La falsa moral absoluta de los dirigentes de la Iglesia
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La falsa moral absoluta de los
dirigentes de la Iglesia Católica
Los dirigentes de la Iglesia Católica dice
defender una "moral absoluta", a pesar de que de hecho ni
siquiera defienden ni practican –salvo raras excepciones-
una moral relativa, a no ser como instrumento al servicio de sus
fines crematísticos y de poder, y a pesar de que una
"moral absoluta" sería sólo un absurdo
absoluto.
La jerarquía católica critica la "moral
laica" por tener un carácter relativista, y al
mismo tiempo proclama que su propia moral es absoluta
porque considera que su fundamento se encontraría en
"Dios", un supuesto ser personal, dotado de infinitas
perfecciones que sería el creador del Universo y el
fundamento de todas las leyes, tanto de las naturales como de las
morales. En este sentido Tomás de Aquino defendió
la existencia de una ley eterna, ley que englobaba a
cualquier otra y cuyo autor era Dios, que presidía los
cambios de todo el Universo. Dicha ley eterna, en
referencia al comportamiento humano, se manifestaba como ley
natural, que Tomás de Aquino definía como "la
participación de la ley eterna en la criatura racional":
Se trataba de la ley moral que debía presidir el
comportamiento humano, aunque la libertad humana implicaba la
posibilidad de optar o no por su cumplimiento. Finalmente
Tomás de Aquino hace referencia a las leyes
positivas, creadas por los hombres para regir su
convivencia, leyes que, en cuanto se adapten a la ley
natural, tendrían un carácter moralmente
obligatorio, y, en cuanto se opusieran a dicha ley, habría
que oponerse a ellas.
Los dirigentes católicos consideran por ello
–o eso dicen- que las leyes morales tendrían un
valor absoluto por provenir de "Dios", representando por
ello la plasmación de los auténticos
valores (?) que, a su parecer, deberían regir la
conducta humana.
Pero tal justificación es simplemente
errónea, pues, aunque existiera un "Dios" como ése
en el que dicen creer, no serviría como fundamento para
una moral absoluta, pues, como ya explicó acertadamente
Kant, la moral que pretendiera guiarse por supuestas leyes
emanadas de ese hipotético ser sería
heterónoma y, por ello mismo, tan "relativista"
como cualquier otra, en cuanto su cumplimiento no se
produciría a partir de lo que Kant consideró como
conciencia del deber de someter la propia conducta al
cumplimiento de tales leyes, sino que se produciría o bien
como consecuencia del temor a las represalias de ese
"Dios" en el caso de que no se le obedeciera, o bien como
consecuencia del deseo de conseguir la felicidad eterna
como recompensa por haber actuado de acuerdo dichas
leyes.
Por ello es seguro que los dirigentes católicos
ni siquiera saben de qué hablan cuando critican la "moral
relativista", por la sencilla razón de que, como
más adelante se verá, la supuesta moral absoluta
sólo es un absurdo absoluto. Pero, a pesar de todo, al
referirse a la "moral relativista" con espantados aspavientos,
los dirigentes de la Iglesia Católica pretenden conseguir
que quienes les escuchan piensen que esa forma de moral es algo
así como "el Diablo disfrazado de Moral".
1. Así que, a fin de desenmascarar a estos
amantes de los disfraces y de la hipocresía, tanto en la
vestimenta material como en la ideológica, puede ser
conveniente aclarar la diferencia entre una moral "relativista" y
una moral supuestamente "absoluta". Para ello tiene especial
interés hacer referencia a diversos estudios
filosóficos especialmente importantes por lo que se
refiere a la moral y, especialmente, a los planteamientos
kantianos.
1.1. Kant consideró que en cuanto el
comportamiento humano estuviera encaminado a la búsqueda
de la felicidad, tal comportamiento era
interesado, pues, efectivamente, nadie considera que
exista un mérito especial en aquel comportamiento cuya
finalidad se dirija hacia la propia satisfacción o
felicidad personal. Por ello, el filósofo de
Königsberg, a la hora de referirse a las acciones humanas en
cuanto relacionadas de algún modo con un deber,
señala la existencia de dos tipos de imperativos o
fórmulas para expresar tal deber, de los cuales
sólo uno sería el moralmente correcto. Se trata de
los que él denominó imperativos
hipotéticos e imperativo
categórico.
Los imperativos hipotéticos
expresan
"la necesidad práctica de llevar a cabo una
acción como medio para algún otro fin que se
quiere"[1],
el cual se expresa mediante una cláusula
condicional. Ejemplos de estos imperativos serían: "Si
quieres vivir, debes comer" y "si
quieres ser alumno de la facultad, debes
matricularte". Por su parte, el imperativo
categórico es
"aquél que expresa una acción por
sí misma como objetivamente necesaria, sin relación
con ningún objeto"[2],
es decir, aquél en el que la acción se
realiza por considerarse un deber incondicional, al
margen de que conduzca o no a la felicidad o a la
consecución de cualquier otro objetivo deseado. En
principio y desde la perspectiva kantiana, un ejemplo de tal
imperativo podría ser "se debe decir siempre la
verdad".
