El desconocido que no se conoce a sí mismo ¿Necesitamos a los santos como intercesores?
El desconocido que no se conoce a sí mismo –
Monografias.com
El desconocido que no se conoce a
sí mismo
¿Necesitamos a los
"santos" como intercesores?
El contemporáneo
crítico
Muchas cosas de las que tú, Gabriele, me dices,
siguen resonando en mí, y no me dejan del todo tranquilo.
Hace algún tiempo conversamos sobre la fuerza de los
pensamientos. Cuando explicaste cuán poderosamente pueden
actuar los pensamientos negativos sobre nosotros, si una y otra
vez pensamos lo mismo o algo parecido, me dije: "En realidad no
soy tan malo, pues por lo general mis pensamientos no
están tan desencaminados como para decir que pudiesen
provocarme un golpe del destino".
Sin embargo, cuando escuché de ti que lo decisivo
son siempre los contenidos de nuestros pensamientos, palabras y
actos, y también de nuestros sentimientos y sensaciones,
entonces comencé a cuestionarme cada vez más todo
mi comportamiento, es decir, a preguntarme cada vez más en
cada situación, si mis pensamientos y palabras realmente
correspondían a mis sentimientos y sensaciones. El
resultado de mi autoinvestigación fue tan exitoso como
desconsolador.
Me asusté al ver qué escultura se
había cristalizado con los aspectos surgidos del
autorreconocimiento. Ni yo mismo podía apenas creer haber
dibujado semejante imagen caracterológica. Se puso de
relieve que muchas de mis formas de comportamiento son
engañosas, es decir, que hasta ahora me había
estado engañando a mí mismo a la hora de hacer mi
propio balance, porque no me conocía. Cuando estoy en una
conversación, me viene una y otra vez el pensamiento:
"¿Qué deposito ahora dentro de mis palabras?". Este
preguntar por el trasfondo es realmente interesante, pero
más de una vez me sorprendí pensando: "Ah, en
realidad no quiero saber quién soy yo verdaderamente". En
definitiva, era la curiosidad la que me empujaba a seguir
perguntándome a mí mismo, para saber qué es
lo que había depositado en mis palabras y
pensamientos.
En mi autoanálisis surgieron más
preguntas, de las cuales quiero exponerte algunas, si me lo
permites.
El profeta:
El que no pregunta, nunca obtendrá
una respuesta. El preguntar e investigar indican una consciencia
despierta. El que se da por satisfecho nunca pregunta: vegeta,
más o menos perezoso, apático y apagado. La
combinación alternante de preguntar y responder es
movimiento, dinamismo; de ello pueden resultar crecimiento y
evolución espirituales.Por tanto:
¡Pregunta!
El contemporáneo
crítico:
En una de nuestras numerosas conversaciones has
comparado a las palabras y a los conceptos humanos con un
recipiente, diciendo que cada persona pone en el recipiente, en
la palabra, algo personal, sus sentimientos y sensaciones
individuales, que surgen de su estado de consciencia del momento.
Cada uno, dijiste en este sentido, habla solamente desde su
estado de consciencia, que él deposita en el recipiente,
en la palabra. Según lo que haya introducido personalmente
en su palabra, en el recipiente, entiende también la
palabra de su interlocutor.Me he investigado a mí mismo al
respecto y he hecho un ejercicio con un buen amigo. Ambos
observamos la imagen de una mujer, y ambos expresamos la
convicción de que la imagen, esta mujer, es hermosa. Antes
tenía la firme opinión de que ambos, mi amigo y yo,
tenemos a menudo el mismo punto de vista y opinamos
también lo mismo. Pero como yo había escuchado de
ti que las palabras sólo son recipientes y que cada uno de
nosotros deposita algo diferente en la palabra, pregunté a
mi amigo qué quería expresar con su
afirmación. Escuché con atención y tuve que
constatar, que a pesar de que ambos habíamos pronunciado
lo mismo -"una mujer hermosa"-, mi amigo había depositado
en su afirmación algo totalmente diferente que yo. Cuando
hablamos sobre ello, no sólo estábamos
sorprendidos, sino que incluso estábamos en desacuerdo,
pues empezamos a discutir sobre los detalles de esta imagen. De
pronto cada uno de nosotros tenía una imagen diferente de
esa mujer hermosa. Gabriele, me acordé de nuestra
conversación en la que dijiste que no tiene ningún
sentido discutir sobre los valores de nuestras afirmaciones. Por
tanto, intenté ceder para poner fin a la
conversación que se iba acalorando crecientemente, y di la
razón a mi amigo. ¿Fue correcto?
El
profeta:
Mientras consideremos sólo la palabra, el
recipiente, que está teñido de los contenidos de
nuestra consciencia, rara vez nos entenderemos. No fue del todo
correcto hablar al gusto de tu amigo, dándole la
razón para poner fin a la conversación. Hubiese
sido mejor decir, por ejemplo, "mira, esa es tu opinión;
en mi caso, en cambio, surgen asociaciones completamente
distintas, las que yo he depositado en las palabras una mujer
hermosa. Por tanto, yo tengo un mundo de imágenes
completamente diferente al tuyo. De esta forma, cada uno tiene su
propia opinión. Pero dejemos esto ahora, hasta que podamos
hablar sobre ello sin emociones".Al principio eras de la
opinión de que lo que habías depositado en tus
palabras se podía también escuchar en las palabras
que sonaban parecidas a la afirmación de tu amigo. Puedes
reconocer por tanto a qué engaño estamos sometidos,
y cómo somos unos desconocidos para nosotros mismos, hasta
que no nos hayamos investigado, cuestionando nuestro
comportamiento. Pero la disposición de aprender a
investigarte a ti mismo para poder autorreconocerte te ayuda
también a entender poco poco a tu
prójimo.
