y la columna de agua lanza sus vapores a la cara del sol cosida
por un gallo.
Es la hora terrible.
Los devoradores de neblina se evaporan
hacia la parte más baja de la ciénaga,
y un caimán los pasa dulcemente a ojo.
Es la hora terrible.
La última salida de la luz de Yara
empuja a los caballos contra el fango.
Es la hora terrible.
Como un bólido la espantosa gallina cae,
y todo el mundo toma su café.
¿Pero qué puede el sol en un pueblo tan triste?
Las faenas del día se enroscan al cuello de los hombres
mientras la leche cae desesperadamente.
¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste?
Con un lujo mortal los macheteros abren grandes claros en el monte,
la tristísimo iguana salta barrocamente en un caño de sangre,
los macheteros, introduciendo cargas de claridad, se van
ensombreciendo
hasta adquirir el tinte de un subterráneo egipcio.
¿Quién puede esperar clemencia en esta hora?
Confusamente un pueblo escapa de su propia piel
adormeciéndose con la claridad,
la fulminante droga que puede iniciar un sueño mortal
en los bellos ojos de hombres y mujeres,
en los inmensos y tenebrosos ojos de estas gentes
por los cuales la piel entra a no sé qué extraños ritos.
La piel, en esta hora, se extiende como un arrecife
y muerde su propia limitación,
la piel se pone a gritar como una loca, como una puerca cebada,
la piel trata de tapar su claridad con pencas de palma,
con yaguas traídas distraídamente por el viento,
la piel se tapa furiosamente con cotorras y pitahayas,
absurdamente se tapa con sombrías hojas de tabaco
y con restos de leyendas tenebrosas,
y cuando la piel no es sino una bola oscura,
la espantosa gallina pone un huevo blanquísimo.
¡Hay que tapar! ¡Hay que tapar!
Pero la claridad avanza, invade
perversamente, oblicuamente, perpendicularmente,
la claridad es una enorme ventosa que chupa la sombra,
y las manos van lentamente hacia los ojos.
Los secretos más inconfesables son dichos:
la claridad mueve las lenguas,
la claridad mueve los brazos,
la claridad se precipita sobre un frutero de guayabas,
la claridad se precipita sobre los negros y los blancos,
la claridad se golpea a sí misma,
va de uno a otro lado convulsivamente,
empieza a estallar, a reventar, a rajarse,
la claridad empieza a parir claridad.
Son las doce del día.
Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste.
Al mediodía el monte se puebla de hamacas invisibles,
y, echados, los hombres semejan hojas a la deriva sobre
aguas metálicas.
En esta hora nadie sabría pronunciar el nombre más querido,
ni levantar una mano para acariciar un seno;
en esta hora del cáncer un extranjero llegado de playas remotas
preguntaría inútilmente qué proyectos tenemos
o cuántos hombres mueren de enfermedades tropicales en esta isla.
Nadie lo escucharía: las palmas de las manos vueltas hacia arriba,
los oídos obturados por el tapón de la somnolencia,
los poros tapiados por la cera de un fastidio elegante
y la mortal deglución de las glorias pasadas.
¿Dónde encontrar en este cielo sin nubes el trueno
cuyo estampido raje, de arriba abajo, el tímpano de los durmientes?
¿Qué concha paleolítica reventaría con su bronco cuerno
el tímpano de los durmientes?
Los hombres-conchas, los hombres-macaos, los hombres-túneles.
¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar!
Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes relatar!
Como la luz o la infancia aún no tienes un rostro.
De pronto el mediodía se pone en marcha,
se pone en marcha dentro de sí mismo,
el mediodía estático se mueve, se balancea,
el mediodía empieza a elevarse flatulentamente,
sus costuras amenazan reventar,
el mediodía sin cultura, sin gravedad, sin tragedia,
el mediodía orinando hacia arriba,
orinando en sentido inverso a la gran orinada
de Gargantúa en las torres de Notre Dame,
y todas esas historias, leídas por un isleño que no sabe
lo que es un cosmos resuelto.
Pero el mediodía se resuelve en crepúsculo y el mundo se perfila.
Al la luz del crepúsculo una hoja de yagruma ordena su terciopelo,
su color plateado del envés es el primer espejo.
La bestia lo mira con su ojo atroz.
En este trance la pupila se dilata, se extiende, como mundo se perfila,
hasta aprehender la hoja.
Entonces la bestia recorre con su ojo las formas sembradas en su lomo
y los hombres tirados contra su pecho.
Es la hora única para mirar la realidad en esta tierra.
No una mujer y un hombre frente a frente,
sino el contorno de una mujer y un hombre frente a frente,
entran ingrávidos en el amor,
de tal modo que Newton huye avergonzado.
Una guinea chilla para indicar el ángelus:
abrus precatorius, anona myristica, anona palustris.
Una letanía vegetal sin trasmundo se eleva
frente a los arcos floridos del amor:
Eugenia aromática, eugenia fragrans, eugenia plicatula.
El paraíso y el infierno estallan y sólo queda la tierra:
Picus religiosa, ficus nitida, ficus suffocans.
La tierra produciendo por los siglos de los siglos:
panicum colonum, panicum sanguinale, panicum maximum.
El recuerdo de una poesía natural, no codificada, me viene a los labios:
Árbol del poeta, árbol del amor, árbol del seso.
Una poesía exclusivamente de la boca como la saliva:
Flor de calentura, flor de cera, flor de la Y.
Una poesía microscópica:
Lágrimas de Job, lágrimas de Júpiter, lágrimas de amor.
Pero la noche se cierra sobre la poesía y las formas se esfuman.
En esta isla lo primero que la noche hace es despertar el olfato:
Todas las aletas de todas las narices azotan el aire
buscando una flor invisible;
la noche se pone a moler millares de pétalos,
la noche se cruza de paralelos y meridianos de olor,
los cuerpos se encuentran en el olor,
se reconocen en este olor único que nuestra noche sabe provocar;
el olor lleva la batuta de las cosas que pasan por la noche,
el olor entra en el baile, se aprieta contra el güiro,
el olor sale por la boca de los instrumentos musicales,
se posa en el pie de los bailadores,
el corro de los presentes devora cantidades de olor,
abre la puerta y las parejas se suman a la noche.
La noche es un mango, es una piña, es un jazmín,
la noche es un árbol frente a otro sin mover sus ramas,
la noche es un insulto perfumado en la mejilla de la bestia;
una noche esterilizada, una noche sin almas en pena,
sin memoria, sin historia, una noche antillana;
una noche interrumpida por el europeo,
el inevitable personaje de paso que deja su cagada ilustre,
a lo sumo, quinientos años, un suspiro en el rodar de la noche
antillana,
una excrecencia vencida por el olor de la noche antillana.
No importa que sea una procesión, una conga,
una comparsa, un desfile.
La noche invade con su olor y todos quieren copular.
El olor sabe arrancar las máscaras de la civilización,
sabe que el hombre y la mujer se encontrarán sin falta en el platanal.
¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!
No hay que ganar el cielo para gozarlo,
dos cuerpos en el platanal valen tanto como la primera pareja,
la odiosa pareja que sirvió para marcar la separación.
¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!
No queremos potencias celestiales sino presencias terrestres,
que la tierra nos ampare, que nos ampare el deseo,
felizmente no llevamos el cielo en la masa de la sangre,
sólo sentimos su realidad física
por la comunicación de la lluvia al golpear nuestras cabezas.
Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad,
un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una mano, un crimen,
revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando sus riñones,
un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,
sintiendo como el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir,
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla,
el peso de una isla en el amor de un pueblo.
l943
GASTÓN BAQUERO
(Banes, 1916—Madrid, 1997)
Obra poética: Poemas (1942); Saúl sobre su espada (1942); Poemas escritos en España (1960); Memorial de un testigo (1966), Magias e invenciones (1984); Poemas invisibles (1991); Autoantología comentada (1992); Antología (1937—1994) (1995); Poesía completa (1995 y 1998).
SONETO PARA NO MORIRME
Escribiré un soneto que le oponga a mi muerte
un muro construido de tan recia manera,
que pasará lo débil y pasará lo fuerte
y quedará mi nombre igual que si viviera.
Como un niño que rueda de una alta escalera
descenderá mi cuerpo al seno de la muerte.
Mi cuerpo, no mi nombre: mi esencia verdadera
se incrustará en el muro de mi soneto fuerte.
De súbito comprendo que ni ahora ni luego
arrancaré mi nombre al merecido olvido.
Yo no podré librarlo de las garras del fuego,
no podré levantarle del polvo e que ha caído.
No he de ser otra cosa que un sofocado ruego,
un soneto inservible y un muro destruido.
NACIMIENTO DE CRISTO
Por darle eternidad a cuanta alma
en hombre, flor o ave se aprisiona,
sustancia eterna ya brindóse en palma
salvando del martirio a la paloma.
La blanda sombra y el gentil aroma,
que sus carnes exhalan; y la calma
de angustias plena que la frente asoma,
alma sin par desnudan en su alma.
Siendo recién venido eternidades
a sus ojos acuden en tristeza.
Ya nunca sonreirá. Hondas verdades
ciñéndole en tinieblas la cabeza,
van a ocultar su luz, sus potestades,
mientras en sombras la paloma reza.
SILENTE COMPAÑERO
(Pie para una foto de Rilke niño)
Parece que estoy solo, diríase que soy una isla, un sordomudo, un estéril. Parece que estoy solo, viudo de amor, errante, pero llevo de la mano a un niño misterioso, que a veces crece de repente, y es un soldado aherrojado, o es un hombre mayor meditabundo, un huésped del reino de los lúcidos, y se encoge luego, se recoge hasta devolverse a la niñez, con sus ojos denominable arcano, con su látigo inútil con su estupor, y este niño retráctil me acompaña, y se llama Rainiero en ocasiones, y en otras el Presente, y el Caballero Huérfano, y el Soldado sin Dormir Posible, y comulga con el comunicado mundo de ultratumba, y conoce el lenguaje de los que abandonaron, condenados, el cuerpo, y pelean a alma limpia por convencer a Dios de que se ha equivocado.
Parece que estoy solo en medio de esta fría trampa del universo, donde el peso de las estrellas, el imponderable peso de Ariadna, es tan indiferente como el peso de la sangre, o como el ciego fluir de la médula entre los huesos; parece que estoy solo, viendo cómo a Dios le da lo mismo que la vida tome en préstamo la envoltura de un hombre o la concha de un crustáceo, viendo lleno de cólera que Pergolesi vive menos que la estólida tortuga, y que este rayo de luz no quiere iluminar nada, y el sol no sospecha siquiera que es nuestro segundo padre.
Parece que estoy solo, y este niño del látigo fláccido está junto a mí, derramando como compañía su mirada sagaz, temerosa porque ha
reconocido el vacío futuro que le espera; parece que estoy solo, y golpeándome el hombro está este niño, este aislado de la multitud, lleno de piedad por ella, que se inclina sobre el centro del misterio, y golpea y maldice, y hace estremecerse al barro y al arcángel, porque es el Testimonio, el niño pródigo que trae la corona de espinas, la verdad asfixiante del sordo y ciego cielo.
Cuando yo mismo sueño que estoy solo, tiendo la mano para no ver el vacío, y esta mano real, este concreto universo de la mano, con destino en sí misma, inexorablemente creada para ser osamenta
y ser polvo, me rompe la soledad, y se aferra a la mano del niño, y partimos hacía el bosque donde el Unicornio canta, donde la pobre doncella se peina infinitamente, mientras espera, y espera, y espera, y espera, acompañada por las rotas soledades de otros seres, conscientes del misterio, decididos a insistir en sus preguntas, reacios a morir sin haber encontrado la clave de esta trampa.
Parece que estoy solo, pero llevo en derredor un mundo de fantasmas, de realidades enigmáticas como el pan y la silla, y ya no siento asombro de llamarme Roberto o Antonio o Segismundo, o de ser quizá un árbol a cuyo pie descansa un peregrino en cuya mente vive como metáfora de su realidad la persona que soy; pues sé que estoy aquí, realmente aquí, destruible pero ya irrevocable, y si soy sueño, soy un sueño que ya no puede ser borrado; y una lejana voz confirma todas las anticipaciones, y alguien dice –¡no sé, no quiero oírlo!– que de esta trampa ni Dios mismo puede librarnos, que Dios también está cogido en la trampa, y no puede dejar de ser Dios. porque la Creación cayó de sus manos al vacío, tan perfecta y completa que el Señor, satisfecho, se dedicó a crear otras creaciones, y va de jardín celeste en jardín celeste, dando cuerda al reloj, atizando
los fuegos, y nadie sabe por dónde anda ahora Dios, a esta hora del día o de la noche, ni en cuál estrella se encuentra renovando su curioso experimento, ni por qué no deja que veamos la clave de esta trampa, la salida de este espejo sin marco, donde de tarde en tarde parece que va a reflejarse la imagen de Dios, y cuando nos acercamos trémulos, reconocemos el nítido rostro de la Nada
Con este niño del látigo en la mano voy hacia el amanecer o hacia el morir. Comprendo que todo está ya escrito, y borrado, y vuelto a escribir, porque la sucia piel del hombre es un palimpsesto donde emborrona
y falla sus poemas el Demonio en persona; comprendo que todo ya está escrito, y rechazo esa lluvia sin cielo
que es el llanto; comprendo que nacieron ya las mariposas que obligarán a palmotear de alegría a un niño que inexorablemente nacerá esta noche. y siento que todo está escrito desde hace milenios y para milenios, y yo dentro de ello: escrita la desesperación de los desesperados y la conformidad de los conformes, y echo a andar sin más, y me encojo de hombros, sin risa y sin llantos,
sin lo inútil, llevando de la mano a este niño, silente compañero, o soñándole a Dios el sueño de llevar de la mano a un niño, antes de que deje de ser ángel, para que pueda con el arcano de sus ojos iluminarnos el jardín de la muerte.
