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La historia de la filosofía como diálogo (página 2)



Partes: 1, 2

No hay que achacar a agentes exteriores, al menos por entero,
los procesos
destructivos. Salvo casos excepcionales, se gestan en el interior
de las civilizaciones y en general de los fenómenos
afectados. Los agentes externos influyen sin duda y a veces
decisivamente, pero si la crisis no se
inicia internamente, su influencia no rebasará ciertos
límites.

El desarrollo de
la individualidad en Occidente experimentó un impulso a
inicios de la Epoca Moderna que acentuó la razón
como propiedad
fundamental del hombre y su
poder para
lograr la realización propia en el mundo. La
secularización de la vida que ello trajo aparejada
intentó primero organizar las capacidades y necesidades
humanas cognoscitivas, espirituales y prácticas y conceder
a cada una su esfera propia, su dimensión.

Todo ésto engendró, con el cartesianismo, la
quimera de la razón absoluta como conductora infalible del
mundo(1). Con Kant, la
razón crítica
que se pregunta por sus posibilidades. Con Hegel, la
razón como sustancia universal que abarca todo lo real.
Con el marxismo, la
razón práctica como negación de la
trascendencia.

Las filosofías occidentales experimentaron la
influencia del marxismo. Incluso algunas teologías
cristianas continúan argumentando la eficacia del
"verdadero" marxismo en contraposición con la
"versión leninista y stalinista" de éste. Sin negar
el valor de
muchas ideas de Marx y Engels,
que apuntan, como utopías, hacia la liberación de
la explotación y de la enajenación, la realidad ha evidenciado que
su aplicación como sistema
socio-económico conduce a encrucijadas tanto o más
difíciles de salvar que las del sistema capitalista,
agudizadas por el deterioro moral, y en
muchos casos, espiritual del hombre. Aducir que en las sociedades
desarrolladas no comunistas dicho deterioro es a menudo peor, no
debe justificar la gravedad del fenómeno en el sistema
socialista, cuyo objetivo
fundamental se formula en función
del hombre y su desenajenación.

Para algunos parece como si todo se hubiera olvidado: como el
pueblo de Israel al salir
de la cautividad de Egipto,
añoran ésta en función de ciertas
necesidades elementales más o menos garantizadas. Negar la
importancia de dichas necesidades supondría, en el mejor
de los casos, una total ausencia de sentido de la realidad.
Pretender solucionarlas con una repetición mutatis
mutandis
del "socialismo real",
resultaría equivalente.

En todo caso, investigadores diversos discurren al respecto
desde sus gabinetes de trabajo y sin
tomar en cuenta muchas veces el testimonio del hombre vivo y
real, del mismo modo como se pronunciaron a favor o en contra del
"socialismo real" mientras existió, o lo hacen aún
en relación con sus anacrónicos, aunque no menos
terribles despojos en algunas partes del mundo. Pero la historia ha dado sobrados
ejemplos similares para asombrarse. Lo peor es que en diversos
medios
occidentales, la etapa del socialismo se antoja agua pasada,
se olvidan sus peculiaridades positivas y negativas y se imponen
los mitos y
fetichismos de sociedades desarrolladas que intentan olvidar
cuanto no sea el interés o
el disfrute inmediatos.

Cornelius Castoriadis se ha referido a la actual sociedad
occidental como una "civilización del olvido". En aras de
la posmodernidad,
"liberadora" del "lastre histórico", se pretende una vez
más hacer tabula rasa de la historia, supuestamente
llegada a su final, olvidando que ese intento se ha producido
muchas veces. Algunos ejemplos serían las polémicas
entre filósofos cristianos en los primeros siglos
de la era actual, o la revolución
cartesiana, o las tesis sobre
una etapa superior y definitiva de la historia elaboradas por
Hegel y la llamada escatología marxista, que al menos durante
varias décadas se ahorró lo que los teólogos
denominan "reserva escatológica".

Se habla del fin de la historia, del fin de la filosofía, del fin de la cultura. Tal
parece como si los antiguos milenarismos–también
míticos en muchos casos–resucitaran en la
reflexión y en la urgencia de la vida a fines del siglo
XX. E pur si muove…La historia pasada es madre de la
historia presente y, por medio de ésta, de la futura,
aunque no se condicionen mutuamente de modo ineluctable, por
cuanto el condicionamiento histórico es
probabilístico y no absoluto.

El olvido de la historia tiene causas objetivas. Entre las
analizadas por filósofos y sociólogos podría
subrayarse el hecho de que todo presente es también la
vida de sus testigos presenciales y no resulta fácil
eludir la tentación de considerarla una etapa superior y
definitiva o su antítesis, inferior a un pasado
forzosamente idealizado.

A la desaparición de contradicciones que hasta hace muy
pocos años parecían ser las fundamentales a nivel
mundial se suma la crisis provocada en el antiguo bloque
socialista por el brusco cambio
experimentado sin una transición racionalmente planeada,
en la cual sobresale el desmembramiento de la antigua URSS, que
ha dado paso al estallido abierto de viejas rencillas y problemas de
fronteras. El terrible caso de Chechenia no es sino un ejemplo
que a grosso modo sigue la línea marcada por la guerra de
Bosnia, prolongada en el conflicto
albano-kosovar, que parece un resumen de lo más violento y
terrible de la historia europea: las Cruzadas, la
expansión del imperio Otomano, los pogroms, los conflictos
fronterizos, las dos guerras
mundiales(2).

