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Sin la fe no hay salvación



Partes: 1, 2

  1. Veracidad y
    fe
  2. Fe y veracidad como
    actitudes contradictorias

Los dirigentes de la Iglesia Católica incurren
en la contradicción de considerar que sin la fe no hay
salvación
, pues de ese modo anulan el valor del
supuesto sacrifico de Jesús
que libraba a los hombres
de sus pecados

A fin de analizar con mayor detenimiento la
transformación radical que sufre el concepto de
salvación en el Nuevo Testamento, tiene
especial interés observar cómo este cambio va
acompañado de un auge esencial en la valoración de
la fe, hasta el punto de que Pablo de Tarso llega a
afirmar:

"El hombre alcanza la salvación por la fe y no
por el cumplimiento de la ley"[1].

La doctrina que exalta el valor de la fe como
condición necesaria y suficiente para la salvación
se remonta al pasado más remoto del Cristianismo, de forma
que ya en el evangelio de Juan se afirma:

-"en verdad, en verdad os digo, el que escucha mi
palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna
y no incurre en sentencia de condenación, sino
que ha pasado de la muerte a la vida"[2],
y

-"…es necesario que sea puesto en alto el Hijo del
hombre, para que todo el que crea en él alcance la
vida eterna
. Porque así amó Dios al mundo, que
entregó a su Hijo Unigénito, a fin de que todo
el que crea en él no perezca
, sino alcance la vida
eterna"[3],

Comentario: En esta última cita la idea
de "salvación" está implícitamente contenida
en la de "conseguir la vida eterna", lo cual, como ya se ha
dicho, no tiene nada que ver con la idea de "salvación"
del Antiguo Testamento, que se refería a la
liberación política-militar del pueblo de Israel
respecto a los diversos pueblos por quienes fue sometido a lo
largo de su historia.

La referencia al "Hijo del hombre", nombre ya utilizado
en Daniel de modo misterioso, como si se tratase de algo
muy especial a pesar de que todo somos "hijos del hombre y de la
mujer", se dirige aquí a Jesús, y la idea de que
debe ser "levantado en alto" se refiere evidentemente a su
crucifixión, al sacrificio de Jesús en la cruz, ese
sacrificio para el que no estaba demasiado dispuesto cuando en el
evangelio atribuido a Lucas Jesús trata de
impedir que lo detengan ordenando a sus discípulos que
compren espadas para defenderse de quienes iban a
prenderle[4]un sacrificio del que ya se ha
comentado su carácter absolutamente innecesario en cuanto
Dios hubiera podido perdonar directamente –si es que
había algo que perdonar-, sin necesidad de nada más
que de su misericordia infinita. Pero la Ley del Talión,
esa ley que el propio Jesús quiso sustituir por la del
perdón y la del amor, exigía de modo
paradójico ese sacrificio: Había habido un ofensa,
luego debía haber la reparación
correspondiente.

"Quien alcance la salvación por la fe, ese
vivirá
"[5].

Comentario: Aquí nos encontramos ya con
un pasaje de Pablo de Tarso, "el apóstol de los gentiles",
que no llegó a conocer a Jesús, y cuya postura se
caracteriza por su defensa de la fe como vía de
salvación espiritual de los hombres en general –y no
sólo de los judíos, como había opinado Pedro
teniendo en cuenta la tradición judía que
consideraba a Yahvé como el Dios que había elegido
a Israel como su pueblo, a pesar de que en diversos libros del
Antiguo Testamento ya se comenzaba a dar a Yahvé
el valor de un Dios superior a todos los demás
dioses[6]y finalmente a verlo como Dios
único[7]

a) "[Nosotros] alcanzaremos la salvación si
creemos en aquel que resucitó de entre los muertos a
Jesús nuestro Señor, entregado a la muerte por
nuestros pecados y resucitado para nuestra
salvación"[8],

b) "el hombre alcanza la salvación por la fe y no
por el cumplimiento de la ley"[9].

Comentario: Se trata de textos similares al
anterior, pero que tienen la importante particularidad de que en
el texto a se afirma la doctrina de la redención,
según la cual Jesús murió por nuestros
pecados y fue resucitado para nuestra salvación, lo cual,
como ya se ha dicho, representa la máxima
aplicación de la Ley del Talión que el propio
Jesús quiso superar, mientras que el texto b
defiende de manera explícita la nula importancia del
cumplimiento de la ley si falta la fe: Sólo la fe salva.
Pero, como a continuación se explica, esta última
doctrina hay que matizarla, pues, a pesar de su apariencia, no
significa una valoración exclusiva de la fe dejando a un
lado el cumplimiento de la ley. Pablo considera que la fe
podría no ir acompañada del amor, pero insiste en
que la fe sólo tiene valor cuando tiene sus repercusiones
en la conducta de cada uno y tales repercusiones son las que se
relacionan con el amor:

"lo que vale es la fe que actúa por medio del
amor"[10].