TESTAMENTO DEL PEZ
Yo te amo, ciudad
aunque sólo escuche de ti el lejano rumor,
aunque soy en tu olvido una isla invisible,
porque resuenas y tiemblas y me olvidas,
yo te amo, ciudad.
Yo te amo, ciudad,
cuando la lluvia nace súbita en tu cabeza
amenazando disolverte el rostro numeroso,
cuando hasta el silente cristal en que resido
las estrellas arrojan su esperanza,
cuando sé que padeces,
cuando tu risa espectral se deshace en mis oídos,
cuando mi piel te arde en la memoria,
cuando recuerdas, niegas, resucitas, pereces,
yo te amo, ciudad.
Yo te amo, ciudad,
cuando desciendes lívida y extática
en el sepulcro breve de la noche,
cuando alzas los párpados fugaces
ante el fervor castísimo,
cuando dejas que el sol se precipite
como un río de abejas silenciosas,
como un rostro inocente de manzana,
como un niño que dice acepto y pone su mejilla.
Yo te amo, ciudad,
porque te veo lejos de la muerte,
porque la muerte pasa y tú la miras
con tus ojos de pez, con tu radiante
rostro de un pez que se presiente libre;
porque la muerte llega y tú la sientes
cómo mueve sus manos invisibles,
cómo arrebata y pide, cómo muerde
y tú la miras, la oyes sin moverte, la desdeñas,
vistes la muerte de ropajes pétreos,
la vistes de ciudad, la desfiguras
dándole el rostro múltiple que tienes,
vistiéndola de iglesia, de plaza o cementerio,
haciéndola quedarse inmóvil bajo el río,
haciéndola sentirse un puente milenario,
volviéndola de piedra, volviéndola de noche
volviéndola ciudad enamorada, y la desdeñas,
la vences, la reclinas,
como si fuese un perro disecado,
o el bastón de un difunto,
o las palabras muertas de un difunto.
Yo te amo, ciudad,
porque la muerte nunca te abandona,
porque te sigue el perro de la muerte
y te dejas lamer desde los pies al rostro,
porque la muerte es quien te hace el sueño,
te inventa lo nocturno en sus entrañas,
hace callar los ruidos fingiendo que dormitas,
y tú la ves crecer en tus entrañas,
pasearse en tus jardines con sus ojos color de amapola,
con su boca amorosa, su luz de estrella en los labios,
la escuchas cómo roe y cómo lame,
cómo de pronto te arrebata un hijo,
te arrebata una flor, te destruye un jardín,
y te golpea los ojos y la miras
sacando tu sonrisa indiferente,
dejándola que sueñe con su imperio,
soñándose tu nombre y tu destino.
Pero eres tú, ciudad, color del mundo,
tú eres quien hace que la muerte exista;
la muerte está en tus manos prisionera,
es tus casas de piedra, es tus calles, tu cielo.
Yo soy un pez, un eco de la muerte,
en mi cuerpo la muerte se aproxima
hacia los seres tiernos resonando,
y ahora la siento en mí incorporada.
Ante tus ojos, ante olvido, ciudad, estoy muriendo,
me estoy volviendo un pez de forma indestructible,
me estoy quedando a solas con mi alma,
siento cómo la muerte me mira fijamente,
cómo ha iniciado un viaje extraño por mi alma,
cómo habita mi estancia más callada,
mientras descansas, ciudad, mientras olvidas.
Yo no quiero morir, ciudad, yo soy tu sombra,
yo soy quien vela el trazo de tu sueño,
quien conduce la luz hasta tus puertas
quien vela tu dormir, quien te despierta;
yo soy un pez, he sido niño y nube,
por tus calles, ciudad, yo fui geranio,
bajo algún cielo fui la dulce lluvia,
luego la nieve pura, limpia lana, sonrisa de mujer,
sombrero, fruta, estrépito, silencio,
la aurora, lo nocturno, lo imposible,
el fruto que madura, el brillo de una espada,
yo soy un pez, ángel he sido,
cielo, paraíso escala, estruendo,
el salterio, la flauta, la guitarra,
la carne, el esqueleto, la esperanza,
el tambor y la tumba.
Yo te amo, ciudad,
cuando persistes,
cuando la muerte tiene que sentarse
como un gigante ebrio a contemplarte,
porque alzas sin paz a cada instante
todo lo que destruye con sus ojos,
porque si un niño muere lo eternizas,
si un ruiseñor perece tú resuenas,
y siempre estás, ciudad, ensimismada,
creándote la eterna semejanza,
desdeñada la muerte,
cortándole el aliento con tu risa,
poniéndola de espalda contra un muro,
inventándote el mar, los cielos, los sonidos,
oponiendo a la muerte tu estructura
de impalpable tejido y de esperanza.
Quisiera ser mañana entre tus calles
una sombra cualquiera, un objeto, una estrella,
navegarte la dura superficie dejando el mar,
dejarlo con su espejo de formas moribundas,
donde nada recuerde tu existencia,
y perderme hacia ti, ciudad amada,
quedándome en tus manos recogido,
eterno pez, ojos eternos,
sintiéndote pasar por mi mirada
y perderme algún día dándome en nube y llanto,
contemplando, ciudad, desde tu cielo único y humilde
tu sombra gigantesca laborando,
en sueño y en vigilia,
en otoño, en invierno,
en medio de la verde primavera,
en la extensión radiante del verano,
en la patria sonora de los frutos,
en las luces del sol, en las sombras viajeras por los muros,
laborando febril contra la muerte,
venciéndola, ciudad, renaciendo, ciudad, en cada instante,
en tus peces de oro, tus hijos, tus estrellas.
MARCEL PROUST PASEA EN BARCA POR LA BAHIA DE CORINTO
A la sombra de la juventud florecida
sentábase todos los días el viejo Anaximandro.
Tan viejo estaba ya el famoso mandrita,
que no despegaba los labios, ni sonreía, ni parecía comprender
la fiesta de aquellas cabelleras doradas, de aquellas
risas y picardía de las muchachas más bellas de Corinto.
Fue hacia el final de su vida,
cuando ya decíase la gente a sí misma al verle pasar:
a Anaximandro le quedan, cuando más, tres o cuatro girasoles
por deshojar;
fue en aquel pedacito de tiempo que antecede al morirse,
cuando Anaximandro descubrió la solución del enigma del tiempo.
Fue allí en Corinto, junto a la bahía, rodeado de muchachas florecidas.
Le había dado por la inofensiva manía
de protegerse con un quitasol mitad verde mita azul, a la hora
del mediodía;
no saludaba a las gentes de su edad, no frecuentaba los sitios
de los ancianos,
ni parecía tener en común con los del ágora
otra cosa que senectud y nieve alrededor de las mandíbulas:
Anaximandro
se había mudado al tiempo de la juventud florecida,
como quien cambia de país para curarse una dolencia vieja.
Llegaba con el mediodía a la sombra sonora de aquellas muchachas
de Corinto;
arrastrando los pies, impasible, con su quitasol abierto, y sentábase
calladito,
sentábase en medio de ellas a oír sus gorjeos,
a observar la delicada geometría de aquellas rodillas
de color de trigo, a atisbar alguna fugitiva paloma de rosado plumaje,
volando bajo el puente de los hombros.