Cuando nos hacemos conscientes de que las palabras de
nuestro prójimo tienen contenidos completamente distintos
a los nuestros, aprendemos a escuchar también más
atentamente. Si nos hemos cuestionado con frecuencia a nosotros
mismos, reconociendo todo lo que se esconde detrás de la
fachada de nuestras palabras, ya no nos sorprenderemos cuando
tengamos que comprobar que otra persona entiende nuestras
palabras de un modo completamente distinto al nuestro, de acuerdo
a los contenidos de sus palabras. En base a estas experiencias ya
no valoraremos ni juzgaremos tan a menudo, sino que llegaremos a
tener comprensión, que es lo que nos conduce al
entender.
Quien se observa a sí mismo, poniendo en
cuestión su propio comportamiento y purificando lo
contrario a la ley divina con la fuerza del Espíritu de
Dios en sí, con el tiempo se volverá más
sensitivo, y sentirá en su prójimo, tanto en la
elección de sus palabras como en el sonido de
éstas, lo que éste pone en sus palabras o en sus
actos. La consecuencia es que él comprende mejor a sus
semejantes, y que puede dirigirse a ellos
correspondientemente.
El que ya no se engañe a sí mismo pronto
ya no podrá ser engañado por otros. Entonces
habremos alcanzado una cierta fortaleza interna, de forma que ya
no despreciaremos a nuestro prójimo por cómo habla
y cómo se comporta. Al cuestionarnos a nosotros mismos y
al purificar los errores reconocidos con ello, hemos
experimentado lo difícil que es superarnos a nosotros
mismos y conseguir con Cristo la maestría sobre nosotros
mismos. Así no sólo nos formamos una idea de
nuestro prójimo, sino también de problemas y
situaciones. Es necesario que lleguemos a conocernos a nosotros
mismos, para poder dar los pasos que conducen a la fortaleza y a
la claridad internas, que nos capacitan para captar lo esencial
en la situación, para hacer lo que es apropiado y para ser
una ayuda real para otros.
El contemporáneo
crítico:
Ahora he aprendido que hablamos y no nos
entendemos.
El profeta:
Mientras no hayamos reconocido, purificado y con ello
eliminado en sus diversos aspectos a nuestro subconsciente, que
registra los contenidos de nuestros sentimientos, sensaciones,
palabras y actos, estamos sometidos al engaño. Nos
encontramos en la prisión de nuestras opiniones y puntos
de vista y nos figuramos que el otro nos entiende, porque
él emplea las mismas palabras que nosotros. Esto a menudo
conduce a apoyarse en otros, y en consecuencia, a la atadura. El
apoyo que creemos haber encontrado se acaba sin embargo tan
pronto como se pone de manifiesto que las palabras de nuestro
prójimo contenían programas, imágenes e
ideas diferentes a los nuestros.
El sentido de nuestra existencia terrenal consiste, sin
embargo, en reconocernos a nosotros mismos y en purificar con la
ayuda del Espíritu de Dios en nosotros nuestros errores,
que son nuestros pecados, de modo que poco a poco nos volvemos
sinceros. Entonces se disuelven también las ataduras y la
necesidad de apoyarse en otros. Nuestra relación con
nuestros semejantes se caracteriza más y más por la
independencia y la libertad. De ello surgen la soberanía y
la fortaleza internas.
La mayoría de las personas se conforman con lo
que dicen y creen incluso haber dicho lo que de hecho
querían decir. Lo que dicen y ponen en sus palabras, lo
escuchan de las palabras de su prójimo; su consciencia no
llega más allá. A nuestra "prisión", al
mundo pequeño y estrecho de nuestras opiniones e ideas, no
tiene acceso nuestro prójimo, sino que sólo lo
tiene el prisionero, es decir, nosotros mismos. Pocos saben que
se encuentran encerrados en una prisión, que se hablan a
sí mismos, se escuchan a sí mismos y que
también se entienden sólo a sí
mismos.
El contemporáneo
crítico:
¿No será tal vez que nuestro intelecto es
también nuestra prisión? Recuerdo que tú
diferencias entre intelecto e inteligencia. Hasta ahora, el
intelecto era en mi opinión lo aprendido. El concepto
"inteligencia" lo relacionaba con la idea de un hombre listo,
dueño de aptitudes fuera de lo corriente. ¿Es
ésta la inteligencia de la que tú
hablas?
El
profeta:
Esta clase de "inteligencia" no es más que el
brillo del intelecto humano que se luce en determinadas materias
para debatir con otros en discusiones, con el mayor número
posible de argumentos, es decir, para aventajarlos. Estas
"aptitudes fuera de lo normal" a menudo se convierten en
"anormales", si se las observa de cerca. El intelectual bien
puede ser listo, pero no sabio. El siempre presenta una obra
imperfecta.
