- Introducción
- Fawcett y el espacio de la
alteridad - El
maestro del misterio - Espiritismo, fantasmas y
profecías - Locos
por Fawcett - Palabras finales
Introducción
La representación literaria y científica
de la Amazonía, durante la segunda mitad del siglo XIX y
las primeras décadas del siglo XX, estuvo marcada por un
rasgo particular y dominante, propio de la óptica
imperialista en la que había nacido: la de la
alteridad más absoluta.
A ese universo diferente, alterno, donde nada
se parecía a lo previamente conocido, y en el que todo se
revelaba como desmesurado, salvaje, misterioso y críptico,
es al que dirigió sus botas uno de los personajes mas
conspicuos de la historia del expansionismo europeo: el coronel
Percy Harrison Fawcett.
Este famoso explorador inglés, que desapareciera
devorado por la jungla en mayo de 1925 y que desatara una
búsqueda implacable a lo largo de las décadas
sucesivas, es a quien más se lo ha asociado con el mundo
del esoterismo, la magia, el espiritismo y las supersticiones
amazónicas; que él mismo se encargó ?entre
otras muchas cosas? de recopilar y volcar en su libro
(póstumo) A Través de la Selva
Amazónica.[1]
La personalidad de Fawcett es compleja. En ella se
combinan el racionalismo y la ciencia junto a las creencias y
teorías más delirantes que puedan haberse generado
en la transición del siglo XIX al XX. Romántico,
obstinado, exigente. Abierto a las experiencias místicas
mientras calculaba, fríamente, con su teodolito distancias
y alturas o fijaba límites entre países y
descubría geografías inexploradas hasta ese
momento. Sus apuntes son un amasijo de datos, anécdotas y
aventuras en las que no escasean las exageraciones, incluso las
mentiras. Es que en el gremio de los exploradores, como
en el de los pescadores amateurs o profesionales, las
hipérboles más rimbombantes son muy comunes;
máxime en una época en la que era necesario
"estar allí" para comprobar lo dicho (y lo
visto). No fueron escasos los debates que se generaron por
tal motivo, ni las acusaciones de deshonestidad, por parte de los
miembros de tal corporación.
En el discurso de Fawcett, y en el que se derivó
del suyo hasta hoy en día, podemos encontrar un listado de
temas que siguen alimentando especialmente a los acólitos
de la denominada Nueva Era (New Age); quienes, armados
con argumentos en absoluto comprobables, mezclan una serie de
conceptos, a priori considerados verdaderos, con el
afán de transmitir una imagen del mundo y de la realidad
histórica que muy lejos están de los
parámetros heredados de la modernidad, de la ciencia e
incluso del sentido común. Se conforma así un
imaginario (que Fawcett adquirió y después
difundió, directa o indirectamente) en que energías
misteriosas, estatuillas esotéricas, atlantes,
teosofía, sectas, extraterrestres, civilizaciones
antediluvianas perdidas, intraterrestres, ciudades
subterráneas, espiritismo, ruinas misteriosas, tesoros y
extrañas criaturas derivadas de un evolucionismo mal
entendido, se entremezclan creando un clima de aventura y
misterio del que difícilmente podemos quedar
ajenos.
Y la forma en que la Percy Harrison Fawcett murió
contribuye, y mucho, a seguir alimentado esos delirios
neo-románticos que tantos libros venden.
El coronel, simplemente, desapareció. Y no en
cualquier lado, ni por causa de una decisión prosaica
tomada por algún gobierno dictatorial en su contra. No.
Fawcett desapareció en el Amazonas. En el corazón
de lo que él llamaba "el infierno verde". En el
seno mismo de lo extraño. Y como si eso fuera poco:
buscando una ciudad perdida a la que llamaba Z.
En el presente trabajo trataremos de entender el origen,
contexto histórico, influencias y derivaciones de su
pensamiento esotérico de Fawcett, así como sus
contribuciones a la construcción de una
representación de la Amazonía llena misterio y,
fundamentalmente, escenario ideal de la aventura, tanto
espiritual como física.
FJSR
Fawcett y el
espacio de la alteridad
Con la desaparición de Percy H. Fawcett en el
Amazonas, la barbarie pareció devorarse a la
civilización. Y lo que antes fuera el "Paraíso
Terrenal", del que hablaban los primeros sacerdotes de la
conquista durante el siglo XVI, devino en un "Infierno"
húmedo, salvaje y verde, capaz de fagocitarse sin
sentimiento de culpa alguno a uno de los hijos dilectos del
Progreso.
La suerte que Fawcett corriera en la región del
Xingú (Matto Grosso, Brasil) en mayo de 1925
resultó ser una especie de profecía autocumplida ya
que, leyendo los apuntes del explorador (esos que sirvieron a
escribir su famoso libro) se puede entrever, en decenas de
historias que él mismo recopilara en plena espesura, y en
las voces de muy distintos aborígenes, que la selva, en
definitiva, siempre termina ganando la partida. Que su silenciosa
fuerza no sólo podía devorarse a un puñado
de hombres bien entrenados y abanderados del
"Desarrollo", sino también tragarse
civilizaciones antiguas enteras, lanzándolas al olvido y
quitándolas de las páginas de la historia escrita.