Nada decía el viejo Anaximandro
ni nada parecía conmoverle bajo su quitasol,
sintiendo el tiempo pasar ente las dulces muchachas
de Corinto, el tiempo hecho una finísima lluvia
de alfileres de oro, de resplandor de cerezas mojadas,
el tiempo fluyendo en torno a los tobillos de las florecidas palomas
de Corinto,
el tiempo que en otros sitios acerca a los labios del hombre una copa
de irrechazable veneno,
ofrecía allí al mediodía el néctar de tan especial ambrosía,
como si él, el tiempo, también quisiera vivir, y hacerse persona
y deleitarse
en el raso de una piel o en el rayo de una pupila verde y azul.
Silencioso Anaximandro
como un cisne navegaba cada día entre las nubes de la belleza
y permanecía;
estaba allí, dentro y fuera del tiempo,
paladeando lentos sorbitos de eternidad,
con el ronroneo del gato junto a la estufa.
Al atardecer volvía a su casa,
y pasaba la noche dedicado a escribir pequeños poemas
para las rumorosas palomas de Corinto.
Los otros sabios de la ciudad murmuraban sin descanso.
Anaximandro había llegado a ser, más que el ritmo de las cosechas
y que el vaivén de los navíos,
el tema predilecto de los aburridos conciliábulos:
-"Siempre os dije, oh ancianos de Corinto,
afirmaba su viejo enemigo Pródico,
que éste no era un sabio verdadero
ni siquiera un hombre medianamente formal.
¿Su obra? Todo copiado. Todo repetido. Pero vacío por dentro.
Vacío como un tonel de vino cunado los hijos de Tebas
vienen a saborear la luz de los viñedos de Corinto".
Anaximandro cruzaba impasible las calles de la ciudad rumbo
a la bahía.
Llevaba abierta su sombrilla azul, y cazaba al vuelo los rumores
de cuanto ocurría;
un día tras otro se iba hacia los sótanos del tiempo algún profundo
anciano.
Los sabios eran talados, día a día, por las mensajeras de Proserpina,
y sólo sus cenizas
pasaban, rumbo al mar, entre las aguas cubiertas de violetas
que es el mar de Corinto.
Todos se iban y Anaximandro seguía allí,
rodeado de muchachas, sentado bajo el sol.
un pliegue de la túnica de Atalanta, la garganta de Aglaé,
cuando Aglaé lanzaba hacia el cielo su himno
para imitar las melodías del ruiseñor,
una sonrisa de Anadiomena, eran todo el alimento
que Anaximandro requería: y estaba allí,
seguía allí, cuando todo a su alrededor se había evaporado.
Un día, allá desde lejos,
se vio dibujarse una pequeña barca
en el trashorizonte de la bahía de Corinto,
venía en ella, remando con fatigada tenacidad de asmático,
un hombrecito:
cubría su cabeza un sombrero de paja,
un blanco sombrero de paja encintado de rojo.
Desde su confín el hombrecito miraba hacia el corazón
de la bahía, y descubría a lo muy lejos una sombrilla azul,
un rondelito auroleado como el sol. hacia allí bogaba.
Terco, tenaz, tarareando una cancioncilla,
el hombrecito de manos enguantadas remaba sin cesar.
Anaximandro comenzó a sonreír.
La barca, inmóvil en medio de la bahía,
vencía también al tiempo. Despaciosamente el blanco
sombrero de paja anunció que el hombre regresaba.
Esa noche, poco antes de irse a dormir,
Marcel Proust gritaba exaltado desde su habitación:
-Madre, tráigame más papel, traiga todo el papel que pueda.
Voy a comenzar un nuevo capítulo de mi obra.
Voy a titularlo: "A la sombra de las muchachas en flor".
PALABRAS ESCRITAS EN LA ARENA POR UN INOCENTE
I
Yo no sé escribir y soy un inocente.
Nunca he sabido para qué sirve la escritura y soy un inocente.
No sé escribir, mi alma no sabe otra cosa que estar viva.
Va y viene entre los hombres respirando y existiendo.
Voy y vengo entre los hombres y represento seriamente el papel que
ellos quieren:
Ignorante, orador, astrónomo, jardinero.
E ignoran que en verdad soy solamente un niño.
Un fragmento de polvo llevado y traído hacia la tierra por el peso de
su corazón.
El niño olvidado por su padre en el parque.
De quien ignoran que ríe con todo su corazón, pero jamás con los ojos.
Mis ojos piensan y hablan y andan por su cuenta.
Pero yo represento seriamente mi papel y digo:
Buenos días doctor, el mundo está a sus órdenes, la medida exacta de
la tierra es hoy de seis pies y una pulgada, ¿no es ésta la medida
exacta de su cuerpo?
Pero el doctor me dice:
Yo no me llamo Protágoras, pero me llamo Anselmo.
Y usted es un inocente, un idiota inofensivo y útil.
Un niño que ignora totalmente el arte de escribir.
Vuelva a dormirse
II
Yo soy un inocente y he venido a la orilla del mar.
Del sueño, al sueño, a la verdad, vacío, navegando el sueño.
Un inocente, apenas, inocente de ser inocente, despertando inocente.
Yo no sé escribir, no tengo nociones de lengua persa.
¿Y quién que no sepa el persa puede saber nada?
Sí, señor, flor, amor, puede acaso que sepa historia de la antigüedad.
En la antigüedad está parado Julio César con Cleopatra en los brazos.
Y César está en los brazos de Alejandro.
Y Alejandro está en los brazos de Aristóteles.
Y Aristóteles está en los brazos de Filipo.
Y Filipo está en los brazos de Ciro.
Y Ciro está en los brazos de Darío.
Y Darío está en los brazos del Helesponto.
Y el Helesponto está en los brazos del Nilo.
Y el Nilo está en la cuna del inocente David.
Y David sonríe y canta en los brazos de las hijas del Rey.
Yo soy un inocente, ciego, de nube en nube, de sombra a sombra
levantado
Veo debajo del cabello a una mujer y debajo de la mujer a una rosa y
debajo de la rosa a un insecto.
Voy de alucinación en alucinación como llevado por los pies del tiempo.
Asomado a un espejo está Absalom desnudo y me adelanto
a estrecharle la mano.
Estoy muerto en este balcón desde hace cinco minutos llenos
de dardos.
Estoy cercado de piedras colgado de un árbol oyendo a David.
Hijo mío Absalom, hijo mío, hijo mío Absalom!
Nunca comprendo nada y ahora comprendo menos que nunca.
Pero tengo la arena del mar, sueño, para escribir el sueño
de los dedos.
Y soy tan sólo el niño olvidado inocente durmiéndose en la arena.
III
Yo soy el más feliz de los infelices.
El que lleva puesto sombrero y nadie lo ve.
El que pronuncia el nombre de Dios y la gente oye:
Vamos al campo a comer golosinas con las aves del campo.
Y vamos al campo aves afuera a burlarnos del tiempo con la más bella
bufonada.
Pintando en la arena del campo orillas de un mar dentro del bosque.
Incorporando las biografías de hombres submarinos renacidos
en árboles.