La inteligencia cósmica -es el Espíritu de
Dios- no es una obra imperfecta, sino siempre la totalidad. El
intelecto, que con tanto gusto se las da de imparcial, es en el
fondo emocional, especialmente cuando cree ser inteligente, lo
que siempre se remite al ego. El llamado "intelectual" habla
solamente de sí mismo, y más de uno es un exaltado,
aunque ésto lo rechazaría enérgicamente de
sí mismo si alguien lo afirmara.
El intelectual que con exaltación sí opina
que él es el brillo personificado de todas las cosas, se
regodea en argumentos y teorías muy elaborados, en ideas y
opiniones que él propaga como realidad y en definitiva
como verdad. La forma de pensar de este intelectual se remite
exclusivamente a la superficie de las cosas, a lo material e
intelectualmente comprensible. Tiene muy en cuenta su perspicacia
y confunde la riqueza en reconocimientos, la visión
profunda y la sabiduría, con la abundancia en
conocimientos. En definitiva es un admirador de sí mismo,
y se exhibe. La verdad es otra cosa. Aquel que adora al -desde el
punto de vista humano- "listo", al intelectual, hablando
así al gusto de éste y le considera como lo
"supremo", no reconocerá que esta pasión pronto se
convertirá en una nube que pronto se
disolverá.
La verdadera inteligencia por el contrario es soberana y
tranquila, es de una visión profunda. El que se ha
sumergido en la inteligencia divina se ha vuelto sensible. Es
sensible a la irradiación de las personas y también
a las diversas formas naturales, hasta el infinito, el Ser
eterno. El hombre espiritual que se provee de la inteligencia
divina reconoce lo que es cierto y lo que no es cierto, pues
él no ve indirectamente, es decir, no sólo ve la
superficie del objeto, sino que lo capta como una totalidad. Mira
en el objeto, en la forma, para averiguar los contenidos. Esta
sensibilidad -podemos denominarla también
sensibilización- uno sólo la puede alcanzar con el
autorreconocimiento y la purificación de su comportamiento
erróneo, acercándose así a la inteligencia
divina, que es el fondo del alma de cada hombre, y que llama
incansablemente para poder manifestarse.
El contemporáneo
crítico:
Por lo tanto, nuestro intelecto, nuestro saber racional
y nuestra comprensión humana en sí, no conducen ni
al autorreconocimiento ni a la profunda comprensión de la
verdad.
¿Qué sucede cuando abandonamos el cuerpo
humano? ¿Seguimos siendo los mismos después de la
muerte?
El
profeta:
Sí y no. Si uno no se conoce en esta Tierra,
tampoco se conoce en el más allá, pues allí
será el mismo que fue aquí y el mismo que
aquí, en la dimensión temporal, siendo hombre, no
se reconoció porque no se cuestionó a sí
mismo para reconocer los aspectos demasiado humanos que
había en su comportamiento.
La mayoría de las personas son de la
opinión de que aquello que dicen, piensan y hacen, son
ellos, la persona. Muchos se valoran de forma muy superior a lo
que son en realidad, porque no han aprendido a tener control
sobre sí mismos, a cuestionarse, poniendo en
cuestión aquello que piensan, dicen y hacen
-también por ejemplo su compasión-, para conocer
qué es lo que depositan en sus palabras y no pronuncian
sus pensamientos, que difieren de sus palabras. Esto sirve
también para nuestros sentimientos, sensaciones y actos.
Los motivos que están detrás de nuestro
comportamiento, por ejemplo en nuestros sentimientos,
sensaciones, pensamientos, palabras y actos, es lo que somos -y
eso es lo que seremos también, después de que
nuestro cuerpo terrenal haya fallecido.
Por tanto depende de si en esta Tierra nos hemos
examinado a nosotros mismos, es decir, nos hemos encontrado en
nuestras formas de comportamiento. Los motivos en la cadena de
nuestro sentir, pensar, hablar y actuar, en todas nuestras
pasiones y deseos, marcan nuestro subconsciente. Lo que se ha
acumulado y aumentado en nuestro subconsciente, pasa
también a nuestra alma. Eso es entonces lo que somos
después del fallecimiento del cuerpo.
Muchos hombres tienen miedo de la muerte, porque temen
que la vida no continúa. ¡Pero sí que
continúa! El cómo lo determina cada uno por
sí mismo. Su más allá corresponde a su
carácter. Nuestro carácter, nuestra verdadera
identidad, contiene entre otras cosas, todo aquello que hemos
ocultado detrás de la fachada de palabras no veraces y lo
que de motivos innobles se esconde detrás de actos
aparentemente altruistas. Estos contenidos, nuestros verdaderos
rasgos de carácter, corresponderán al lugar donde
continúe para nosotros la vida "al otro lado", y
también al cómo nos encontraremos en el más
allá. Nuestro estado en el más allá lo
viviremos – según el carácter que hayamos tenido y
cómo fue nuestro paso por la Tierra – bien como
alegría y alivio, o bien como un espanto.
Una canción alemana tradicional dice: "…Muerte:
¿Dónde están tus horrores?". Yo creo que
más de un alma se horrorizará cuando haya
abandonado definitivamente su cuerpo, su hombre. Más de un
alma no podrá creer que ella es su propio comportamiento
en el más allá, o el lugar del más
allá donde se encuentra, porque en lo temporal se
comportó de otra forma -que sin embargo no era
sincera.