A una de esas misteriosas civilizaciones dirigía Fawcett
sus pasos. Corriendo, en última instancia, la misma
suerte.
Tal vez por ese motivo, después de su
desaparición, empezara a correr el rumor de que el
arriesgado coronel británico no había muerto. Por
el contrario, seguía vivo gobernando desde el interior del
Amazonas, como rey, a la ciudad y a los indios que lo
habían secuestrado. El Progreso occidental no
podía dejar de imponerse. Y así, al menos en el
plano de lo imaginario, lo consiguió.
La representación de la selva amazónica,
que Fawcett junto con otros viajeros y exploradores se encargaron
de difundir, fue alimentada, promocionada y vendida, con mayor
éxito que la literatura de viaje, por las películas
etnográficas y de ficción que, desde la
década de 1920, se pusieron de moda, invadiendo las
"variedades" (cortos) que se proyectaban antes del film principal
en todos los cines, hasta la década de
1950.[2]
Con estas proyecciones, en las que realidad y
ficción se entremezclaban a veces con fines comerciales,
no sólo se fortaleció la identidad occidental (a
través del contraste que estos filmes pretendían,
mostrando culturas exóticas) sino que se construyó
un imaginario selvático/amazónico que aún
hoy en día perdura con tintes y elementos definitorios tan
precisos como estereotipados.[3]
Repasar los textos de Fawcett implicaba sumergirse en un
universo diferente y raro para el europeo promedio. Todo en
él es desmesurado y primitivo. Atractivo y peligroso al
mismo tiempo. Incluso, en sus escritos, es factible encontrar
fantasías y exageraciones muy parecidas a las que se
hallan en las primeras crónicas de la conquista americana,
en las que se entremezclan monstruos, sociedades extrañas
y salvajismo. Es la otredad en su estado
puro.[4] Y a pesar de tener sobre ella una mirada
condenatoria y despectiva (alimentada por el omnipresente
eurocentrismo), muchas cualidades que la sociedad industrial
empezaba a echar de menos (libertad plena, contacto con la
naturaleza, ingenuidad y felicidad despreocupada) empezaron a ser
revaloradas. Pero, claro, había que ir a buscarlas a la
selva y no todo el mundo estaba dispuesto a correr los riesgos
que Fawcett corrió. Era referible un acercamiento
intelectual, cómodamente sentados en el sillón del
living de sus casas.
Para eso estuvo el coronel. Para hacer de intermediario
entre un mundo y otro. Y si ha quedado en la memoria colectiva de
tantos es porque hizo muy bien los deberes.
Formado en la escuela de exploradores de la Royal
Geographical Society de Londres (RGS), bajo un programa de
corte racista, eugenésico y claramente imperialista,
Fawcett no pudo obviar ese legado en sus comentarios y
descripciones.[5] Aún así,
observamos algo interesante: en muchas oportunidades, el salvaje
amazónico se salva de un juicio aún más
lapidario al rescatar ciertas habilidades "misteriosas"
practicadas en sus tribus (capacidad para ablandar piedras,
telepatía). Curiosamente, aquello que es ajeno a lo humano
(por imposible) es lo que los termina humanizando.
La geografía amazónica de Percy H.
Fawcett, recreada por su "ilimitada
imaginación"[6] se termina
convirtiendo en un útero cálido de infinitas
posibilidades. Encuadrada por la selva, todo allí dentro
es posible. Aún lo quimérico: desde el
descubrimientos de ruinas, decenas de veces milenarias, pasando
por tribus primitivas, estancadas en una fase anterior a la del
homo sapiens sapiens, hasta llegar a la existencia de
animales prehistóricos (extinguidos), cuyas huellas cree
encontrar el la región de las selvas del Madidi, en
Bolivia.
La Amazonía es también el reducto en donde
un conocimiento milenario y olvidado, esotérico y
perteneciente a una civilización ultra-avanzada y
desaparecida, espera ser descubierto. Y ya no es el oro (el
vil metal) el objetivo último de su búsqueda,
sino las enseñanzas de ese pueblo misterioso, conservadas
en bibliotecas subterráneas con las cuales, los
sucedáneos de Fawcett, pretenden hoy en día probar
sus delirios milenaristas.[7]
El legado del coronel británico ha sido duradero.
Sus fantásticas creencias, también sus
exageraciones y mentiras (curiosamente las más
estrambóticas), perduran; alimentando el núcleo
duro de variedades de sectas que, como ya veremos, siguen
empecinadas en conservar una imagen "maravillosa" de la
Amazonía. Una representación alternativa que se
oponga a la monotonía desencantada del mundo
contemporáneo, casi por completo explorado.
Tal vez ahí resida el atractivo del libro de
Fawcett. Una mezcla de datos realistas, observaciones in situ y
leyendas que, como en las novelas de caballería de los
siglo XV y XVI, nos permiten soñar con la probable
existencia de un planeta aún inacabado.