Precisamente por esa diferencia esencial entre el
imperativo hipotético, en el que el deber queda
subordinado al querer, y el categórico,
en el que el deber se mostraría como incondicional y
absoluto, considera Kant que el imperativo categórico
constituye el único y auténtico imperativo moral,
mientras que los hipotéticos se relacionarían con
la técnica (cómo debo actuar
para conseguir determinado objetivo en cuanto de hecho
me atrae) o con los de la prudencia (cómo
debo actuar para conseguir un objetivo propio
de la naturaleza humana, como el deseo de la
felicidad).
Sin embargo, a continuación se verá que el
supuesto imperativo categórico es en realidad un
imperativo hipotético y que, en definitiva, todos los
imperativos son hipotéticos. Y, como consecuencia de lo
anterior, si los imperativos hipotéticos sólo
pueden servir de fundamento para una moral relativa, y, si el
imperativo categórico es el único que podría
fundamentar una moral absoluta pero se demuestra que tiene en
realidad carácter hipotético, la conclusión
que deriva de estas consideraciones es la de que toda moral tiene
un valor relativo.
En efecto, desde la perspectiva kantiana el
imperativo categórico sería el
único imperativo moral a causa de su
carácter desinteresado y de su relación
con un deber absoluto e incondicional, mientras que los
imperativos hipotéticos no podrían ser la
base de la moral en cuanto no se proponen como fines
absolutos que deban ser realizados de manera incondicional,
sino sólo como medios para conseguir determinados
fines, en cuanto éstos son deseados.
El imperativo categórico
indicaría cómo se debe actuar, en el
sentido de que plantearía la exigencia absoluta de actuar
de un modo determinado, con independencia de cualquier utilidad
que pudiera conseguirse como resultado de tal forma de actuar.
Por ello, lo que, según Kant, hay que calificar de moral o
inmoral es la voluntad, según la
máxima que le sirva de guía para su conducta,
y, por ello, el hombre sólo será plenamente moral
en cuanto su voluntad se mueva a obrar exclusivamente por la
consideración de la acción como un deber y
no por un fin ajeno al deber. En este sentido, la
veracidad, como conducta que estuviera de acuerdo con ese
imperativo moral, debería producirse en cuanto el hombre
"comprendiese" (?) que el comportamiento veraz era una ley
moral con un valor absoluto y, en consecuencia, decidiese
actuar de acuerdo con él sin otra finalidad que la de
cumplir con dicha ley moral por representar un
deber. En este sentido Kant define el deber
moral como
"la necesidad de obrar por respeto a la
ley"[3].
Sin embargo, esta doctrina, en apariencia tan desligada
del interés egoísta, plantea un dilema
cuyo esclarecimiento demuestra la inconsistencia del
planteamiento kantiano.
Efectivamente, cuando uno realiza determinada
acción, en principio podría plantearse el dilema
según el cual o bien actúa por la
consideración del bien que existe o deriva de
ella, o bien actúa por la consideración de que tal
forma de conducta representa un deber por ella misma.
Ahora bien, si se atiende al bien que deriva de dicha
acción para considerarla como un deber, en tal
caso tal acción será un ejemplo de imperativo
hipotético, pues será la consideración
de dicho bien (fin deseado) la que determine la
realización de la acción que conduce a él,
y, por ello mismo, ésta no representará un fin
en sí misma. Pero, si no se tiene en cuenta el
bien como criterio para establecer el deber de
realizar tal acción, en tal caso lo más
lógico sería tratar de averiguar por
qué la realización de tal acción
tendría que representa un deber absoluto, pues,
en el caso de no presentar justificación alguna, su
adopción como un deber sería simplemente
irracional.
Kant no se planteó en ningún momento el
problema de la justificación del deber en un
sentido absoluto sino que, influido por la moral
protestante, consideró la existencia de dicho
deber como una especie de dato inmediato de la
conciencia que no requería de justificación alguna.
Por otra parte, no habría podido dar respuesta a la
segunda parte del dilema planteado, es decir, no habría
podido justificar la existencia de deberes absolutos en
cuanto esta tarea sólo habría podido realizarla
haciendo referencia al bien que se obtendría
mediante su cumplimiento, pero, de ese modo, el supuesto deber
habría dejado de ser absoluto para convertirse en
relativo, en cuanto subordinado a tal bien.