Por otra parte, el Occidente euro-norteamericano de nuestro
tiempo, o al
menos gran parte de él, conoce un adelanto técnico
sin precedentes y un nivel de vida considerablemente alto. El
antiguo sueño de J. A. Comenius y G. W. Leibniz, la
Europa Unificada,
parece realizado. Pero el precio, que
los mencionados predecesores no previeron, parece ser el feroz
rechazo, legalmente apoyado de forma más o menos abierta,
a los inmigrantes no europeos, unido al ya mencionado deterioro
espiritual y moral del ser humano, en muchos casos alarmante.

El olvido del pasado viene aparejado con la forma más
elemental y pobre del carpe diem: el hedonismo irracional
convertido en medida, en marco "natural" de la vida por los
mecanismos de la publicidad y los
medios de difusión.

Este deterioro humano, denunciado ya en sus formas iniciales
por Leibniz en el Nuevo tratado sobre el entendimiento
humano
(IV, XVI, 4), si bien preocupa profundamente a los
estratos y organizaciones
más serios de la sociedad, es proclamado por otros como la
suprema conquista de
la civilización y repercute en países menos
desarrollados, cuya juventud sobre
todo aspira a imitarlos idealizando su apariencia, sus costumbres
y su modo de vida, incluso sus superficialidades y su
agresividad. Dicho a vuelo de pájaro, si para muchos se
vive una nueva, o mejor, la verdadera "Edad de oro" en
Europa, muy lejos de ello se encuentra el más importante
de sus elementos integrantes: el ser humano.

El olvido histórico se paga caro. El empobrecimiento
espiritual, intelectual y moral forman parte del precio. El
absurdo es mayor por cuanto, entre las múltiples ofertas
de la sociedad, están las que podrían contribuir a
reparar esos males. Se recae en los errores del pasado que se
creía haber dejado "definitivamente" atrás. Se
pretende en muchos aspectos de la cultura una absoluta
originalidad que suele consistir en el redescubrimiento de viejos
esquemas e ideas y su proclamación como novedosos, por
cierto, error denunciado en su momento por Friedrich Engels.

Una de sus más escalofriantes consecuencias es el renacimiento o
reforzamiento de posturas nacionalistas y fascistas, que dos
décadas atrás se miraban como agua pasada y se
condenaban, si bien con la tranquilidad de quien juzga
crímenes de difuntos.

Al resurgir del antijudaísmo se ha sumado el asesinato
de la memoria
histórica en Bosnia, denunciado por Juan Goytisolo como
"memoricidio", el cual constituye un exacto y terrible ejemplo en
medio de la guerra, como fue un terrible vaticinio el lanzado en
su momento por G. Orwell en la tenebrosa paz de 1984.

La historia conforma la identidad de
países y civilizaciones tan profundamente como la historia
personal
conforma la del individuo.
Cuando estas historias se pierden o deterioran en alto grado, el
ser afectado se vuelve fácilmente manipulable. La cultura
del diálogo se
reclama con urgencia en nuestro siglo. Martin Buber
ha sido uno de sus voceros, sobre todo en el terreno
interpersonal y vivencial. La hermenéutica–pensemos en Gadamer o en el
último Heidegger–ha
desarrollado la estructura y
funciones del
diálogo y de los elementos que intervienen en éste.
Pero la comprensión humana exige mucho más de lo
que la razón y sus posibilidades pueden ofrecer, aunque
dichos factores resultan imprescindibles como principios.

Si la historia de la
filosofía es asumida como diálogo, se convierte
en filosofía sin más. La filosofía,
resultante de toda la cultura y la vida de las épocas, las
marca al rojo
vivo con su sello. Ya sea de modo consciente o espontáneo,
a través del propio quehacer filosófico o en alguna
de las ramas de la cultura que llevan su impronta, la
reflexión del filósofo, del intelectual ocupado en
otras direcciones y del hombre común poseen denominadores
comunes epocales.

Abordarla como diálogo entre concepciones y
épocas remite a la
comunicación entre el "yo" y el "tú" reclamada
por L. Feuerbach a través del amor sexual,
por Buber a través de la comprensión, y por la
hermenéutica. Equivale entonces a retomar los temas
eternos de reflexión junto a las urgencias y reclamos del
momento, y en ellos y con ellos, a sentirse parte de una
totalidad, desde la cual y para la cual se reflexiona. Supone
abandonar la historia como acaecer, pero también la
historia como sistema de mutuas determinaciones lógicas.
Una y otras dimensiones son reales, existen en la historia, pero
no la representan en su totalidad.

Renunciar a la dimensión interior de la historia, al
espíritu que en ella alienta, a la realidad interior,
equivale a empobrecer y supeditar a los factores materiales los
propios hechos. En ésto reside el error de la
concepción marxista de la historia, cuya eficacia sin
embargo como teoría
sociológica se ha demostrado en muchos casos pese a los
intentos absurdos por liquidarla. Pero el hegelianismo, al
suponer un logos absoluto, condicionante de un devenir
ascendente, no se quedó atrás, tanto como Popper al
renunciar a todo mecanismo interno de la historia en su
legítimo afán de desmitificar el historicismo.

Hay que retornar sobre la historia, reflexionar una vez
más sobre ella desde nuestras actuales perspectivas, sobre
todo porque, nos guste o no, el existir del hombre es historia, y
una revalorización del espíritu humano,
dialógica necesariamente desde nuestro punto de vista,
exige transitar por ese acaecer que no debe subestimarse, pues en
él se juega la vida de la especie.