El maestro del
misterio
El universo onírico de Percy Harrison Fawcett
estuvo influenciado no sólo por el contexto
histórico en el que alcanzó la adultez, sino por su
propio entorno familiar, lecturas y experiencias personales. En
él quedan condensadas gran parte de las contradicciones de
fines del siglo XIX y principios del XX. Una época, sin
duda, de transición; en la que se pasó del
"encanto" al "desencanto". De la modernidad
exultante a la modernidad criticada. Siendo el
propio Fawcett uno de los tantos vehículos de esa
transformación cosmovisional.
Su protagonismo en el peor de los procesos
históricos que viviera el hombre contemporáneo, la
Primera Guerra Mundial (1914-1918), lo convierte en testigo
participante de una "época interesante". Porque
nuestro explorador sí estuvo en las trincheras, peleando
por Inglaterra entre 1915 y el fin del conflicto, a cargo de una
batería de cien hombres en la zona vecina a Ploegsteery,
al oeste de Bélgica.
Aunque acostumbrado a experimentar condiciones
sórdidas y difíciles en la selva, Fawcett no
dejó de sorprenderse del despliegue de locura y muerte
durante la conflagración. La guerra que iba a terminar
con todas las guerras lo impactó hasta tal punto que,
aún haciéndose cargo de las responsabilidades que
le cabían[8]no dudó en llamarla el
"Armagedón". Una carnicería de cuerpos y
almas destruidos que, con seguridad, hizo se replanteara gran
parte del legado, por demás optimista, recibido del siglo
que lo viera nacer. Y los salvajes de la selva, que
él tan bien conocía, quedaron redimidos en la Gran
Guerra porque, como escribió, "el canibalismo al menos
proporciona un motivo razonable para matar a un hombre, lo cual
es más de lo que puede decirse de la guerra
civilizada".[9]
El hombre y su ciencia eran capaces de cualquier cosa.
Incluso la de destruir el concepto mismo de Progreso. En una de
sus cartas personales decía:
"¡Civilización! ¡Dioses! Para ver lo que
uno ha visto, el mundo es una absurdidad. Ha sido una
explosión demente de las más bajas emociones
humanas".[10] Sus opiniones sobre la especie
debieron cambiar y difícilmente pudo quitarse de encima el
decadentismo spengleriano, que tanto éxito tuvo
terminado el conflicto. Por todo esto no sería
extraño que buscara (conciente o inconscientemente), fuera
del ámbito europeo y "civilizado", el
humanitarismo y el conocimiento de otras épocas,
proyectándolos a los pocos rincones vírgenes que
quedaban en todo el planeta: la Amazonía.
Encontrar esa civilización tan avanzada y perdida
en plena selva, era como volver al inicio. Empezar de nuevo.
Reencontrar en el pasado ese espíritu elevado,
místico, que su propia época parecía haber
perdido. En alguna parte debía estar. Intacto. Puro.
¿Qué mejor sitio que en esa Atlántida
amazónica? ¿O entre las tribus aisladas? ¿O,
quizás, en un mundo escondido, intraterrestre, adorado por
sectas y grupos de dudoso prestigio?
No era posible que aquello que volvía humana a la
humanidad se hubiera perdido indefectiblemente en aquellas sucias
y maloliente trincheras. Tenía que permanecer en
algún "otro" sitio. En un espacio
prístino, aislado, y ajeno al derroche de maldad del mundo
externo. Fue así como Fawcett terminó por
encapsularse en sus irrealidades previas, creyéndose sus
propias exageraciones.
Y no sólo eso: en 1925 salió en su
búsqueda definitiva.
Desde joven, P.H. Fawcett fue un individuo con muy
variadas inquietudes intelectuales. Romántico, irracional
en más de un aspecto y con un deseo infinito de aventuras.
Su búsqueda de emociones fuertes le imposibilitaron estar
mucho tiempo en el hogar familiar. Compartir la cotidianeidad, a
la que estaban condenados la mayoría de los mortales, lo
inquietaba; y a poco de relajar sus músculos, empezaba a
sentir la imperiosa necesidad de volver a la selva, con la que
tenía una contradictoria relación de
amor/odio.
Regresar al su "infierno verde" lo hacía
sentir vivo, por eso, cuando lo recordaba apoltronado en el
living de su Inglaterra natal, no podía dejar de recrearlo
mentalmente, atribuyéndole cualidades maravillosas y
regenerativas de las que, en su momento, no había nunca
pensado. Idealizaba la selva. La convertía en el escenario
de sus contingencias, romantizando sus experiencias.
Sazonándolas de misterio, intriga y peligros que, con la
distancia, se volvían más significativos y densos.
Más atrayentes y estimulantes. En una palabra: los
convertía en la excusa perfecta para tomar impulso y salir
de nuevo en la próxima expedición.
La carga emotiva y literaria que Fawcett le dio a sus
escritos queda evidenciada en su libro póstumo.