El contemporáneo
crítico:
Nosotros los hombres nos desilusionamos a menudo de
nuestros semejantes, por un lado, porque éstos no se
comportan como a nosotros nos gustaría, por otro lado
porque queremos verlos de forma distinta a como son. Tampoco su
forma de vida ni su estilo de vida nos gustan en muchos casos.
Hablamos y pensamos de forma negativa sobre ello. Nos ocupamos
con nuestros semejantes de diferentes maneras: cómo son,
qué hacen o qué, a nuestro parecer, deberían
dejar de hacer. Por el contrario, raras veces pensamos sobre
nosotros mismos, sobre cómo somos en realidad. El
desengaño de nosotros mismos por lo tanto será en
el más allá mucho más grande que el que
tenemos ahora respecto a nuestros semejantes aquí y
ahora.
El
profeta:
Como almas no se nos abrirán los ojos de una vez
a la totalidad de nuestros estados de consciencia pecaminosos. De
hoy a mañana no alcanzaremos la consciencia de
quiénes somos aún. También en el más
allá nos será manifestado paulatinamente
cómo fueron realmente nuestras formas de comportamiento
siendo hombres.
Después de la muerte terrenal, nuestra alma
está cubierta con todo lo que hemos grabado en ella, que
puede proceder de diferentes épocas históricas en
las que vivió el alma como hombre. Estas diferentes
grabaciones son vibraciones, frecuencias, que tienen sus colores,
formas y tonos. Estas diferentes envolturas las describen
también los místicos como trajes del alma, que
tienen que ser abandonados sucesivamente, para que el cuerpo
espiritual, el ser puro, que pertenece al Cielo, vuelva a ser
visible. La envoltura, es decir, el traje que se active en el
más allá, hace al alma consciente de que ese es su
estado actual de consciencia, que corresponde a las grabaciones
que ella hizo siendo hombre, y que estas grabaciones ahora
conscientes y activas, eran los contenidos del comportamiento que
tuvo estando encarnada en una determinada época
histórica. Si se transforma en el reino de las almas esta
envoltura, este traje del alma lo abandona ella en el reino de
las almas por la expiación, que contiene el reconocimiento
del comportamiento erróneo. Entonces se activa otra
envoltura del alma, que tal vez muestra otra época
histórica de sus días terrenales, en la que el alma
acogió del hombre de aquel entonces lo que éste
puso en aquella oportunidad en su forma de
comportarse.
Si un alma va de nuevo a la encarnación, tienen
lugar procesos parecidos a los del más allá. Una
envoltura del alma, que tal vez trae frecuencias iguales o
parecidas a otras envolturas del alma, dibuja al hombre
también en su forma de sentir, pensar, hablar y actuar, en
sus deseos, pasiones y anhelos. Tanto lo positivo como lo
contrario a la ley divina que está grabado en la envoltura
del alma, se declara en el transcurso de la vida terrenal y se
expresa en la forma de comportamiento del hombre.
Ahora se plantea la pregunta: ¿Qué hace
uno con su vida terrenal? ¿Construye e intensifica la ley
divina, o cuestiona sus formas de comportamiento, para, con la
ayuda del Espíritu en él, arrepentirse de sus
aspectos pecaminosos, purificarlos y no volverlos a hacerlos
más? En este caso, fomenta lo positivo, lo divino, que se
hace notar en el alma y así también en todas las
envolturas del alma. De esta forma, el alma de este hombre se
vuelve más luminosa, el hombre se vuelve más fino,
los rasgos esenciales de su vida se elevan más y
más a lo espiritualmente ético y moral. El
encuentra acceso a su prójimo y mantiene desde el
corazón la conexión con sus semejantes. Juzga y
condena cada vez menos y se esfuerza en vivir en paz con su
prójimo.
Tras la muerte terrenal el alma va con sus vestidos
más luminosos a regiones más elevadas de la vida.
Se distancia cada vez más de este mundo, pues en este
mundo tiene sólo un pequeño magnetismo, es decir,
genes, que ya no tienen la polarización para poder atraer
a esta alma que se ha vuelto más luminosa.
El contemporáneo
crítico:
Esto es muy interesante, pero para
mí es nuevo. No puedo simplemente afirmarlo, tengo que
reflexionar sobre ello. Pero una pregunta me interesa:
¿Son estas almas entonces seres santos, es decir, aquellos
que, por ejemplo, en el catolicismo se declaran "beatos" o
"santos"? Si son seres beatos o santos, ¿por qué no
existen en todas las religiones los llamados "santos"?Yo he
estudiado diversas religiones, me he informado sobre sus formas
externas de presentación y sobre sus contenidos, y he
encontrado tanto coincidencias como divergencias. Una
religión tiene diferentes seres en el más
allá a los que uno se puede dirigir, sus "santos", la otra
religión no habla de tales. La religión
católica tiene a la "Madre de Dios", la virgen
"María" y todo un repertorio de "santos", mientras que
otras religiones no hablan ni de María ni de ningún
otro "santo". Una religión tiene una creencia y la otra,
otra. ¿Qué conclusión se puede sacar de cada
una? ¿Qué decisión puedo tomar ahí?