Por eso y en relación con esta cuestión
puntualiza en otro momento que podría haber fe sin amor,
pero que sólo la fe, unida al amor, es condición
necesaria y suficiente para la salvación:

"aunque mi fe fuese tan grande como para trasladar
montañas, si no tengo amor, nada soy. Y aunque repartiera
todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas,
si no tengo amor, de nada me
sirve"[11].

El significado del amor que debe ir unido a la
fe es precisamente aquél del que deben emanar las
obras correspondientes, las cuales ya no se realizan por
la simple consideración de la obligación de su
cumplimiento material sino porque emanan del amor que a su vez va
ligado a la fe:

"el que ama al prójimo ha cumplido la ley. En
efecto, los preceptos no cometerás adulterio, no
matarás, no robarás, no codiciarás
, y
cualquier otro que pueda existir, se resumen en éste:
Amarás a tu prójimo como a ti
mismo
"[12].

En esta misma carta -y en el conjunto de su
correspondencia- defiende esta doctrina cuando
proclama:

"El hombre alcanza la salvación por la fe y no
por el cumplimiento de la ley"[13],

o cuando dice

"si confesares con tu boca a Jesús por
Señor y creyeres en tu corazón que Dios le
resucitó de entre los muertos, serás
salvo"[14].

Respecto a estas palabras, comparándolas con los
planteamientos de la posterior "teología
católica"[15], tiene interés
reflejar la contradicción de que mientras Pablo de Tarso y
quienes escribieron los evangelios presentan la fe como
una opción personal libre a la que uno
podría adherirse o alejarse voluntariamente, la
postura oficial de la jerarquía católica considera
de modo dogmático que la fe, como "virtud
teologal", es un don gratuito que Dios concede a quien
quiere y que, por lo tanto, no depende de una opción
personal libremente elegida.

Cuando se objeta a los defensores de esta última
interpretación que uno no sería responsable de que
Dios le hubiera concedido o no la fe, se le suele responder o
bien que Dios da la fe a todos y que es responsabilidad de uno
mismo el recibirla o rechazarla, o bien que, si no tiene fe, debe
pedirla a Dios. Con la primera respuesta consiguen intranquilizar
a personas mentalmente débiles que fácilmente
llegan a sentirse culpables de su falta de fe en lugar de tomar
conciencia de que no tienen por qué asumir ni afirmar como
verdad nada que no sepan que lo sea; y, con la segunda, consiguen
convencer a personas igualmente manipulables y propensas al
sentimiento de culpa, las cuales parecen no reparar en que para
pedir la fe en Dios, antes haría falta creer ya en la
existencia de ese Dios a quien van a pedirle la fe, y
evidentemente en tal planteamiento existiría un
círculo vicioso.

Esta perspectiva, además, está en
contradicción con la doctrina de la
jerarquía católica, que entiende la fe como un don
del propio Dios, pero de hecho es la defendida en los evangelios
y de manera especial en las cartas de Pablo de Tarso.

En este mismo sentido se presentan a continuación
algunos otros pasajes del Nuevo Testamento que defienden
esta misma relación entre fe y
salvación:

a) "El que cree en él no será condenado;
por el contrario, el que no cree en él, ya está
condenado, por no haber creído en el Hijo único de
Dios"[16];

b) "Convertíos y creed en el
evangelio"[17].

c) "Y el Señor dijo:

-Si tuvierais fe, aunque sólo fuera como un grano
de mostaza, diríais a esta morera: "Arráncate y
trasplántate al mar", y os
obedecería"[18].

d) "Sabemos, sin embargo, que Dios salva al hombre, no
por el cumplimiento de la ley, sino a través de la fe en
Jesucristo. Así que nosotros hemos creído en
Cristo Jesús para alcanzar la salvación por medio
de esa fe en
Cristo y no por el cumplimiento de la ley. En
efecto, por el cumplimiento de la ley ningún hombre
alcanzará la
salvación"[19].

Entre estas citas, aunque todas hacen hincapié en
la idea de que la fe depende de una opción personal, tiene
especial interés la última, la de Pablo de Tarso,
en cuanto de manera explícita presenta la fe desde ese
mismo punto de vista, consecuencia de una capacidad de
autosugestión, relacionada con una finalidad
interesada
y por ello, como diría Kant, de
carácter no moral, que impulsa a abrazar la fe
"para alcanzar la salvación por medio de esa fe
en Cristo".

Evidentemente el punto de vista de Pablo de Tarso -o de
los dirigentes católicos y protestantes- es un absurdo
total, al defender que el hecho de creer sea un
mérito para la salvación o para cualquier otra
cosa, puesto que en realidad sería un pecado contra la
propia moral cristiana en favor de la veracidad, ya que la
fe
, en ese sentido de actitud personal de esfuerzo por creer
como verdadero en algo respecto a lo cual no se sabe que lo sea,
representa una actitud contraria a la
veracidad
.