El llamado al diálogo, el alerta de su urgencia, ha
sido lanzado hace décadas. No ha hecho otra cosa, desde su
peculiarísima postura, el grupo
Eranos que, a través de la búsqueda de los
arquetipos básicos de lo humano o mejor, del universo
simbólico humano en general, estableció
explícitamente la comparación entre las modalidades
occidentales y orientales de las manifestaciones concretas de
dichas formas como vía para la consecución de sus
objetivos(3).
Sobre los objetivos del grupo Eranos, podría
especularse mucho, y de acuerdo con ello, aducirse a favor y/o en
contra, pero el camino seguido por sus organizadores tiene mucho
que enseñarnos.

Este diálogo, en el que han de participar especialistas
en los campos más diversos, necesita muchos más
seguidores y una revalorización de sus bases y
perspectivas. Martin Buber se refirió a la "palabra
básica", la unidad Yo-Tú como punto de partida del
diálogo, que es el único monólogo interior
posible, el único que no se convierte en una cárcel
para el alma que
redunda una y otra vez en sus propias carencias, donde la otredad
se vuelve un yo del mismo modo como aspectos específicos
de nuestro propio ser pueden parecernos ajenos hasta que los
asumimos en su sentido carismático.

Al afirmar que esa "palabra básica" sólo puede
ser dicha con todo el ser, que toda vida verdadera es Encuentro,
se sitúa en la línea de grandes místicos
como Rabí Akiva, el Moulana Rumí, Buda,
Ibn-Arabí, Francisco de Asís o D.Bonhoeffer. Da lo
mismo que se hagan explícitas las vivencias interiores o
la relación con el prójimo: no son sino aristas de
un diamante.

¿Mística del diálogo? Pues sí. No
hay que olvidar que la mística no se circunscribe a sus
modalidades religiosas. No hay diálogo fructífero
si no se produce desde esa dimensión. Del continuo
diálogo interior del hombre al exterior, en forma de
palabras o de actos, hay un levísimo tránsito
cuando se asumen desde esa "palabra básica".

Lo que llamamos compromiso es útil, beneficioso, digno
de alabanza. El comprometido con el prójimo, con la
sociedad, obra bien. Pero asumir la unidad Yo-Tú no supone
un compromiso sino un obrar desde el propio ser. El obrar es
necesariamente una proyección hacia el exterior y ello nos
conduce hacia el mundo de la contingencia, de los hechos, de la
historia en sentido fáctico. Por eso no se produce en el
propio ser sino desde éste. Pero eso es el hombre: una
criatura que se recrea una y otra vez a sí misma,
renuévese o destrúyase.

Es así como la comunicación se produce básicamente
dentro del propio yo. El hombre de fe lo interpretará en
términos del Encuentro con lo Divino, que sólo
puede producirse desde el interior del espíritu. Pero aun
el agnóstico o el librepensador podrán asumir esta
idea desde la perspectiva del recuperarse a sí mismo y del
trascenderse a sí mismo, a menos que se arribe al
sensualismo y al reduccionismo extremos.

Es ahora el momento de retornar a nuestra proposición
inicial, que ahora se muestra en todo
su carácter paradójico: la historia de
la filosofía como diálogo.

Ante todo, ¿por qué es diálogo? Muchas
veces se juzga a la historia de la filosofía como una
disciplina
sobre el pensamiento
ajeno. Desde esta perspectiva, se opondría a la
"verdadera" filosofía, creadora de pensamiento por
antonomasia. Las implicaciones más conocidas serían
las de menospreciar su valor absoluto como disciplina–en la
medida en que cualquier disciplina puede tener un valor
absoluto–y entenderla como complemento de toda investigación, inclusive premisa de ellas,
y adjudicarle un valor humanístico ligado íntima y
casi exclusivamente al aspecto fáctico del hombre, a lo
que es, ha sido y puede llegar a ser, entendiendo todos ellos en
su dimensión temporal.

De ahí provienen ideas como la de Sartre: "el
hombre es lo que él mismo se ha hecho, es la suma de sus
actos" o la conocida tesis de Marx, según la cual el
hombre es el conjunto de las relaciones sociales. Ninguna de las
dos es falsa. Tampoco completamente cierta. Las verdades
parciales devienen obstáculos cuando se les extrae del
marco al cual corresponden y se les atribuye significación
universal.

De ahí proviene también la concepción
hegeliana de la historia de la filosofía, heredada por
ulteriores pensadores, según la cual reproduce el propio
devenir del Espíritu en sus momentos esenciales y
obedecería a la misma lógica
interna que el proceso
histórico en general. Por las razones ya citadas,
también esta interpretación erraría en su
pretendida absolutización, pues el propio aspecto
fáctico, como el Espíritu, quedarían
absorbidos por un logos. Hay sobre el tema abundantes
reflexiones, a favor y en contra, como para reiterarlas
aquí.

Si ambas posiciones se consideran extremas y como tales se
rechazan, ¿qué se persigue entonces? ¿en
qué sentido es diálogo la historia de la
filosofía, y sobre todo, entre quiénes se produce
dicho diálogo?

Toda cultura es algo vivo, en transformación constante,
es una parte de la vida del Espíritu. Las diferentes
culturas son modos de vivir el Espíritu por diferentes
pueblos. De sus contactos, mezclas y
antagonismos provienen síntesis,
renovaciones, destrucciones de las culturas.

La historia de la filosofía es parte de la cultura y
contiene, de forma explícita o no, según el caso,
todos esos elementos, que corresponden al mundo del acaecer pero
también al vivirse interior del ser humano en las
diferentes perspectivas que los pueblos suponen. Es
diálogo del hombre consigo mismo, como individuo y como
género
y por consiguiente se halla situada en ese peculiar
tránsito mutuo entre los niveles del mundo de la
relación al que se refería Buber: el que se dice
con todo el ser y el que se asume como algo exterior, puesto que
el hombre mismo es ser pero también acaecer.