Atalía interrumpe todo esfuerzo gritando hacia los cielos traición,
traición.
Nos encogemos de hombros y hablamos con los delfines sobre
este grave asunto.
Contestan que se limitan a ser navíos inesperados y tálamos
de ruiseñores.
Que los dejen vivir en todo el mar y todo el bosque.
Escalando los delfines los árboles y las anémonas.
Comprendo y sigo garabateando en la arena.
Como un niño inocente que hace lo que le dictan desde el cielo.
IV
Bajo la costa atlántica.
A lo largo de la costa atlántica escribo con el sueño índice:
Yo no sé.
Llega el sueño del mar, el niño duerme garabateando en la arena,
escucha, tú velarás, tú estarás, tu serás!
Sí, es Agamenón, es tu rey quien te despierta.
Reconoce la voz que golpea en tus oídos.
¿Porqué vas a despertarle rey de las medusas?
¿Qué vigilas cuando todos duermen y no estás oyendo?
Las cúpulas despiertas. Las interminables escaleras de la memoria.
Oye lo que canta la profunda medianoche:
Reflexiona y tírate en el río.
De la mano del rey tírate en el río.
Nada como un amigo para ser destruido.
Prepárate a morir. Invoca al mar. Mírame partir.
Yo soy tu amigo.
No! Si yo soy tan sólo un niño inocente.
Uno a quien han disfrazado de persona impura.
Uno que ha crecido de súbito a espaldas de su madre.
Pero nada comprendo ni sé, me muevo y hablo
Porque los otros vienen a buscarme, sólo quisiera
Saber con certidumbre lo que pasó en Egipto
Cuando surgió la esfinge de la arena.
De esta arena en que escribo como un niño
Epitafios, responsos, los nombres más prohibidos.
Escribiendo su nombre y borrándolo luego.
Para que nadie lea, y los peces prosigan inocentes
Y los niños corran por la playa sin conocer el nombre que me muere
V
¿Qué soy después de todo sino un niño,
Complacido con el sonido de mi propio nombre,
Repitiéndolo sin cesar,
Apartándome de los otros para oírlo,
Sin que me canse nunca?
Escribo en la arena la palabra horizonte
y unas mujeres altas vienen a reposar en ella.
Dialogan sonrientes y se esfuman tranquilas.
Yo no puedo seguirlas, el sueño me detiene, ellas van por mis brazos
Buscando el camino tormentoso de mi corazón.
El horizonte guarda los amigos perdidos, las naves naufragadas,
Las puertas de ciudades que existieron cuando existió David.
Yo no comprendo nada, yo soy un inocente.
Pero los dejo irse temblando por el camino de los brazos,
Sangre adentro, centellas silenciosas,
Ahora los escucho platicar por las venas,
Fieles, suntuosamente humildes, vencidos de antemano.
Hablan de las antiguas ciudades, hablan de mujeres esfumadas,
gritan y corren apresurados.
Esta mano de un rey me pertenece.
Esta iglesia es mi casa. Son mis ojos
Quienes la hacen alta y luminosa. Aquel torso
Que sirve de refugio a un bienamado pueblo de palomas
Escapado ha de mí. Han escrito una letra de mi nombre
En las tibias espaldas de aquel árbol. ¿Quién es esta mujer?
La oigo mis verdades. Ella conoce el preciado alimento.
Va inscribiendo mi nombre sobre sepulcros olvidados.
Ella conoce la destreza de amor con que se yergue
Dentro de mí un cuerpo esplendoroso. Ella vive por mí.
¿Cómo responde cuando soy llamado? ¿Cómo alcanza
A su terrible boca el alimento que deparado fuera a mis entrañas?
Ahora comprendo que su cuerpo es mío.
Yo no termino en mí, en mi comienzo.
También ella soy yo, también se extiende,
Oh muerte, oh muerte, mujer, alma encontrada,
¿Qué vigilas cuando todos duermen?
Oh muerte, feliz inicio, campo de batalla,
Donde las almas solas, puras almas, ya no se mueren nunca,
También se extiende hacia su extraña playa de deseos
Esta frente que en mí es destruida por ardientes deseos de otra frente.
Bajo ese murmullo de guerreros por dentro de las venas
Pienso en los tristes rostros de los niños.
Pienso en sus conversaciones infantiles y en que van a morirse.
Y pienso en la injusticia de que sean niños eternamente.
Y una voz me contesta:
Eres el más inocente de los inocentes.
Apresúrate a morir. Apresúrate a existir. Mañana sabrás todo.
A su oído infantil, a su inercia, a su ensueño,
Bufón, rojo anciano, sabio dominante, le dirás la verdad.
Diciendo tus verdades, bufón, anciano dominante, sabio de Dios,
alerta.
Mañana sabrás todo. Mañana. Duerme, niño inocente, duerme hasta
mañana.
Le mostrarás el polvoriento camino de la muerte, anciano dominante,
Bufón de Dios, poeta.
To-morrow, and to-morrow, and to-morrow,
Creeps in this petty pace from day to day,
To the last syllable of recorded time;
And all our yesterdays have lighted fools
The way to dusty death.Out, out, brief candle!
Bufón de Dios, arrójate a las llamas, que el tiempo es el maestro
de la muerte.
Y tú no estás, ya nadie te recuerda el cuerpo ni la sombra.
Hoy eres el bufón, que se levanta y ríe, padre de sus ficciones, sabio
dominado.
Levántate sobre la última sílaba del tiempo que recordamos, levántate,
terrible y seguro, imponiendo tu sombra a la luz de la vida.
Life"s but a walking shadow, a poor player
That struts and frets hour upon the stage,
And then is heard no more; it is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury,
Signifying nathing.
Mañana sabrás todo.
Vuelve a dormirte.
La vida no es sino una sombra errante.
Un pobre actor que se pavonea y malgasta su hora sobre la escena,
Y al que luego no se le escucha más, la vida es
Un cuento narrado por un idiota, un cuento lleno de furia y de sonido,
Significando nada.
Vuelve a dormirte.
VI
Estoy soñando en la arena las palabras que garabateo en la arena
con el sueño índice:
Amplísimo amor de inencontrable ninfa caritativo muslo de sirena.
Estas son las playas de Burma, con los minaretes de Burma,
y las selvas de Burma.
El marabú, la flor, el heliógrafo del corazón.
Los dragones andando de puntillas porque duerme San Jorge.
Soñar y dormir en el sueño de muerte los sueños de la muerte.
Danos tiempo para eso. Danos tiempo. Tú eres quien sueña
solamente.
No, yo no sueño la vida,
es la vida la que me sueña a mí,
y si el sueño me olvida
he de olvidarme al cabo que viví.
VII
Andan caminando por las seis de la mañana.
¿Querría usted hacer un poco de silencio?
La tierra se encuentra cansada de existir.
Día a día moliendo estérilmente con su eje.
Día a día oyendo a los dioses burlarse de los hombres.
Usted no sabe escucharla, ella rueda y gime.
Usted cree que escucha las campanas y es la tierra quien gime.
Recoja sus manos de inocente sobre la playa.
