entrar en contacto con cosmovisiones que creíamos
desaparecidas. Como bien ha dicho un conocido biólogo
europeo, el doctor Marc van Roosmalen, "En realidad, no
sabemos nada acerca del Amazonas". Y algo de cierto debe
haber al respecto ya que, de tanto en tanto, leemos en los
periódicos sobre el descubrimiento de tribus desconocidas
o de animales sin
catalogar. Además, las expectativas científica de
hoy en día, nos hablan de posibilidades inimaginables en
el campo de los descubrimientos, dentro sus fronteras.
Descubrimientos que van desde nuevos medicamentos, nuevas
comunidades humanas, aisladas del resto del mundo, a insectos,
aves e,
incluso, grandes mamíferos aún
desconocidos.
Los Mundos Perdidos no han desaparecido. Que no
nos confunda la rutina, chata y mediocre, de las ciudades en las
que vivimos. Que no nos confundan los sabios de
escritorio, quintaesencia de la más estúpida
tradición académica, cuando sentencian, acomodando
sus adiposos traseros detrás de sus doctorados, que todo
está hecho, que pocas cosas faltan descubrir; que
sólo restan variaciones menores de una composición
del mundo por completo conocida.
Es lógico que hayan cerrado sus mentes. Es la
única manera de que pueden sostenerse, aferrados a sus
teorías
dogmáticas y cargos políticos dentro de
universidades e institutos de enseñanza. Se han olvidado de volar con la
imaginación. Ya no sueñan. "Es poco
científico", dicen con arrogante autoridad,
descalificando a todo aquel que no comulga con sus intereses
mezquinos y provincianos.
Pero, ¿qué sería hoy del mundo sin
los soñadores? ¿Es lícito hundir a la gente
en un lodazal de frases hechas, mediocridad y falta de esperanza?
¿Es éste el mundo perfecto del progreso que
imaginaron los soñadores que nos dieron los más
grandes avances, materiales e
intelectuales?
Hasta hace no muchos años, volar era cosa de
locos. ¿Y llegar a la Luna? ¡Una
tontería!
Hoy esos antiguos locos son los genios del presente.
Soñaron y triunfaron. ¿Por qué combatir
tanto al soñador que aspira encontrar en la selva
porciones de primitivismo, cuando esas regiones efectivamente
aún existen? ¿Con qué derecho podemos juzgar
el deseo de evasión? ¿No es acaso una forma
más de compromiso y de crítica, frente a un mundo sin timón
y desquiciado?
Que los rincones aisladas son pocas, eso nadie lo duda.
Pero están allí, esperando a que alguien recupere
sus leyendas, sus creencias, sus animales aún
desconocidos, sus indios ignotos.
Amazonia sigue siendo uno de los últimos reductos
de las leyendas. En ella, lo impensado todavía sigue
siendo posible.
Desde hace décadas, los buscadores de
oro y los aborígenes que recorren a diario la selva
amazónica, vienen hablando de una bestia monstruosa,
gigante y velluda que merodea por la espesura de las regiones
más inaccesibles del Infierno Verde. Se lo conoce
con el nombre Mapinguari y, según las descripciones
que se han recopilado, tiene el aspecto de un hombre alto, una
extraña boca a la altura del abdomen y un pestilente olor,
que hace perder el
conocimiento a todo aquel que se convierte en inopinado
testigo de su paso. También dicen que posee enormes garras
y que emite un alarido lastimero, semejante al de un
cristiano gritando de dolor. Los leñadores, que a
diario salen a la selva en busca de maderas duras, jamás
responden al grito del mapinguarí, ya que sostienen que,
de manera automática, zanjan su destino con la mala
suerte, e incluso la
muerte.
Circulan innumerables leyendas en torno a esta
bestia amazónica, la mayoría cargadas de
fantasía y exageraciones, acercando al mapinguari a las
demás presencias maravillosas del imaginario
selvático, que es dilatado como la selva misma. No existe
rincón de la Amazonia que no tenga su ser sobrenatural,
muchos de los cuales provienen del más antiguo pasado
precolombino, y relacionados con deidades indígenas
asociadas a la tierra,
el agua, el
aire o el
fuego.
Pero desde 1993 la historia del mapinguari ha
sufrido una interesante variación
interpretativa.
En aquel año, el ornitólogo norteamericano
graduado en Harvard, David Oren, publicó un discutido
artículo en una revista
científica en el que sostenía que el mapinguari no
era otra cosa que un perezoso gigante terrestre, sobreviviente a
la extinción de su especie, ocurrida hace por lo menos
10.000 años. Desde ese momento, el mapinguari pasó
de lleno al discutido campo de la criptozoología, en un
intento por convertir a la leyenda en una supuesta realidad
científica.
El artículo del doctor Oren produjo una terrible
conmoción dentro del ámbito de la biología animal y no
fueron pocos los que esbozaron irónicas sonrisas de
desaprobación y burla.