Si la historia de la filosofía es un diálogo,
ello abarca dos facetas: el encuentro con esa relación
básica Yo-Tú y el encuentro, siempre fáctico
en principio, con el Otro. Aquí se revelan los
términos de la paradoja: encuentro con el Tú,
más bien su descubrimiento como complemento inseparable
del Yo, y encuentro con algo que, al menos en principio, no puede
apreciarse ni vivirse desde el propio interior y por tanto es
denominado Otro o alienum.

No hay que ver algo trágico o irremisible en los
términos de por sí. Ese otro, en la historia de la
filosofía, lo conforman tres elementos fundamentales: las
concepciones coexistentes en una misma época y cultura, en
una misma cultura y diferentes épocas y las que surgen o
continúan existiendo en diferentes épocas y
culturas. Pero la primera pregunta sería:
¿quién es entonces el Yo relacionado con el
Tú y relacionado con el Otro? ¿cómo se
plasma ésto en el diálogo
histórico-filosófico?

En primera instancia, ese Yo es el del filósofo. Es un
hombre vivo y real quien plantea las preguntas filosóficas
y busca respuestas para ellas. Pero existen otros niveles de
dicho Yo, como las escuelas filosóficas, las tradiciones
filosóficas y, por último, la conciencia de las
civilizaciones. Esto muestra el carácter relativo del
Tú y del Otro en lo que al diálogo
histórico-filosófico respecta. En una misma
época coexisten diferentes culturas en cada tipo de
civilización y todas son el resultado de innumerables
síntesis a su vez. Dentro de la llamada tradición
occidental existen huellas imborrables del pensamiento oriental,
vivo en la tradición griega a partir de Egipto y Persia,
en el neoplatonismo de Plotino a partir del pensamiento de la
India, en los
primeros siglos del Cristianismo y
en la Edad Media
sobre todo por la influencia judía e islámica
(frecuentemente confundida con la árabe), sin contar su
persistencia y evolución en la modernidad. Pero
tras esa síntesis hay una conciencia que se encuentra con
problemas y doctrinas, que reconoce total o parcialmente como
"suyos" o no lo hace en modo alguno, al menos en primera
instancia.

Si algo caracteriza al siglo XX en la filosofía
occidental es, por una parte, el intento de eliminar las
referencias y marcos para plantear siquiera tales problemas, y
por otra, el intento constante y a veces agónico de
hacerlo. Todo el pathos filosófico posible parece
concentrarse en las reflexiones de Foucault, de
Buber o de Sartre, por citar algunos ejemplos, y una muestra
palpable es la evolución de Wittgenstein.

El caso es que, pese a todos los esfuerzos y alertas, las
filosofías del Oriente, y aun la interculturalidad,
continúan excluyéndose casi siempre del
ámbito filosófico general, relegándose a los
estudios sobre religiones, mitos o sociología, Por su parte, la
filosofía producida en Iberoamérica, parte de la
cultura occidental, persiste a veces en problemas cuya
raíz filosófica no siempre se ve clara, pero cuyas
causas proceden, entre otras, de la visión de dicha
filosofía que suelen poseer los especialistas europeos:
como algo impreciso, como una reiteración de viejos
problemas. Preguntas como la identidad, especificidad, o
autenticidad de una cultura, parecen adquirir sentido sólo
a la luz de la
urgencia de defender el propio derecho a existir y ser escuchado.
Derecho incuestionable para toda producción cultural humana, pero no de
naturaleza
filosófica.

Ocurre entonces la paradoja de filosofías "universales"
que no lo son, y de otras que gastan sus fuerzas en intentar
solucionar cuestiones no filosóficas y por consiguiente,
condenadas a ser discutidas sin respuestas convincentes para
todos tanto tiempo como la política, la
sociología, la incomunicación cierren las
posibilidades de verdadero diálogo.

Toda cultura es un Yo cuyo interlocutor puede estar
incluído en ella misma, al menos parcialmente, porque,
para reiterar viejas pero no gastadas verdades, existe la
diversidad de culturas pero ninguna de ellas es pura, por mucho
que estrecheces cosmovisivas, consignas de fanáticos y
memoricidios intenten convencer de ello. Pero para dialogar
fructíferamente consigo misma, una cultura deberá
buscar la confrontación con otros mecanismos para mover
los recursos intelectuales,
espirituales y éticos.

Mircea Eliade, en 1953, refería una hermosa historia
jasídica recogida por Martin Buber y comentada por
Heinrich Zimmer: el rabino Eisik soñó que en el
puente de Praga encontraría un gran tesoro. Al dirigirse
allí, tuvo ocasión de hablar con un guardia que,
tras burlarse de su pueril fe en los sueños, le
contó a su vez que también había
soñado en una ocasión con un gran tesoro que
hallaría en casa de un rabino desconocido, llamado Eisik,
tras la chimenea. Esto condujo al rabino hasta el tesoro, que
siempre había estado
aguardándolo, en su propia casa.

La lección que Eliade transmite es clara: "sólo
después de un piadoso viaje a una región lejana, a
un país extraño, sobre una tierra nueva,
el significado de esa voz interior que guía nuestra
búsqueda podrá revelarse a nosotros. Y a este hecho
singular y constante se agrega otro: que aquel que nos revela el
sentido de nuestro misterioso viaje interior debe ser
también un extranjero, de otra creencia y de otra raza. Y
este es el profundo sentido de todo verdadero encuentro:
éste podría constituir también el punto de
partida de un nuevo humanismo a
escala
mundial"(4).