¿Dónde encuentro la verdad?
El
profeta:
Ciertamente es aconsejable no aceptar todo lo que se
dice. Pero tampoco es bueno rechazar y negar todo lo que para
nosotros es nuevo. Nosotros los hombres tenemos diferentes formas
de interpretar las cosas según nuestra consciencia. Uno
puede aceptar con facilidad una cosa, el otro no. Por lo tanto,
no deberíamos negar las cosas categóricamente, si
no llegamos a entender o a aceptar algo enseguida.
Has dicho que tienes que reflexionar sobre lo que es
nuevo para ti. Eso me parece correcto. Tú lo aceptas
primero simplemente como información, es decir, tomas nota
de ello, sin embargo, no haces aún de ello causa propia.
Sólo cuando ya has reflexionado sobre ello,
sopesarás lo que puedes aceptar, es decir creer, y lo que
aún no está claro para ti, es decir, lo que
aún no puedes comprender.
Preguntas dónde puedes encontrar la verdad. Yo
sólo te puedo decir que en todas las religiones hay
destellos de la verdad eterna. Para encontrarlos debes
encontrarte paulatinamente a ti mismo, es decir, como hombre
cristiano en Cristo.
Para encontrarse a sí mismo como hombre cristiano
en Cristo no se necesitan religiones externas, pues la
búsqueda del destello o de la chispa de la verdad es
demasiado costosa. Hazte consciente de que eres un hijo de Dios,
y de que tu herencia divina es el reino celestial, que
está en tu interior. El reino divino, que es nuestro hogar
eterno, tiene sus leyes celestiales y eternas del amor y de la
sabiduría, del orden, de la voluntad, de la seriedad, de
la bondad y de la mansedumbre. Hemos recibido extractos de esta
ley originaria eterna. Dios nos dio a través de
Moisés los Diez Mandamientos, y Jesús, el Cristo,
se basó en los Diez Mandamientos. Sus enseñanzas se
basan por lo tanto en los Diez Mandamientos, que El
también amplió en Su Sermón de la
Montaña.
Si mides diariamente los contenidos de tu comportamiento
con los Diez Mandamientos y con las enseñanzas de
Jesús de Nazaret, si te arrepientes de los pecados -tus
pecados- que reconoces, los purificas y no los vuelves a cometer
y si sigues paso a paso las enseñanzas de Jesús, el
Cristo, desarrollas el reino del interior, tu herencia divina, y
encuentras así el camino hacia la verdad eterna. Para eso
no se necesita ninguna religión externa, sino solamente la
fe activa, que conlleva en sí la práctica, la
aplicación de la enseñanza de Jesús, el
Cristo. Entonces también sabrás que en la
existencia eterna no hay "santos", sino sólo seres puros,
que viven en el Uno Santo, que es Dios, nuestro Padre
eterno.
El contemporáneo
crítico:
Para mí esto significa cuestionarme ahora a
mí mismo con la mayor consecuencia posible y poner en
cuestión todo lo que oigo o leo. Hace poco me
encontré con una cosa que me dio que pensar: como se sabe,
los católicos cantan la canción de la Misa de
Schubert "Santo, santo, santo es el Señor, santo, santo,
santo, santo sólo es El". A mí también me
gusta esa canción; la he escuchado a menudo e incluso la
he cantado en un coro. Ahora bien, entretanto me había
hecho consciente de que deberíamos cuestionarnos todo.
Recordé esto al ver hace poco que se cantó este
coral de nuevo en una misa. De pronto me quedé perplejo y
reflexioné. Fue como si se me cayera una venda de los
ojos. Se me hizo consciente que los católicos escarnecen
al Santo, a Dios, el eterno, pues el creyente católico
ciertamente canta "santo sólo es El", pero a
continuación vuelve a rezar a los "santos".
Los católicos llaman a los "santos" para fines de
todo tipo. Hablé de esto con una conocida, que quiero
describir como "católica de toda la vida", y
escuché de ella que los "santos" tienen incluso
ámbitos de competencia específicos. Por ejemplo,
hay uno que es competente para los mendigos, soldados y los que
montan a caballo. Es "San Martín". "Santa Verónica"
es la patrona particular de las asistentas de las casas
parroquiales. "San Pancracio" se llama el que asiste en perjurios
y falsos testimonios, "Santa Susana" la ayudante en necesidades
por causa de la lluvia, calumnias y desgracias.
A mi conocida, la "católica de toda la vida",
apenas la podía parar; conocía de pe a pa las
"secciones" de los auxiliadores y sus ámbitos de
competencia. Sus palabras seguían brotando a borbotones:
"San Antonio" está destinado para ayudar a encontrar
objetos perdidos. "San Cristóbal", conocido como gigante
que vadea el río con el niño a las espaldas, es por
lo visto el "santo" de los viajeros y conductores. De pronto se
detuvo y dijo: Bueno, lo de este "San Cristóbal" es una
cuestión aparte. Un día se dio a conocer que no se
sabía nada sobre su vida, y que el tal "San
Cristóbal" es sólo una leyenda.
Entonces empecé yo a analizar y a cuestionar y
pregunté a la "católica de toda la vida" lo
siguiente: ¿Por qué hay en la iglesia
católica "santos" y en cambio en la luterana no? Para mi
asombro comprobé que ella se comportaba como yo me
había comportado durante decenios. Simplemente se
encogió de hombros diciendo: "Estas cosas son como
son".
