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Despojos de la casa presidencial



  1. La
    ciudad
  2. La
    casa presidencial
  3. La
    casa civil
  4. El
    cadáver del patriarca
  5. El
    perfil del patriarca
  6. El
    patriarca en la casa del poder
  7. Manera
    de gobernar del patriarca
  8. El
    doble perfecto del patriarca
  9. Fuente

Gabriel José de la Concordia García
Márquez (
1927 – ) es un escritor, novelista,
cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982
recibió el Premio Nobel de Literatura. Es conocido
familiarmente y por sus amigos como Gabo.

La ciudad

En la madrugada del lunes la ciudad despertó de
su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto
grande y de podrida grandeza.

Por las ventanas numerosas vimos el extenso animal
dormido de la ciudad todavía inocente del lunes
histórico que empezaba a vivir, y más allá
de la ciudad, hasta el horizonte, los cráteres muertos de
ásperas cenizas de luna de la llanura sin término
donde había estado el mar.

La casa
presidencial

Señal de mortecino. Durante el fin de
semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa
presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de
las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el
interior.

En aquel recinto prohibido que muy pocas gentes de
privilegio habían logrado conocer, sentimos por primera
vez el olor de carnaza de los gallinazos, percibimos su asma
milenaria, su instinto premonitorio, y guiándonos por el
viento de putrefacción de sus aletazos encontramos en la
sala de audiencias los cascarones agusanados de las vacas, sus
cuartos traseros de animal femenino varias veces repetidos en los
espejos de cuerpo entero.

Hasta el amanecer del último viernes cuando
empezaron a llegar los primeros gallinazos que se alzaron de
donde estaban siempre adormilados en la cornisa del hospital de
pobres, vinieron más de tierra adentro, vinieron en
oleadas sucesivas desde el horizonte del mar de polvo donde
estuvo el mar, volaron todo un día en círculos
lentos sobre la casa del poder hasta que un rey con plumas de
novia y golilla encarnada impartió una orden silenciosa y
empezó aquel estropicio de vidrios, aquel viento de muerto
grande, aquel entrar y salir de gallinazos por las ventanas como
sólo era concebible en una casa sin autoridad.

Entrada a la casa en ruinas. Sólo entonces
nos atrevimos a entrar sin embestir los carcomidos muros de
piedra fortificada, como querían los más resueltos,
ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como
otros proponían, pues bastó con que alguien los
empujara para que cedieran en sus goznes los portones blindados
que en los tiempos heroicos de la casa habían resistido a
las lombardas de William Dampier.

Fue como penetrar en el ámbito de otra
época, porque el aire era más tenue en los pozos de
escombros de la vasta guarida del poder, y el silencio era
más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la
luz decrépita.

A lo largo del primer patio, cuyas baldosas
habían cedido a la presión subterránea de la
maleza, vimos:

  • el retén en desorden de la guardia
    fugitiva,

  • las armas abandonadas en los armarios,

  • el largo mesón de tablones bastos con los
    platos de sobras del almuerzo dominical interrumpido por el
    pánico,

  • el galpón en penumbra donde estuvieron las
    oficinas civiles,

  • los hongos de colores y los lirios pálidos
    entre los memoriales sin resolver cuyo curso ordinario
    había sido más lento que las vidas más
    áridas,

  • en el centro del patio la alberca bautismal donde
    fueron cristianizadas con sacramentos marciales más de
    cinco generaciones,

  • en el fondo la antigua caballeriza de los virreyes
    transformada en cochera,

  • entre las camelias y las mariposas:

  • la berlina de los tiempos del ruido,

  • el furgón de la peste,

  • la carroza del año del cometa,

  • el coche fúnebre del progreso dentro del
    orden,

  • la limusina sonámbula del primer siglo de
    paz,

  • todos en buen estado bajo la telaraña
    polvorienta

  • todos pintados con los colores de la
    bandera.

En el patio siguiente, detrás de una verja de
hierro, estaban:

  • los rosales nevados de polvo lunar

  • a cuya sombra dormían los leprosos en los
    tiempos grandes de la casa, y habían proliferado tanto
    en el abandono que apenas si quedaba un resquicio sin olor en
    aquel aire de rosas revuelto:

  • con la pestilencia que nos llegaba del fondo del
    jardín

  • el tufo de gallinero

  • y la hedentina de boñigas y fermentos de
    orines de vacas y soldados de la basílica colonial
    convertida en establo de ordeño.