Pero el hecho es que se trata de una idea fundacional en las
religiones del
Libro, al
igual que en el Budismo y el
Hinduísmo. No le extrañará a nadie escuchar,
en el terreno de la lingüística, un viejo refrán
según el cual, quien sólo conoce su lengua no
conoce ninguna. Esto podría entenderse desde el punto de
vista del nexo entre la necesidad expresiva y los medios
empleados para realizarla, pues cuantos conocen varias lenguas saben
de la expansión de los mecanismos del pensamiento que la
actitud mental
requerida por otra lengua exige.

En el plano de las culturas ocurre en general otro tanto,
más intensamente desde que el acercamiento entre los
diversos continentes tiene lugar de un modo sistemático.
Culturas como la china tuvieron
durante muchos siglos menos contacto con el mundo exterior que
otras: la palabra empleada para designar al extranjero
significaba también "demonio". Persia, Grecia,
Roma, por
ejemplo, bebieron de todas las fuentes, y
para nadie es un secreto que Europa debe a las invasiones
"bárbaras" una parte considerable de sus
características originarias y de su conformación
histórica.

Claro está que los seres humanos no hemos hecho gala
nunca de demasiada tolerancia, salvo
en etapas breves de la historia y en determinadas sociedades.
Menos aún de aceptación plena de las ideas y
valores que no
nos resultan cotidianos, en principio sólo
superficialmente tolerados. Así pues, el
diálogo real, que la historia establece entre las
civilizaciones, suele ser convulso. Pero coincidimos con M. Buber
en que podríamos ser capaces de humanizarlo.

Los filósofos, al igual que los artistas, no pueden por
sus propios medios propiciar ni llevar a cabo procesos de esta
índole, pero sí mover las conciencias para que
tengan lugar y participar en ellos. Diálogo implica
compromiso consciente. Hace unas décadas, en su cuaderno:
Qu-est-cé que c'est la literature?, Sartre
escribió algo que no debe olvidarse: "haga lo que
haga, el escritor está comprometido
".

Pero del compromiso con la verdad, el más
universalmente aceptado durante muchos siglos en Occidente, se ha
pasado en gran medida al compromiso con el nihilismo, a
enarbolar la inexistencia de la verdad como verdad absoluta, la
destrucción de la filosofía como si tal hecho
constituyera el supremo baluarte de nuestra época, la
conquista superior del hombre. No es nuevo. La cirenaica griega y
el imperio romano
conocieron momentos similares. Tertuliano en el mundo cristiano y
Al-Gazali en el mundo islámico proclamaron la
destrucción de la filosofía. E pur si muove.
Ambos, por otra parte, eran grandes figuras, cada uno en su
terreno.

En todas las culturas, tarde o temprano se restablece el
equilibrio
entre la relatividad de ciertas verdades y la existencia de otras
de dimensión universal en diversos grados. Pero el precio
es a veces alto: la Inquisición cristiana resulta un
ejemplo del que siempre pueden extraerse nuevas lecciones. Una
obra como el Malleus Malephicarum, manual de
inquisidores dedicados a la persecución de brujas,
sorprende por su coherencia lógica interna. Racionalismo
extremo y fanático oscurantismo son hermanos de sangre que pueden
coincidir con facilidad.

Pero toda cultura que no es aquella en la que el estudioso, o
el curioso inclusive, se han educado, resulta en principio
Otra. El verdadero diálogo consiste en que pase a
ser vista como un . En la historia de la
filosofía no suele suceder. Continuamos hallando bajo el
rótulo de historia de la filosofía,
las del pensamiento occidental europeo, sus fuentes griegas y
acaso un capítulo introductorio donde se consignen algunos
rasgos del filosofar asiático, a veces bajo el
acápite de "mito".

El maniqueísmo irrumpe cuando se quiere caracterizar
el estado de
la filosofía cristiana en sus inicios, y la
filosofía islámica y la judía al analizar la
Edad Media europea. Más tarde, sólo se incluye por
lo general a Baruch Spinoza, hasta nuestro siglo, en el que la
evolución del sionismo y los aportes al personalismo y a
la hermenéutica exigen hacer referencia a pensadores
diversos. Toda esta situación nos conduce a replantearnos
qué es la historia de la filosofía.

Más allá del compendio de las búsquedas
filosóficas de la humanidad a lo largo de los siglos, lo
cual es en principio, la historia de la filosofía es
también una fuente de pensamiento. B. Croce
concibió la historia de la filosofía como la
filosofía sin más. Y es que, en su sentido
dialógico, la historia de la filosofía es la
reflexión del hombre en todas sus dimensiones y
situaciones y acerca de ellas. Una historia puede limitarse a ser
descripción, en cuyo caso será
útil sin duda para especialistas diversos, pero su propio
valor cosmovisivo será al menos cuestionable. Puede caer
en el extremo opuesto, al estilo hegeliano, en un enfoque
teleológico que conceda valor a las producciones
filosóficas en la medida en que se acerquen a alguna
verdad absoluta prestablecida.

Uno y otro extremos son peligrosos, mutilan la realidad del
pensamiento y su riqueza. De la reacción contra la segunda
variante provienen en buena medida los actuales relativismos y
nihilismos. Pero el pensamiento no se aproxima ni lineal ni
circularmente, ni aun en espiral a verdad suprema alguna. El
terreno de la filosofía no es el de la teología,
aunque puede vincularse con ella de muchos modos. Tampoco el de
otras formas de la cultura, aunque influye sobre ellas y es a su
vez influída por ellas.

