La aventura del pensamiento, o ser y aparentar –
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La aventura del pensamiento, o ser y
aparentar
I
Desde hace 4,5 millones de años la humanidad
viene desarrollándose a partir de la experiencia de
conocer, explorar, descubrir, investigar y operar en el mundo
material y en el de las ideas, desplegando actos y
comportamientos, lenguaje, nociones, ideas, teorías,
haciendo objetos y atribuyéndoles a todos esas creaciones
una carga simbólica que los trasciende y los proyecta en
el tiempo y en el espacio. Esas características,
capacidades y potencialidades revelan ese complejo maravilloso y
misterioso que llamamos la humanidad de los hombres: eso que los
vuelve humanos más allá de sus variables y diversos
rasgos étnicos y de las renovadas formas de su
dotación psicológica e intelectual, o,
precisamente, a partir de ellas.
Lo humano es una construcción constante a
través de incontables actos de intelección y
concienciación acumulados y compartidos a lo largo del
tiempo en una dialéctica compleja entre lo genérico
y lo individual, comenzando por el más maravilloso de
todos los actos: la creación del lenguaje.
Ahondando en la descripción de ese proceso la
humanidad se muestra siempre como un conjunto de caracteres
inacabados e inabarcables que se autogeneran, revelan y
despliegan a través del juego dialéctico de la
experiencia y el cálculo, la acción y el potencial,
la concreción y el deseo, a través del tiempo y del
espacio, en una constante creación y transformación
tanto del homo creador como de sus creaturas.
Es en la perspectiva histórica donde se aprecia
claramente el proceso evolutivo de la humanidad y de la cultura,
términos que para nuestro propósito son
equivalentes más allá de que se quiera poner
énfasis en los creadores o en la cultura creada. Es
así como se pueden percibir los cambios en la cultura
junto con los cambios de lo humano, o si se prefiere, de la
condición humana, en construcción. También
vemos en perspectiva la aparición o presencia y desarrollo
de las múltiples dimensiones del hombre, tales como la
cognitiva, la psíquica, la de la sensibilidad y la
espiritual, todas las cuales confluyen en el homo faber, por
citar las hasta aquí conocidas en el marco de la
reconocida multidimensionalidad humana.
El hombre es sujeto y la cultura es su objeto de
creación/recreación. Y en ésta se hallan
también los otros sujetos como individuos y como
género, interactuando mutuamente como sujetos/objetos. De
modo que la cantidad de los sujetos será siempre
infinitamente menor que la magnitud de sus obras. Constantemente
la humanidad va concretando la novedad y a la vez generando
nuevos potenciales, complejizando y amplificando el mundo que
habita.
Sin embargo, la impresionante transformación
material producida por el homo faber suele desplazar la maravilla
representada por la transformación del hombre como ser
racional y moral. Pese a que son dos esferas interdependientes,
la maravilla del desarrollo histórico de la inteligencia y
la espiritualidad humana suelen quedar opacadas ante la
grandiosidad de sus frutos: la cultura material y
simbólica.
La inmensidad y variedad de la creación cultural,
incluidas luces radiantes y ominosas oscuridades, pueden llenar
de orgullo o de pesar al género humano tal cual de hecho
sucede, a tenor de las respectivas concepciones
filosóficas de cada individuo, por lo general polarizadas
entre los extremos del optimismo y el pesimismo absolutos que van
del "todo es una maravilla" al "todo es una mierda",
respectivamente, si bien entre ambos caben innumerables
gradaciones alternativas de valor.
De cualquier modo, todos los humanos somos
solidariamente responsables del debe y el haber de la
condición humana tal cual ha sido y es expresada en todos
los tiempos y lugares, de modo que la gloria o el oprobio, el
orgullo o la vergüenza, nos corresponden a todos por igual.
No así tratándose de la consideración
individual del paso de cada uno por la vida pues a esta escala lo
que nos interpela predominantemente es la diferencia, la
desigualdad, la diversidad de la incardinación de la
humanidad en cada sujeto.
Todo pensamiento, sea el primitivo y siempre presente
pensamiento mágico o el más alambicado pensamiento
racional, se ve calificado por la inteligencia en tanto facultad
genérica de los hombres, si bien no de una vez y para
siempre sino en desarrollo constante, lo cual implica
precisamente la posibilidad de avances y de retrocesos tanto en
la condición como en la acción humana.
La variedad de formas mediante las cuales la
inteligencia se revela y es puesta en acción en y por cada
sujeto particular es tan grande que suele perderse de vista que
todos los humanos la poseen en condiciones normales.
A la base de dichas diferencias se encuentra la
diversidad de contextos sociales, culturales,
etnolingüísticos y modos concretos de operar la
relación sociedad–naturaleza, todo lo cual dice
relación con formas idiosincráticas de
organización del tiempo y del espacio, es decir, de los
respectivos marcos culturales que se consideren, incluyendo, por
consiguiente, la existencia y funcionalidad histórica del
poder.
