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Lo que la Filosofía debe al Psicoanálisis (página 2)



Partes: 1, 2

Luego, ¿qué es la verdad? No cuál es,
sino qué es. Doblada, la lengua de la
filosofía se imagina fuera de la lengua. Es
una imagen,
sólo eso. ¿Hay algo real en medio de todo este
doblarse, desdoblarse, redoblarse, etcétera? No lo
sé, y, peor tantito, no sé si en realidad me
importa. No hay la verdad, entonces déjenme ejercitar mis
modos de hablar. La verdad es según yo necesite decirla (o
fabricarla). ¡Qué ilusión! La verdad
–o, más bien dicho, lo real– es lo innegable,
lo insoportable. Lo incontorneable. <<Lo real, en el
sentido de Lacan>>, acota Jacques Alain Miller, <<es
completamente otra cosa: lo que no se logra negar, que,
eventualmente, soportar. real, precisamente, eso encuentra. El
mejor ejemplo de él es la alucinación
psicótica. sujeto está acuerdo con ustedes en
declarar tiene su lugar, esa percepción, ella
ningún sentido, constituye un escándalo. Pero,
puede impedirla, hace falta reconozca allí. le hizo signo,
signo. Como ustedes, reconoce hay ninguna razón para
Señor haya elegido a misión fundamental.
¿qué hacer, cuando ya allí?>>(1) .
Nada. ¿Nada, de verdad?

En esa imposibilidad extrema –menos en el "asombro" que
en la alucinación psicótica– nacen los dos,
el psicoanálisis y la filosofía. De
creer a Lacan, la segunda es un poco más cobarde. Se
miente a sí misma (y miente a los demás) creyendo
que ha descubierto la verdad –y que sólo ella ha
aprendido a decirla. ¿Qué ha ocurrido? El
psicoanálisis (al menos el de Lacan) ha soñado
algo: casar a Hegel con
Heidegger.
¿No es acaso el mismo lugar aquel donde se reúnen
(o han de hacerlo) el sujeto/sustancia del saber absoluto y el
Dasein abandonado en alta mar? Lo sería si el goce pudiera
garantizarse. La filosofía persiste en este sueño;
el psicoanálisis, ya no. Tomando el atajo de la terapia,
qué ironía, sólo ha avanzado un paso
más en dirección a la tragedia.

El goce. La jouissance. ¿No hay un goce en el pensar?
¿En la escritura?
¿No hay un placer del texto?
¿Se nos ha escamoteado finalmente la experiencia interior
que haya sitio en el erotismo? ¿La verdad era siempre la
verdad del goce, que no es para nadie?

DOS

LA DIFERENCIA ENTRE GOCE Y DESEO CONCIERNE AL REGISTRO EN EL
QUE TIENEN LUGAR. NO HAY DESEO FUERA DEL ORDEN SIMBÓLICO.
PERO NO HAY GOCE EN ESE REGISTRO.

El deseo nace de la mediación; el goce, de su
anulación. Hay sujeto (y objeto) del deseo, pero en el
goce no hay ninguno de los dos. ¿Nadie goza? No, yo no,
nunca goza un yo. El goce es efecto ineludible de la
remoción del yo. Para bien y para mal, es decir, con total
independencia
de ellos. El goce da la espalda al sujeto gramatical, al sujeto
neurótico, al sujeto ideológico, al sujeto
cognoscente, al sujeto técnico –al sujeto en
general. Ni tú ni yo, eso es todo. Ni siquiera un
nosotros. ¿Una experiencia sin sujeto? Pero, ¿es
que algún sujeto tiene experiencia, es capaz de
experiencias?

En el artículo citado, JacquesAlain Miller sugiere que
el psicoanálisis ha traumatizado a la filosofía. Y
lo ha hecho en un sentido preciso: ha insertado en su interior un
agalma, un objeto propio al tiempo que
inaccesible. Le ha inoculado un átomo de
real. Es su triunfo, su modesto pero enormísimo
mérito. Difícil no estar de acuerdo con ello, pero
de cualquier forma surge un problema. Alojado ese agalma en su
cuerpo, la filosofía por fin se encontraría en
condiciones de gozar. Pero el psicoanálisis parece
resuelto a impedírselo. ¿Por envidia? ¿Por
egoísmo? ¿Por traumado? ¿Por
sabiduría?