Por otra parte, decir, como Pablo,

"si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de
sentido"[20],

nos llevaría a tener que demostrar que,
en efecto, Cristo había resucitado. Pero, además,
mientras que sería una paradoja absurda pretender
fundamentar la fe en la resurrección de Cristo en
el conocimiento de que Cristo hubiera resucitado, lo
cual implicaría que la fe dejaría de ser fe para
ser conocimiento, sería igualmente absurdo que se
concediese a la fe un mérito especial por ser aceptada de
modo ciego e irracional, y, por ello, si la propia
resurrección de Cristo tuviese que ser objeto de fe, en
tal caso la pretensión de Pablo de Tarso de fundamentar la
fe a partir de una fe anterior en la resurrección de
Cristo sería simplemente absurda –y nada meritoria-
por incurrir en un círculo vicioso y por basarse, en
último término, en la afirmación
dogmática de un supuesto hecho cuya verdad se
desconocía.

En resumen, creer en la verdad de algo que
sabemos que es verdad no parece tener mérito
alguno, pues es una actitud espontánea que ni siquiera
depende de la propia voluntad, mientras que creer en algo que
desconocemos que sea verdadero, además de no ser
precisamente meritorio, sólo representa una muestra de
falta de rigor intelectual, de obcecación o del deseo de
que las fantasías que nos gustan sean
verdaderas.

Tal como se verá a continuación, la
carta de Santiago, a pesar de su aparente
oposición a la doctrina de Pablo de Tarso, en el fondo
viene a decir lo mismo:

"La fe sin obras está
muerta"[21],

pues, en efecto, al igual que en esta frase,
también Pablo, a pesar de su insistencia en proclamar el
valor de la fe, pone como condición para la
salvación que la fe vaya acompañada de amor, el
cual se manifestará en el cumplimiento de la ley, resumida
en las palabras de Jesús "Amarás al prójimo
como a ti mismo".

Si hay alguna diferencia entre Santiago y Pablo,
posiblemente consista en que Pablo insiste más que
Santiago en que no son las obras o el cumplimiento de la ley por
sí misma lo que salva, sino la fe acompañada del
amor y de la proyección de ese amor en las acciones
correspondientes.

No obstante, para ser más exactos, hay que decir
igualmente que Pablo de Tarso, aunque defiende la suficiencia de
la fe acompañada del amor al prójimo para obtener
la salvación, sustenta al mismo tiempo la doctrina de la
predestinación divina, tal como supo verla en su estudio
del Antiguo Testamento del que cita una frase de
Yahvé a Moisés:

"Tendré misericordia de quien quiera y me
apiadaré de quien me
plazca"[22].

Sin embargo, donde el planteamiento de Pablo de Tarso es
más débil y criticable es en su
argumentación para tratar de fundamentar la fe, pues
ésta o bien se fundamenta en un conocimiento, como
podía serlo el de los profetas o se sostiene en la
consistencia de su propio contenido o por su correspondencia con
una comprobación empírica. Ahora bien, la
aceptación de un argumento de autoridad, como el de la
inspiración divina de los profetas, habría
requerido del conocimiento previo de que dicha inspiración
era auténtica y que no se trataba de un delirio o de
cualquier proyección subjetiva de anhelos, preocupaciones
o deseos simplemente humanos. Por ello, en último
término la aceptación de las enseñanzas de
los profetas debía basarse en un acto de fe, pues no
había forma de demostrar el valor objetivo de sus mensajes
y enseñanzas. Ahora bien, la aceptación de tales
enseñanzas por un acto de fe implicaba aceptar como verdad
algo de lo que no se sabía que lo fuera, pues, en caso
contrario no había que hablar de fe sino de conocimiento.
Pero aquella aceptación, sin una base en el conocimiento,
no podía tener ningún valor moral incluso en
relación con la ley de Moisés por la cual no se
debía mentir, en cuanto la fe implicaba una actitud por la
que se afirmaba como verdad el contenido de aquello de lo cual no
había conocimiento. Y así, como era lógico,
Pablo de Tarso se refugió en la fe, pero no avanzó
–ni podía avanzar- un solo paso en el encuentro de
argumentos, racionales o empíricos, que avalasen la verdad
de aquellos contenidos del cristianismo.

Pablo de Tarso parece haber estado tan imbuido del
pensamiento religioso de Israel que no llegó a plantearse
el problema de saber cómo reconocer que un profeta era
realmente un profeta y hablaba en nombre de Yahvé. Pero,
si hubiera sabido que el supuesto profeta hablaba en nombre de
Dios, en tal caso ya no habría necesitado tener fe en
dicho profeta, pues habría tenido conocimiento.

Insistiendo en la esencial importancia de la fe, Pablo
de Tarso escribe:

"Dios salva al hombre, no por el cumplimiento de la ley,
sino a través de la fe en Jesucristo. Así que
nosotros hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar
la salvación por medio de esa fe en Cristo y no por el
cumplimiento de la ley. En efecto, por el cumplimiento de la ley
ningún hombre alcanzará la
salvación"[23].

Comentario: Se trata de un pasaje que se
encuentra en la misma línea que los anteriores pero
explicado con mayor detalle y excluyendo de la salvación a
quien pretenda alcanzarla por el cumplimiento de las leyes
morales, pero al margen de la fe en Jesús.