Oren, que trabaja desde hace años en el Museo
Emilio Goeldi de la ciudad de Belén, en el estado
brasileño de Pará, en la desembocadura misma del
Amazonas, ha realizado un sinnúmero de expediciones por
las selvas del noreste del país, buscando testimonios y
relatos de testigos de primera mano. Hasta el momento, ha
recolectado casi un centenar de avistamientos y pretende
continuar con sus viajes de
búsqueda, con el objetivo
último de hallar restos materiales de semejante
animal.
La obsesión de Oren empezó en 1985 cuando
un amigo le contó sobre un buscador de oro que se
había encontrado con el monstruo. La descripción que obtuviera de aquel relato
lo convenció de que el mapinguari podía ser un
perezoso gigante terrestre. La idea se le enquistó en la
mente y desde entonces, David Oren sale periódicamente
tras la huellas del elusivo animal.
Oren sugiere que las descripciones del folclore
están cargadas de datos falsos o
malas interpretaciones. El hecho de que el mapinguari haya sido
caracterizado con un solo ojo en la frente y una boca a la altura
del abdomen, no hace más que probar la suposición
del zoólogo. Él afirma que la supuesta boca no es
otra cosa que una glándula que funcionaría como un
mecanismo de defensa, por medio de la cual el animal
emitiría su insoportable olor, al modo de los zorrinos. En
cuanto al misterioso ojo, cree que se debe a una mala observación por parte de los
testigos.
Los perezosos gigantes terrestres habitaron el planeta
desde hace unos 30 millones de años, extinguiéndose
hace 11.000 y 8.500 años. La teorías más
aceptadas concuerdan en decir que los perezosos gigantes cayeron
víctimas de la caza indiscriminada practicada por el
hombre cazador. Su área de dispersión era amplia,
encontrando fósiles de estos animales en Patagonia,
Estados Unidos
y regiones tropicales de América.
Según Bernard Heuvelmans:
"Desde el Mioceno hasta el final del Pleistoceno e
incluso en los principios de la
época actual, los perezosos gigantes han emigrado hacia el
norte y han ido ganando así, sucesivamente, el Uruguay,
Brasil,
Bolivia, luego
Colombia, los
países de América Central y México, e
incluso una parte de los estados unidos, donde se han hallado
algunas de sus osamentas.
(…)Los perezosos gigantes, ante las matanzas y
persecuciones de que eran objeto por parte de los indios
nómades de las pampas, debieron irse replegando
gradualmente, al igual que el jaguar, hacia las selvas
vírgenes tropicales que les ofrecían un refugio
seguro y una
tranquilidad, por tanto, muy considerable. (…)Algunas hordas o
rebaños acabarían finalmente por alcanzar
América del Norte. (…)Pero en aquellas verdes praderas
aparecieron muy pronto otros indios que acometieron
también la tarea de exterminarlos.
(…)No cabe discusión en el motivo de su
exterminio: no podemos atribuir tal desaparición a
ningún cambio
geológico ni a fenómenos climatológicos.
(…)Su exterminio fue llevado a cabo por obra de la
glotonería humana y de la costumbre.
Otros muchos especímenes debieron salvarse de
tales ataques y de la continua persecución, por el
sistema de
retirarse a las selvas del Amazonas y a la región boscosa
de los Andes, donde rara vez el hombre osaba penetrar. Y
allí, en medio de tan inextricables regiones
hallarían un refugio cierto, puesto que las fieras feroces
tampoco podrían nada contra aquellos seres protegidos tan
eficazmente por sus óseas armaduras".
Acaso, ¿no podría ser el mapinguari, tal
como lo afirma Oren, un perezoso gigante terrestre que,
aprovechando su aislamiento, logró mantener su especie a
salvo a lo largo de los últimos diez mil años, sin
ser visto?
Las descripciones concuerdan notablemente con el
animal.
De ser así, nos encontraríamos ante el
mamífero terrestre más grande de Sudamérica.
¿O con la eterna persistencia de un mito
arquetípico —el de la alteridad—, que se niega
a convertir al planeta en el mundo "acabado" que es para
muchos?
La posibilidad de que la "virginidad" aún exista
(en ciertos parajes aislados, claro), y que los "Mundos Perdidos"
—estilo Arthur Conan Doyle— sean dables de encontrar,
mantienen viva la veta romántica y soñadora,
efervescente y muchas veces maniquea, de algunos hombres
contemporáneos.
Es probable que David Oren sea uno de ellos y que
esté persiguiendo una quimera; un sueño que nos
hable más de él mismo que de una ignota fauna
pleistocénica residual. De todas maneras, creo que es un
error adoptar la estrategia
perezosa del Mapinguarí , durmiendo o escondiendo las
decenas de posibilidades que la cuenca del Amazonas aún
conserva (¿o no?) para todos aquellos que
todavía tenemos, en algún rincón de nuestra
mente analítica, una mirada asombrada del
mundo.
Por
Fernando J. Soto Roland
Escritor y Profesor en
Historia
Director de la Expedición Vilcabamba ’98 y
Profesor universitario.