Abriéndonos paso a través del matorral
asfixiante vimos:

  • la galería de arcadas con tiestos de claveles
    y frondas de astromelias y trinitarias donde estuvieron las
    barracas de las concubinas, y por la variedad de los residuos
    domésticos y la cantidad de las máquinas de
    coser nos pareció posible que allí hubieran
    vivido más de mil mujeres con sus recuas de
    sietemesinos,

  • el desorden de guerra de las cocinas, la ropa
    podrida al sol en las albercas de lavar, la sentina abierta
    del cagadero común de concubinas y
    soldados,

  • en el fondo los sauces babilónicos que
    habían sido transportados vivos desde el Asia Menor en
    gigantescos invernaderos de mar, con su propio suelo, su
    savia y su llovizna.

La casa
civil

  • al fondo de los sauces vimos la casa civil, inmensa
    y triste, por cuyas celosías desportilladas
    seguían metiéndose los gallinazos.

  • No tuvimos que forzar la entrada, como
    habíamos pensado, pues la puerta central
    pareció abrirse al solo impulso de la voz,

  • subimos a la planta principal por una escalera de
    piedra viva cuyas alfombras de ópera habían
    sido trituradas por las pezuñas de las
    vacas,

Desde el primer vestíbulo hasta los dormitorios
privados vimos:

  • las oficinas y las salas oficiales en ruinas por
    donde andaban las vacas impávidas comiéndose
    las cortinas de terciopelo y mordisqueando el raso de los
    sillones,

  • cuadros heroicos de santos y militares tirados por
    el suelo entre muebles rotos y plastas recientes de
    boñiga de vaca,

  • un comedor comido por las vacas, la sala de
    música profanada por estropicios de vacas, las mesitas
    de dominó destruidas y las praderas de las mesas de
    billar esquilmadas por las vacas,

  • abandonada en un rincón la máquina del
    viento, la que falsificaba cualquier fenómeno de los
    cuatro cuadrantes de la rosa náutica para que la gente
    de la casa soportara la nostalgia del mar que se
    fue,

  • jaulas de pájaros colgadas por todas partes y
    todavía cubiertas con los trapos de dormir de alguna
    noche de la semana anterior.

El cadáver del
patriarca

Empujamos una puerta lateral que daba a una oficina
disimulada en el muro, y allí lo vimos a
él:

  • con el uniforme de lienzo sin insignias, las
    polainas, la espuela de oro en el talón
    izquierdo,

  • más viejo que todos los hombres y todos los
    animales viejos de la tierra y del agua,

  • y estaba tirado en el suelo, bocabajo, con el brazo
    derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de
    almohada, como había dormido noche tras noche durante
    todas las noches de su larguísima vida de
    déspota solitario.

  • Sólo cuando lo volteamos para verle la cara
    comprendimos que era imposible reconocerlo aunque no hubiera
    estado carcomido de gallinazos, porque ninguno de nosotros lo
    había visto nunca.

  • de modo que también nosotros nos atrevimos a
    entrar y encontramos en el santuario desierto los escombros
    de la grandeza, el cuerpo picoteado, las manos lisas de
    doncella con el anillo del poder en el hueso anular, y
    tenía todo el cuerpo retoñado de
    líquenes minúsculos y animales parasitarios del
    fondo del mar, sobre todo en las axilas y en las
    ingles,

  • y tenía el braguero de lona en el
    testículo herniado que era lo único que
    habían eludido los gallinazos a pesar de ser tan
    grande como un riñón de buey.

  • Pero ni siquiera entonces nos atrevimos a creer en
    su muerte porque era la segunda vez que lo encontraban en
    aquella oficina, solo y vestido, y muerto al parecer de
    muerte natural durante el sueño, como estaba anunciado
    desde hacía muchos años en las aguas
    premonitorias de los lebrillos de las pitonisas.

El perfil del
patriarca

  • y aunque su perfil estaba en ambos lados de las
    monedas, en las estampillas de correo, en las etiquetas de
    los depurativos, en los bragueros y los
    escapularios,

  • y aunque su litografía enmarcada con la
    bandera en el pecho y el dragón de la patria estaba
    expuesta a todas horas en todas partes, sabíamos que
    eran copias de copias de retratos que ya se consideraban
    infieles en los tiempos del cometa,

  • cuando nuestros propios padres sabían
    quién era él porque se lo habían
    oído contar a los suyos, como éstos a los
    suyos.