Me quedó claro que esto no se podía quedar
así. Con ello se escarnece a Dios, al Uno Santo:
¿No habría que decidirse en definitiva o bien por
los llamados "santos" católicos o por el Uno Santo? La
iglesia católica habla en la canción de un
único Santo, del que se dice: "Santo, santo, santo, santo
es sólo El" -y así me parece correcto. Pero si El
es el único Santo, ¿por qué tiene que haber
entonces tantos "santos", intercesores, que median entre Dios y
los hombres? Por tanto me cuestioné a mí mismo de
nuevo en la consciencia de ¿por qué no puedo pedir
yo mismo a mi Padre de los Cielos? ¿Por qué
necesito "santos", es decir, intercesores? Algo en mí se
incomodó. Innumerables veces había cantado esta
canción, sin que me remordiese la conciencia, puesto que
en aquel entonces no cuestionaba todavía nada. Simplemente
me gustaba la canción. La escuchaba y cantaba con
devoción, disfrutaba del cambio positivo que
producía en mi ánimo y no pensaba mucho más
allá.
Tampoco he pensado mucho más durante muchos
años cuando veía al llamado "Santo Padre" en la
televisión, cuando se hacía y hace un inimaginable
alarde de preparativos en torno a su persona, un verdadero
tinglado. Lo acepté del mismo modo que la "católica
de toda la vida", a pesar de que había estudiado diversas
religiones y mi horizonte se había ampliado ya
considerablemente.
Evidentemente nosotros los hombres somos muy
superficiales. Comprendo cada vez mejor que mientras no nos
cuestionemos a nosotros mismos, tampoco cuestionaremos todo lo
demás. Las numerosas conversaciones que he mantenido
contigo me han abierto los ojos en muchos sentidos. Así,
he reflexionado a menudo sobre la vida de Jesús y la he
comparado con las enseñanzas de diferentes religiones, y
también con el lujo y despliegue de medios de la iglesia
católica, con la vida de los sacerdotes, obispos,
cardenales y papas. Llegué a la convicción de que
ahí hay algo que falla: ¡Esto no puede ser la
verdad!
El
profeta:
El ocuparse una y otra vez con la vida de Jesús
de Nazaret y también con su enseñanza trae provecho
para la propia vida. Jesús enseñó la
modestia y la humildad. Era carpintero y su túnica era de
lino. Su enseñanza era sencilla y su vida una incomparable
entrega a Dios, Su, nuestro Padre eterno. Deberíamos
recordar más a menudo sus palabras "¡Seguidme!",
preguntándonos, entre otras cosas, si lo que vemos y
escuchamos en las religiones llamadas cristianas es el seguir a
Jesús. Deberíamos preguntarnos más a menudo:
¿A quien sigo?
El contemporáneo
crítico:
Con tus palabras advierto cuán "irreflexivamente"
he vivido y aún vivo -precisamente en el ámbito de
la religión, lo que también muestra cómo me
comporto en otros ámbitos de la vida-. Y si miro a mi
alrededor veo que no soy el único que lo hace. Lo que ya
he reconocido agudiza -aunque aún no haya cambiado en
absoluto tanto- mi visión de mi comportamiento y el de mis
semejantes.
Veo más claro que nunca antes: nosotros, los
hombres, a menudo no nos conocemos a nosotros mismos. Simplemente
actuamos sin cuestionarnos. Somos como "creyentes de toda la
vida", que simplemente creen y no se preguntan a sí mismos
qué es lo que creen en definitiva. Al fin y al cabo yo era
espiritualmente perezoso. Aunque quería seguir a
Jesús no era consecuente en ello, porque no
conducía mi vida orientándola a lo que
enseñó Jesús. Sí que de vez en cuando
oía que el Espíritu de Dios está en
mí, pero seguí ciego, sin medida propia.
Animado por algunas experiencias propias iniciales, hoy
día soy del parecer de que si nos encontrásemos a
nosotros mismos en base a nuestra propia
autointrospección, nos liberaríamos de las muchas
ideas de las religiones externas.
Ya antes me parecía extraña toda la
retahila de intercesores. Pero en aquel entonces no reflexionaba
sobre lo relacionado con la fe. Seguro que igual que a mí
le pasa a muchos de nuestros semejantes. Uno se interesa
más por una buena colocación, por el tiempo libre,
el deporte, por los viajes, las vacaciones y muchas cosas
más. Así se entiende que los intercesores tienen
que abogar por nosotros los hombres ante Dios. Habría que
plantearse la pregunta: ¿Es Dios tan cruel que necesitamos
intercesores? ¿Por qué no puede el hombre, que
supuestamente es Su hijo, ir directamente a Dios en la
oración, dado que el Espíritu de Dios está
en nosotros y muy cerca de cada uno?
El
profeta:
¿Cómo es posible que hombres que han
fallecido, es decir almas -sean bienaventuradas o no- se
conviertan de pronto en "santos", cuando sólo hay un
santo, que es Dios, nuestro Padre eterno? No necesitamos
intercesores que amansen a Dios, pues El no es ningún Dios
que castiga ni un Dios vengador. El, la gran ley del amor, ama a
sus hijos, sean bienaventurados o pecadores. ¿Para
qué entonces los "santos" intercesores e intercesoras?