No escriba. No exista. No piense.
Ame usted si lo desea, ¿a quién le importa nada?
No es a usted a quien aman, compréndalo, renuncie gentilmente.
Piense en las estrellas e invéntese algunas constelaciones.
Hable de todo cuanto quiera, pero no diga su nombre verdadero.
No se palpe usted el fantasma que lleva debajo de la piel.
No responda ante el nombre de un sepulcro. Niéguese a morir. Desista. Reconcilie.
No hable de la muerte, no hable del cuerpo, no hable de la belleza.
Para que los barcos anden,
Para que las piedras puedan moverse y hablar los árboles.
Para corroborar la costumbre un poco antigua de morirse,
Remonten suavemente las amazonas el blanco río de sus cabellos.
VIII
Yo soy el mentiroso que siempre dice su verdad.
Quien no puede desmentirse ni ser otra cosa que inocente.
Yo soy un niño que recibe por sus ojos la verdad de su inocencia.
Un navegante ciego en busca de su morada, que tropieza en las rocas
vivientes del cuerpo humano, que va y viene hacia la tierra bajo el
peso agobiante de su pequeño corazón.
Quien padece su cuerpo como una herejía, y sabe que lo ignora.
Quien suplica un poco más de tiempo para olvidarse.
La mano de su Padre recogiéndolo piadosa en medio del parque.
Sonriendo, sollozando, mintiendo, proclamando su nombre
sordamente.
Bufón de Dios, vestido de pecado, sonriendo, gritando bajo la piel ,
por su fantasma venidero.
Amor hacia las más bellas torres de la tierra.
Amor hacia los cuerpos que son como resplandecientes afirmaciones.
Amor, ciegamente, amor, y la muerte velando y sonriendo en el balcón
de los cuerpos más hermosos.
Las manos afirmando y el corazón negando.
Vuelve, vuelve a soñar, inventa las precisas realidades.
Aduéñate del corazón que te desdeña bajo los cielos de Burma.
Suena donde desees lo que desees. No aceptes. No renuncies.
Reconcilia.
Navega majestuoso el corazón que te desdeña.
Sueña e inventa tus dulces imprecisas realidades, escribe su nombre
en las arenas, entrégalo al mar, viaja con él, silente navío
desterrado.
Inventa tus precisas realidades y borra su nombre en las arenas.
Mintiendo por mis ojos la dura verdad de mi inocencia.
IX
Estamos en Ceilán a la sombra crujiente de los arrozales.
Hablamos invisiblemente la Emperatriz Faustina,
Juliano el Apóstata y yo.
Niño, dijeron, qué haces tan temprano en Ceilán,
Qué haces en Ceilán si no has muerto todavía,
Y aquí estamos para discutir las palabras del Patriarca Cirilo,
Y hablaremos hebreo, y tú no sabes hebreo?
El emperador Constantino sorbe ensimismado sus refrescos de fresa.
Y oye los vagidos victoriosos del niño occidente.
Desde Alejandría le llegan sueños y entrañas de aves tenebrosas
como la herejía.
Pasan Paulino de Tiro y Patrófilo de Shitópolis.
Pasan Narciso de Neronías, Teodoto de Laodicea, el Patriarca Atanasio.
Y el emperador Constantino acaricia los hombros de un faisán.
Escucha embelesado la ascensión de Occidente.
Y monta un caballo blanquísimo buscando a Arlés.
El primero de Agosto del año trescientos catorce de Cristo.
Sale el emperador Constantino en busca de Arlés.
Lleva las bendiciones imperiales debajo de su toga,
Y el incienso y el agua en el filo de su espada.
Faustina me prestaba su copa de papel
Y yo bebía del vino que toman los muertos a la hora de dormir.
Pero no conseguían embriagarme
Y de cada palabra que decían sacaba una enseñanza.
El pez vencerá al Arquitecto.
Los hijos son consubstanciales con el padre.
Si descubren un nuevo planeta, habrá conflagraciones, y renunciará a
existir el Sínodo de Antioquia.
Y de todo ello salía una enseñanza.
Estamos en Ceilán a la sombra de los crujientes arrozales.
Mujeres doradas danzan al compás de sus amatistas.
Niños grabados en la flor de amapola danzan briznas de opio.
Y en todo el paraninfo de Ceilán las figuras del sueño testifican:
¿Quién es ese niño que nos escribe en palabras en la arena?
¿Qué sabe él quién lo desata y lanza?
Me prestaba su copa de papel.
El patriarca hablaba desde su estatua de mármol, con su barba natural
y voz de adolescente:
Preparaos a morir. La hora está aquí. Vengan.
Continuaba bebiendo el vino de los muertos y fingía dormir.
El patriarca me ponía su manto para cuidarme del sueño.
Y oía su diálogo por debajo del vuelo, la voz enjoyada de Faustina, la
voz de la estatua, el vino de Ceilán, la canción de los pequeños
sacrificados en la misa de Ceilán.
¿Quién es ese niño que nos escribe en palabras en la arena?
¿Qué sabe él quién lo desata y lanza?
Una voz contesta desde su garganta de mármol:
Dejadlo dormir, es inocente de todo cuanto hace,
Y sufre su sangre como el martirio de una herejía.
Dormir en la voz helena de Cirilo.
Con las soterradas manos de Faustina.
Dialogando interminablemente Juliano el Apóstata.
X
Echemos algunas gotas de horror sobre la dulzura del mundo.
Mira tu corazón frente a frente, piensa en la terrible belleza y renuncia.
Los ancianos ya tiemblan al soplo de la muerte.
Los ancianos que fueron también la belleza terrible.
Los que turbaron un día las débiles manos de un niño en la arena.
Ellos son los que tiemblan ya ahora al soplo de la muerte.
Piensa en su belleza y piensa en su fealdad.
Aún los seres más bellos conducen un fantasma.
Ellos son los que tiemblan ya ahora al soplo de la muerte.
Escapa, débil niño, a la verdad de tu inocencia.
Y a todos los que se imaginan que no son inocentes
Y adelantándose al proscenio dicen:
Yo sé.
Dejemos vivo para siempre a ese inocente niño.
Porque garabatea insensatamente palabras en la arena.
Y no sabe si sabe o si no sabe.
Y asiste al espectáculo de la belleza como al vivo cuerpo de Dios.
Y dice las palabras que lee sobre los cielos, las palabras que se le
ocurren, a sabiendas de que en Dios tienen sentido.
Y porque asiste al espectáculo de su vida afligidamente.
Porque está en las manos de Dios y no conoce sino el pecado.
Y porque sabe que Dios vendrá a recogerle un día detrás del laberinto.
Buscando al más pequeño de sus hijos perdido olvidado en el parque.
Y porque sabe que Dios es también el horror y el vacío del mundo.
Y la plenitud cristalina del mundo.
Y porque Dios está erguido en el cuerpo luminoso de la verdad como
en el cuerpo sombrío de la mentira.
Dejadlo vivo
para siempre.
Y el niño de la arena contesta:!Gracias¡
Y una voz le responde:
Sea Pablo,
Sea Cefas,
Sea el mundo,
Sea la vida,
Sea la muerte,
Sea lo presente,
Sea lo por venir,
Todo es vuestro:
Y vosotros en Cristo,
Y Cristo en Dios.