Allí, las historias y anécdotas con las que adorna
sus penalidades en la Amazonía, se convierten en el
decorado más atractivo de su singular prosa. El propio
Fawcett termina convirtiéndose en el protagonista de
riesgos inimaginables para un inglés victoriano y en el
antihéroe de decenas de momentos que, aunque
dramáticos, terminaron seguramente exagerados para
convertirse en la quintaesencia de lo que él buscaba: la
aventura.
Pero la aventura era también algo puramente
intelectual. Pasaba por su cabeza y no sólo por sus
músculos. El escenario selvático y el bagaje de
ideas previas que Fawcett traía a cuestas eran el
complemento perfecto para el desarrollo de sus delirantes
teorías, que la selva, la distancia, el clima
exótico del Amazonas y la tensión,
exacerbaban.
El contexto generaba significado. Sumergido en la
floresta todo parecía posible. Allí, la modernidad
racionalista flaqueaba. Porque flaqueaba el hombre, sumido por la
naturaleza desbocada. Y todo esto se veía exacerbado por
el hecho de que Fawcett se adentraba solo, o con muy pocas
personas, en el corazón de la jungla.[11]
Era enemigo de las expediciones multitudinarias. Como dijo el
Geographical Journal en setiembre de 1953: " Fawcett
marcó el final de una era. Podría
considerársele incluso el ultimo de los exploradores que
trabajaba en solitario (…). Él simboliza la heroica
historia de un hombre contra la
selva."[12]
Retrospectivamente sabemos que la selva le ganó
la partida. Que se lo tragó. Que desapareció en
ella. Pero mucho antes de que ello ocurriera, le había
devorado el sentido crítico. Lo que posibilitó el
despliegue de las creencias que a continuación
consignaremos.
Espiritismo,
fantasmas y profecías
Las exploraciones de Fawcett fueron mucho más
allá del reconocimiento de montaña, ríos y
límites entre países. Sus variados intereses
esotéricos y sus místicas creencias lo condujeron a
recorrer (y recopilar) historias fantásticas, producto de
las supersticiones y cosmovisiones locales. Y, como era de
esperar en una persona "abierta" los fenómenos
supernaturales (como se los denominaba entonces), no faltan en
sus escritos historias de fantasmas que, lejos de consignarlas
como anécdotas propias del folclore sudamericano, las toma
como indicios ciertos de la existencia de un Más
Allá en contacto permanente con el Más
Acá.
Cual un moderno y acrítico Heródoto,
generoso con los relatos que recibía de la gente que
encontraba en su camino, Fawcett consignó el episodio de
una casa encantada, en las cercanías del pueblo de
Pelechuco, en Bolivia. Según le contaran, en esa localidad
vivía un funcionario de aduana junto con su empleado
indígena:
"El caso es que sorprendiendo al sirviente
cometiendo raterías, lo amarró, le pasó una
cuerda debajo de los brazos y lo descolgó, desde el puente
de piedra frente a su casa, dejándolo justamente sobre la
catarata. Se cortó la cuerda y el indio cayó al
rugiente torrente, que lo arrastró hasta la catarata y se
ahogó. Tres noches después, el funcionario estaba
sentado en su cabaña, con las puertas y ventanas cerradas,
cuando una piedra golpeó la muralla detrás de
él y cayó al suelo. Se levantó alarmado, y
pensó que alguien había lanzado una piedra desde
afuera contra la cabaña, pero la piedra estaba allí
sobre el piso, en el interior. ¿Cómo pudo haber
entrado? Entonces otra piedra, una grande, cayó con
estrépito sobre la mesa, e inmediatamente se oyó
otro ruido de cosas que se hacen añicos a caer una tercera
en medio de su loza. Cogió el rifle listo para disparar a
cualquier movimiento que notara en la oscuridad. Pero apenas tuvo
tiempo para volver la cabeza, cuando una piedra lo golpeó
en la frente. (…) El funcionario no pudo seguir viviendo
allí y durante tres meses quedó la choza
desocupada, pero durante ese período varios aldeanos
temerarios bajaron a ella, para presenciar por sí mismos
el lanzamiento de piedras, ¡y lo vieron!(…)
Entonces, la semana pasada un calahuaya visitó Pelechuco y
se le pidió que apaciguara al fantasma. Quemó
hierbas en el umbral y cantó ininteligibles mantras,
después embolsó sus honorarios y se marchó.
Desde aquel día no arrojaron más piedras y el
funcionario está viviendo allí otra
vez."[13]
Esta historia, intrascendente en un libro que pretende
relatar exploraciones de carácter científico en
Sudamérica, puede parece estar de más en el texto.