La cuestión, aquí, es ponderar el efecto del
psicoanálisis, tan peculiarmente reluctante a la
filosofía, en el discurso y en
la sensibilidad de los filósofos. Recuerdo una ocasión en
la que, en mis cursos de doctorado, en Madrid, el
llorado Eugenio Fernández García discutía
las objeciones de Deleuze y Guattari (en El Antiedipo) a Lacan y
al psicoanalismo reinante. El curso era de filosofía, pero
desde luego estaba lleno de psicoanalistas. Sudamericanos, en su
mayoría. A mí se me ocurrió reír un
poco pues el ambiente
estaba increíblemente enrarecido. Dije algo acerca del
gusto del analista por el dinero, y
su resistencia a
devolverlo si de todos modos comprendía que el tratamiento
era incapaz de curar. ¿Qué podría significar
eso del "tratamiento interminable" si no? Sólo fue una
broma. Pero una broma nunca es una broma para un psicoanalista.
Uno dice "buenos días" y el analista piensa:
"¿qué me habrá querido decir?". Chiste
viejo, y bastante malo. De todas maneras, una psicoanalista
porteña, ya mayor, me asaltó, literalmente, al
final de la clase:
¿tenía yo un problema? No, ninguno, esa
cuestión del plus de goce me parecía bárbara
(en el buen sentido). Ese día me acompañaba un
paisano, que se asombró de mi pusilanimidad. "Yo, la
verdad, le hubiera partido su madre".

Hay una singular agresividad en el psicoanálisis, no se
podrá negar. Pero la filosofía no se va de chinitas
en ese mismo respecto. La agresividad podría ser
divertida, pero casi nunca se da ese lujo. El filósofo
medio tampoco resiste muchas dosis de humor. Pero tengo la
saludable impresión de que es precisamente lo que siempre
les anda haciendo falta a ambos. Y ello a pesar de que un
psicoanalista como Miller ha comprendido que lo propia e
inexcusablemente filosófico es la ironía, y que por
ella el psicoanálisis ha entrado al relevo de la
filosofía tal como se ejercía entre los antiguos.
Ojalá todos los psicoanalistas (y los filósofos)
recordaran eso de vez en cuando.

De creer en todo esto, el psicoanálisis aprende de la
filosofía lo que ésta tendría que
reaprender, en su etapa moderna, tan demasiado severa, de
aquél. Y, ¿cuál es la asignatura pendiente
que como un examen mal respondido se anda pasando de mano en
mano? Naturalmente, la risa. Sólo que,
irónicamente, ya se nos olvidó cómo,
cuándo y en qué sentido hacerlo. Pues la risa es un
arte.
Preguntando a Nietzsche, la
saludaríamos como la manifestación perfecta de lo
divino. Jamás una evasión, a menos que aquello de
lo cual se escape merced a la risa sea no de otra cosa sino de la
imbecilidad. El psicoanálisis cura a la filosofía
de su anclaje en ella. Pero la filosofía también le
devuelve, si es que se deja, la posibilidad de un mismo
desanclaje al psicoanálisis.

Risa o llanto, extremos de lo mismo. Que en ambos estados se
derramen lágrimas no parece casual. Y bien,
manifestaciones –simétricas– de la jouissance.
El goce es extático (el software corrige
automáticamente: estático) o no será. Todo
esto, con perdón del comprensible orgullo de Miller, y de
Lacan, es Hegel, es Bataille, es Heidegger. Qué bien,
después de todo, que se acuse una recepción
–aunque relativamente ingrata– de sus desvelos. Lo
cual, dicho sea de paso, equivale a decir que el
psicoanálisis infecta a la filosofía de un real
–de un agalma– que ha encontrado primeramente en ella
misma. Que allí lo ha hallado en posición
indigente, silenciada, "forcluída", pero que estaba
presente desde un comienzo.