La reflexión cosmovisiva en Occidente se ha
estructurado con gran frecuencia en forma de sistemas y, desde
el siglo XVII, el auge del racionalismo, ha consagrado dicha
forma como la "filosofía" por antonomasia. Pero la
historia de la filosofía no es sólo la historia de
los sistemas filosóficos. Junto a ellos,
en ocasiones como su fuente nutricia y en otras como su principal
crítica, consejera, vocero o detractora, la
filosofía ha aparecido en forma de sentencias, aforismos,
poesía,
narración. El nexo entre narración y
filosofía espera aún por estudios más
detenidos, aunque la vasta experiencia del Judaísmo y de
otras religiones al respecto puede y debe guiarnos en ese
estudio(5).

En Occidente, junto a Descartes
están Pascal y La
Rochefoulcault; junto a Tomás de Aquino y Ockham
está Dante. Junto a Kant y Herder está Goethe. En
nuestro siglo, T.S. Eliot junto a
Russell o Jaspers. A menudo, en ese tipo de pensadores no
sistemáticos que desempeñan un papel en el
pensamiento de una época y de las siguientes, se muestra
en todo su esplendor la multiculturalidad, en un grado que no se
alcanza o al menos no se evidencia en los
sistemas(6).

Pero es el caso que en el Oriente, sobre todo en India y China
resulta muy frecuente tal fenómeno, y el mundo
islámico lo ha conocido también muy a menudo: Saadi
y su Jardín de rosas, Ibn-Tufaíl con El
filósofo autodidacto,
no son sino dos casos. Confucio
no desarrolló sistema alguno aunque sus sucesores
sistematizaron su filosofía. Patañjâli
está en un caso similar, a causa de la naturaleza esencial
de sus doctrinas, dirigidas hacia un tipo peculiar de
trascendencia.

Claro está que puede decirse–y no faltarán
nunca quienes lo hagan–que dichos pensadores no hacen
filosofía sino religión, o técnicas
psicofísicas, o doctrinas sintéticas de diversos
tipos de actividad reflexiva, etc. Con ello sólo se
logrará diluir la cuestión sin solucionarla. Al
enfrascarse en una discusión al respecto, muchos
apelarán a la petitio principii y
solicitarán una definición tajante de qué se
entiende por filosofía.

Nuestra respuesta sería que esa pregunta sólo
puede responderla realmente el diálogo. Porque en la
discusión sobre la naturaleza de la filosofía,
sobre su definición y terreno propio deben forzosamente
intervenir cuantas culturas hayan producido y hagan
filosofía, pues en cada una de ellas la filosofía
ha tenido un sentido, forma y orientación
específicos. Tal vez en esa confrontación que
ojalá deviniese introspección de cada cultura,
retorno sobre sí misma, cada una comprenda que los modos
de filosofar de las otras han sido también los suyos,
aunque en distinta proporción, con diferentes grados de
relevancia y estructura.

El pensamiento indio nunca ha visto un obstáculo en que
uno de sus principales documentos, la
Baghavad-Gita, sea una parte de un gran poema
épico, el Mahabaratha. Al hablar de
filosofía y de teología, a menudo
íntimamente unidas en este caso, habrá que tomar
dicho poema inevitablemente en cuenta. En Occidente no resulta
tan fácil que un hecho similar se admita por parte de toda
la comunidad
filosófica, que además no suele dedicar demasiados
trabajos al esclarecimiento de por qué tales documentos no
podrían formar parte de la filosofía.

Se acepta sin discusión que las concepciones de
Parménides de Elea se expongan en un poema y, de exigirse
una explicación, se habla de su pertenencia a los albores
de la filosofía, como si de una insuficiencia a superar en
el ulterior devenir se tratase. En muchos casos, llega a
aceptarse también de manera implícita una suerte de
división del trabajo filosófico entre Oriente y
Occidente de modo tal que cada cual haga el suyo para sí
mismo, o lo que es peor, Occidente transmita sus resultados, sean
cuales fueren, al Oriente, mientras que el segundo sólo
realice el mismo proceso como curiosidad exótica o
materia de
sectas y se tilde muchas veces de extravagante al especialista de
alguno de estos bloques culturales que consagre sus
energías al otro. Occidente no se queda atrás: sus
países alta o medianamente desarrollados se "reservan" por
lo general el derecho a los temas universales de
reflexión, para "dejar" a los menos desarrollados tan
sólo el estudio de su propia tradición.
Monólogos al unísono, decíamos al inicio, de
los cuales no puede surgir armonía alguna.

Desde los albores de la modernidad, la filosofía
occidental ha librado una dura lucha con la deificación de
la razón. Si bien en muchos casos se ha diluido en ella al
espíritu, en otros la pugna por deslindarlos y mostrarlos
en su verdadera relación ha sido ardua. No han faltado las
confusiones de toda índole ni las voces que han
exigido, en nombre del rigor, entendido como obediencia a un
criterio racionalista de la filosofía si no de la vida,
eliminar de la reflexión filosófica los problemas
del espíritu, propios de la teología, cuyo derecho
a ser se admite o tolera siempre y cuando no "interfiera" con el
filosofar.

Por supuesto que los inconvenientes históricos de tal
interferencia han sido lo suficientemente graves para olvidarlos,
pero el caso es que, en nombre de la libertad del
pensamiento, se cae en el extremo opuesto, es decir, negar de
entrada toda posible relación en una filosofía que
a dicha libertad responda.

No pretendemos con ésto decir, ni aceptar, ni sugerir
siquiera, que los problemas específicos del filosofar se
solucionarían de forma satisfactoria si se retomara el
antiguo principio de subordinación de la filosofía
a la teología o algún sucedáneo. La riqueza
y multiformidad de la actividad filosófica requiere de
todo tipo de enfoques de la filosofía para desarrollar
adecuadamente sus horizontes, pero por lo mismo, ninguno debe ser
excluído, so pena de caer en la misma dictadura que
se desea evitar. Esta relación de mutua necesidad entre
filosofía y teología, o al menos de mutuo
reforzamiento, ha tenido y tiene lugar en las culturas no
europeas con gran frecuencia y los resultados, cuando menos, no
son inferiores a los de Occidente.