"Y si por el delito de uno solo la muerte
inauguró su reinado universal, mucho más por obra
de uno solo, Jesucristo, vivirán y reinarán los que
acogen la sobreabundancia de la gracia y del don de la
salvación"[24].

Comentario: En esta ocasión Pablo de
Tarso no sólo habla de la salvación como una
"gracia" o como un "don", sino también del llamado "pecado
original", cuya universalidad acepta sin justificación de
ninguna clase, a pesar de que en el Antiguo Testamento
apenas se le había dado otro valor que el de ser el
"primer pecado" y de que por su causa la muerte se
convirtió en destino de todos.

Dicho "pecado original" podía ser entendido en
uno de dos siguientes sentidos:

1) que Eva fue "el origen" del primer pecado, sin que
esto tuviera ninguna trascendencia moral para el resto
de la humanidad[25]o

2) que Eva fue la primera persona que pecó y cuyo
pecado contaminó a toda la humanidad, de manera que por su
causa toda la humanidad nace en pecado y sólo
mediante la aceptación de Jesús mediante la fe el
hombre queda liberado de dicho pecado. Pablo de Tarso introduce
aquí la idea del "pecado original" en ese segundo sentido
y de nuevo insiste en él a continuación de este
pasaje:

"así como por el delito de uno solo la
condenación alcanzó a todos los hombres, así
también la fidelidad de uno solo es para todos los hombres
fuente de salvación y de
vida"[26].

Se trata de un punto de vista absurdo, pero es el que
los dirigentes de la secta católica han defendido sin que
sus fieles en general hayan puesto objeción alguna a esta
barbaridad –entre otros motivos porque su opinión no
cuenta para nada en las doctrinas que establecen los dirigentes
de esta secta y sobre todo porque en general su facultad para
razonar acerca de estas cuestiones quedó definitivamente
atrofiada cuando a lo largo de la infancia se les inculcó
la doctrina de que lo suyo era tener fe y que lo propio de lo de
los curas y de los obispos era comunicarles en qué
debían creer y qué debían hacer o abstenerse
de hacer.

"si proclamas con tu boca que Jesús es el
Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha
resucitado de entre los muertos, te
salvarás"[27].

Comentario: En este texto Pablo recurre
nuevamente a la fe como condición necesaria para
la salvación, pero, en lugar de relacionarla con el
supuesto sacrificio de Jesús, la relaciona con el
supuesto milagro de su resurrección.

Uno de los problemas que plantea este pasaje consiste en
que parece defender que el acto de fe es una cuestión de
simple voluntad individual, lo cual está en
contradicción con la doctrina oficial de la Iglesia
Católica, que considera que la fe es un don divino y
precisamente por eso la juzga, junto a la esperanza y a la
caridad, como una "virtud teologal". Y, desde luego, pensando un
poco en esta cuestión, puede comprenderse lo absurdo del
planteamiento paulino, pues el hecho de poder alcanzar la
autosugestión respecto a la verdad de cualquier
proposición, por irracional que sea, simplemente presupone
la existencia de una capacidad para cerrar los ojos a la
razón y así poder admitir como verdad aquellas
doctrinas cuya aceptación provenga del deseo o del
interés que se tenga en que lo sean.

Además, en el caso de la propuesta de Pablo de
Tarso, nos encontramos ante un ejemplo de lo que Kant
llamaría "imperativo hipotético", que no
tendría valor moral alguno por su carácter
interesado, pues, de acuerdo con ella, uno trataría de
tener fe por las consecuencias positivas que derivasen de tenerla
y no porque aquello en lo que se trataba de creer fuera realmente
verdadero. Por ello y en contra de esta propuesta, hay que decir
que tal exaltación de la fe, tal invitación a creer
como verdad aquello que se ignora que lo sea es contradictoria
con la moral que predica el deber de ser veraces y, en
consecuencia, el deber de no aceptar como verdad nada que no se
sepa que lo es.

Finalmente este pasaje está en
contradicción con otro punto de vista del propio Pablo de
Tarso, que es el de la predeterminación divina, pues el
primer y único motivo por el que el hombre se salva es
dicha predeterminación, y una consecuencia de ella
será que el propio Dios concederá la fe para creer
en la resurrección de Cristo y en la salvación
mediante la fe a aquél a quien haya predestinado para ser
salvado, pero no la concederá a aquél a quien haya
predeterminado a ser condenado. Parece como si Pablo, a fin de
realizar su proselitismo tan fructífero hubiese "olvidado"
dicha doctrina de la predestinación para centrarse en la
doctrina de la fe, entendida además como un acto
voluntario y no como una gracia divina.

"Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de
sentido"[28].

Comentario: De nuevo nos encontramos ante otro
importante texto de Pablo de Tarso. Según parece, en
relación con la muerte de Jesús sus
discípulos difundieron muy pronto el bulo de que
había resucitado y que, si no estaba con ellos,
era porque había sido llevado al Cielo para regresar
prontamente a establecer su reino después de un "juicio
universal".