Decir qué significaba para los hombres del
Paleolítico lo que hoy damos en llamar inteligencia es una
tarea gigantesca que escapa a los marcos y posibilidades de este
trabajo. La reconstrucción del universo mental de aquellos
hombres no deja de ser una hipótesis compleja, construida
con la ayuda de la antropología cultural
contemporánea. En todo caso, la inteligencia operaba en
base a la lógica proporcionada por la experiencia y por un
psiquismo en muchos aspectos diferente al del hombre moderno, en
tanto era un dato habitual la creencia en las propiedades
mágicas de las cosas.
Si el universo mental de aquellos hombres del
Paleolítico fue, como es probable, similar en cada uno de
ellos, se podría inferir una cierta accesibilidad
igualitaria al conocimiento del saber social acumulado. Por su
parte, la Historia pone en evidencia una relativa estabilidad de
la cultura durante varios millones de años, signada por su
índole práctica y a la vez de tipo mágico
por la importante gravitación en ella de un mundo
aparentemente paralelo al humano, compuesto de mitos acerca de
dioses y otros seres superiores que precedían y
sucedían la existencia misma del género humano, y
que en determinados momentos se acercaban e
interactuaban.
Independientemente de las conclusiones del inacabado
aporte de la ciencia, la percepción de los cambios y
transformaciones de lo externo y lo interno de cada hombre
particular debe haber sido muy difícil de alcanzar durante
la mayor parte de la historia, es decir, hasta la llegada de los
tiempos en que las transformaciones comenzaron a multiplicarse y
el cambio comenzó a permanecer adherido al suelo mediante
la organización espacial en torno a la ciudad, dando
inicio al Neolítico, y en torno a los procesos que
confluyen en la Revolución Neolítica,
principalmente la domesticación de ciertos animales y el
cultivo a partir de la semilla, los que junto con la
Revolución Hidráulica configuran la
Revolución Agrícola.
Dicho proceso habría comenzado alrededor del
10.000 A.C. Sin embargo, es posible que, por lo menos en ciertas
áreas del planeta, aquellas transformaciones hayan
comenzado muchos años antes de esa fecha, tal como algunos
estudiosos que así lo creen llegan a proponer su inicio
probable hacia el 100.000 A.C.
Hoy se sabe que el paso de la etapa de
cazadores-reproductores a la de agricultores-pastores produjo la
formación de formidables excedentes de energía de
origen vegetal y animal que se reflejaron simultáneamente
en el crecimiento demográfico y en la organización
del espacio.
Pero lo que la nueva etapa implicó,
fundamentalmente, fue un creciente desarrollo y refinamiento de
la inteligencia, evidente en el hecho mismo de su eficacia en la
creación de respuestas materiales e ideales novedosas para
la vida social, toda vez que aquel conjunto de transformaciones
mencionadas fue de la mano de un crecimiento formidable de todos
los campos de la cultura como nunca había ocurrido hasta
entonces. Pensemos en la Revolución Agrícola y en
la de los Metales, en pleno Neolítico, y en la
aparición de la escritura en varios lugares del
planeta.
A partir de allí la inteligencia encontró
un inmenso campo de aplicación potencialmente disponible,
donde la mayoría de las cosas eran novedosas para los
grupos humanos que comenzaban a transitar por caminos nuevos y
también para aquellos que miraban esos cambios desde
afuera. Así, en base a la acción práctica el
conocimiento ampliaba rápidamente los límites del
mundo conocido y los de la cultura material y
simbólica.
Los intercambios con la naturaleza, en especial el
representado por el trabajo humano, se ampliaron y diversificaron
y se tornaron cada vez más cognoscibles, lo que
facilitó y aceleró su conquista por parte de
aquellas comunidades que habían ingresado a la etapa
neolítica. En consecuencia, la vida y la convivencia
social se tornaron crecientemente previsibles y hasta
planificables sobre todo a partir de la aparición del
Estado, de la autoridad y de la organización consiguiente
del poder político, con lo cual entró a jugar una
nueva variable, amalgama de pasión, de voluntad, de fuerza
y de poder.
De allí a la formación de naciones restaba
un paso muy corto. Los reinos de las incipientes civilizaciones
de regadío representaron la síntesis de lo
espacial-lingüístico-religioso y cultural lato sensu.
El paso siguiente fue la creación-develamiento de la
dimensión patriótica de los hombres, que se
valió de aquellas vertientes a las cuales a su vez
nutrió.
En el Neolítico la intelección del mundo
era una actividad social relativamente homogénea en tanto
las respectivas condiciones personales eran muy similares al
interior de la mayoría de los grupos humanos que
habían ingresado a la nueva etapa. Sin embargo, cada vez
más esa intelección, esa creación de
significado y sentido, se iba produciendo de una manera distinta,
de una forma que constituía una orientación externa
de esas miradas y enfoques, y que tendía a asumir un punto
de vista colectivo indiscutible, que se mantenía y
transmitía en el tiempo por las vías de la
religión, la costumbre, la educación familiar, la
tradición y también por los designios de la
autoridad.