Esto se entiende más fácilmente considerando el
ejemplo que los dirigentes católicos ponen para justificar
el supuesto valor absoluto de su moral alegando que se trata de
una moral cuyo origen se encuentra en Dios y no en lo que el
hombre decida considerar como moral. Pero, en relación con
tal alegación, uno podría plantearse, ¿por
qué –suponiendo que Dios existiera y que mandase
hacer algo- es un deber absoluto hacer lo que Dios manda. Como
respuesta a esta pregunta caben varias respuestas, como las
siguientes: a) porque, si obedezco, iré al Cielo; b)
porque, si no obedezco, iré al Infierno; c) porque lo que
Dios manda es bueno.
Pasemos a su análisis: la respuesta a
convertiría la obediencia a Dios en un imperativo
hipotético ya que, como diría Kant, en tal caso uno
obra por un interés que desea; la respuesta b
tiene esa misma característica porque uno actuaría
por un fin ajeno al del simple cumplimiento del deber, uno
actuaría con la finalidad de no ir al Infierno; y
la respuesta c, aunque pueda parecer otra cosa, vuelve a
ser otro ejemplo de imperativo hipotético en cuanto hacer
algo porque es bueno equivale a hacerlo por aquellos objetivos
que, de manera más o menos explícita, están
contenidos en el concepto de bueno, como
deseable, apetecible, agradable,
conducente a la propia felicidad, pues, tal como ya
escribió Spinoza,
"no nos esforzamos en nada, ni queremos, apetecemos o
deseamos cosa alguna porque la juzguemos buena; sino que, por el
contrario, juzgamos que una cosa es buena porque nos esforzamos
hacia ella, la queremos, apetecemos y
deseamos"[4].
En consecuencia, si la distinción kantiana entre
ambos tipos de imperativos fue útil, lo fue especialmente
para aclarar que en realidad el único tipo de imperativo
racional era el imperativo hipotético, que sólo
servía para fundamentar una moral de carácter
relativista que subordina el deber al
querer. Y, por ello, la pretendida moral
absoluta, al exaltar la idea del deber como
autosuficiente, sería irracional, por proclamar la
misteriosa existencia de dicho deber más allá y por
encima de los propios deseos e intereses humanos y por no dar una
explicación de por qué un supuesto deber
realmente lo era.
2. Pasando ahora al análisis de la
moral de la Iglesia Católica hay que afirmar que
se trata igualmente de una moral relativista porque, al
margen de que sus dirigentes pretendan que su fundamento se
encuentra en "Dios" como realidad absoluta, a la hora de
seguir o no las normas supuestamente establecidas por ese "Dios",
es siempre el ser humano quien desde su propia racionalidad tiene
que plantearse por qué debería cumplir los
preceptos divinos. Y, cuando se pretende responder a esa
pregunta, surgen diversas respuestas posibles como las
siguientes:
1) porque son realmente buenos en sí
mismos,
2) porque representan la voluntad de "Dios",
y
3) porque son la condición para la
obtención de la felicidad eterna, de acuerdo con las
palabras de Jesús, "si quieres ir al Cielo, cumple los
mandamientos".
Ahora bien, cuando se analizan estas respuestas, puede
verse que las tres son propias de una moral
relativista.
En efecto, la respuesta 1 conduciría a
la nueva pregunta: ¿qué sentido tiene decir que los
preceptos divinos sean buenos en sí mismos? Como
se ha dicho antes de acuerdo con el punto de vista de Spinoza, el
calificativo bueno tiene un sentido relativo:
No se dice que algo sea "bueno en sí mismo" sino que es
bueno para algo, de manera que en el fondo decir de algo
que sea bueno en sí mismo es decir una frase sin
sentido. Precisamente por eso había escrito Spinoza que
no deseamos algo por considerarlo bueno, sino que lo
consideramos bueno porque lo deseamos en cuanto nos causa
bienestar, placer, o cualquier otra sensación
satisfactoria.
La respuesta 2 conduciría igualmente a
la nueva pregunta: ¿por qué hay que cumplir la
voluntad de Dios? Y la respuesta a esa nueva pregunta o bien
debería remitir a una explicación relacionada con
el bien derivado de cumplir con ella, lo cual convertiría
dicha respuesta en una explicación relativista, o
bien podría detenerse en la simple afirmación de
que lo que Dios manda hay que obedecerlo porque sí, lo
cual sería una respuesta irracional que no
serviría como justificación de ningún tipo
de moral.
Finalmente la respuesta 3 es
relativista de forma directa, en cuanto el cumplimiento
de los mandamientos aparece como medio para alcanzar la
felicidad eterna.
Son muchas las ocasiones en que en la Biblia aparecen
planteamientos de este tipo; así, por ejemplo, los
siguientes:
1) "Jacob hizo también esta promesa:
-Si Dios está conmigo […] y si puedo
volver sano y salvo a casa de mi padre, entonces el Señor
será mi Dios […] y de todo lo que me des te
daré el diezmo"[5].