Pero lo que no suele ocurrir, salvo casos excepcionales, es
que el estudioso de uno de estos bloques intente adoptar "el
lugar del otro", principio ensayado con éxito
por Leibniz y encomiado por muy diversos pensadores, aunque en la
práctica suela echarse de menos su aplicación
consecuente. Todo lo más, se suele juzgar la perspectiva
espiritual y reflexiva del otro a partir de los resultados
prácticos. Como si tales resultados no fuesen por doquier
deplorables, al menos en nuestro tiempo, sean cuales sean las
causas.

Leibniz señaló a fines del siglo XVII, en los
prefacios a su compilación titulada Novissima
Sinica
, la necesidad de un diálogo intercultural en
los campos filosófico y religioso, en ese caso con China y
en particular con el Confucianismo, la corriente mejor
comprendida por las mentes más claras de la Europa de la
época. Schopenhauer
retomaría el tema a principios del siglo XIX en El
mundo como voluntad y representación
. Goethe lo
haría, como muchos contemporáneos, con el tema del
Islam,
tradicionalmente controvertido en Europa–y nuestros días
ofrecen sobradas pruebas–y en
su West-Östlicher Diwan,
magnífico homenaje a Hafez, vinculado a las ideas de
Weltgeist y Weltliteratur, expresaría mucho
más que bellas imágenes.
Nietzsche
haría algo muy similar con el zoroastrismo y María
Zambrano con la historia como síntesis cultural, como
sueño del hombre(7), tesis en cuya elaboración
emplea la idea hinduísta del sueño de Brahma y,
conscientemente o no, una antigua idea de la Kabbalah
judía.

En este diálogo todos habremos de ser interlocutores
indefectiblemente, si deseamos que de él brote algo que
nos beneficie y enriquezca a todos. Rabindranath Tagore
escribió que "la historia de la humanidad deben escribirla
todas las razas del mundo, unidas en un mismo esfuerzo(8)". Esto,
enteramente aplicable a la filosofía, que a fin de
cuentas es
parte de la historia y factor muy activo en ella, fue consignado
en una novela, del mismo
modo que el llamado de Hermann Hesse al rescate de la cultura en
su sentido más profundo fue formulado en
Glasperlenspiel, una novela, cuya idea central es la misma
de Johann Huizinga: la cultura como juego, el
hombre como Homo ludens, al igual que Schiller, en sus
Cartas sobre la edución estética del hombre, expresó que
el ser humano nunca se revela más auténticamente en
su esencial dimensión como cuando juega.

Si se parte de reconocer toda producción filosófica como
expresión de inquietudes y necesidades humanas, las
diferencias de problemática dejarán de constituir
barreras. Si se parte de la búsqueda de ideas
filosóficas y no sólo de sistemas conceptuales, la
forma que los transmita dejará de constituir un
obstáculo para ponderar al menos sus nexos con la
filosofía. Pues ciertamente habrá que realizar un
necesario deslinde entre las formas no convencionales de
expresión de la filosofía y las obras
artísticas, literarias o científicas que de
algún modo contengan reflexiones éticas y
cosmovisivas relacionadas con la filosofía.

Esta tarea, el rescate de lo que hemos llamado el rescate de
la "historia secreta de la filosofía", ya
reclamada por María Zambrano, debería acometerse
cuanto antes. Requiere del esfuerzo de especialistas muy
diversos, provenientes de todas las culturas. Se inserta en el
diálogo intercultural, en el cual o deberían
empeñarse con más fuerza
instituciones
sociales, religiosas y culturales, aunque no falten pasos
importantes en ese sentido.

Se podrá argüir que se necesita primero acabar con
el hambre, la miseria y las enfermedades. Es una vieja
discusión. Con tal argumento podríamos dejar
destruir los monumentos culturales de la humanidad cuya
supervivencia peligra, o celebrar cualquier doctrina
política que asegure un mínimo de condiciones de
subsistencia para el hombre a costa de su espiritualidad y
libertad. Siempre habrá partidarios a favor y en contra.
Siempre aparecerán razones, ciertas o falsas, para
defender una posición cualquiera. Pero la realidad
histórica ha demostrado siempre– y el pasado reciente y
el convulso presente en los países del Este constituyen
nuevas pruebas–que todo exceso conduce a estados
"crónicos" de enfermedad social que pueden
prolongarse agónicamente por mucho tiempo, pero no por
ello dejan de ser insostenibles.

Una vez más en la historia de la humanidad han
estallado los nacionalismos, fanatismos y odios de unos sectores
contra otros. Para sustentarlos, se manipula la verdad
histórica con el fin de que nadie se percate de que
levanta el arma o la palabra condenatoria y ofensiva contra sus
propias carne y sangre.

La filosofía tiene también una responsabilidad ante el mundo. Repetimos que
cumplirla lo mejor posible no solucionará de por sí
guerras y conflictos tan
diversos como terribles, pero moverá las conciencias, al
igual que las religiones han defendido tradicionalmente la
dignidad del
hombre, idea que se diluye y pervierte cuando se las asume de
modo esquemático, convencional, vacío, hasta
engendrar precisamente su contrario cuando se las manipula en
nombre de intereses de cualquier otra índole.