La naturaleza y sus recursos condicionaban vivamente la
formación de los rasgos diferenciales de las naciones
antiguas, pero muy pronto la inteligencia aplicada a su
aprovechamiento fue marcando enormes diferencias que llevaron a
distinguir la grandeza de algunas naciones y luego de unos
imperios, y la chatura de otros grupos humanos que no
habían entrado aún en la civilización, o que
cursaban en ella con grandes dificultades.
Ninguna de estas formidables transformaciones
podría haberse realizado sin que se produjera la
división horizontal (social) del trabajo en las sociedades
que construyeron la civilización, y también la
división vertical de la sociedad, la cual determinó
desde entonces la existencia de dominadores y
subordinados.
La formación diferenciada de modos de vida (y de
supervivencia), es decir, la aparición de tareas y labores
diversas, propia de la Revolución Urbana, concomitante e
interdependiente con las ya mencionadas revoluciones
Agrícola, Hidráulica y de los Metales, fue
determinando en todas partes (a tenor de la efectiva presencia en
cada civilización de los recursos necesarios para ello) la
existencia de grupos sociales y estamentarios dotados de
conocimientos, capacidades, deberes y derechos diferentes y
jerarquizados.
A su vez, el desarrollo continuado y creciente en cada
civilización de los tipos universales de trabajo
(agricultura, ganadería, metalurgia, cerámica,
carpintería, arquitectura, transporte terrestre y
marítimo, etc, sin olvidar las artes militares y los
servicios religiosos) dieron lugar al crecimiento
económico, al desarrollo de infraestructura de todo tipo y
a una incipiente tecnología aplicada en cada uno de esos
campos.
A poco de andar, al interior de cada campo de actividad
fueron produciéndose sucesivamente nuevas divisiones del
trabajo social, lo cual trajo consigo la aparición de
nuevas especialidades y nuevos especialistas, es decir, de
hombres cada vez más entendidos en alguna clase de
trabajos.
Ya antes de la aparición del gran descubrimiento
e invención que fue la escritura, coronación de una
larga formación anterior de las diversas lenguas humanas,
fueron apareciendo ciertos conocimientos que no significaban
respuestas o aplicaciones inmediatas a desafíos
prácticos de la vida material, pero que tenían una
importancia descomunal para la humanidad, sobre todo si se
analiza retrospectivamente la aventura del conocimiento. Me
refiero al conocimiento de los principios de las cosas, al de sus
propiedades genéricas y específicas, al de los
conocimientos abstractos y al reconocimiento de la
representatividad de lo general y de lo particular.
Esos descubrimientos y conquistas del pensamiento fueron
posibles gracias a la aparición de individuos y grupos
sociales relativamente acotados, que de hecho y de derecho, por
la fuerza o por la ley, fueron realizando aportes impresionantes
de creatividad e inteligencia al caudal de conocimientos de la
humanidad.
A través de una docena de miles de años,
en algunas sociedades antes, en otras más tarde, esos
sujetos dinamizantes de la inteligencia y la creatividad fueron
apropiándose del ejercicio y la representación de
la funciones intelectuales superiores, lo cual les acarreó
el consiguiente monopolio de dicha actividad, conquistando desde
entonces hasta hoy un lugar preeminente como sectores
orientadores y como mediadores entre ellas y los
gobernantes.
Esto ha sido así a consecuencia de que las
decisiones más importantes de la vida -aquellas que tienen
relación con los anhelos, las apetencias de bienes y
valores y la imprescindible voluntad colectiva- pasaron a ser
reflexionadas por algunos hombres privilegiados que cada vez
más se vincularon con los dueños del poder a los
que servirían preferentemente a lo largo de la historia,
desde la etapa tribal hasta la de los reinos e
imperios.
Piénsese en las castas sacerdotales de tantas
civilizaciones antiguas en las que la actividad intelectual
estuvo al servicio de la creación, gestión y
administración de ideas, doctrinas, sentidos, misterios y
comportamientos religiosos, pero también sociales y
políticos; piénsese en aquellos que echaban las
bases de la matemática y la geometría aplicadas a
la arquitectura en el Egipto antiguo; y sobre todo
piénsese en los grandes pensadores de Grecia.
Hombres sabios existieron en todo el mundo antiguo
conocido donde sus contemporáneos los reconocían
como tales. En relación a los ejemplos anteriores era
posible ver en aquellos hombres al tipo del pensador, del sabio,
del hombre culto, versado y reflexivo -por oposición al
hombre ejecutor, práctico, simple y servil-, en una
palabra, a los primeros intelectuales.
La Edad Media asistió a su consolidación,
si bien el conocimiento permaneció sujeto a las
influencias y los límites del poder religioso,
especialmente en Europa, bajo la órbita de la Iglesia
Católica, como lo ha estado y sigue estando actualmente en
muchos lugares.
Será a partir de la Modernidad cuando la
actividad de los pensadores o intelectuales comience a revelar la
singularidad de su función social en casi todos los campos
de la vida social y a diferenciarse de los avatares de sus
consecuencias prácticas; es decir, sin que las
vicisitudes, riesgos, presiones de la vida práctica
constituyeran obstáculos para su profesión de
pensadores libres. Por cierto no en forma absoluta, no en todos
los pensadores, ya que la libertad de pensamiento es un derecho
que siempre experimenta acechanzas por parte de muchas clases de
poder.