Vuelve a dormirte.
Publicado en 1942
ELISEO DIEGO
(La Habana, 1920-Ciudad México, 1994)
Obra poética: En las oscuras manos del olvido (1942);En la Calzada de Jesús del Monte (1949); Por los extraños pueblos (1958); El oscuro esplendor (1966); Muestrario del mundo o libro de las maravillas de Boloñá (1968); Versiones (1970); Nombrar las cosas (1973); Los días de tu vida (1977); A través de mi espejo (1981); Inventario de asombros (1982); Poesía (1983); Soñar despierto (1988); Libro de quizás y de quién sabe (1989); Cuatro de oros (1992); El silencio de las pequeñas cosas (1993); La sed de lo perdido (1993).
EL PRIMER DISCURSO
En la calzada más bien enorme de Jesús del Monte
donde la demasiada luz forma otras paredes con el polvo
cansa mi principal costumbre de recordar un nombre,
y ya voy figurándome que soy algún portón insomne
que fijamente mira el ruido suave de las sombras
alrededor de las columnas distraídas y grandes en su calma.
Cuánto abruma mi suerte, que barajan mis días estos dedos de piedra
en el rincón oculto que orea de prisa la nostalgia
como un soplo que nombra el espacio dichoso de la fiesta.
Al centro de la noche, centro también de la provincia,
he sentido los astros como espuma de oro deshacerse
si en el silencio delgado penetraba.
Redondas naves despaciosas lanudas de celestes algas
daban ganas de irse por la bahía en sosiego
más allá de las finas rompientes estrelladas.
Y en la ciudad las casas eran altas murallas para que las tinieblas
quiebren,
¡oh el hervor callado de la luna que sitia las tapias blancas
y el ruido de las aguas que hacia el origen se apresuran!
Mas en los días el vuelo desgarrador de la paloma
embriagaba mis ojos con la gracia cruel de las distancias.
Cómo pesa mi nombre, qué maciza paciencia para jugar sus días
en esta isla pequeña rodeada por Dios en todas partes,
canto del mar y canto irrestañable de los astros.
Calzada, reino, sueño mío, de veras tú me comprendes
cuando la demasiada luz forma nuevas paredes con el polvo
y mi costumbre me abruma y en ti ciego me descanso.
Por la Calzada de Jesús del Monte transcurrió mi infancia, de la tiniebla húmeda que era el vientre de mi campo al gran cráneo ahumado de alucinaciones que es la ciudad. Por la Calzada de Jesús del Monte, por esta vena de piedras he ascendido, ciego de realidad entrañable, hasta que me cogió el torbellino endemoniado de ficciones y la ciudad imaginó los incesantes fantasmas que me esconden. Pero ahora retorna la circulación de la sangre y me vuelvo del cerebro a la entraña, que es donde sucede la muerte, puesto que lo que abruma en ella es lo que pesa, Y a medida que me vuelvo más real el soplo del pánico me purifica.
Y sin embargo, aun tiene tiempo la Calzada de Jesús del Monte para enseñarme el reverso claro de la muerte, la extraña conciliación de los días de la semana con la eternidad.
En el orbe tumultuoso si bien estático de sus velorios, metido en el oro de su pompa, allí se abren por primera vez mis ojos; allí me vuelvo al origen.
EL SEGUNDO DISCURSO: AQUÍ UN MOMENTO
Tendrán que oírme decir: no me conozco,
no sé quién ríe por mí la noble broma.
en torno de mi abuelo dicen
que buen vino rondaba,
que gruesa frente y respirar de toro,
dicen, aquí en familia,
que su padre rompió la sien como crujiente almendra
para moler la noche ciega,
para librar la sombra
que le cegaba la nariz al moro,
sino que puede que fuese mi vecino
puesto que toda muerte, dicen,
es sólo un crimen, una farsa salvaje,
y hace ya tanto tiempo que no importa
hace ya tantos viernes
(¿barajas las semanas?)
que no sé si es el sueño de ayer tarde
o el recuerdo que tengo,
que tuve, que tenía de mis manos,
que dos espejos, dicen, fácilmente procuran
estas visiones y yo digo
que primero me invento alguna cosa
con que atarme las cuerdas de la cara
y luego los abuelos, quizás, y la memoria.
Porque yo vi la pesadumbre,
las jerarquías cerradas del velorio,
la madera final y la pobreza,
me pasma lo callado, brutalmente
me pasma lo callado y digo
no sé quién ríe por mí la noble broma,
no me conozco, dicen, qué buen vino,
dejadme que lo piense aquí un momento.
Aquí en el patio, junto
a las columnas romanas, impasibles
en su agobiada pesadumbre, altas,
y mientas hiere mi garganta
la transparencia de la noche,
tan profunda, tan limpia
que saciara la sed de la tiniebla,
mientras recuento los brocados
y otras riquezas oscuras de mi tedio
con la mano sagaz, la mano ciega,
y confundo las palmas
con los desgarradores sucedidos
en la tarde del Viernes,
por no dormirme antes de tiempo,
confundo los harapos
polvorientos del alma
con el abrigo luzbel de la baraja,
imagino las harpas silenciosas,
el llanto de David,
las caras aguzadas
de los vecinos y su pena,
sepulto mi lugar en áurea fábula
sin poder remediarlo,
por no dormirme antes de tiempo,
sigo pensando, aquí, mi amigo, sucediéndome.
Dicen que soy reciente, de ayer mismo,
que nada tengo en qué pensar, que baile
como los frutos que la demencia impulsa.
Si dejo de soñar quién nos abriga entonces,
si dejo de pensar este sueño
con qué lengua dirán
éste invento edades si nadie ya las habrá nunca.
Porque no sé de nada duro a no ser la semilla,
la muerte florecida con mis lujosas invenciones
que una por una entre mi sangre bajan a los huesos,
dedo soñar a Plauto, y al guerrero
cubierto de lejano polvo,
cubierto de mi polvo junto al río.
Luego de la primera muerte, señores, las imágenes,
(la despaciosa siega final, el canto llano
luego de la primera comprobación de la ceniza),
luego de bien molida por los voraces ojos
dirán allí en el campo mira
tu hijo está temblando,
recién ahora lo vimos entre las espigas
recién cortadas como crujiente torre,
recién ahora
lo vimos, testifica,
di si es verdad el relumbre bermejo de la sangre,
bajo la telaraña menuda de las sombras
y la fragancia de las raídas hojas,
di si es verdad, contempla, testifica,
este manchado estorbo de los ojos,
mugrienta bestia, petrifica sus garras en el polvo,
abomina quien dice
que sea nuestro lamentado hermano,
los de las filas más lejanas
alcen la voz, auguren, testifiquen
cómo nos envenena
este residuo infame,
mientas tú, me dirán,
(como un sueño que tengas, como un sueño tan sólo),
mientras tú, me dirán,
qué, no te importa
del desgarrante hielo que nos mueve
como la cuerda a un pelele,
pero nosotros sí, nosotros vemos
y una palabra, un alarido jamás visto
por el gallardo viento pastor de los crepúsculos
para llamarte inauguramos,
para sacarte de tu contemplación de la miseria,
para que vengas recién ahora donde
tu hijo Caín está temblando.