El patriarca en la
casa del poder

Y desde niños nos acostumbraron a creer que
él estaba vivo en la casa del poder porque:

  • alguien había visto encenderse los globos de
    luz una noche de fiesta,

  • alguien había contado que vi los ojos
    tristes, los labios pálidos, la mano pensativa que iba
    diciendo adioses de nadie a través de los ornamentos
    de misa del coche presidencial,

  • porque un domingo de hacía muchos años
    se habían llevado al ciego callejero que por cinco
    centavos recitaba los versos del olvidado poeta Rubén
    Darío y había vuelto feliz con una morrocota
    legítima con que le pagaron un recital que
    había hecho sólo para él,

  • aunque no lo había visto, por supuesto, no
    porque fuera ciego sino porque ningún mortal lo
    había visto desde los tiempos del vómito
    negro,

  • y sin embargo sabíamos que él estaba
    ahí, lo sabíamos porque el mundo seguía,
    la vida seguía, el correo llegaba,

  • la banda municipal tocaba la retreta de valses bobos
    de los sábados bajo las palmeras polvorientas y los
    faroles mustios de la Plaza de Armas, y otros músicos
    viejos reemplazaban en la banda a los músicos
    muertos.

En los últimos años:

  • cuando no se volvieron a oír ruidos humanos
    ni cantos de pájaros en el interior y se cerraron para
    siempre los portones blindados,

  • sabíamos que había alguien en la casa
    civil porque de noche se veían luces que
    parecían de navegación a través de las
    ventanas del lado del mar,

  • y quienes se atrevieron a acercarse oyeron desastres
    de pezuñas y suspiros de animal grande detrás
    de las paredes fortificadas,

  • y una tarde de enero habíamos visto una vaca
    contemplando el crepúsculo desde el balcón
    presidencial, imagínese, una vaca en el balcón
    de la patria, qué cosa más inicua, qué
    país de mierda,

  • pero se hicieron tantas conjeturas de cómo
    era posible que una vaca llegara hasta un balcón si
    todo el mundo sabía que las vacas no se trepaban por
    las escaleras, y menos si eran de piedra, y mucho menos si
    estaban alfombradas,

  • que al final no supimos si en realidad la vimos o si
    era que pasamos una tarde por la Plaza de Armas y
    habíamos soñado caminando que habíamos
    visto una vaca en un balcón presidencial donde nada se
    había visto ni había de verse otra vez en
    muchos años,

  • La primera vez que creyeron encontrarlo muerto, en
    el principio de su otoño, la nación estaba
    todavía bastante viva como para que él se
    sintiera amenazado de muerte hasta en la soledad de su
    dormitorio, y sin embargo gobernaba como si se supiera
    predestinado a no morirse jamás,

  • pues aquello no parecía entonces una casa
    presidencial sino un mercado donde había que abrirse
    paso por entre ordenanzas descalzos

  • que descargaban burros de hortalizas y huacales de
    gallinas en los corredores, saltando por encima de comadres
    con ahijados famélicos que dormían apelotonadas
    en las escaleras para esperar el milagro de la caridad
    oficial,

  • había que eludir las corrientes de agua sucia
    de las concubinas deslenguadas que cambiaban por flores
    nuevas las flores nocturnas de los floreros y trapeaban los
    pisos y cantaban canciones de amores ilusorios al
    compás de las ramas secas con que venteaban las
    alfombras en los balcones,

  • y todo aquello entre el escándalo de los
    funcionarios vitalicios que encontraban gallinas poniendo en
    las gavetas de los escritorios, y tráficos de putas y
    soldados en los retretes, y alborotos de pájaros, y
    peleas de perros callejeros en medio de las
    audiencias,

  • porque nadie sabía quién era
    quién ni de parte de quién en aquel palacio de
    puertas abiertas dentro de cuyo desorden descomunal era
    imposible establecer dónde estaba el
    gobierno.

  • El hombre de la casa no sólo participaba de
    aquel desastre de feria sino que él mismo lo
    promovía y comandaba,

  • pues tan pronto como se encendían las luces
    de su dormitorio, antes de que empezaran a cantar los gallos,
    la diana de la guardia presidencial mandaba el aviso del
    nuevo día al cercano cuartel del Conde, y éste
    lo repetía para la base de San Jerónimo, y
    ésta para la fortaleza del puerto,

  • y ésta volvía a repetirlo para las
    seis dianas sucesivas que despertaban primero a la ciudad y
    luego a todo el país, mientras él meditaba en
    el excusado portátil tratando de apagar con las manos
    el zumbido de sus oídos, que entonces empezaba a
    manifestarse,

  • y viendo pasar la luz de los buques por el voluble
    mar de topacio que en aquellos tiempos de gloria estaba
    todavía frente a su ventana.