Pero no en el imaginario de Fawcett. Él mismo
aclaró la situación al escribir:
"No me sentí inclinado a descartar la
historia (…) como una mentira, pues ya había
oído en otras partes sucesos similares. Parecen genuinas
visitas de ánimas o aparecidos, no muy escasos en las
regiones montañosas
andinas."[14]
Y para confirmar ese "hecho" presenta a
continuación otro suceso extraño ocurrido esta vez
en Jauja:
"El vicario de jauja en el Perú central, me
contó que él fue llamado a ahuyentar un
ánima que bombardeaba a un trabajador cholo y su familia
en los lindes de la ciudad. Todo había sido golpeado por
las piedras y una niñita tenía magulladuras en todo
el cuerpo. Lo más extraño es que la piedras
lanzadas venían de una distancia considerable, pues eran
de un tipo que no se encontraba en una radio de muchas millas de
Jauja. El vicario fracasó por completo en poner fin a las
pariciones. No sólo estaba atemorizado, sino que se
encontraba ante algo no reconocido ni previsto en su
religión. Con el tiempo el fantasma cesó sus
actividades y la paz volvió a reinar en la choza.
Jamás se pudieron indicar las razones de este
extraño suceso."[15]
Lo más interesante del caso es que, a pesar de no
conocerse las razones de esos hechos, Fawcett daba por sentado
que eran fantasmas o ánimas las responsables de
todo.
Años más tarde, en 1913, nuestro
crédulo coronel relata que, de paso por Santa Cruz de la
Sierra (Bolivia), arrendó una casa a muy bajo precio, en
la que se alojó solo, ya que el resto del grupo que lo
acompañaba había preferido instalarse en un hotel,
antes que en la casa. "Me alegré", dice Fawcett,
"de la oportunidad de poner al día todo el trabajo
geográfico."[16] Claro que,
inmediatamente después de esa acotación, con la que
busca mostrase una persona racional y abocaba a asuntos concretos
de la realidad material del planeta, se despacha con una nueva
historia de fantasmas en la que él mismo es el
protagonista.[17]
"Un arriero cesante se ofreció para cocinar,
así el actuaba en las dependencias de atrás, en
tanto que yo colgué la hamaca en la gran pieza delantera.
El amoblado consistía en una mesa, dos sillas, un estante
para libros y una lámpara. No había catre, pero
esto no me preocupó, pues en las casas de estos lugares
siempre se encontraban ganchos para colgar la hamaca. La primera
noche aseguré las puertas y ventanas de madera y el
arriero salió al fondo, a su cuarto. Me subí a mi
hamaca y me acomodé para disfrutar de un confortable
descanso. Yacía quieto después de apagar la luz,
esperando que llegase el sueño, cuando sentí algo
que frotaba el suelo. ¡Culebras!, pensé, y
rápidamente encendí la lámpara. No
había nada, y creí que había sido el arriero
que se movía al otro lado de la puerta. En cuanto hube
apagado otra vez la luz, se reanudó de nuevo el mismo
ruido, y un ave cruzó la pieza graznando bulliciosamente.
Volví a encender la luz, extrañado de que pudiese
haber entrado un pájaro, y otra vez no encontré
nada. Al momento de apagar la luz por segunda vez sentí un
arrastrar de pies sobre el piso, como de una anciano lisiado que
avanzase trabajosamente en zapatillas de paño. Esto fue
demasiado. Encendí la luz y la dejé
así.
"A la mañana siguiente se presentó el
arriero, con cara asustada.
?Lamento tener que abandonarlo, seño ?dijo?.
No puedo seguir aquí.
?¿Por qué no? ¿Qué
sucede?
?Hay bultos (fantasmas) en esta casa. Señor.
Esto no me agrada.
?Disparates, hombre ?dije, en son de mofa?. No hay
nada. Si usted no quiere pasar la noche solo, traiga sus cosas
para acá. Hay espacio de más para
dos.
?Muy bien, señor. Si me deja dormir
aquí, me quedaré.
Aquella noche el arriero se envolvió en su
manta y se acostó en un rincón, y yo,
trepándome en mi hamaca, apagué la luz. En cuanto
estuvimos a obscuras, se sintió el ruido de un lbro que
era lanzado a través de la pieza, acompañado del
revoloteo de sus hojas. Pareció estrellarse contra la
pared, encima de mí; pero al encender la luz no vi nada,
excepto al arriero enterrado en sus mantas. Apagué la luz
y el pájaro volvió, seguido del anciano en
zapatillas. Después de esto dejé la luz encendida y
cesaron los fantasmas.
En la tercera noche, la obscuridad fue saludada con
fuertes golpes en la pared y, después de esto, con un
estallido de muebles. Encendí la luz y, como de costumbre,
no había nada que ver. Pero el arriero se levantó,
abrió la puerta y, sin decir palabra, huyó en la
noche. Cerré, aseguré la puerta de nuevo y me
acosté, pero en cuanto hube apagado la luz, pareció
que se levantaba la mesa y que era arrojada con gran violencia
sobre el suelo de ladrillo, mientras volaban varios libros por el
aire. Cuando encendí, nada se veía alterado.
Después volvió el ave y a continuación el
anciano, que entró acompañado del ruido de una
puerta que se abría. Mi sistema nervioso estaba en
excelentes condiciones, pero, por lo que al día siguiente
abandoné la casa, para trasladarme al
hotel.