Desde entonces se dedicaron cada vez más a
interrogar el Universo en sus diversas zonas y a descubrir
tesoros ocultos de especialidades del conocimiento, revelando
-cual si fueran magos- cosas sorprendentes.
Los cinco siglos de la Modernidad y en ella los tres
últimos de la formación y consolidación del
sistema capitalista mundial acompañarán
gradualmente el proceso de expansión de los derechos
individuales y sociales de los hombres al ejercicio real y cada
vez más libre de la inteligencia, tras haber permanecido
confinada por largos milenios a estrechos círculos de
hombres habilitados para reproducir pero no para crear sin
limitaciones nuevos saberes. Y para que esto fuera posible fue
determinante la expansión y organización con
sentido democrático y universal de la educación
como derecho social y servicio público en gran parte del
mundo.
Sin embargo, junto con la democratización de la
accesibilidad a la educación pública existe otro
proceso histórico que ha sido y es fundamental a la hora
de abrir espacios para el ejercicio de la libertad del
pensamiento: el proceso de laicización de la
educación que a su vez implica otro proceso: el del
confinamiento de la fe y la religión como presuntos
veneros de la verdad al interior de las almas de los creyentes y
de sus correspondientes organizaciones religiosas, con el
resultado de la consiguiente expansión de los fueros de la
razón.
No cabe duda que la larga marcha de la humanidad no ha
estado exenta de contradicciones y retrocesos ostensibles; sin
embargo, la distancia entre la situación actual y el punto
de partida es inconmensurable. Ciertamente, los mayores frutos se
produjeron cuando confluyeron los procesos de la expansión
de la accesibilidad al ejercicio del pensamiento mediante la
difusión de la lectoescritura y la organización
universal de la educación, por un lado, y por el otro el
de expansión de la libertad de pensamiento y de
expresión acerca de todos los asuntos humanos.
Ambos procesos, complementados con otras grandes
conquistas de la humanidad, han permitido un impresionante
desarrollo de las capacidades humanas en el ejercicio del
raciocinio y el consiguiente autoconocimiento humano.
Desde la Ilustración y el Iluminismo (s.XVIII)
fue aumentando la visibilización de grupos y sectores de
personas dedicadas a actividades intelectuales que funcionan como
orientadoras o educadoras del resto de la sociedad por fuera de
las ideas religiosas de cualquier tipo, y respecto de las cuales
existe un tácito consenso en designarlas como
"intelectuales" por el predominio en ellas de las actividades de
este tipo por sobre las de tipo manual. Sobre todo por
considerarlas dotadas de muchos y muy complejos conocimientos
que, en suma, tienen que ver con todas las actividades y niveles
de pensamiento, lo cual, a los ojos de las mayorías,
convierte a aquellas otras en "especialistas" en las materias que
cada una de ellas trata.
Simultáneamente, la formación del
proletariado industrial, con la consiguiente necesidad de
especialización y cualificación de mano de obra
destinada a optimizar los procesos socioeconómicos y
políticos cada vez más complejos del sistema
capitalista y de la Revolución Industrial, consolidaron
aquella emergencia de grupos, sectores o estamentos dedicados a
actividades intelectuales superiores. Luego, ya en el siglo XX se
perfilaron dos grandes orientaciones o áreas del
pensamiento donde se desenvolvían los grandes pensadores:
por un lado la filosofía y las ciencias sociales; por el
otro las ciencias duras de investigación pura y
aplicada.
A esta altura del presente trabajo es posible colegir
que lo humano ha llegado a ser un complejo ensamble
simbólico presente en el individuo con caracteres
absolutamente subjetivos, y a la vez un complejo producto
simbólico que puede ser pensado y analizado por cada
hombre particular en forma consciente y presente, es decir, en
acto. Y también en forma subjetiva, aunque puedan
presentarse registros de formas que escapen a una subjetividad
libre.
Sin embargo -nos adelantamos a advertir-, al igual que
sucede con el conocimiento de la realidad, el conocimiento de la
humanidad de los hombres (tan sólo uno de los tantos
asuntos graves y complejos de aquella) no consiste en el
inventario o la clasificación de lo existente, sino en la
experiencia de nuestra conciencia respecto de estar siendo en la
realidad. Por un lado develamiento de significados y sentidos
cambiantes, y por otro un destino de finalidad, de trascendencia,
de fatal movimiento hacia adelante que nos llama desde el
incógnito futuro mucho más que lo que la fuerza
inercial del presente nos proyecta hacia el futuro.
Entraremos en estas consideraciones a
continuación.
II
Poco después de la culminación del proceso
de división de las ciencias y la consiguiente
consolidación y prestigio de los especialistas y los
grandes intelectuales (proceso estrechamente vinculado al
optimismo de la razón, cuya coronación fuera la
filosofía del Progreso), y a tenor del sacudón que
representó para ésta la Primera Guerra Mundial
comenzó a desarrollarse una mirada pesimista que
ponía el acento en los sentidos contradictorios que
podían hallarse en el imperialismo racionalista y
también en el desarrollo y funcionamiento de los cada vez
más numerosos sectores intelectuales.