No hay que olvidar que fundamentalistas han sido y son ciertas
corrientes extremistas del Islam, como ocurre con el peor
Sionismo, como lo fue la Inquisición y en muchas
ocasiones, el Protestantismo (pensemos en el exterminio de los
indios de Norteamérica pese a la loable defensa de
teólogos como Richard Baxter o John Elliot), aunque muchos
sectores de Occidente pretendan dejar ese calificativo solamente
para ciertos movimientos islámicos. Si se revisa la
historia, o mejor, si se reconstruye, se encontrarán
perspectivas muy diferentes a las que quisieran defenderse y
sustentarse por muchos. ¿Qué nos
proporcionaría dicha "historia secreta de la
filosofía
"? No podrá ser totalmente respondida
esta pregunta hasta que su recuperación no se lleve a
cabo, al menos hasta un punto. Pero resulta evidente que la
visión del devenir de la filosofía, de su existir
en el tiempo cambiará y sus horizontes se
ampliarán. En este contexto, no puede perderse de vista el
carácter vital de la filosofía, su condición
de reflexión para la vida, se formule o no ésto
como un objetivo de primer orden.

Que en doctrinas y etapas diferentes haya sido negado ese
carácter vital o excluído, con toda suerte de
argumentos, de la actividad filosófica, no ha
traído por resultado sino el esfuerzo por su
restitución. Nuestra época, si bien está
urgida de soluciones
prácticas–como todas lo han estado, aunque no siempre se
reconozca–también lo está de la palabra
orientadora, inductora de búsquedas y soluciones adecuadas
a nuestro momento histórico y a la condición
humana, cuyo contenido esencial no puede negarse ni diluirse en
la historia ni desconocerse o trastocarse sin gravísimas
consecuencias, como el escepticismo y la disolución de
los valores,
unidos a un profundo olvido histórico, que la
posmodernidad ha traído en muchos casos.

El espíritu, la mente y el corazón–los tres unidos y no sólo
uno o dos de ellos–necesitan hallar sus caminos hic et
nunc
. El diálogo entre épocas y culturas, tal y
como la filosofía puede llevarlo a cabo, puede dar pasos
decisivos al respecto. Todo hombre y mujer de buena
voluntad puede y debe participar a nivel práctico en esta
tarea, y todo filósofo acometerla en el rango de sus
posibilidades reflexivas y prácticas. Porque la
filosofía–amor a la sabiduría
etimológicamente–debe, para restituir su tradicional
dignidad, resquebrajada en los últimos tiempos, volver a
mostrarse como un esencial amor.

NOTAS

(1) La formulación de esta idea, enunciada por Lucien
Févbre, ha servido de base a nuestra monografía
Quimera y realidad de la razón. La Habana,
1987.

(2) Véase al respecto la ilustrativa obra de Ph. J. Cohen:
Sebia's Secret War. Propaganda and
the Deceit of History
. Texas, 1996.

(3) Los vols. 2º y 3º, aparecidos en los años
30, llevaban los títulos de Simbólica occidental
y oriental
y La guía de las almas en Oriente y en
Occidente.

(4) M. Eliade (1991): "Simbolismo religioso y
valorización de la angustia". En: Mitos, sueños
y misterios
. Madrid, p.
55.

Sobre este punto en las religiones del Libro, pueden hallarse
las bases en los propios textos sagrados. Véanse, como
ejemplos: Corán, Sûra 51, aleya 21. La
Biblia
, Ruth, I, 16, II, 12. Salmos, 8, 2-4; 26, 8; 37, 31;
40, 8. Eclesiastés, 3, 11; N.T., Romanos, 2, 15
(agradecemos al Sr. Reza Shobeyri sus valiosos comentarios sobre
este aspecto en el Corán). Este es el sentido de
las obras de M. Buber y Simone Weyl, y de teólogos
cristianos contemporáneos como Anthony de Mello o Hans
Küng. Los pronunciamientos del actual Dalai Lama (cfr.:
Una aportación humana a la paz mundial) y de
pensadores fundamentales del hinduísmo como S. Dasgupta
(cfr.: L'Hindouisme et son influence), Radhakrishnan y
Ghandi (Todos los hombres son hermanos) apuntan en esta
dirección. A. Ghose en sus Ensayos sobre
la Baghavad-Gita
o en Renacimiento y karma,
insiste también al respecto.

(5) Entre la abundante literatura sobre el tema,
véase: Y. Buxbaum: Storytelling and Spirituality in
Judaism
. Northvale, New Jersey, London, 1994.

(6) Este punto, nuclear en el pensamiento de María
Zambrano y su teoría de la "razón poética"
ha sido tratado a fondo desde hace varios años por el
Prof. Mijaíl Málishev en sus numerosos ensayos sobre
los valores y sentimientos humanos en la filosofía y en la
literatura de contenido filosófico, por cuanto la
conformación de una antropología acorde con nuestra
época debe integrar ambos tipos de reflexión.

(7) En este aspecto, María Zambrano coincide con el
círculo eranosiano. En su vol. 37 (1968), dedicado por
Eranos al tema Tradición y presente, G. Durand se
acerca a la noción de "historia secreta" tal y como
aquí la empleamos, a partir de las ideas de M. Zambrano
vertidas en El hombre y lo divino. Otro tanto ocurre en el
vol. 54 (1985: El curso oculto de los acontecimientos) con
trabajos como el de W. Giegerich: La alquimia de la
historia
.

(8) R. Tagore (1992): La casa y el mundo. Madrid, p.
142.

 

 

 

Autor:

Lourdes Rensoli Laliga

http://solotxt.brinkster.net/tabularium/rensoli.htm

1999

Partes: 1, 2
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