  • Todos los días, desde que tomó
    posesión de la casa, había vigilado el
    ordeño en los establos para medir con su mano la
    cantidad de leche que habían de llevar las tres
    carretas presidenciales a los cuarteles de la
    ciudad,

  • tomaba en la cocina un tazón de café
    negro con cazabe sin saber muy bien para dónde lo
    arrastraban las ventoleras de la nueva jornada,

  • atento siempre al cotorreo de la servidumbre que era
    la gente de la casa con quien hablaba el mismo lenguaje,
    cuyos halagos serios estimaba más y cuyos corazones
    descifraba mejor,

  • y un poco antes de las nueve tomaba un baño
    lento de aguas de hojas hervidas en la alberca de granito
    construida a la sombra de los almendros de su patio
    privado,

  • y sólo después de las once
    conseguía sobreponerse a la zozobra del amanecer y se
    enfrentaba a los azares de la realidad.

Manera de gobernar
del patriarca

  • Antes, durante la ocupación de los infantes
    de marina, se encerraba en la oficina para decidir el destino
    de la patria con el comandante de las tropas de
    desembarco

  • y firmaba toda clase de leyes y mandatos con la
    huella del pulgar, pues entonces no sabía leer ni
    escribir,

  • pero cuando lo dejaron solo otra vez con su patria y
    su poder no volvió a emponzoñarse la sangre con
    la conduerma de la ley escrita sino que

  • gobernaba de viva voz y de cuerpo presente a toda
    hora y en todas partes con una parsimonia rupestre pero
    también con una diligencia inconcebible a su
    edad,

  • asediado por una muchedumbre de leprosos, ciegos y
    paralíticos que suplicaban de sus manos la sal de la
    salud,

  • y políticos de letras y aduladores
    impávidos que lo proclamaban corregidor de los
    terremotos, los eclipses, los años bisiestos y otros
    errores de Dios,

  • arrastrando por toda la casa sus grandes patas de
    elefante en la nieve mientras resolvía problemas de
    estado y asuntos domésticos con la misma simplicidad
    con que ordenaba que me quiten esta puerta de aquí y
    me la pongan allá, la quitaban, que me la vuelvan a
    poner, la ponían,

  • que el reloj de la torre no diera las doce a las
    doce sino a las dos para que la vida pareciera más
    larga, se cumplía, sin un instante de
    vacilación, sin una pausa,

  • salvo a la hora mortal de la siesta en que se
    refugiaba en la penumbra de las concubinas, elegía una
    por asalto, sin desvestirla ni desvestirse, sin cerrar la
    puerta,

  • y en el ámbito de la casa se escuchaba
    entonces su resuello sin alma de marido urgente, el
    retintín anhelante de la espuela de oro, su llantito
    de perro, el espanto de la mujer que malgastaba su tiempo de
    amor tratando de quitarse de encima la mirada
    escuálida de los sietemesinos, sus gritos de
    lárguense de aquí, váyanse a jugar en el
    patio que esto no lo pueden ver los niños,

  • y era como si un ángel atravesara el cielo de
    la patria, se apagaban las voces, se paró la vida,
    todo el mundo quedó petrificado con el índice
    en los labios, sin respirar, silencio, el general está
    tirando,

  • pero quienes mejor lo conocieron no confiaban ni
    siquiera en la tregua de aquel instante sagrado, pues siempre
    parecía que se desdoblaba, que lo vieron

  • jugando dominó a las siete de la noche y al
    mismo tiempo lo habían visto prendiendo fuego a las
    bostas de vaca para ahuyentar los mosquitos en la sala de
    audiencias,

  • ni nadie se alimentaba de ilusiones mientras no se
    apagaban las luces de las últimas ventanas y se
    escuchaba el ruido de estrépito de las tres aldabas,
    los tres cerrojos, los tres pestillos del dormitorio
    presidencial, y se oía el golpe del cuerpo al
    derrumbarse de cansancio en el suelo de piedra, y la
    respiración de niño decrépito que se iba
    haciendo más profunda a medida que montaba la
    marea,

  • hasta que las arpas nocturnas del viento acallaban
    las chicharras de sus tímpanos y un ancho maretazo de
    espuma arrasaba las calles de la rancia ciudad de los
    virreyes y los bucaneros

  • e irrumpía en la casa civil por todas las
    ventanas como un tremendo sábado de agosto que
    hacía crecer percebes en los espejos y dejaba la sala
    de audiencias a merced de los delirios de los tiburones y
    rebasaba los niveles más altos de los océanos
    prehistóricos, y desbordaba la faz de la tierra, y el
    espacio y el tiempo,

  • y sólo quedaba él solo flotando
    bocabajo en el agua lunar de sus sueños de ahogado
    solitario, con su uniforme de lienzo de soldado raso, sus
    polainas, su espuela de oro, y el brazo derecho doblado bajo
    la cabeza para que le sirviera de almohada.