Jesús nos dio la gran oración del hijo a su Padre,
el Padre Nuestro, que contiene en su esencia el camino hacia
Dios, sin embargo, El no impuso ningún "mediador" ni nos
dio ninguna "letanía de los santos".
Si se consideran todas las formas de oración del
catolicismo, lamentablemente hay que reconocer que se sugiere a
los católicos a que recen más a los "santos" que a
Dios, nuestro Padre eterno. A menudo se da preferencia a los
"santos". ¿Por qué? El Padre Nuestro es a menudo
sólo una cantinela mecánicamente repetida: el
sentimiento, el corazón no participa. Y más de un
denominado intercesor está para los hombres más
cerca que Dios. ¿Por qué? Porque el católico
no sabe o tampoco capta el elemento básico de la verdad:
que Dios, el gran amor, vive en el centro del alma, es decir, en
el centro del hombre. Jesús, el Cristo, no nos
enseñó que los intercesores debían pedir por
nosotros para hacer que Dios nos fuera favorable. Dios, nuestro
Padre, siempre está a nuestro favor, pues El nos
ama.
Es una imagen triste la de los hijos de
Dios, que se han hecho con intercesores e intercesoras, siendo
que el Espíritu del amor eterno, el Espíritu de
nuestro Padre, habita en cada uno de nosotros. El está
más cerca de nosotros que nuestros brazos y piernas,
más cerca que cualquiera de nuestros semejantes de
confianza, más cerca que los llamados
intercesores.¿Preguntó acaso alguna vez alguna
autoridad eclesiástica o algún católico a
los llamados "santos" si ellos querían ser llamados
"santos"? ¿Preguntó alguien acaso si están
de acuerdo con que se les rece o si tal vez quieren ser
intercesores ante Dios? ¿O con que una parte de los restos
mortales de su cuerpo terrenal -de sus miembros- tenga que ser
paseada por las calles como reliquia? ¿O si sus nombres,
que la iglesia ha hecho "santos", sean utilizados en
celebraciones tumultuosas? ¿Querríamos nosotros que
se decidiera por nosotros de la misma forma o de forma
parecida?
Más de uno que después fuera denominado
"santo", pasó por el infierno de la calumnia, de la
discriminación y de la vejación por parte de la
iglesia católica. Más tarde, una vez muerto, su
llamada "madre", la "santa iglesia católica", le
declaró "santo".
Deberíamos ser más a menudo conscientes de
que lo que nosotros mismos no queremos, tampoco deberíamos
causárselo a ningún otro. Muchos de los que
después de su muerte fueron llamados "santos", fueron
ciertamente hombres creyentes que se esforzaron en cumplir los
mandamientos de Dios. Muchos de ellos son seguramente almas
bienaventuradas, que aspiran a la perfección en los mundos
del más allá. Posiblemente algunas de estas almas
estén ya en la existencia eterna como seres divinos, como
imagen y semejanza de nuestro Padre celestial, según el
mandamiento de Jesús de volvernos perfectos, es decir, la
imagen y semejanza del Padre. Pero "santos" no son.
Jesús no habló de "santos". El Cristo de
Dios habla de "bienaventurados", puesto que deberíamos
convertirnos en la imagen y semejanza de nuestro Padre eterno. La
palabra "santo" la utilizó Jesús para Su Padre
celestial, para el Uno Santo. Jesús no quería ni
iglesias de piedra ni pomposidad ni ornamentos
eclesiásticos ni tampoco suntuosidad ni lujo
eclesiásticos. Jesús enseñó la
modestia y la humildad y la riqueza del corazón. Una y
otra vez habló El del reino de Dios en nosotros, es decir,
de la riqueza que está en nosotros; de la vida interna, la
vida en Dios.
Jesús tampoco habló de que debamos rezar a
"santos". Jesús, el Cristo, el Redentor de todos los
hombres y almas, nos acercó una y otra vez a Su Padre
eterno, que es también nuestro Padre, el Uno Santo. A El
deberíamos rezar, a El solamente deberíamos adorar
y alabar, a El debemos dirigirnos en nuestro corazón, ir
conscientemente con El en nuestros días terrenales y
llamarle a El en todas las situaciones de la vida. Jesús
no rezó a ningún "santo" sino exclusivamente a Su
Padre en el Cielo, del que sabía que Su espíritu
vive en El. Jesús nos enseñó solamente el
Padre Nuestro, y éste está única y
exclusivamente dirigido a nuestro Padre celestial, y no a
algún "santo". Jesús nos enseñó que
le siguiéramos a El, lo que significa que aceptamos y
acogemos Su enseñanza y que la debemos realizar en la vida
diaria.¿Por lo tanto, de dónde sacó la
iglesia católica la usanza de los santos?
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El contemporáneo
crítico:
De mi comparación de las religiones sé que
de las antiguas culturas del paganismo y del "firmamento de los
dioses" griegos y romanos se conocen seres que, por decirlo
así, están por encima de las situaciones de la vida
y de los hombres aquejados por el dolor; "radiantes" e impunes a
los destinos. ¿Hicieron tal vez estas figuras
místicas de padrinos en la posterior "creación" de
los "santos"?