Esta idea de la resurrección de
Jesús fue tan importante dentro de la dogmática
cristiana que Pablo de Tarso llegó a considerar este
supuesto hecho como la piedra angular del cristianismo, hasta el
punto de que la misma fe carecería de sentido si Cristo no
hubiera resucitado. Ahora bien, el hecho de que Cristo hubiera
resucitado ¿era una verdad comprobada? Si lo era, en tal
caso ya no era necesaria la fe, puesto que se tenía el
conocimiento de tal verdad, y, si no lo era, en tal caso la
creencia en dicha doctrina no implicaba mérito alguno sino
todo lo contrario, en cuanto uno se mentía a sí
mismo tratando d aceptar como verdad algo respecto a lo cual
carecía de fundamento[29]Pero, de nuevo,
como la capacidad humana para razonar y para ser coherente con la
razón en cuestiones relacionadas con las creencias
religiosas es tan insignificante en quien ha sido previamente
adoctrinado durante su infancia, no son muchos los
católicos que se han detenido a considerar estas
cuestiones otorgando su confianza a la propia razón en
lugar de dársela al obispo de turno, que predica desde el
púlpito de una catedral con estrafalaria vestimenta de
pavo real, pero al margen de cualquier argumentación
racional.

Por su parte, dice Santiago en su
carta:

-"por las obras alcanza el hombre la salvación y
no sólo por la fe"[30].

Comentario: Como ya se ha dicho, este pasaje y
otros similares representan un punto de vista distinto al de
Pablo de Tarso –al menos en el énfasis que cada uno
de estos dirigentes pone en la fe o en las obras como llave de la
salvación-. Parece que Santiago pone el énfasis en
las obras para contrarrestar el que había puesto Pablo en
la fe, pero no porque no diera importancia a la fe.

El punto de vista que aparece en la carta de
Santiago
en principio podría tener más sentido
que el defendido por Pablo de Tarso, pero conviene tener en
cuenta que esta doctrina se la podría criticar por el
orgullo que representa suponer que uno pueda alcanzar la
salvación por sus obras, es decir, por sus propios
méritos, en lugar de aceptar que la salvación
provenga de la gracia y de la omnipotencia divinas, que,
según indican Pablo de Tarso, Aurelio Agustín,
Tomás de Aquino o Martín Lutero, no pueden estar
subordinadas a ningún mérito humano sino
exclusivamente al propio Dios que no estaría condicionado
por nada ajeno a su propia y libérrima
voluntad.

Por su parte, Juan escribe:

"envió a su Hijo para librarnos de nuestros
pecados"[31].

Comentario: Este pasaje habla de "nuestros
pecados" y esa expresión no parece incluir el "pecado
original", aunque tampoco lo excluya de modo explícito. En
este punto esta doctrina podría suponer la
superación del absurdo de considerar que exista un pecado
que se herede, aunque el texto no es lo bastante preciso como
para poder afirmar que el autor negase la existencia de tal
pecado. En cualquier caso, el autor sigue incurriendo en el
arcaico e irracional prejuicio basado en la Ley del Talión
de considerar que la obtención del perdón requiere
de un sacrificio por el cual se pague la culpa
que supone el pecado. Pero imaginar al Dios cristiano
sediento de sangre o de cualquier otro tipo de sacrificio para
perdonar cualquier supuesto pecado es contradictorio con su
teórica misericordia y amor infinitos, e igualmente
sería infantilmente soberbio considerar que el ser humano
fuera capaz de ofender o de causar el más mínimo
daño a una divinidad omnipotente, a pesar de que el
antropomorfismo del Antiguo Testamento presenta en
demasiados momentos a un Dios colérico, vengativo, cruel e
iracundo, como si la obediencia o la insumisión humana
pudieran afectarle en su estado emocional, suposición que
se encuentra en contradicción con la teórica
inmutabilidad y omnipotencia divina en cuanto la distancia entre
Dios y el hombre sería tan absoluta que éste no
tendría la más remota posibilidad de ofenderle. En
este sentido el refrán que dice: "No ofende quien quiere,
sino quien puede", resulta en este caso plenamente acertado. Pero
lo más absurdo de esta cuestión es que se olvida
que, de acuerdo con la doctrina católica, los actos
humanos estarían predeterminados por Dios, por lo que en
el mejor o peor de los casos sería el propio Dios quien,
al ser la causa de las malas acciones del hombre, pecaría
contra sí mismo, lo cual evidentemente es otro nuevo
absurdo.

Retomando la cuestión de la relación entre
la fe y las obras, posteriormente Aurelio Agustín
escribió: "Ama y haz lo que quieras", entendiendo, al
igual que Pablo de Tarso, que del amor brotan
espontáneamente las buenas acciones. Por ello a
continuación de esta frase
añadió:

"si te callas, hazlo por amor; si gritas, también
hazlo por amor; si corriges, también por amor; si te
abstienes, por amor. Que la raíz de amor esté
dentro de ti y nada podrá salir sino lo que es
bueno"[32].