Haciendo las averiguaciones respecto de la casa,
supe que nadie quería vivir en ella por su
reputación. El bulto tenía fama de ser el fantasma
de alguno que había ocultado plata en las habitaciones, un
tesoro que nadie antes había la temeridad de
buscar."[18]
Después de leer estos párrafos no resulta
del todo difícil creer en los rumores que, durante la
Primera Guerra Mundial, corrieron en las trincheras que Fawcett
comandaba. Allí, muchos de sus oficiales sostuvieron que
el excéntrico coronel hacía uso de una tablilla
ouija (herramienta popular entre los médiums)
para tomar las decisiones tácticas en pleno
combate.
David Grann transcribe las memorias de un capitán
que estaba bajo las ordenes de Fawcett:
"Él y su oficial de informaciones se
retiraban a una sala oscura y colocaban las cuatro manos, aunque
no los codos, sobre un tablero. Fawcett preguntaba entonces al
tablero, en voz alta, si la ubicación del enemigo estaba
confirmada, y si el desdichado tablero e deslizaba en la
dirección correcta, no sólo incluía la
posición en el listado de ubicaciones confirmadas, sino
que a menudo ordenaba que se disparasen veinte ráfagas de
obuses del calibre 9,2 en el lugar en
cuestión."[19]
Pero todas estas acciones, basadas en creencias
irracionales y supersticiosas, son sólo la punta del
iceberg.
A medida que releemos sus textos y analizamos
fríamente sus teorías, explicaciones y credos, se
va prefigurando una manera de ver el mundo muy particular. Una
cosmovisión fawciana que no siempre
requería de la selva amazónica como escenario para
que la fantasía del esoterismo fuera el cristal a
través del cual interpretaba la realidad.
En el universo mental de Fawcett el espiritismo fue un
hecho cotidiano. A principios del siglo XX se convirtió en
moda y el vuelco, hacia ese credo, del mismísimo padre de
Sherlock Holmes, Arthur Conan Doyle (especialmente después
de la muerte de su hijo en la Gran Guerra), ayudó a que
ese grupo aumentara su prestigio. Muchos de sus miembros,
eminentes intelectuales de la época, pretendieron alcanzar
y explicar la existencia del Más Allá a
través de la razón. Y las sesiones espiritistas se
convirtieron en las supuestas pruebas de todo ello. Claro que
había para todos los gustos. Desde los delirantes
convencidos a los estafadores que ganaron fortunas vendiendo
fotografías espectrales, en las que los espíritus
de los muertos se materializaban ante sus dolidos
deudos.
Pero, ¿de dónde había sacado
Fawcett esa inclinación?
Todo parece indicar que de su hermano mayor.
Edward Douglas Fawcett había nacido sólo
un año antes que Percy y si bien casi siempre a figurado
como una simple nota a pie de página en casi todas las
biografías del explorador, Edward fue un hombre reconocido
y popular, especialmente en Inglaterra.
Teósofo, espiritista, budista, escalador y
escritor de novelas de aventuras, el primogénito de los
Fawcett debió despertar profunda empatía en su
hermano menor y una influencia pocas veces señalada con
vehemencia.
En su libro, La Ciudad Perdida de Z, David
Grann traza el que es con seguridad el mejor y más
completo perfil de tan singular personaje, dejando entrever
algunos aspectos que aquí ampliaremos.
Los hermanos Fawcett no tuvieron una infancia feliz.
Frente a la imagen de un padre bebedor, jugador y proclive a las
prostitutas (vicios que lo llevaron a fundir la economía
familiar) y una madre distante, fría, autoritaria y
frustrada, el mejor apoyo y referente que Percy debió
haber tenido fue Edward, su hermano mayor. Tal vez de allí
provenga el cariño, admiración y, a no dudarlo,
gran parte de su manera de ver el mundo.
Edward había nacido en 1866, en Inglaterra, y
siendo muy joven, el entusiasta británico se
convirtió al budismo en un viaje que hiciera a
Ceilán (hoy Sri Lanka), en 1890. Por aquel entonces, en
medio de una sociedad victoriana, rigurosa y pacata, la
conversión de Edward fue interpretada como un acto de
rebeldía. El orientalismo estaba de moda, aunque algunas
veces entrara en contradicción con la política
imperialista de Gran Bretaña. Pero el occidente
burgués y capitalista se la amañó para
convertirlo en algo exótico, extraño, misterioso y
distante. Incluso peligroso, para ser usado a su favor y
justificar así la presencia occidental en sitios en los
que tenía mucho que ganar. En contraste con los valores de
la Europa del desarrollo industrial, los nuevos acólitos
budistas pretendían hacer público (aunque no
tan público) cierto grado de descontento y, al mismo
tiempo, construir una identidad cultural bien definida. Europa
siempre se delimitó a sí misma mirando de soslayo
al "otro" y Edward Fawcett no fue una excepción a
esa compleja y a veces contradictoria regla.
Tampoco lo fue Percy. Quien, siguiendo los pasos de su
hermano, también realizó la conversión e
hizo propios los Cinco Preceptos del Budismo;
además de toda una parafernalia de creencias delirantes,
gestadas en el seno de lo que se dio en llamar la Teosofía
o "Sabiduría de los Dioses". Sociedad a la que Edward
pertenecía desde hacia tiempo, colaborando fervientemente
con una de sus fundadoras: la desquiciada y carismática
Helena Petrovna Blavatsky.