<<Hay goce en el nivel que comienza a aparecer
dolor>>, observa Lacan, en un texto canónico(2) . A
mi juicio, Lacan realiza con Freud una
operación muy similar a la que, por su parte, Heidegger
lleva a cabo con relación a Kant. Su
respectivo "retorno" al Padre Fundador (del psicoanálisis,
de la metafísica) tiene por objeto menos una
repetición ritual o un afán de actualización
y complementariedad que una radicalización: la meta es
avanzar exactamente allí donde aquellos han retrocedido.
¿De qué se trata, en ambos casos? De llegar al
punto en el que un hombre, por
ser simplemente hombre –y no filósofo, o
psicoanalista– retrocede: <<Nos aproximaremos al
auténtico filosofar de Kant>>, puntualiza el
filósofo, <<tan sólo a condición de
preguntarnos, cada vez con mayor decisión, no lo que Kant
dice, sino se realiza en su fundamentación. (.)
¿Cuál es el verdadero resultado la
fundamentación kantiana? imaginación trascendental
constituya fundamento establecido, ni esta convierta una pregunta
acerca razón humana, Kant, al revelar subjetividad del
sujeto, retrocede ante ha establecido>>(3) . Un retroceso
que no es una inconsecuencia o un error, sino un signo de lo que
ha de ser proseguido. Lo que sigue, lo que procede, es excavar
allí donde un hombre se detiene. <<Kant, en el curso
de su fundamentación, socava la base sobre la cual
apoyó su Crítica, al principio>>. El
filósofo intenta fundar algo sobre suelo firme, pero
en su limpieza del terreno se sorprende desastrosamente limpio de
superficie alguna. <<La investigación que penetra en
la subjetividad del sujeto>>, continúa Heidegger,
<<la "deducción subjetiva", conduce a lo
oscuro>>. El arquitecto, desolado, contempla la profundidad
de la zanja abierta para echar unos cimientos que a la postre
serán esencialmente problemáticos.

<<No se trata>>, concluye el filósofo en la
misma página, <<de buscar la respuesta a pregunta
por lo que el hombre es, se trata ante todo de preguntar
cómo es posible en una fundamentación
metafísica pueda y deba preguntarse>>. Cuando Lacan
vuelve a Freud, lo hace para penetrar en esa oscuridad ante la
cual también Kant se vio forzado a retroceder. El ser para
Heidegger, lo real para Lacan. No es que designen la misma cosa
con palabras distintas. No es la misma cosa; es más bien
eso que no alcanzan ni las palabras ni las cosas. De ahí
su "oscuridad". <<El ente nos es conocido
–¿pero conocemos el ser? ¿No sobrecoge un
vértigo cuando tratamos de determinarlo o siquiera
aprehenderlo en sí mismo? (.) La pregunta como tal conduce
hasta borde más completa oscuridad>>(4) . A fin de
cuentas, el
filósofo se impone la obligación de no retroceder:
puedo preguntarme qué soy, pero no puedo poner en duda que
soy.

TRES

EL RETORNO DE LACAN A FREUD PRESUPONE ESTA RENUNCIA AL
RETROCESO. "REPETIR" A FREUD ES PERMANECER ATENTO AL RESULTADO DE
SU TRABAJO, QUE
HA DEBIDO QUEDAR NECESARIAMENTE INCONCLUSO.

No hay, aunque así lo parezca de pronto, nada
qué edificar. No es cuestión de respetar los planos
y proseguir con la obra. Es cuestión, esencialmente, y no
sin malicia, e incluso desazón, de seguir levantando las
tapas de las alcantarillas. No construir un luminoso templo
encima de las lápidas, sino removerlas para que lo oscuro
quede –¿de una vez? ¿por fin?–
libre.

Este movimiento, en
cualquier caso, se reconoce ya en el Maestro. Freud lucha contra
sí mismo. Se le va a ver desprendiéndose
trabajosamente de la institución médica. Se le
sorprenderá sintiéndose cada vez más
incómodo con su antaño tan a la medida traje
burgués. ¿Quién está sano?
¿Aquel que permanece imperturbable? ¿Ese que ya ni
siquiera escucha a su propio cuerpo? La salud poco a poco va dejando
de ser, como creo que todavía, en general, imagina la
medicina
actual, <<el silencio de los órganos>>. El
vocablo que va haciéndose su propio lugar en estos
desprendimientos tarda en dar toda la cara. Freud aludirá
a ello con esa misma palabra: Ello (Es). Saludable ya no es aquel
que se encuentra parapetado y –según
él– a salvo de su asalto. Todo lo contrario.