Porque yo soy reciente, de ayer mismo,
mientras soñaba, como un sueño
lo miro desangrarse como un sueño
que acaba en humo, en el vacío del alba,
como el recuerdo que tengo de ayer tarde
o la lívida máscara
con que socorro la penuria,
la indecible, la trágica penuria de mis muertos,
puesto que nunca
puedo mirar los surcos de tu boca
y un mismo paño hace
tu traje de costumbre, padre,
y el lienzo que imagino rojo
bajo las manos manchadas de remotos reyes
y me confundo de lugar y año
diciendo: fue por el noventa,
cuándo o viste, tu lo sueñas,
porque yo soy reciente cada día,
digamos que soy,
digamos que soy el que contempla
su horror en dos espejos,
y es a la vez el que contempla
y el infinito pavor de las imágenes,
digamos que me invento, que procuro
restañar este rostro con mis manos,
que dos espejos las esparcen,
estas visiones, que la muerte
ha de ser como un hombre
contemplando su horror en el espejo,
como Caín y Abel ya frente a frente,
como Caín y Abel reunidos en Adán, como la muerte.
Y pregunto qué sea
el lugar donde vivo, este mi sitio
de pensar un momento,
los helados alambres, esta palma,
y el niño de Damasco, el grave niño
que viene con el asno
atravesando por el humo
alucinante siempre del bohío
y esta costumbre,
esta costumbre de soñar lo mismo,
siempre lo mismo, siempre
los espejos dorados como el tiempo,
hasta cumplir la edad de siete años,
y ver la pesadumbre,
la pobreza solemne de este pobre.
Tendrán que oírme decir no me conozco,
aquí en el patio, junto
a las columnas que toco provincianas,
no sé quién ríe por mi la noble broma
pero en torno de aquel hombre veo
que su madre lo ronda,
en las selladas jerarquías del polvo,
velándole la muerte
como el sol en torno de la tierra,
mirándolo tan fijo. Dejadme que restañe
la minuciosa
fuga de mis ojos,
que les devuelva el canto, su pobreza,
la ternura paciente de mi día
a la traición volviendo y a la nada.
Cómo el oscuro tedio nos reunía
en la cerrada estancia de su polvo
alrededor de la pobreza suma.
Y su paciencia nos empobrecía
las ilusiones fastuosas de la cena,
este lujo del sueño por mis ojos.
Pobres, solemnes pobres, ya veían
el alba cenicienta de las cosas,
la estrechez de mi lugar, la noche,
aquella irreparable jerarquía
de la madera, la voz y el arduo fuego
en la redonda isla del velorio.
A la salida, qué distintos,
qué limpios, qué recientes eran
recordando la calle solamente,
su aspereza filial, su extraña lumbre,
su temblorosa realidad naciendo.
Pero si dejo de soñar
quién nos abriga entonces, si la nada
es también el dormir, pesadamente
la caída sin voz entre la sombra.
Oh la noche es distinta, la mirada,
la memoria del Padre, el Paraíso
realizado en la tierra, como un nombre!
Y ahora es el tiempo de levantarme y de trazar
mi amplio gesto diciendo:
luego de la primera muerte, señores, las imágenes,
invéntense los jueves,
los unicornios, los ciervos y los asnos
y los frutos de la demencia,
y las leyes, en fin,
y el paño universal del sueño
espeso de criaturas, de fábulas, de tedio,
hinchado por el soplo de los dispersos días
verán el libro de las generaciones
y cómo el olvido engendró a la muerte
cuyos morados ojos decimos la distancia,
cómo la muerte engendró a mi espejo,
mi espejo engendró
la fiel imagen que inicia su periplo
entre las barbas rielantes que orillan los dormidos ancianos,
porque después de la primera comprobación de la ceniza,
cuando arrugan mi piel los pómulos del viejo
y en la pared opuesta, por el azogue nocturno de la sangre
aquel fervor oscuro, aquella música
de mis huesos se pierde irrestañable,
cuando todo es uno,
el día y e recuerdo
en el oficio de la lluvia que pulsa las persianas,
la mirada segura nos deshace
su deleitoso paño entreverado de sierpes
y en la pobreza intacta del polvo se resume.
VOY A NOMBRAR LAS COSAS
Voy a nombrar las cosas, los sonoros
altos que ven el festejar del viento,
los portales profundos, las mamparas
cerradas a la sombra y al silencio.
Y el interior sagrado, la penumbra
que surcan los oficios polvorientos,
la madera del hombre, la nocturna
madera de mi cuerpo cuando duermo.
Y la pobreza del lugar, y el polvo
en que testaron las huellas de mi padre,
sitios de piedra decidida y limpia,
despojados de sombra, siempre iguales.
Sin olvidar la compasión del fuego
en la intemperie del solar distante
ni el sacramento gozoso de la lluvia
en el humilde cáliz de mi parque.
Ni tu estupendo muro, mediodía,
terso y añil e interminable.
Con la mirada inmóvil del verano
mi cariño sabrá de las veredas
por donde huyen los ávidos domingos
y regresan, ya lunes, cabizbajos.
Y nombraré las cosas, tan despacio
que cuando pierda el Paraíso de mi calle
y mis olvidos me la vuelvan sueño,
pueda llamarlas de pronto con el alba.
VIENEN NOTICIAS DEL ATROZ INVIERNO
Vienen noticias del atroz invierno,
las traen veloces hojas amarillas,
dicen que pasa el frío las orillas
de la piedad, soplando del averno.
Que el norte salta de la luna al cuerno,
que los navíos crujen en astillas
y que las desoladas maravillas
no tienen fin, o puede que uno eterno.
Este es el tiempo de no hacer derroche
y avivar la memoria de la hoguera
viendo que todo va color de muerto.
Pues el invierno es amo de la noche
y la tiniebla arrecia, y ya no espera,
si es preciso soñar, soñar despierto.
LA QUINTA
En un tiempo mis padres socavaron el tedio voraz del color blanco
valiéndose de gárgolas lunáticas que prodigaban por juego
las tinieblas,
y aquellos hipogrifos de cemento que lograron a fuerza de paciencia
consagradora pátina
callando conseguían disimular sus bromas y extender la penumbra con
un vago terror hacia la noche.
Más importante aún era el negrito a quien hacía tanta gracia a la nada
sentado junto a las escaleras que siempre pretendieron ser unos
saltos de agua
y a quien acompañaba no sé si por su gusto el silencioso gato
sobre la tapia intenso, contra la tarde rojo, enigma pobre, conmovedor
qué será de mi barrio.
Las japonesas cuevas, escasas y profundas con la profundidad de una
noche pintada en una tabla,
y aquellas fuentes ciegas, y las acequias hondas por las fragantes
tardes paseadas
Escribo todo esto con la melancolía de quien redacta un documento.
Como quien ve la ruina, la intemperie funesta contemplando el raído
interior del griego.
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