Madame Blavatsky, como era popularmente conocida,
representa uno de los escalones más elevados del delirio
esotérico del siglo XIX. Sus múltiples escritos,
herméticos y misteriosos, dieron con el
tiempo insospechados frutos en el árbol del irracionalismo
occidental. Frutos que aún hoy siguen madurando en decenas
de sectas, cofradías y grupos, extendidos a lo largo de
todo el mundo, cuyas teorías explotan y difunden los
iluminados obispos de la New Age.
Rusa de origen, esta mujer obesa y de profunda mirada,
transitó por cuanta actividad mistérica pueda uno
imaginarse. Desde el espiritismo con base en la doctrina de Allan
Kardec, hasta la supuesta canalización de
información procedente de hermanos superiores que
vivían en lo alto del Tíbet, en lo profundo de las
selvas e, incluso, en subterráneas ciudades secretas,
donde se conservaría el legado sapiencial de los antiguos
atlantes (raza, según la iluminada rusa, de
hombres superiores que habrían dado origen a todas las
altas culturas de la antigüedad, a un lado y otro del
océano Atlántico).
Con base en estas ideas fundó en 1875 la
Sociedad Teosófica, en la que se nuclearon
importantes personalidades en torno a teorías de
difusionismo cultural y de profunda raigambre racista. Todos
ellos contribuyeron a reescribir (sin pruebas y con un estilo
libre sorprendente) la historia completa de la humanidad (como lo
hicieron, varías décadas más tarde, algunos
miembros del partido nazi de Alemania).
En ese corpus teórico, transmitido como si se
tratara de una revelación divina, los fenómenos
paranormales se mezclaron con elementos de religiones
extrañas, con misteriosas razas antediluvianas,
civilizaciones perdidas en escondidos centros de poder, culturas
intraterrestres, hinduismo, budismo, chamanismo y, como no
podían faltar, continentes desaparecidos
(Atlántida, Lemuria, Mu). Como producto de esta
mezcolanza, los teósofos elaboraron una doctrina secreta y
universal que sólo los iniciados en el tema podían
conocer. Convertidos en preclaros guías espirituales,
ellos serían los nuevos elegidos para guiar a la humanidad
hacia una nueva era de conocimiento y humanitarismo, lejos de
cualquier sendero racional proveniente de occidente.
Este amasijo de incoherencias atrajo a miles de personas
insatisfechas. Y los hermanos Fawcett no se quedaron afuera.
Detrás de las locas teorías de Percy, respecto de
la antigua historia de América y su ansiada ciudad Z, se
enmascara el legado de la rusa y sus acólitos; muchos de
ellos destacados escritores de la época, con los cuales
Fawcett cultivó cierta amistad. Ejemplo de ello es el caso
de sir Arthur Conan Doyle (autor de El Mundo Perdido, 1912) y sir
Henry Rider Haggard (autor de la célebre novela Las
Minas del rey Salomón, de 1885).
En las biografías de Fawcett siempre se hace
mención a esos contactos de alto nivel. Pero ninguna
explica con certeza de dónde venían esas amistades.
Lo más probable es que se cultivaran a la sombra de
charlas sobre esoterismo, a las que su hermano, Edward Douglas,
era afecto, y que Percy H. fuera introducido por su pariente
directo en ese universo de aberraciones históricas e
intelectuales.
Pero, si de ellas hablamos, planteemos brevemente en que
consistieron los delirios en los que nuestro explorador estrella
basó su búsqueda y sus teorías.
Fawcett tenía en mente una historia de
Sudamérica muy particular. Propia. Exclusiva. Y compartida
con los locos que seguían (y siguieron) sus destilados
etílicos referidos al devenir cultural de esta parte del
mundo. Para él esa era una historia que aún faltaba
escribir. Que estaba perdida por causa de un inmenso cataclismo
del que, de acuerdo con su particular visión, daba cuenta
la geología continental. Brasil, por ejemplo, formaba
parte de un gigantesco continente ("el más antiguo de
nuestro planeta")[20] cuya historia
podía ser reconstruida a través de las tradiciones
y mitos que aún circulaban por sus selvas. Ese continente
no era otra cosa que la famosísima Atlántida de
Platón y sus habitantes, que Fawcett denomina como
"toltecas", los responsables de su poderoso desarrollo y
sabiduría. "Seres superiores que construyeron grandes
ciudades y enormes templos en honor al sol, que usaban papiros e
instrumentos de hierro y eran diestros en artes civilizadas, ni
siquiera soñadas por las razas
inferiores."[21]
Esa gente también usaba escritura
ideográfica y jeroglífica y, en Brasil, eso se
infería a partir de inscripciones que aún
existirían; y que serían parte de un alfabeto
fonético que había reemplazado al primero,
"posiblemente por razones de comunicación con nuestro
Cercano Oriente."[22]
Menuda mezcla realizaba el británico.