Veremos más o menos puesto de cabeza el ideal
terapéutico. La cura no puede ir ya en el sentido de una
homeostasis,
de la imposición de un equilibrio y
una paz. A la fuerza no se
le doma. De hacerlo, obtendremos no un hombre realmente sano sino
un autómata. La obediencia deja en verdad mucho qué
desear. La salud se va asemejando peligrosamente a la no
conformidad, ni consigo mismo ni con el entorno.
¿Qué es un sujeto? El difícil trayecto que
conduce desde la experiencia de la zarza ardiente hasta las
Tablas de la Ley. Pero ese
tránsito es factible sólo a condición de
haber alojado en lo más íntimo del sí mismo
(y nunca en virtud de dulce aquiescencia) un <<oscuro
núcleo>> inasequible a las manipulaciones de la
lengua (y de la imagen). No es, de cuerpo entero, "lo
inconsciente". Es una especie de exiliado interior. El sujeto
gira en su torno. Existe,
pero sólo en su pérdida.

No es Otro (Sujeto); designa lo otro de todo sujeto. Pero no
"fuera", sino en todo sujeto.

Ante ese otro de sí que es lo más propio de
sí, ¿qué nos resta hacer? La
institución se define por su voluntad de
neutralización. La institución
psicoanalítica ha debido forzarse a sí misma para
escuchar la palabra que viene de los órganos,
estrangulados por la institución misma de lo social. Que
lo expulsado de la lengua diga su palabra, ¿no es una empresa
destinada al fracaso? Lo sería si la palabra de aquello
privado de palabra fuera el grácil vehículo de un
sentido. Pero escasamente lo es. El inconsciente es el
sombrío taller donde ese indecible goce araña el
discurso.

El paso desde una noción homeostática, regida
por la consecución y mantenimiento
de estados de equilibrio, hacia una noción dinámica, donde el sujeto se sostiene a
duras penas dentro de aguas turbias y turbulentas, fracturado por
la persistente disociación del goce, del deseo y del
placer, informa de las dificultades afrontadas por Freud para
comprender el fenómeno humano. Pero la metáfora
profunda permanece intacta: somos máquinas.
No "reflejas", no "estáticas", pero máquinas al
fin. La "hazaña" de Lacan consiste en llevar esa
metáfora hasta sus últimas consecuencias.
¿"Quiere" el goce transcribirse en discurso?
¿Quiere pero no puede? ¿En qué cabeza cabe
esta propensión? Es como pernoctar junto a la tumba de
Lázaro. Como si ese cuerpo putrefacto quisiera resucitar.
El sujeto lacaniano no es Lázaro. Es el alma bella que
espera encontrar en Lázaro ese deseo de retornar.

¿Qué designa, en filosofía y en
psicoanálisis lo oscuro?

Tomando en préstamo términos –y
hallazgos– de Georges Bataille, en Lacan encontramos la
conjunción semántica –y sintáctica–
de lo imposible, lo real y el goce. Pero la zona
arqueológica elegida no es la literatura, sino el
trastorno psíquico. Lo real, el goce, lo imposible, no son
datos previos:
son efectos. Hay goce porque hay lenguaje
–aun si lo hay precisamente a condición de no estar
en el lenguaje.
Hay lo real porque hay lo imaginario y lo simbólico
–aun si lo hay precisamente a condición de no estar
en ninguno de estos "registros".
¿Diría Heidegger que hay el ser –como
resultado del mundo? ¿Cómo efecto del sentido?

¿Quiere el sueño ser descifrado? ¿Quiere
el goce ser desencriptado? A mi juicio, ese "querer" viene de la
zona contraria. El deseo del discurso es lo real, no al
revés. Uno se está viniendo (¿"uno"?) y lo
último es "decir" algo, llevar a la palabra eso indecible.
La palabra, desastrada, podría venir después, como
una espuma de mar una vez rota la ola. Esa espuma sí
"quiere" algo: ser real. A lo real, al goce, a lo imposible,
siempre le vienen sobrando las palabras. Le quedan o muy holgadas
o muy estrechas. ¿Cómo iba a necesitarlas?

En la arqueología freudiana, el sujeto sigue
siendo a pesar de todo un mecanismo. El inconsciente, como hemos
dicho, es un taller: más concretamente, un telar.
<<El inconsciente en su telar>>, dibuja Braunstein,
<<urdiendo los sueños.>>(5) . El inconsciente
trabaja. Más concretamente: traduce. Primero está
el símbolo, que el sueño transpone en
imaginería. Su trabajo es alegorizar (de acuerdo con Kant,
la razón hará lo mismo pero en otra
dirección: su "trabajo" será categorizar). Por su
parte, la interpretación de los sueños
recorrerá el camino en sentido inverso: partirá de
la imagen para alcanzar el símbolo. Trabajo, trabajo y
más trabajo. El sujeto es como esas pilas nucleares
que dependen íntegramente del uranio pesado alojado en su
interior –pero en inminente peligro de
explosión.