2) "Poned en práctica todos los mandamientos que
yo os prescribo hoy. De esta manera viviréis, os
multiplicaréis y entraréis a tomar posesión
de la tierra que el Señor prometió con juramento a
vuestros antepasados"[6].
3) "Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos,
que mañana moriremos"[7].
4) "…el Hijo del hombre tiene que ser levantado
en alto, para que todo el que crea en él tenga
vida eterna"[8],
5) "hemos creído en Cristo Jesús
para alcanzar la salvación por medio de esa fe en
Cristo y no por el cumplimiento de la
ley"[9],
o, también,
6) "arrepentíos y convertíos, para
que sean borrados vuestros
pecados"[10].
7) "Si quieres entrar en la vida [eterna], guarda
los mandamientos"[11].
Estos pasajes representan ejemplos evidentes de una
moral relativista, pues el comportamiento supuestamente moral
queda subordinado en 1, a que Dios esté conmigo
[…] y a que pueda volver sano y salvo a casa de mi
padre; en 2, a que queráis vivir una larga vida,
a que queráis tener una gran descendencia y queráis
tomar posesión de la tierra prometida; en 3, a que
haya una resurrección y la vida eterna como premio por
la buena conducta; en 4 y 5, a que la fe determine la
propia salvación; en 6, a que se borren nuestros
pecados; y en 7, a que quieras entrar en la vida,
es decir, en la felicidad eterna, y, como Kant y el mismo
Tomás de Aquino indican, el deseo de la felicidad es
irrenunciable, por lo que la creencia en la vida eterna y el
comportamiento de acuerdo con los mandamientos irán de la
mano con el deseo de la felicidad en la vida eterna en la medida
en que se disponga de la creencia en dicha posibilidad, del mismo
modo que discurren de ese modo el deseo de ascender el Everest y
los esfuerzos por conseguirlo, de manera que uno
continuará con tales esfuerzos mientras le resulten menos
incómodos que atractivo el fin que desea lograr y la
confianza en conseguirlo. Y, en este sentido, tal como
señaló Kant, esos planteamientos serían
formas de imperativos hipotéticos y, por ello mismo, de
imperativos sin carácter moral por su carácter
interesado.
3. Como complemento de este análisis puede
resultar útil hacer una breve referencia a otros
planteamientos morales, como los de Aristóteles,
Epicuro, Hume, Nietzsche y B. Russell
para terminar de ver que moral y relativismo van siempre unidos
de modo inevitable y para terminar de ver igualmente que la
supuesta moral absoluta defendida por los dirigentes de
la secta católica en realidad carece de
sentido.
3.1. Así, desde una perspectiva como la
aristotélica, en líneas generales su
ética tiene un carácter relativista porque
en ella las acciones no se consideran buenas o malas en
sí mismas sino buenas o malas en cuanto se encaminen
adecuadamente a la consecución del fin más
propio de la vida humana. Dice Aristóteles (384-322 a. C.)
que tal fin es la felicidad, pero señala que no
todos están de acuerdo a la hora de señalar
qué forma de vida es la más adecuada para alcanzar
tal objetivo. Por ello dedicó algunos capítulos de
su ética a esclarecer en qué podía consistir
la felicidad para el hombre, llegando a la conclusión de
que consistía en una forma de vida acorde con su
naturaleza. Y, en cuanto la esencia o naturaleza del ser
humano consistía en su racionalidad, llegó
finalmente a la conclusión de que la felicidad humana
debía consistir en la vida teorética
relacionada con el conocimiento de la realidad. En segundo lugar
y en cuanto el hombre es una realidad social,
Aristóteles apreció también la vida
política, es decir, la vida dedicada al bien
común de la polis, aunque esta
valoración la hizo más por la propia
satisfacción individual de ser valorado y
admirado por la pólis que por un sentimiento de
obligación absoluta respecto a ella. Y
así, su ética tuvo un carácter
relativista, al subordinar el valor moral de cualquier
acción al hecho de que condujera o no a la
consecución de tales objetivos de bienestar y de
satisfacción personal.
3.2. Una perspectiva similar acerca de la moral
fue la defendida por Epicuro (341-270 a.C.), quien, al
igual que Aristóteles, consideró que el fin
último de la vida era la felicidad, pero
identificó la felicidad con el placer:
"El placer es punto de partida y fin de una vida
bienaventurada"[12].
Sin embargo, entendió que una vida feliz no se
producía por medio de los placeres de la comida, de la
bebida o de la sexualidad, sino a través de aquellos que
causan la
"liberación de dolor en el cuerpo y de
turbación en la
mente"[13].
