Hace varias décadas, C. G. Jung mostró la
polisemia del mito del
unicornio(1). Bajo la imagen del
extraño ser de un solo cuerno representado en el Orbis
Terrarum medieval, cuya forma más bella en Occidente
es el conocido tapiz ornado con la divisa "A mon seul
desire", se agrupan elementos que caracterizan un contacto
con las fuerzas primordiales del cosmos que exceden todo conocimiento
humano. La vaca velox, localizada en China
según A. Kircher(2), Enkidu en el Poema de
Gilgamesh, Rishyaringa en el Ramayana, son seres
salvajes, que apenas pueden verse de cerca hasta que, en los dos
últimos casos, la misteriosa fuerza
femenina logra atraerlos, domarlos y ganarlos para la sociedad. Sus
recónditos poderes, al servicio de
los hombres, "civilizados" por así decirlo, no merman sino
alcanzan una plenitud controlada, aunque en el caso de Enkidu,
terminen trayéndole la muerte.
Resulta además significativo que en la forma
euro-occidental del mito, sólo una virgen consiga someter
al unicornio–evocación de la Virgen
María–mientras que en el Gilgamesh y en
Ramayana sean, por el contrario, las prostitutas
sagradas–las hieródulas y las deva-dasi
respectivamente–quienes logren tal cometido.
En la historia de los amores de
Layla y Majnún, cuya fama ha trascendido con creces los
marcos del mundo islámico, el mito del unicornio,
también presente, reviste una forma peculiar cuyos rasgos
más sobresalientes intentaremos analizar aquí. Para
ello, partiremos de la versión realizada en el siglo XII
D.C. (VII de la Héjira) por el persa Nizâmí,
aunque los orígenes de la historia suelen datarse
alrededor del S. VII D.C. (II D.H.)(3). Es conocido que
muy pronto, quizás desde el siglo IX D.C. (IV D.H.), dicha
historia fue incluída en los textos sufíes, entre
ellos por el contemporáneo de Nizâmí, Farid
Uddin Attar, en el Mantic Uttair, debido a su fuerte
connotación mística. El amor
trasciende en ella los marcos de la vida ordinaria para
convertirse en causa de la radical transformación de los
amantes, de su "despertar" místico, en verdadera gnosis de
tal modo que Dios se reconoce como el verdadero objeto del
amor y por
tanto, la alegría y el dolor que de éste provengan
deben considerarse como efectos de la Gracia. Pues no resulta
posible acercarse al Autor de las cosas sin que la criatura se
niegue a sí misma, se aniquile como ser individual y
permita así que aflore la chispa divina contenida en todo
cuanto existe. Por ello, el dolor proveniente del amor contiene
una fuerza transmutativa mayor que la dicha.
La figura del joven Quays, transformado por el amor en un
Majnún, es decir, loco, con la locura sagrada que
reconocieron por igual en místicos, poetas y amantes los
egipcios, griegos, árabes, persas e hindúes,
constituirá el centro de estas reflexiones, dirigidas a
caracterizarlo como forma específica del mito del
unicornio: Quays reúne las características de un
joven ordinario aunque distinguido por su posición y
cualidades. Nadie puede vislumbrar las potencialidades ocultas en
él. Al romper los límites de
la "normalidad", al convertirse en un Majnún,
asumirá las características del unicornio. Esta
será nuestra tesis: el
proceso
característico, descrito por Jung, se invierte en su
caso.
Quays y la
virgen
Las cualidades de Quays son excepcionales, pero, salvo su
belleza, nadie las conoce durante su infancia. Su
mismo nacimiento es un milagro, resultante de las continuas
oraciones del padre a causa de la falta de descendencia. La
venida del hijo trae consigo el cumplimiento de un destino que a
todas luces la Providencia quería evitar, por ahorrar
dolor a los padres y a la criatura. La posibilidad de no nacer
equivaldría al disfrute de otros bienes por
parte de los padres.
El milagro divino estaría unido a una suerte singular,
trágica e inmensa, pues según la tradición
islámica, Dios pues no concede fácilmente aquello
que hará sufrir al hombre mucho
más que su carencia. Cuando lo otorga, han de asumirse
todas las consecuencias. Como en el caso del unicornio en las
diversas formas descritas por Jung y otros estudiosos, el don es
innato, sea cual sea el momento en que se revele.
La belleza del niño, excepcional, hace pensar en Yusef,
arquetipo de la belleza masculina, cuyo nombre se menciona varias
veces en el poema de Nizâmí. En notable paralelo con
el caso de Yusef (Corán, Sura XII), a la belleza
del cuerpo de Quays se une la de su alma: "Cada
gota de leche que
bebía se transformaba en su cuerpo en una prenda de
fidelidad, cada bocado que comía se volvía en su
corazón
un pedazo de ternura. Cada línea de añil que
dibujaban en su rostro para protegerlo del mal de ojo obraba
prodigios en su alma. Todo ésto, no obstante,
permanecía en secreto, oculto a todos los
ojos"(4).
Se anuncia una pubertad
prematura en él, dada por la aparición del bozo a
los siete años (p.36), como en el caso de Yusef, en el
niño se anuncia desde temprano el don profético,
"madurez" o, si se quiere, singularidad espiritual.
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