En este sentido, el sujeto es una formación reactiva
que extrae toda su fuerza de algo que en absoluto tendría
la forma de un sujeto. <<El espíritu es un
hueso.>> decía Hegel. El sujeto como quiste.
¡Y como chiste! Pues se trata de una articulación
imposible con lo imposible. A menos que el cuerpo quiera, en
efecto, ser sublimado en el cuerpo del discurso. Sólo que
si algo hace que el discurso sea discurso es, justamente, el
hecho de jamás ser un cuerpo. <<Que la palabra tome
cuerpo, que el cuerpo>>(6) . Lo primero lo creo posible; lo
segundo, sólo me suena a un (mal) chiste.

¿Cómo podría un cuerpo querer hablar?
Sería tanto como desear no ser. Y ni siquiera eso, puesto
que "no ser" es sólo una representación, una
imagen, un efecto del hablar mismo. ¡Y también
"ser"! Afirmar que el ser quiere ser es introducir a trasmano a
un Divino Demiurgo: es instalar –o intentarlo– al
Sujeto en el lugar donde en absoluto podría durar.
¿Quiere algo el fuego? ¿Quiere algo el inestable
núcleo del plutonio? ¿Quieren algo las estrellas?
Es en extremo dudoso. No lo es, sin embargo, el fenómeno
del lenguaje. El sujeto sí quiere algo, siempre: quiere,
naturalmente, aprender a no querer –eso que tan bien les
sale a las cosas que inocentemente reposan en sí
mismas.

<<El goce está prohibido al que habla como
tal>>(7) . Sí, pero es "el que habla" quien se lo ha
prohibido. El goce no se ha impuesto a
sí mismo la prohibición de tocar a "el que habla".
"El que habla" sabe, en primer y en último lugar, que no
es un cuerpo. Si lo fuera, simplemente no podría hablar.
Hablaría, tal vez, como perico. Sí, los hemos
oído. Pero
hablar, lo que se llama hablar, eso sólo es posible si se
ha logrado la hazaña de segregar de sí mismo un
cuerpo. En la palabra pervive el cuerpo –pero como muerto.
La palabra es, literalmente, la muerte del
cuerpo. Por eso digo que, desde la palabra, es posible desear
(ser) un cuerpo. Pero el cuerpo no ha deseado la palabra, el
cuerpo se ha retirado, como Eurídice, de la última
mirada de la palabra, de la mirada y del reclamo de la
última palabra.

Es la palabra quien se prohibe el cuerpo y a la vez se promete
a él. La muy pérfida y ladina.

CUATRO

EL "TRAUMATISMO" QUE MILLER RECONOCÍA COMO EL APORTE
PROPIAMENTE PSICOANALÍTICO A LA FILOSOFÍA, COMO SU
MUY PECULIAR BENDICIÓN, Y QUE SE RELACIONA CON ESA
PÉRDIDA DE LA CONFIANZA DE LOS HUMANOS EN EL PODER DE
REVELACIÓN DE LA VERDAD, SE MANIFIESTA IGUALMENTE EN LA
PÉRDIDA DE LA CONFIANZA EN EL PODER DE LA
RECONCILIACIÓN "DIALÉCTICA" DEL SER HUMANO CON UNA
SUPUESTA ESENCIA PERDIDA.

Es increíble que durante un tan prolongado
período se haya esperado algo "positivo" de la
unión del discurso marxista con los resultados de ese
aguafiestas que fue Sigmund Freud.
El amor es
francamente sospechoso, y la felicidad todavía más.
El fantasma de Schopenhauer
revolotea por encima de todos los divanes.

La efigie de este ente, en la imaginería
psicoanalítica, es desalmada. Un animal
inverosímilmente dependiente, que es por completo incapaz
de sostenerse a sí mismo. Imaginemos a Descartes,
recién nacido. ¿De verdad, Renato, piensas y en
consecuencia existes? Lo primero –pues de lo contrario
sería lo último, todos lo sabemos, es el berrear
del cuerpo expósito. Mamo, luego existo. El sujeto
sólo se predica de un mamífero. ¿Qué
humano, en su origen, o, lo que es lo mismo, en su final, depende
de sí? Ninguno. Es natural que la madre sea el germen y el
molde de lo Sagrado. Después vendrá el germen y el
molde de lo Divino: el Padre (castrador). Rizando el rizo,
vendrá la abstracción extrema de la Ley Moral,
epítome de lo Santo. Somos seres religiosos, qué
ironía, porque, nos guste o nos repugne, somos animales (y
animales confiados íntegramente, en el origen, y en el
final, al Otro).