Pero sin datos, cualquier cosa era posible, incluso
especular respecto de un gran cataclismo que había
cambiado la faz del planeta y levantado Sudamérica,
produciendo una gradual degeneración entre los
sobrevivientes. Algunos de los cuales fundaron imperios (como el
de los incas), en tanto que otros involucionaron hacia la
barbarie más abyecta (de las cual era factible encontrar
pruebas entre las tribus actuales del Amazonas).
Según Fawcett, los toltecas se separaron
y lucharon por su supervivencia, confiando en su educación
y sacerdotes, que terminaron transformándose en los
guardianes de esas crónicas y tradiciones. Un poco
después, la mezcla se volvió más compleja,
ya que arribaron al continente pueblos polinesios y chinos. Los
sobrevivientes, en tanto, se aislaron del mudo exterior en
ciudades levantadas en la selva y, tiempo más tarde,
tragadas por la vegetación.
"La conexión de la Atlántida con
regiones de lo que es actualmente Brasil ?dijo Fawcett?
no debe ser mirada despreciativamente, y el creer en ello, con
confirmación científica o sin ella, depara
explicaciones para muchos problemas que de otra manera
serían misterios
insondable."[23]
Uno de los temas más bizarros en el libro de
Fawcett está relacionado con la famosa estatuilla de
basalto que aparentemente le regalara el célebre escritor
sir Henry Rider Haggard en 1922, tres años antes de partir
tras la ciudad perdida de Z.
De la mencionada estatuilla, que según el
novelista británico había sido traída del
interior de la selva brasileña (aunque jamás
explicó cómo había llegado a su poder), no
se conoce ninguna fotografía que sea confiable.
Sólo existe un dibujo que muestra a un posible sacerdote
sosteniendo una tabla con 14 símbolos que muchos especulan
es de origen atlante. A nuestro entender, este objeto (que
desapareciera con Fawcett) sintetiza no sólo las
fantasías en las que el explorador estaba sumergido, sino
también el inconsistente modo con el que trataba de fundar
sus descabelladas teorías difusionistas.
Algunos autores describieron la estatuilla como egipcia,
aunque a simple vista de egipcia no tenga nada. Tanto la figura
antropomórfica central como los extraños
símbolos que soporta en la mano, tienen más un
estilo fenicio o mesopotámico que otra cosa. Por lo tanto,
¿qué hacía una estatuilla de ese tipo en las
selvas del Brasil? Aunque la respuesta resulte mucho más
sencilla de lo que parece (es falsa de cabo a rabo), para Fawcett
y su iluminada manera de ver las cosas, no era más que el
resultado de una antigua migración proveniente de oriente.
La irrefutable prueba del origen alóctono de las grandes
civilizaciones precolombinas y de la presencia de atlantes en las
Américas. Claro que para llegar a esa conclusión no
acudió a ningún análisis de estilo, ni de
contexto arqueológico (que nunca tuvo), sino a la
misteriosa energía que emanaba del objeto, gracias a la
cual, y por intermedio de un médium (sí, un
médium) pudo confirmar esa fantástica
procedencia y toda la historia que se encerraba detrás de
él.
En los primeros capítulos de A Través
de la selva Amazónica, Fawcett nos revela el singular
método que aplicó para "hacer hablar a la
reliquia": psicometría. Es decir, la facultad de
"leer" qué se esconde detrás de una cosa
con sólo tocarla. Difícilmente hoy se podría
conseguir sponsors para una expedición a partir de una
base tan endeble como delirante.
¿O sí sería posible? Hay
que reconocer que en el marco de la New Age muchas cosas
que parecen imposibles se vuelven posibles. Por ejemplo, los
innumerables tours esotéricos que se organizan a selvas y
montañas en busca de "energías y contactos
espirituales con ociosas entidades extraplanetarias", y por
los cuales se desembolsan miles de dólares. Legiones de
resplandecidos sabios llevan a meditar al Amazonas, a
Machu Picchu o al Cerro Uritorco (en Argentina), a otras tantas
legiones de incautos que buscan escapar de sus mediocres
realidades entrando en contacto con Hermanos Superiores
escondidos en ciudades subterráneas o que sobrevuelan el
planeta en naves espaciales invisibles. Hay para todos los
gustos. Tal vez hasta el chupacabras se termine convirtiendo en
el nuevo mesías de todos ellos.
Lo cierto es que, ya a principios del siglo XX, el mundo
académico había concluido que la estatuilla de
Fawcett era falsa. Un burdo fraude. Pero ese dictamen no
amilanó al explorador. Por lo general, ese tipo de juicios
envalentonan a los "locos" a seguir creyendo con
más ahínco que antes en sus quimeras. Suelen
argumentar que detrás de esos dictámenes se
esconden conspiraciones organizadas por la "ciencia
oficial", que se niega a revelar la verdad a una humanidad
que aún no está preparada para esas "grandes
verdades". Como bien dice un refrán: el que cree en
conspiraciones no necesita pruebas de nada. Y eso creemos le
sucedió a Fawcett. No las necesitó en lo más
mínimo. Estaba convencido.
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