Por su parte y en relación con el tema de la
salvación, Tomás de Aquino se
había opuesto al punto de vista de Orígenes que
consideraba que el hombre podía salvarse por sus
méritos. Tomás de Aquino replicó que todo
dependía de la predestinación divina, la cual no
podía depender de nada ajeno al propio Dios, ni siquiera
de los méritos humanos sino sólo de la exclusiva
voluntad divina[33]

En el siglo XVI Martín Lutero, que
había sido fraile agustino, en una carta a Melanchthon le
escribió su conocida frase: "Pecca fortiter, sed crede
fortius" ("Peca fuertemente, pero cree más fuertemente").
Una lectura superficial de esta frase podría sugerir que
Lutero valoraba exclusivamente la fe y quitaba cualquier
importancia a las acciones, pero en realidad lo que quiso decir
es que el hombre no puede salvarse por sus acciones, pues
éstas son siempre defectuosas –tal como
después aceptó igualmente Kant, negando que el ser
humano fuera capaz de realizar un solo "imperativo
categórico" perfecto-. Por ello, aunque el hombre luchase
por obrar rectamente, su salvación no podía venir
de sus actos sino sólo de la fe, concedida por el propio
Dios y con ella la salvación.

Y de este modo Pablo de Tarso, Aurelio Agustín,
Tomás de Aquino y Martín Lutero coinciden en que el
hombre es incapaz de salvarse por sí mismo, pues todo
depende de la predeterminación divina. Sin embargo,
mientras Lutero considera además que el hombre es pecador
y que por ello es incapaz de merecer por sí mismo la
salvación, Tomás de Aquino no rechaza que el hombre
pueda hacer méritos para su salvación, al margen de
que tales méritos no condicionen en ningún caso la
predeterminación divinas, y en este punto coincide con
Pablo de Tarso, quien, a pesar de su insistencia en la
suficiencia de la fe, en su carta a los Romanos defiende
igualmente la predestinación basándose en pasajes
bíblicos como el que dice:

-"las decisiones divinas no dependen del comportamiento
humano, sino de Dios"[34]

-"Dios muestra su misericordia a quien quiere y deja
endurecerse a quien le place"[35]

No obstante, Pablo de Tarso concede cierto protagonismo
al hombre cuando considera que el cumplimiento de la ley es el
"acompañante" que conduce hasta Cristo para "alcanzar
así la salvación por medio de la fe", y en este
sentido escribe:

"La ley nos sirvió de acompañante para
conducirnos a Cristo y alcanzar así la salvación
por medio de la fe. Pero al llegar la fe, ya no necesitamos
acompañante"[36].

Pero, si la salvación se obtiene por la fe, y la
fe es un don de Dios, cuyas "decisiones […] no dependen
del comportamiento humano"[37], entonces, como se
ha dicho antes, Pablo de Tarso se contradice en este punto, de
manera que ese "acompañante", el cumplimiento de la ley,
de nada sirve en el caso de que Dios haya determinado no conceder
la fe. Y éste es, como ya se ha dicho, un punto de vista
compartido por Tomás de
Aquino[38]

En efecto, el tema de la libertad se enfocó
también en el cristianismo desde la problemática de
la salvación y la de la
predestinación, y en estas cuestiones, frente a
otras opiniones heterodoxas como la de Pelagio
(360-425), que había defendido la tesis de que el hombre
se salva por sus méritos y se condena por sus culpas,
venció la tesis de que toda salvación viene de Dios
y no de los méritos procedentes del buen uso de la
libertad por parte del hombre. Complementariamente se
defendió la tesis de que Dios ha predestinado a los
hombres desde la eternidad para su salvación o
reprobación. Mediante esta tesis quedaba a salvo la
omnipotencia divina, aunque el protagonismo del hombre respecto a
los actos realizados por él así como el valor de
tales actos desaparecían por completo.

Los planteamientos tomistas -al igual que los de Aurelio
Agustín- se mantuvieron en esta línea
ortodoxa, y contribuyeron a su fijación como
doctrina oficial de la iglesia católica.

Por lo que se refiere al tema de la
salvación
, Tomás de Aquino, criticando a
Pelagio, consideró que el hombre era incapaz de conseguir
la bienaventuranza por sus propios méritos y que
sólo el auxilio divino podía llevarle a alcanzar
este objetivo[39]que nadie merecía por
sí mismo dicho auxilio[40]y que desde la
eternidad Dios determinó a quiénes
concedería dicho auxilio y a quiénes lo
negaría para que en unos casos brillase su misericordia y
en otros su justicia (?):

"Mas como quiera que Dios, entre los hombres que
persisten en los mismos pecados, a unos los convierta
previniéndolos y a otros los soporte o permita que
procedan naturalmente [?], no se ha de investigar la razón
por qué convierte a éstos y no a los otros, pues
esto depende de su simple voluntad, del mismo modo que
dependió de su voluntad el que, al hacer todas las cosas
de la nada, unas fueran más excelentes que otras; tal como
de la simple voluntad del artífice nace el formar de una
misma materia, dispuesta de idéntico modo, unos vasos para
usos nobles y otros para usos
bajos"[41].