Consecuente con este planteamiento, consideró que
las virtudes no representaban valores en sí
mismas, sino que eran medios cuyo valor
dependía del placer a que condujesen, hasta el
punto de considerar que incluso la amistad y el bien
de los demás se buscan porque provocan
la propia felicidad, y afirmó en consecuencia que
la justicia "no es algo en sí", sino "una especie
de pacto de no dañar ni ser dañado", teniendo, como
todas las demás virtudes, un valor relativo,
relacionado con el propio interés y la propia
felicidad.
Vemos así que los planteamientos de
Aristóteles y de Epicuro tienen un carácter
relativista en cuanto no consideran que los actos
humanos tengan un valor moral por sí mismos sino
que sólo son medios, más o menos valiosos,
para alcanzar la propia felicidad, al margen de cuál sea
la actividad en que consideren que ésta se
encuentra.
3.3. Por su parte, en el siglo XVIII, D.
Hume (1711-1776) considera que los juicios morales no
derivan de la razón sino del sentimiento, pues la
razón es sólo un instrumento que nos muestra el
camino para llegar a un determinado fin, pero no es ella la que
establece los fines de la conducta; afirma, por ello,
que
"no es contrario a la razón el preferir la
destrucción del mundo entero a tener un rasguño en
mi dedo",
pues es sólo el sentimiento de
simpatía el que nos lleva a aprobar o a condenar las
diversas acciones según contribuyan o no a un aumento de
la felicidad, no sólo a nivel individual sino a
nivel colectivo.
Hume presenta una explicación del fenómeno
de la moral a partir de la naturaleza humana. Si la
tradición cristiana había tratado las cuestiones
morales desde una relación de dependencia con respecto a
las cuestiones teológicas, considerando a Dios como
legislador absoluto del universo, a través de la ley
eterna, y de la moral, a través de la ley
natural (Tomás de Aquino), progresivamente el
criterio de moralidad se trasladó desde la supuesta
trascendencia divina a la subjetividad humana.
La filosofía moral de Hume se sitúa en esta nueva
perspectiva, que, por lo demás, no era tan nueva, pues ya
había sido defendida en los primeros siglos de la
Filosofía por los sofistas, los cirenaicos, los
epicúreos y por el mismo Aristóteles. Por su parte,
Hume había criticado el valor de la religión; en
consecuencia, si seguía manteniendo el valor de la moral,
había de hacerlo desde fundamentos ajenos a los
teológicos. Consideró, en consecuencia, que, al
igual que cualquier conocimiento, la moral debía quedar
fundamentada a partir de la aplicación del
método experimental y que ya era hora de que los
hombres
"rechacen todo sistema de ética, por sutil e
ingenioso que sea, si no está fundado en los hechos y en
la observación"[14].
Por otra parte, para Hume el valor de la moral era
evidente, puesto que en todo tiempo y lugar se pronunciaban
juicios y calificativos morales acerca de las diversas formas de
conducta.
Para explicar el fenómeno de la moral, desde el
principio de sus investigaciones Hume se centró en una
perspectiva antropocéntrica. Así, por ejemplo,
indicó que
"todo lo que contribuye a la felicidad de la sociedad se
recomienda por sí mismo, y de modo directo, a nuestra
aprobación y buena voluntad. He aquí un principio
que explica en gran parte el origen de la
moralidad"[15].
Con una buena dosis de sentido común, Hume indica
que la moral no sólo se centra y encuentra su fundamento
en el hombre sino que además no pretende otra cosa que
señalar la clase de normas que pueden propiciar el
máximo de felicidad al conjunto de los hombres. Critica,
en consecuencia, la postura de quienes defienden una moral de
sacrificios y privaciones, manifestando que la virtud
"no nos habla de inútiles
austeridades y rigores, de sufrimientos y negación de
sí mismo. Declara que su único propósito es
hacer a sus seguidores y a toda la humanidad […] alegres y
felices. Y nunca, voluntariamente, priva de ningún placer,
a no ser con la esperanza de una compensación mayor en
otro período de sus vidas. La única
preocupación que ella exige es la de un cálculo
justo de la mayor felicidad y una preferencia constante por ella.
Y si se le aproximan austeros hipócritas, enemigos de la
alegría y del placer, los rechaza como hipócritas y
engañadores, o, si los admite en su cortejo, son situados
entre los menos favorecidos de sus
partidarios"[16].
3.3.1. En contra de los filósofos que
pretendían que la razón era el origen de las
distinciones morales, Hume trata de demostrar que
"la razón por sí sola nunca puede motivar
un acto de la voluntad"
y que, además,
"nunca puede oponerse a la pasión en lo
concerniente a la dirección de la
voluntad"[17].
Hume analiza esta cuestión porque considera
que
"nada es más corriente en filosofía, e
incluso en la vida corriente, que hablar del combate entre la
pasión y la razón, dar la preferencia a la
razón y afirmar que los hombres sólo serán
virtuosos cuando adapten sus actos a los dictados de
ella"[18].