Ahora me viene a la mente una cosa que
mencionó en la conversación la "católica de
toda la vida" con la que conversé: María, la madre
de Jesús. Habló de que esta mujer fue la madre de
Dios y que ascendió con su cuerpo físico a los
Cielos. De nuevo empecé a cuestionarme todo esto y me dije
a mí mismo: ¿Qué hacen la carne y los huesos
en el reino de los Cielos, si el Espíritu de Dios, la vida
fluente, es la ley de los Cielos que dice: YO SOY el que SOY?Y
seguí pensando: en aquel entonces, en los tiempos de
Jesús, muchas cosas eran misteriosas. Hoy día ya no
se ven cosas así. ¿Se ha alejado en este caso el
hombre tanto de Dios, o Dios de los hombres?
Simplemente no me puedo imaginar que un cuerpo
físico pueda entrar en el Cielo, donde todo es de
sustancia sutil, es decir, espiritual. ¿Cómo puede
existir allí entonces un cuerpo material? Según lo
que sé, éste sería el
único.
El
Profeta:
Quien utilice su entendimiento, debería
ciertamente preguntarse: ¿Cómo puede un cuerpo
natural terrenal, que pertenece a la materia, ser acogido en la
existencia eterna? Eso es completamente ilógico y
según las leyes de Dios, imposible. Si un cuerpo material
pudiese ingresar en la existencia pura, el Eterno habría
invalidado Su ley natural, que es un don de creación del
Creador para la vida en la Tierra. Si la iglesia católica
quiere hacernos creer que también el cuerpo físico
de Jesús ascendió a los Cielos, esto es entonces
así mismo católico, pero no la enseñanza del
Creador, que a nosotros los hombres, nos dio la ley natural,
también en lo referente a nuestro cuerpo físico.
Este pertenece a la Tierra, a la naturaleza, de la cual
surgió. El alma, si se ha convertido de nuevo en un cuerpo
puramente espiritual, pertenece a la existencia eterna, al Cielo,
del que proviene el cuerpo puramente espiritual.
Ni tan siquiera la resurrección y la
ascensión a los Cielos de Jesús tuvieron lugar en
su cuerpo material. Su cuerpo físico fue transformado de
forma más rápida según las leyes naturales,
es decir, convertido de nuevo en sustancia natural espiritual
originaria, elevado al correspondiente estado físico,
porque Su cuerpo terrenal estaba completamente traspasado por la
luz eterna, Dios, que es también Creador.
Lo que sucedió con el cuerpo físico de
Jesús, sucederá alguna vez en la totalidad del
acontecimiento de la caída: lo que es de sustancia
material burda será conducido paulatinamente a la
asimilación e incorporado de nuevo en la existencia
eterna.
Todos los procesos, tanto en el Cielo como en la
materia, obedecen a legitimidades divinas concretas. Lo
antinatural, dicho de otra forma, lo absurdo, sería
contrario a la ley divina, y eso no existe en la creación
de Dios. Para muchos hombres más de una cosa parece un
milagro, o también como una casualidad, porque
frecuentemente no saben nada acerca de las leyes de Dios, ni
tampoco de las realidades espirituales fundamentales. Esto es
ceguera espiritual. Pero Jesús de Nazaret vino para hacer
que los ciegos viesen. El ha venido también en nuestro
tiempo -en Su palabra viva.
Jesús no habló de muchas cosas de las que
habla la iglesia, tampoco de que El no fuese engendrado por
José, ni tampoco de que María hubiese concebido por
obra del Espíritu Santo, y así tampoco dijo que su
madre carnal fuese la "madre de Dios". El habló simple y
llanamente de su madre.
Jesús nos hizo ver de nuevo que nosotros -cada
hombre- somos el templo de Dios, y que el espíritu de Dios
vive en el interior de cada uno de nosotros. Jesús, el
Cristo, no impuso sacerdote alguno, ni tampoco jerarquía
eclesiástica ninguna.
Precisamente indicó a los rabinos que no
deberían hacerse honrar de forma especial, es decir, que
no se hiciesen llamar rabinos: "No os debéis hacer llamar
rabinos, pues Uno es vuestro maestro, pero entre vosotros sois
todos hermanos".
Jesús tampoco nos enseñó que
fundásemos lo que llamamos una iglesia "cristiana"
católica o una iglesia "cristiana" luterana. Jesús
habló una y otra vez del templo que está en el
interior del hombre, en el cual vive Dios, y de la camarilla
silenciosa, en la que deberíamos entrar, para mantener un
diálogo con Dios, nuestro Padre eterno -o sea, con nuestro
Padre eterno, y no con un "santo"-.
La iglesia no sólo no ha despertado esta
unión directa con Dios, no sólo no la ha mantenido
viva y la ha fomentado, sino que -al parecer
sistemáticamente- la ha impedido. Entre cada hombre y
Dios, su Padre, su fuente de vida -y en definitiva entre el
hombre y su propia vida, que llama al interior del alma, que
desea traspasar e inspirar al alma y al hombre-, se ha
interpuesto la misma institución de la iglesia: sus
credos, dogmas, ritos, sus al parecer imprescindibles
sacramentos, sus supuestos mediadores, los párrocos,
sacerdotes, etcétera y para colmo el supuesto
representante de Cristo en la Tierra.
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