Por lo que se refiere de manera más concreta al
tema de la predestinación, la postura de santo
Tomás es idéntica a la de los luteranos y los
calvinistas en cuanto defiende que la elección y la
reprobación del hombre han sido ordenadas por Dios desde
la eternidad, sin que pueda aceptarse que la decisión
divina esté a su vez causada por los méritos del
hombre:

"Y como se ha demostrado que unos, ayudados por la
gracia, se dirigen mediante la operación divina al fin
último, y otros, desprovistos de dicho auxilio, se
desvían del fin último, y todo lo que Dios hace
está dispuesto y ordenado desde la eternidad por su
sabiduría […], es necesario que dicha distinción
de hombres haya sido ordenada por Dios desde la eternidad. Por lo
tanto, en cuanto que designó de antemano a algunos desde
la eternidad para dirigirlos al fin último, se dice que
los predestinó […] Y a quienes dispuso desde la
eternidad que no había de dar la gracia, se dice que los
reprobó o los odió […] Y puede también
demostrarse que la predestinación y la elección no
tienen por causa ciertos méritos humanos, no sólo
porque la gracia de Dios, que es efecto de la
predestinación, no responde a mérito alguno, pues
precede a todos los méritos humanos […], sino
también porque la voluntad y providencia divinas son la
causa primera de cuanto se hace; y nada puede ser causa de la
voluntad y providencia divinas"[42].

Por extraña y absurda que pueda parecer la
doctrina de la predestinación, hay que tener en
cuenta que sólo ella -tal como Tomás de Aquino
comprendió- podía dejar a salvo la omnipotencia
divina
, ya que, de lo contrario, la voluntad divina
quedaría subordinada a las acciones y a los
méritos del hombre. Sin embargo, esta doctrina tiene el
inconveniente de convertir al hombre en una especie de marioneta
cuyas acciones sólo aparentemente son suyas y, por lo
tanto, no deberían repercutir en ninguna clase de
mérito o de culpa por cuanto en
último término no dependerían de él
sino de la voluntad de Dios.

En relación con esta cuestión
podría plantearse un diálogo imaginario entre un
ateo y un obispo, aplicable igualmente a cualquiera de los
misterios que los dirigentes católicos pretenden que sean
"creídos" por sus "fieles" y por todo el mundo, pues por
esos se llaman "católicos".

El obispo podría decir:

-No trates de razonar sobre los dogmas de la Iglesia
porque son misterios".

Y el ateo podría responderle:

-Pero, si son misterios, es decir, si la razón no
puede llegar a comprenderlos, ¿podrías explicarme
cómo has llegado tú a saber que son
verdaderos?"

Y el diálogo podría continuar
así:

-Para alcanzar esas verdades deben cumplirse dos
condiciones: La primera es la de que aceptes la fe en Cristo, y
la segunda es que aceptes que el Papa -y los cardenales de la
Iglesia- están inspirados por el Espíritu Santo
cuando proclaman un dogma de fe.

-Pero justamente lo que te pido es que me des un
argumento para saber por qué tendría que aceptar
esa fe de que me hablas y por qué tendría que
aceptar la autoridad del papa o de los cardenales de tu iglesia
para aceptar o rechazar vuestras doctrinas. ¿Cómo
puedo saber que ellos se encuentran en posesión de la
verdad? Pero, además, el problema es algo más
complicado, pues, si me dieras un argumento acerca de lo que te
he pedido, la fe dejaría de ser fe para convertirse en
conocimiento, mientras que, si no me lo dieras, la fe
representaría un desprecio de la veracidad y un suicidio
de la razón.

-Aunque te parezca absurdo, en eso consiste el
mérito de la fe: En aceptar doctrinas que son
incomprensibles para el ser humano y que humillan la soberbia de
su razón. Para pertenecer al número de "los
escogidos" debes aprender a humillar tu inteligencia como una
facultad que nada representa frente al don admirable de la fe,
que Dios envía a todo aquel que se humille y reconozca la
insignificancia de su razón frente al carácter
inconmensurable de su ser infinito.

-Lo siento mucho. Por más que lo intento no
consigo entender tu punto de vista. Encuentro en él
aspectos muy confusos que quisiera que me aclarases. Me refiero,
por ejemplo, a ese momento al que te refieres cuando hablas de la
necesidad de "dejar paso a la fe". El problema que veo consiste
en que, si en principio con lo único con que contamos
desde el punto de vista de la búsqueda de la verdad es con
la propia razón, por muy limitada que ésta sea, y
con la experiencia, ¿qué argumento tienes para
convencerme de que debo dejar de lado la razón o la
experiencia para aceptar, por esa fe de que me hablas, las
doctrinas incomprensibles que me presentas? ¿No te parece
que, si no me das argumentos, no tengo por qué dejar de
lado mi propia razón, por insignificante que sea?
¿No te das cuenta de que incluso para abandonar la
razón y sustituirla por la fe necesitaría tener
una razón? ¿No comprendes que, por ello
mismo, la fe estaría subordinada a esa razón, por
lo que ésta seguiría teniendo un valor superior al
de esa fe a la que tanto valor concedes?