Para referirnos a ello vamos a aclarar los sentidos que
le damos a la palabra intelectuales. Para ello nos
valdremos de la diferenciación que efectuara Paul Baran en
1961, acerca de la existencia de los intelectuales
propiamente dichos, o intelectuales a secas si se prefiere,
y los trabajadores intelectuales, marcando la diferencia
entre ambos la presencia de la libertad y el
compromiso en los primeros, cuando efectivamente ello es
así, pues puede que dicha presencia sea sólo
aparente.
Además de esa clase de intelectuales superiores,
la diversidad y complejidad de los campos de la vida social en el
sistema capitalista actual necesita de otras personas que
realizan actividades intelectuales respecto de las cuales no son
determinantes los fines de su acción y los marcos
ideológicos, éticos y prácticos
implícitos en ellas.
Éstos últimos son los trabajadores
intelectuales (piénsese en los contadores, los
técnicos, los empleados de banco, los maestros y
profesores, los periodistas, etc, etc).
Pues bien, los trabajadores intelectuales y el grueso de
las personas que en la sociedad no pertenecen a la primera
categoría de intelectuales de Paul Baran vienen realizando
y reforzando una milenaria delegación simbólica de
las más altas funciones del pensamiento a aquellas
personas que hemos descripto como los intelectuales a secas.
Éstos han tenido frecuentemente y por diversas razones
comportamientos sociales que marcaban un distanciamiento del
grueso de la sociedad concreta en que desenvolvían sus
vidas, incluso al grado de ser percibidos en general como
elitistas y con altas jerarquías.
Esa suerte de extrañamiento de los sabios iba
unida a la sustracción de la mayoría de los saberes
sistemáticos del campo mayoritario de las sociedades. Esa
amalgama de extrañamiento convertía de hecho a esos
intelectuales y a sus conocimientos en una masa lejana, abstrusa,
sólo cognoscible por los primeros, de modo que los sujetos
intelectuales y los contenidos simbólicos de su actividad
intelectual se legitimaban de hecho ante los ojos de las
mayorías. Y a ello contribuía la creciente
producción intelectual de aquellos, de modo que la
profusión cuantitativa de discursos racionales reforzaba
la presunta jerarquía e importancia de los
"descubrimientos", incluyendo el hecho de que, paradojalmente,
éstos fueran poco conocidos en extensión y
profundidad por parte de las mayorías sociales,
todavía desprovistas en general del conocimiento de la
lectoescritura.
A pesar de esto, y como sucede en tantos otros asuntos
de la vida, lo desconocido abruma y provoca supremacías
sobre los espíritus vulnerables. Los lenguajes abstrusos,
la complejidad de los razonamientos y los temperamentos
quisquillosos de muchos de aquellos intelectuales -tenidos
incondicionalmente como cultos y sabios- reforzaban su
ascendiente sobre los sectores sociales de la base de cualquier
pirámide social, es decir, sobre las mayorías.
Fenómeno éste que es similar al de la
idolatría de los artistas por parte de sus fans, con la
diferencia de que en este caso los admiradores tienen elementos
objetivos para tomar posición respecto de sus admirados
ídolos, tal como el gusto y la admiración por sus
actividades y talentos, e independientemente de sus particulares
capacidades de apreciación de aquellos.
En el caso de los intelectuales de la cultura letrada y
libresca sus fans nunca serán iletrados, por lo general.
Esto no implica negar que, de hecho y en muchos casos, han
existido y existen grados diversos de conocimiento de aquella
cultura a través de su transmisión oral.
La jerarquía atribuida a algunos intelectuales
vivientes, y el deslumbramiento que pueden llegar a provocar,
lleva con frecuencia a algunos contemporáneos a
convertirlos, a fuerza de admiración, en una suerte de
gurúes, no sólo en mérito a su
nombradía y reputación sino también por la
gravedad que potencialmente sus capacidades intelectuales
revisten a sus ojos.
La conocida frase "¡Qué bien habla el
dotor!" no constituye únicamente una
percepción ingenua de los de arriba por parte de los
sectores "populares" sino fundamentalmente una implícita
sumisión de clase y la consiguiente legitimación
del rol y las funciones de los cultos e ilustrados por parte de
quienes no lo son o no se autoperciben a la misma altura
intelectual.
En todas partes los intelectuales ocupan elevados
sitiales en una escala jerárquica que les confiere mayor
exposición, poder de comunicación y resonancia
debido a la "altura" en que se hallan respecto de casi todos los
demás hombres comunes que les brindan respeto y
veneración.
En los últimos dos siglos y medio abundaron los
casos de intelectuales famosos respecto de los cuales la
resonancia de sus famas precedía largamente a sus
apariciones reales y también al conocimiento profundo de
sus respectivas obras, apenas compensado en ocasiones por algunas
citas extrapoladas. De ahí que en torno a ellos surgieran
círculos de admiradores y discípulos, capaces de
arriesgar su vida porque el Maestro posara sus ojos en ellos, o
por tener la dicha de escuchar de sus labios alguna de sus
usualmente singulares definiciones urbi et orbi.