El punto es que Freud se sitúa, según algunos,
al abrigo de estos tres órdenes. ¿De verdad? El
sujeto se encuentra atravesado y sostenido por el otro. Pero
también amenazado. Hay sujeto al borde de esta
indecisión. Sólo dentro de ella, aunque en su
límite. Braunstein lo expresa inmejorablemente: <<En
el comienzo. Im Anfang war das Ding, pero cuando está la
Cosa no hay sujeto que pueda juzgar sobre ella. Perdida (y goce
del lado de así como deseo Otro), establecida una
disparidad insalvable con objeto, puede llegar a haber un sujeto.
En huella, estela Cosa. perdido, es causa>>(8) . De
Descartes a Kant: no: <<Pienso, luego existo>>, sino:
<<Debo, luego existo, luego pienso>>. Y a Heidegger:
<<Exsisto, luego estoy arrojado, luego hablo, luego (pero
no sé cómo, ni cuándo) pienso.>>
Sucesivas heridas a nuestro –al cabo, muy artificial–
orgullo de seres racionales.

Nuestro orgullo de sujetos racionales. Porque el favor que el
psicoanálisis le ha hecho a la filosofía pasa por
el más severo desmontaje que se había producido a
propósito del "sustrato", del hypokeímenon: del
"sujeto" del conocimiento,
de la acción,
del deseo. La filosofía ha hecho de la conciencia (y de
la autoconciencia) el soporte del sustrato, la tierra
firme de todas sus edificaciones. De Descartes a Husserl, pasando
por Kant pero remontándose hasta Aristóteles, la filosofía aspira a
la transparencia. Y la conciencia es lugar y condición de
esa transparencia. El sujeto, para esta tradición, designa
el poder de discernir lo propio y lo ajeno, el sí mismo y
el otro. Hay sujeto en el instante en que es discernido un
objeto.

Pues bien, el psicoanálisis ha dado con un sujeto
oscuro. Por vez primera se toma, como exigencia de un saber
confiable de sí, la opacidad que mancha, aun si
constituyéndolo en cuanto tal, al sujeto del saber. Ese
sujeto iluminado en la situación analítica tiene en
verdad muy poco de la omnipotencia de la conciencia reflexiva que
orienta al discurso de la metafísica. El hombre no
es como el Dios que según él le ha comandado un
altísimo destino. No es ni siquiera un diosesillo. Su
imagen más adecuada, después de todo, es la de un
pobre diablo.

Un pobre diablo en manos del Otro. A ello alude la
expresión <<Sujeto del inconsciente>>.
¿Que el sujeto de la tradición filosófica no
es dueño de sí? No sólo eso. Está
esclavizado a lo otro que (inconscientemente) se halla alojado en
su más íntima verdad. Hay sujeto en la exacta
medida en que hay castración. Pero si hay sujeto es porque
hay saber de esa circunstancia. ¿Qué ha hecho
Descartes sino describir (inconscientemente) a ese sujeto que a
fin de cuentas es insostenible sin la remisión al Otro
Absoluto, al Dios de la filosofía pero también al
de la religiosidad judeocristiana?

(1) JacquesAlain Miller, "Filosofía n
Psicoanálisis", en Psikeba. Revista de
psicoanálisis y estudios culturales, trad. María
Inés Negri, 2006

(2) Jacques Lacan, "Psicoanálisis y medicina" (1966),
cit. en Néstor Braunstein, Goce. siglo veintiuno editores,
México,
1990, p. 17

(3) Martin Heidegger, Kant y el problema de la
metafísica, tr. Gred Ibscher Roth, FCE, México,
1996, p. 181. Yo subrayo.

(4) Ibíd., p. 190191

(5) Néstor Braunstein, op. cit., p. 23

(6) Ibíd., p. 24

(7) Ib, p. 26

(8) Ib, p. 31

 

 

 

Autor:

Sergio Espinosa Proa

Doctor en filosofía, antropólogo social,
especialista en investigación educacional y ensayista

Universidad Autónoma de Zacatecas

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