Como prueba de ello, observa que la razón, en
cuanto se ocupa de las relaciones entre las ideas, nunca es la
causa de la acción:
"…las matemáticas son útiles en
todas las operaciones mecánicas, y la aritmética lo
es en casi todo oficio y profesión, pero no es por
sí mismas por lo que tienen
influencia"[19].
No influyen, pues, en los actos a no ser que tengamos un
propósito que no esté determinado por las
matemáticas. Por otra parte, la razón interviene
además en la formación del conocimiento probable de
la realidad empírica, conocimiento en el que aplicamos la
relación de causalidad. A través de estos
conocimientos podemos observar que, cuando cualquier objeto nos
causa placer o dolor, sentimos una emoción subsiguiente de
atracción o aversión y, en consecuencia, tratamos
de conseguir o evitar el objeto correspondiente. La
razón nos sirve en tal caso para orientarnos a fin de
conseguir nuestros propósitos, pero no es ella quien los
establece:
"La propensión o aversión hacia un objeto
se deriva de la esperanza de placer o
dolor"[20].
Así pues, la razón por sí sola no
puede nunca producir ninguna acción y, en
consecuencia,
"tampoco es capaz de impedir la volición o de
disputar la preferencia a cualquier pasión o
emoción, lo cual es una consecuencia
necesaria".
La conclusión de todo esto es que
"la razón es y debe ser solamente la esclava de
las pasiones, y no puede pretender otra misión que el
servirlas y obedecerlas"[21],
de manera que no es ella sino la atracción y la
aversión, surgidas a partir de la experiencia de placer o
dolor, las causas de la acción humana. La razón
sólo interviene como instrumento de la pasión;
sirve para indicarnos los medios para conseguir determinado fin,
pero no para establecer dicho fin. En definitiva: La razón
no puede justificar ni condenar ninguna pasión y, por
ello,
"No es contrario a la razón el preferir la
destrucción del mundo entero a tener un rasguño en
mi dedo. No es contrario a la razón que yo prefiera mi
ruina total con tal de evitar el menor sufrimiento a un indio o a
cualquier persona totalmente
desconocida"[22].
A partir de estas consideraciones Hume afirma como
consecuencia que
"las distinciones morales no se derivan de la
razón"[23],
sino del sentimiento. Y para demostrar esta
afirmación indica que
"dado que la moral influye en las acciones y afecciones,
se sigue que no podrá derivarse de la razón, porque
la sola razón no puede tener nunca una tal influencia
[…]. La moral suscita las pasiones y produce o impide las
acciones. Pero la razón es de suyo absolutamente impotente
en este caso particular. Luego las reglas de moralidad no son
conclusiones de nuestra
razón"[24].
Como complemento a este esquema de la ética de
Hume, conviene repasar su importante reflexión acerca de
la imposibilidad de deducir juicios prescriptivos o de
"deber" a partir de juicios descriptivos o de
"ser".
El texto en el que se plantea esta cuestión es el
siguiente:
"En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta
ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante
cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la
existencia de Dios o realizando observaciones sobre los
quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de
que, en vez de las cópulas habituales de las
proposiciones: es y no es, no veo ninguna
proposición que no esté conectada con un
debe o un no debe. Este cambio es
imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la mayor
importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no
debe expresa alguna nueva relación o
afirmación, es necesario que ésta sea observada y
explicada y que al mismo tiempo se dé razón de algo
que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es
posible que esta nueva relación se deduzca de otras
totalmente diferentes. Pero como los autores no usan por lo
común de esta precaución, me atreveré a
recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una
pequeña reflexión sobre esto subvertiría
todos los sistemas corrientes de
moralidad"[25].
Desde este planteamiento Hume hacía patente que a
partir de cómo son las cosas en ningún
caso puede "deducirse" cómo se deba actuar, o que
desde una perspectiva estrictamente lógica es
ilegítimo el paso del "ser" al "deber ser". Es decir,
así como, de acuerdo con la lógica, a partir de la
aceptación de las proposiciones "todo ser humano
es mortal" y "los irlandeses son seres
humanos" podríamos concluir en la proposición "los
irlandeses son mortales", sin embargo, a partir de
proposiciones cuyo enlace entre sujeto y predicado sea "es" o
"son" no es posible extraer una conclusión cuyo enlace
entre sujeto y predicado sea "debe ser" o "deben ser". Por
ejemplo, a partir de la proposición "los asesinos
son personas que perjudican la convivencia" no hay regla
lógica que permita concluir en la proposición "no
se debe asesinar". Para poder obtener dicha
conclusión desde las reglas de la lógica
habríamos necesitado al menos de una premisa auxiliar que
ya contuviera el nexo "debe", como sería la siguiente: no
debe hacerse lo que perjudique la convivencia". Sin
embargo, el problema de la demostración del deber
sólo quedaría aparentemente resuelto, ya que
nuevamente volvería a plantearse a propósito de
esta última premisa.