En el ínterin, los respectivos admiradores
pasaron de coleccionar frases y sentencias impresos en
manuscritos y libros y hasta transmitidos oralmente, a
fotografías y retratos hasta llegar a los modernos
soportes informáticos, y todo con tanta devoción
que algunos intelectuales fueron convertidos por ellos en
modelos, en arquetipos, tan importantes para su feligresía
como fueron desde mediados del siglo XIX los héroes y los
santos para quienes rendían culto a la Patria.
Tanto en el campo del pensamiento como en el de la
acción política hubo y hay intelectuales a secas y
trabajadores intelectuales abonando con su pensamiento, su
escritura y su palabra las orientaciones e inducciones colectivas
que el poder dominante y sus aliados necesitan para mantener el
control de las sociedades respectivas, y también, aunque
generalmente en menor cantidad, los hubo y los hay que cuestionan
e impugnan las formas oficiales, los moldes en que se configura
la realidad.
Esa condición de modelos a imitar llegó a
ser tan fuerte sobre sus cohortes de fanáticos, sobre todo
en el siglo XX, que en muchos casos generó en ellos
vocaciones, apostolados y hasta sacrificios sin límites.
Todo a cuenta de que la fama y la adoración acaba por
revestir a algunas de estas personas singulares de una suerte de
fata morgana que a la postre terminaba siendo más
atractiva y trascendente que su personalidad real, y que
trascendía el tiempo y el espacio más rápido
y más intensamente a menudo que el contenido de sus
correspondientes obras.
Fue en ese siglo, precisamente, cuando la
mercantilización de sus destellos llegó no
sólo a las piezas de oro de sus obras sino incluso a la de
los brillos de oropel de muchas de aquellas famas, a menudo en
mayor medida que sus respectivas obras.
Hoy es fácil observar que muchos de estos
admirados "hombres sabios" utilizan parte del tiempo que antes
dedicaban a pensar acerca de cuestiones que ellos mismos
decidían para pasar entonces a administrar el valor de los
usos reales y potenciales de sus famas, de sus exposiciones
circunstanciales respecto de múltiples y variados asuntos
y de sus vínculos e influencias intra y extra literarios,
pero en todos los casos independientemente del valor del
contenido de sus pensamientos. Tampoco nada novedoso, por cierto,
pero que cada vez es más mercantilizado como si fuera oro
de buena ley.
Es decir, sus aureolas y sus sombras parecen
independizarse cada vez más de sus propios cuerpos y de
sus creaciones, obteniendo de este modo y frecuentemente mayores
gratificaciones que con éstas últimas.
Es fácilmente reconocible que para apropiarse del
valor adicional del prestigio y la publicidad gratuitos que
invisten hoy los vínculos marketineros de carácter
masivo sólo deben atender y mantener una
consideración constante sobre las expectativas de la
demanda (de la demanda real y de la potencial, como sucede
actualmente), no ya para descubrir lo que ésta esperaba de
la función "sacrosanta" de pensar. ¡No, no, no! Ya
no se esperan "deberes" ni "misiones" de los intelectuales como
en la ya centenaria etapa del Romanticismo Social en
América latina, y en especial en tiempos de la
Revolución Social. Ésta ya había concluido
mucho antes de que la palabra Posmodernidad comenzara a
escucharse habitualmente en estos lares.
De modo que, estimado lector, hace rato que compartimos
un supuesto presente que sin que nos demos cuenta se nos esfuma
constantemente por atrás para darnos una versión
descafeinada del Ser intelectual hoy y aquí. Esto no es
otra cosa que un mero ejercicio lingüístico complejo
e inútil dentro del mercado capitalista mundial, que
atiende fundamentalmente a sus valores de cambio y no a los de
uso, lo cual, una vez más, no es algo nuevo, pero que
actualmente es desembozada y descaradamente asumido, aprovechado
y reproducido mientras simultáneamente torna más y
más sofisticada su presunta criticidad.
Metafóricamente hablando, para navegar en barca
intelectual hoy basta con hacerse a la mar sin arribar nunca a
costa alguna como condición para la producción y
reproducción como intelectual y de ejercicios
intelectuales posteriores. Sólo se debe flotar para
permanecer y ser visible. Lo intelectual es hoy como el oropel,
un breve baño dorado sin riqueza ni calidad
áurea.
No es que no se escuchen ya los ecos de viejos discursos
de la etapa anterior, impresos en diversos soportes o en memorias
particulares supérstites. Claro que se escuchan
todavía, aunque con mayores distorsiones y
ambigüedades, pero ya no para pregonar misiones futuras que
todo mundo sabe o intuye que están fracasadas de antemano,
sino para llevar a cabo el nuevo "rebusque" de los intelectuales
al uso entre nosotros (¡en definitiva uno habla de los
intelectuales concretos que ha conocido y conoce, y no de los
intelectuales en abstracto, ni menos aún de los de
Utopía). Es decir, para hacer lo que hacen hoy muchos de
estos intelectuales culturosos que viven y muy bien del Estado al
que constantemente critican: "dar cuenta del
presente".