-Mira: Si sigues por ese camino, no llegarás a
ningún sitio. No tienes más opción que
guiarte por la soberbia de tu razón, tan insignificante y
tan pobre, o acogerte a la seguridad y a la fuerza de la gracia
divina de la fe. No voy a discutir más contigo. Tienes dos
opciones: la razón o la fe. Tú sabrás lo que
haces.

-Te entiendo: La razón o la fe irracional, la
comprensión o el ciego dogmatismo y el fanatismo; dirigir
mi vida desde mi débil racionalidad o renunciar a esa
pequeña luz para dejar que tú y tu gente la
dirijáis con vuestras consignas, misterios, dogmas, mitos
y prejuicios. Pues todo eso que escondéis en el terreno de
la fe, todo eso a lo que llamáis "misterio" es lo que en
Lógica se llama "contradicción". Y pretender que
acepte como verdad esas contradicciones es pretender que renuncie
a mi razón para convertirme en un borrego fiel, sometido a
vuestras órdenes, dispuesto a comulgar con ruedas de
molino. Por cierto, una fe de esa clase fue la que
propició que en año 1978 más de 900 personas
se suicidasen en Guyana, obedeciendo la invitación de su
jefe espiritual, el "reverendo" Jim Jones.

-¡Por favor! ¡Qué comparaciones tan
absurdas! ¡Ése era un loco, pero nuestra palabra es
la palabra de Dios! ¡Allá tú y tu soberbia
racionalista si no quieres escuchar!

-Pero, vamos a ver: ¿Qué criterio existe
para diferenciar entre una y otra fe? En el caso de que
descartemos la razón, ¿en qué podría
basarme para distinguir entre las diversas religiones a fin de
saber si alguna de ellas era verdadera? Además,
¿qué sentido hubiera tenido que ese supuesto "Dios"
del que hablan las religiones pretendiera jugar al escondite con
el hombre, exigirle que renegase de la razón y que
además se sometiese a la autoridad de gente sin
escrúpulos, como han demostrado serlo los dirigentes
católicos a lo largo de los siglos? y ¿qué
sentido tendría que ese supuesto Dios se mantuviese
alejado tan permanentemente de sus hijos, de aquellos a quienes
supuestamente tanto ama?

-¡Somos los auténticos enviados de Cristo y
los que enseñamos su palabra! ¡Y tú no eres
quien para pedirle cuentas a Dios! ¡Los designios de la
providencia son inescrutables! ¡Vaya soberbia la tuya!
¡Recuerda que podemos excomulgarte y privarte de la eterna
salvación!

-Me parece muy grave lo que estoy oyendo:
¿Quieres decir que la famosa "redención" de Cristo
es papel mojado? ¿De nada sirve esa redención sin
que vosotros deis vuestro "visto bueno"? ¿Debo someterme
ciegamente y aceptar las doctrinas que vosotros queráis
imponer? Si no haces otra cosa que afirmar dogmáticamente,
enfadarte por mis preguntas y amenazarme con vuestro Infierno,
entonces muy poco podremos avanzar. Así que vive como
mejor te plazca, pero no pretendas imponer a nadie tus
"creencias", pues es inadmisible que trates de adoctrinar a los
niños en ideas que ni tú mismo entiendes y que
encima digas que el mérito principal de la fe
consiste en creer lo que no entendemos, en aceptar
como verdad aquello que desconocemos que lo sea o que incluso
sabemos positivamente que no lo es.

Este diálogo podría continuar
indefinidamente, pero sería estéril pues el obispo
es incapaz de entrar en el juego del razonamiento y simplemente
exige la fe en él, pues ése es el juego que han
seguido a lo largo de la historia para atemorizar a la gente y
para hacerles creer en una vida mejor mientras en esta sufren por
las enfermedades, por el hambre y por la muerte, mientras que los
obispos viven en suntuosos palacios que demuestran que ni ellos
mismos creen el todas las doctrinas que pretenden
imponer.

Veracidad y
fe

Por otra parte, en cuanto la fe se entienda como el
resultado de una opción personal por la que se asuma como
verdad una doctrina en relación con la cual no existe
evidencia alguna en su favor, desde una perspectiva como la de la
misma moral cristiana tal opción debería
considerarse inmoral, en cuanto representa una
actitud contraria a la veracidad y en cuanto la
veracidad es una de las normas de la moral cristiana. En
efecto, mientras la veracidad consiste en aquella
disposición por la que se intenta aceptar como verdad
exclusivamente aquello que lo sea, la fe implica aquella
actitud por la que se tiende a aceptar ciegamente como verdad de
algo que en realidad se desconoce que lo sea.

Desde este punto de vista, que es el que aparece en los
Evangelios y en los escritos de Pablo de Tarso, la
creencia en los diversos dogmas y misterios afirmados por la
jerarquía católica implicaría un
desprecio de la veracidad, es decir, del octavo
mandamiento de las tablas de Moisés, el cual es
incompatible con una valoración positiva de la fe
en
cuanto ésta pretende que se acepten como verdad doctrinas
cuya verdad se desconoce, hasta el punto de que la misma
jerarquía católica los considera "misterios", es
decir, doctrinas cuya verdad sobrepasa las posibilidades de la
razón humana para comprenderlas.

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