Tengamos en cuenta, además, que incluso en el
caso de pretender fundamentar el deber en la voluntad de
Dios, el problema seguiría siendo el mismo. O sea, a
partir, por ejemplo, de premisas como "Dios es el creador del
hombre" y "Dios ordena que obedezcamos sus mandatos" no se sigue
lógicamente la conclusión "el hombre debe
obedecer los mandatos de Dios", a no ser que previamente
introduzcamos una premisa auxiliar que diga "todo ser creado
debe obedecer las órdenes de su creador"; pero
con ello reaparece el problema, referido esta vez a la nueva
premisa. Cuando, a pesar de estas consideraciones, se busca una
salida para esta dificultad, se suele recurrir a respuestas como
la consistente en afirmar que "lo que Dios manda es bueno", pero
ya antes hemos explicado que "bueno", como afirmaba
Spinoza, equivale a "lo que uno desea"; así que,
cuando se afirma que "se debe hacer lo que Dios manda porque lo
que Dios manda es bueno", se estará afirmando que
"se debe hacer lo que Dios manda porque lo que Dios manda es
lo que uno desea", y, por ello, aparte de lo superfluo
que resulta mandarle a uno que haga lo que desee -puesto que lo
hará inevitablemente con tal de que pueda-, el
deber deja de presentar su ilusoria aureola moral para
aparecer en su auténtica dimensión de
medio al servicio de un fin deseado, que es el
que se corresponde con el imperativo hipotético
kantiano, del que Kant opina que no puede tener valor
moral.
Conviene añadir, por otra parte, que Hume
consideraba que, aunque no pudiera obtenerse una
conclusión lógica legítima desde
proposiciones con "es" a conclusiones con "debe", se
podía, sin embargo, llegar a una salida de este problema,
indicando que no es la razón sino el
sentimiento -la "simpatía" hacia el
prójimo- lo que puede conducir a efectuar este paso, y, en
consecuencia, a condenar toda actividad que atente contra la
felicidad. Pero, en cualquier caso, el deber queda
totalmente relativizado al depender de la existencia de
un sentimiento, el cual se convierte en el auténtico motor
de la conducta.
Por esta misma razón en una línea similar
a la de Hume y frente al intuicionismo de Moore, que
pretendía que había acciones buenas en
sí mismas, desde una moral igualmente
relativista B. Russell (1872-1970), que había
pasado por una etapa intuicionista al estilo de Moore,
escribió después:
"fuera de los deseos humanos no hay principio
moral"[26].
3.4. Si el pensamiento de Hume fue especialmente
perspicaz al señalar la imposibilidad de demostrar juicios
de deber a partir de juicios de ser, por su parte
Nietzsche (1844-1900) atacó todavía de
forma más directa y radical no sólo el valor del
deber sino, en general, el valor de la moral, al
proclamar:
"no hay fenómenos morales, no hay más que
interpretaciones morales de los
fenómenos"[27].
Consecuente con este punto de vista, Nietzsche rechaza
absolutamente la idea del deber y considera abiertamente
que no existe nada ante lo cual deba someterse el propio
querer. La liberación frente al deber no
sólo tiene un sentido de rebelión frente a la moral
tradicional del sometimiento, negadora de los valores vitales y
producto del resentimiento, sino también un sentido
positivo, que se produce cuando el hombre se convierte en
"creador de valores" y consigue acceder a una visión
transfiguradora de la realidad y de la vida, inspirada por la
idea del juego inocente, "más allá del
bien y del mal". En este sentido, Nietzsche habla de las "tres
transformaciones del espíritu":
"Os indico las tres transformaciones del
espíritu: la del espíritu en camello, la del
camello en león y la del león en
niño"[28]
El camello simboliza al hombre cargado con el
peso de los supuestos "deberes morales objetivos"; el
león simboliza al hombre que consigue liberarse
de las ataduras de la moral, al hombre que frente al "tú
debes" consigue proclamar de manera desafiante: "¡Yo
quiero!", convirtiéndose de este modo su voluntad en el
único origen de sus actos; el niño,
finalmente, representa la última transformación
exigida para que la voluntad del hombre se convierta en un juego
creador que establezca nuevas tablas de valores:
"Es el niño inocencia y olvido, un nuevo
comienzo, un juego, una rueda que gira por sí misma, un
primer movimiento, un santo decir "sí". Sí,
hermanos míos, para el juego de la creación es
necesaria una santa
afirmación"[29].
El niño no se limita a un "¡yo quiero!"
como simple reacción contra el "Yo debo", sino que su
conducta es una manifestación de su propio ser y, por eso,
Nietzsche expresa esta forma de comportarse con la
expresión "Yo soy".