Examinarlo, describirlo, diagnosticarlo, divulgarlo y
mercantilizarlo, no ya para proponer alternativas,
transformaciones o cuestionamientos a la condición humana,
sea en abstracto o concretamente.
Seguramente les ha de corresponder a ciertos
intelectuales (sobre todo a los de décadas y siglos
recientes) una gran responsabilidad por el fracaso de las
quimeras con las que empapelaron el mundo, y por el consiguiente
agotamiento físico y moral de muchos de los que murieron
agónicamente, de los que sobrevivieron y de los que
nacieron después… lo cual torna comprensible tanta
desafección actual respecto de aquellos delirios que
habían llegado a ser el non plus ultra de la
existencia.
Con todo, no seguiré adelante con este tema pues
es una forma más del "dar cuenta" de que hablábamos
antes, sino que pondré brevemente el acento en las
diferencias de los intelectuales actuales con los de aquella
época de emblemáticos delirios.
Pues, y esto es lo que me parece grave hoy, los actuales
que están y se pueden ver ya no
necesitan pensar profundamente, ni con originalidad…
Sólo tienen que "dar cuenta del presente", y eso en los
ropajes al uso; esos que espera la demanda creyendo y sintiendo
que de ese modo pasa por actualizada, por creer que así es
progresista, que no tiene en su cabeza el enano fascista de
Neustadt, y que por todo ello está
viva.
Lo que sí continúa siendo el País
de Utopía es la Universidad, en manos de izquierdas seudo
radicales, tremendistas, patoteras y piqueteras que junto con sus
autoridades se alinean a las autoridades populistas para dar
cobertura a "los proyectos" de los nuevos caudillos, a cambio no
de la mejora de la educación, de la ciencia y del
desarrollo, sino de cobrar y seguir estando cómodamente
instalados y haciendo la plancha los profesores, y de "abrirse
camino" los nuevos egresados. Eso sí, ¡siempre con
el sambenito del "Che" en la boca y la lucha por "El
socialismo"!
Dije "hacer la plancha", es decir, flotar sin hacer
nada. Ya no se trata de hacer de verdad algo como en otras
épocas, por más delirante que aquello haya sido.
Ahora tratan de aparentar que se hace, pero sin hacerlo, pues se
les acabaría a estos intelectuales su encantador negocio
si resolvieran todos los problemas (una utopía, por
cierto), pero tampoco resuelven ni un solo problema. Y a pesar de
reclamar siempre mejores condiciones salariales nunca van a pedir
el famoso año sabático (por mí les
daría 99 años sabáticos) para no correr
riesgos de ninguna clase ni ser eventualmente desplazados de la
escena por nuevas camadas de aspirantes.
Es increíble que la humanidad continúe
despojándose voluntaria y alegremente de la función
individual y social de pensar su existencia para dejarla a cargo
de ciertos hombres tan inútiles como los que estamos
describiendo, que acompañados por futuros "trabajadores
intelectuales" vivirán del presupuesto mientras
enseñan discursos memorizados e inútiles de cada
vez mayor fugacidad e inconsistencia.
Mientras tanto ponen cara de sufrimiento aunque no
representan a nadie, han subrogado a casi toda la sociedad pero
ni siquiera para manipularla desde sus propias ideas pues las que
dicen tener son como agua de tallarines (no sirven para nada).
Seguramente usted está pensando en los mismos nombres y
las mismas caras que yo.
Pero si usted, amigo lector, retoma en este punto el
argumento mencionado más arriba de la indetenible
expansión de los sistemas educativos en el mundo, pensando
que este fenómeno compensa esa delegación y
subrogación de la producción intelectual masiva que
venimos tratando, le contesto que no constituye
compensación alguna ni reequilibrio, pues en general los
sistemas educativos no enseñan a pensar con
autonomía, ni a reconquistar la libertad perdida.
Sólo brindan instrucción e ilustración, y a
menudo ni siquiera esto.
No se me escapa que las características
actualmente deficitarias del producto -o sea la enseñanza
impartida en los niveles obligatorios de la escolaridad actual-
es estrechamente dependiente no sólo del estado y las
características del alumnado, sino también de los
del profesorado, y fundamentalmente de los fines oficiales reales
de los sistemas educativos a nivel mundial. Piénsese que
los viejos resúmenes Lerú hoy serían
enciclopedias frente al aprendizaje cada vez más
frecuente de 15 renglones como máximo por tema y con
posterior coloquio colectivo previamente aprobado para
estimular a los chicos, en instancias educativas de nivel
terciario y universitario.
Añado a las consideraciones precedentes un
cuestionamiento estratégico, nada original por cierto,
respecto del sentido (¿o más bien sinsentido?) que
encierra transcurrir la tercera parte de la vida humana (el tramo
de mayor productividad y lucidez física e intelectual de
las personas) encerrado entre paredes semejantes a
cárceles cuyos cerrojos no desaparecen luego, cuando
supuestamente los prisioneros entran en "la vida", sino que se
tornan invisibles.