  • Aquel estar simultáneo en todas partes
    durante los años pedregosos que precedieron a su
    primera muerte, aquel subir mientras bajaba, aquel extasiarse
    en el mar mientras agonizaba de malos amores no eran un
    privilegio de su naturaleza, como lo proclamaban sus
    aduladores, ni una alucinación multitudinaria, como
    decían sus críticos.

El doble perfecto del
patriarca

  • Era la suerte de contar con los servicios
    íntegros y la lealtad de perro de Patricio
    Aragonés, su doble perfecto,

  • que había sido encontrado sin que nadie lo
    buscara cuando le vinieron con la novedad mi general de que
    una falsa carroza presidencial andaba por pueblos de indios
    haciendo un próspero negocio de
    suplantación,

  • que habían visto los ojos taciturnos en la
    penumbra mortuoria, que habían visto los labios
    pálidos, la mano de novia sensitiva con un guante de
    raso que iba echando puñados de sal a los enfermos
    arrodillados en la calle,

  • y que detrás de la carroza iban dos falsos
    oficiales de a caballo cobrando en moneda dura el favor de la
    salud, imagínese mi general, qué
    sacrilegio,

  • pero él no dio ninguna orden contra el
    suplantador sino que había pedido que lo llevaran en
    secreto a la casa presidencial con la cabeza metida en un
    talego de fique para que no fueran a confundirlo,

  • y entonces padeció la humillación de
    verse a sí mismo en semejante estado de igualdad,
    carajo, si este hombre soy yo, dijo, porque era en realidad
    como si lo fuera, salvo por la autoridad de la voz, que el
    otro no logró imitar nunca, y por la nitidez de las
    líneas de la mano en donde el arco de la vida se
    prolongaba sin tropiezos en torno a la base del
    pulgar,

  • y si no lo hizo fusilar en el acto no fue por el
    interés de mantenerlo como suplantador oficial, pues
    esto se le ocurrió más tarde, sino porque lo
    inquietó la ilusión de que las cifras de su
    propio destino estuvieran escritas en la mano del
    impostor.

Cuando se convenció de la vanidad de aquel
sueño ya Patricio Aragonés:

  • había sobrevivido impasible a seis
    atentados,

  • había adquirido la costumbre de arrastrar los
    pies aplanados a golpes de mazo,

  • le zumbaban los oídos y le cantaba la potra
    en las madrugadas de invierno,

  • y había aprendido a quitarse y a ponerse la
    espuela de oro como si se le enredaran las correas
    sólo por ganar tiempo en las audiencias mascullando
    carajo con estas hebillas que fabrican los herreros de
    Flandes que ni para eso sirven,

  • y de bromista y lenguaraz que había sido
    cuando soplaba botellas en la carquesa de su padre se
    volvió meditativo y sombrío y no ponía
    atención a lo que le decían sino que
    escudriñaba la penumbra de los ojos para adivinar lo
    que no le decían,

  • y nunca contestó a una pregunta sin antes
    preguntar a su vez y usted qué opina

  • y de holgazán y vividor que había sido
    en el negocio de vender milagros

  • se volvió diligente hasta el tormento y
    caminador implacable,

  • se volvió tacaño y rapaz,

  • se resignó a amar por asalto y a dormir en el
    suelo, vestido, bocabajo y sin almohada,

  • y renunció a sus ínfulas precoces de
    identidad propia y a toda vocación hereditaria de
    veleidad dorada de simplemente soplar y hacer
    botellas,

  • y afrontaba los riesgos más tremendos del
    poder poniendo primeras piedras donde nunca se había
    de poner la segunda,

  • cortando cintas inaugurales en tierra de
    enemigos

  • y soportando tantos sueños pasados por agua y
    tantos suspiros reprimidos de ilusiones imposibles al coronar
    sin apenas tocarlas a tantas y tan efímeras e
    inalcanzables reinas de la belleza,

  • pues se había conformado para siempre con el
    destino raso de vivir un destino que no era el
    suyo,

  • aunque no lo hizo por codicia ni convicción
    sino porque él le cambió la vida por el empleo
    vitalicio de impostor oficial con un sueldo nominal de
    cincuenta pesos mensuales y la ventaja de vivir como un rey
    sin la calamidad de serlo, qué más
    quieres.

Fuente

El otoño del patriarca de Gabriel García
Márquez

 

Enviado por:

Rafael Bolívar Grimaldos

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