4. Por otra parte y al margen de este
análisis crítico de la moral de la secta
católica desde el enfoque kantiano, tiene interés
hacer referencia a determinados pasajes bíblicos
en los que la actuación de diversos personajes ni siquiera
sirven como ejemplo de una moral simplemente
humanista.
Así sucede por ejemplo con la Ley del
Talión, "ojo por ojo, diente por
diente"[30], tan alejada de la moral del
perdón defendida, aunque sólo hasta cierto punto,
por Jesús. Y digo "sólo hasta cierto punto" porque,
al margen de que él predicase el perdón, en
realidad lo que mostraban sus amenazas –o las de quienes
escribieron los evangelios y otros escritos similares- en muchos
momentos era peor todavía, pues se trataba de la
aplicación de dicha ley en su grado más extremo,
consistente en aplazar su venganza dejándola para el
momento del castigo eterno del Infierno:
"Así será el fin del mundo. Saldrán
los ángeles a separar a los malos de los buenos, y los
echarán al horno de fuego; allí llorarán y
les rechinarán los dientes"[31].
Resulta asombroso que a pesar de las ocasiones en que la
secta católica habla de la "redención" de Cristo,
luego se insista en tantas ocasiones en la doctrina del Infierno
para "los malos". ¿De qué sirvió entonces
aquella supuesta redención? ¿De que sirve
la supuesta misericordia infinita de Dios? ¿Acaso
no es una contradicción afirmar que Dios es amor y
misericordia infinita y a la vez considerarle capaz de
aplicar a muchos de los seres humanos un castigo
eterno?
Pero, en cualquier caso, lo que aquí se
está analizando es el fundamento de la moral de la secta
católica y, en este sentido se observa nuevamente que con
el recurso al Infierno se introduce de nuevo un imperativo
hipotético como base de esa moral: "Si no quieres ser
condenado al Infierno, deber cumplir la ley de Dios".
Por otra parte y al margen de esa pervivencia de la Ley
del Talión elevada al infinito, que implica la condena al
Infierno, y al margen del relativismo moral –en sentido
kantiano- que preside los puntos de vista de estos planteamientos
bíblicos y de la Iglesia Católica, tenemos ejemplos
en la Biblia de comportamientos radicalmente opuestos a
la misma ley del supuesto Dios que, sin embargo, no son objeto de
condena. Se trata, por una parte, del comportamiento del propio
Dios que actúa con crueldad, con espíritu
vengativo, de manera despótica, sanguinaria y sin
compasión, como puede verse en innumerables pasajes del
Antiguo Testamento, que -¡no se olvide!- es para
los dirigentes de la secta católica tan palabra de Dios
como el Nuevo Testamento. Alguien podría replicar
que Dios –en el caso de que existiera- estaría por
encima de cualquier norma moral, y tendría razón en
esta réplica en cuanto, como Ockham señaló,
la omnipotencia divina implica que no puede haber ley alguna a la
que él deba estar sometido sino que el valor de cualquier
norma moral derivaría de la propia voluntad divina que
así lo habría querido. Pero, en cualquier caso, no
deja de resultar llamativo y desconcertante que el supuesto Dios
no predique con el ejemplo, pues lo que él hace coincide
en muchas ocasiones con lo contrario de lo que exige en los
mandamientos que se le atribuyen. Y, de nuevo, esta radical
diferencia entre lo que el Dios bíblico habría
ordenado al hombre y el modo según el cual él
actuó, según se expone en diversos libros
bíblicos como el de Josué, es un ejemplo
más del relativismo moral que de hecho puede
observarse en esos "escritos sagrados" (?), tan llenos de actos
de crueldad, de odio, de despotismo y de injusticia realizados
por el propio Yahvé.
3. Edificantes ejemplos bíblicos de la moral
absoluta de los dirigentes católicos.- A
continuación se exponen y comentan una serie de pasajes
bíblicos que sirven como muestra de lo que supuestamente
habrían sido ejemplos divinos de comportamiento
"moral":
a) Como en otras ocasiones ya se ha comprobado, veremos
a continuación dos textos evidentemente
antropomórficos en los que los sacerdotes relacionados con
ellos se recrean proyectando en su Dios las fantasías
más aterradoras que se les ocurren para asustar a su
pueblo y tenerlo dominado por el pánico de imaginar a
Yahvé encolerizado hasta el punto de ordenar esa serie
barbaridades que se nombran, de forma que, si hubiese que tomar
ejemplo de Yahvé para saber cómo debe actuar el
hombre, el resultado sería el de guerras continuas,
sanguinarias, llenas de crueldad y, como dice el texto 2, "sin
piedad". ¿Qué clase de Dios sería ése
que les ordenase "comer la carne de sus hijos y de sus hijas" y
devorarse unos a otros?
Y, sin embargo, se trata, según los dirigentes de
la Iglesia Católica, del mismo Dios que más
adelante ordenará: "amaos los unos a los
otros".
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