Miremos la realidad nacional y mundial y pensemos si
valió la pena que tantas generaciones de niños,
adolescentes y adultos jóvenes soportaran dicha
prisión. ¿Qué habríamos perdido de no
haber estado presos tanto tiempo? ¿Acaso lo que vino
después para cada uno -la etapa del mercado de trabajo- se
vio beneficiada por aquella prisión? Bien vale preguntarse
en este instante lo que ya afirmara el lúcido intelectual
chileno Dr. Claudio Naranjo, si la escuela nos ha enseñado
lo más importante en la vida, es decir, a ser
felices.
Creo como él que no lo ha hecho ni lo hace, ni lo
hará. Simplemente nos anestesia para soportar mejor las
cadenas que nos dejaron las generaciones precedentes y las que la
generación de cada uno va creando.
Pues bien, esos años de prisiones ni siquiera
ponen a las masas en contacto con intelectuales, sino que lo
hacen con trabajadores intelectuales entrenados para difundir un
conjunto básico de digresiones hechas por terceros
–muy pocas de ellas provenientes de intelectuales
verdaderos y valiosos- acerca de cuestiones de moda que cada vez
más aumentan desmesuradamente y en gran medida el
conocimiento inútil.
Esos trabajadores intelectuales supernumerarios y
robotizados con los que convivimos constantemente,
prácticamente durante un tercio de nuestras vidas, no
contribuyen al desarrollo progresivo de la condición
humana con nada que tenga mucho mayor valor que los eventuales
actos de pensamiento y decisión que podrían
emprender los hombres comunes individualmente considerados en
relación con otros paradigmas de civilización
diferentes a los del mundo actual.
Claro que los hombres comunes del grueso de las
sociedades en general ya se han acostumbrado a que los hombres
sabios piensen y decidan por ellos, y por más que no lo
admitan tampoco creen en los intelectuales tal como
ocurría en tiempos no muy lejanos. Y mucho menos creen hoy
en los profesores intermediarios. Y sin embargo, no les interesa
sacárselos de encima.
Los intelectuales de mercado, aquellos que no se
pertenecen a si mismos, y los reproductores por un salario
(presas menores de la fauna intelectual) aplican en sus vidas
profesionales el famoso "como si"… Ellos hacen, mejor
dicho parecen estar pensando profunda y autónomamente (y
con "sentido solidario", of course, como espera la demanda), en
tanto los hombres comunes hacen como si los tuvieran en gran
estima y consideración junto con sus obras.
Lo cierto es que, masivamente, casi todo el mundo piensa
menos que en otras épocas, sobre todo porque existe una
cultura del ocio y del espectáculo que vuelca a las
personas fuera de si mismas como supuesta terapia contra los
viejos y los nuevos dolores del cuerpo y del alma. En este marco,
pensar es un compromiso incómodo para la mayoría de
los hombres actuales, y esto por múltiples razones que no
alcanzaríamos a desarrollar en este lugar.
Vale decir, entonces, que las mayorías no tienen
actualmente expectativas especiales depositadas en los
intelectuales que supuestamente deberían ocuparse de lo
que aquellas no pueden, no saben o no quieren realizar por si
mismas. Esta función es hoy un mero nicho cultural que la
mayoría de las veces que es consumida por la gente
común lo es como mero entretenimiento o como
símbolo y promoción de nuevos status.
Con todo, en lugar de que los públicos actuales
cuestionen política o ideológicamente a los
intelectuales, como era lo habitual en el siglo XX, y sobre lo
cual prácticamente no existen hoy motivaciones ni
consensos evidentes, sí es posible ponerse de acuerdo en
que sería más fácil y más
lógico cuestionarnos a todos nosotros precisamente como
públicos.
En este sentido, deberíamos examinar
críticamente por qué no tenemos expectativas
sólidas sobre la función intelectual llevada a cabo
en forma ostensible por el sector dedicado a ello,
fundamentalmente para comprender que esta situación
constituye, en definitiva, una prueba de renuncia y
desinterés en las bondades del pensamiento, y en
última instancia, pérdida de la fe (como garante
finalísimo) de la verdad.
A priori es fácil colegir que no se trata de una
boutade, sino de un grave problema social, ya que vivir sin
pensar por uno mismo es como vivir en la oscuridad, con el
consiguiente peligro de que uno se acostumbre a ello, pero peor
aún con el riesgo de terminar ciego.
Si las mayorías actuales, que pueden ser
caracterizadas como productoras y consumidoras (pero no
productoras de pensamiento decidida y ostensiblemente
autónomo), en consecuencia, individual y socialmente no
soberanas, no creen ya en los intelectuales que las subrogan, ni
tampoco quieren retomar la función delegada debido a la
complejidad del sistema sociocultural mundial, los intelectuales
podrían encarar otras tareas distintas a las
tradicionales, y respecto de éstas últimas
podrían llamarse a silencio no sólo por la historia
de sus responsabilidades y fracasos conocidos sino porque no es
propio de ninguna representación ni delegación que
los mandatarios esparzan por doquier sus obsesiones y su
egolatría. Lo cual es lógicamente extensible a los
políticos, por supuesto, sus grandes aliados.
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