Se responderá de inmediato: sí, sabemos que
la
educación es así o asá, que tiene estos
problemas, que
intenta resolverlos de esta o de esta otra forma,
que afronta tal o cual desafío, que no podrá
seguir por ciertos caminos, etc. Estamos equipados con métodos
modernos, disponemos de diagnósticos, hay mucha gente
investigando, hacemos foros, tenemos experiencia, se dice.
Podemos prever, por ejemplo, que dentro de diez años la
demanda de
acceso a la educación
duplicará o triplicará su número actual, que
las exigencias de financiamiento
se dispararán y exigirán nuevos esquemas, que se
producirá un reacomodo radical de la matrícula en
virtud de la llamada globalización, que desaparecerán
disciplinas o serán reemplazadas por nuevas
tecnologías, que la revolución
de la informática virtual barrerá con las
viejas estructuras,
etcétera, etcétera.
No hay duda de que es posible —y provechoso—
proyectar algunas tendencias y esperar, razonablemente, el
cumplimiento o profundización de determinadas
transformaciones. Pero ello es posible, justamente porque el
futuro ya está entre nosotros. Al enorme peso del pasado
se añade el peso del proyecto, la
densidad del
futuro, las compulsiones del plan, la discreta
violencia del
pronóstico. El futuro también deja marcas y
cicatrices en el presente.
¿Cómo —se preguntarán— puede
suscitar efectos algo que en principio (según nos ha
instruido el sentido común) no existe? Digámoslo
así: el futuro deja marcas en el presente exactamente del
mismo modo en que lo sobrenatural se sobreimpone y determina a lo
natural. Los fantasmas no
existen, pero son quienes verdaderamente mandan: el
espíritu, sin ser una "cosa", es la sujeción a la
ley. Ahora
debemos admitir que el futuro no existe de la misma manera que
existe el pasado. Pero el presente, si algo se puede saber o
decir de él, es que es la colisión, el violento,
fulgurante, inasible encuentro de esos dos modos
—¿simétricos?— de (ya) no-existir.
Y todavía podríamos seguir preguntando:
¿Es eso la educación? ¿Sólo eso?
¿Qué tiene que ver con nosotros?
¿Cómo se articula con lo que viene? Nadie
puede estar seguro que la
educación, tal como ahora creemos conocerla, puede seguir
siendo como es pero tampoco puede asegurar que no lo hará.
"Ningún golpe de dados abolirá el azar",
decía el poeta. Pero aquí no se trata solamente de
la contingencia a la que todo propósito se halla expuesto.
No es que los planes y los proyectos sean
más o menos impotentes ante el azar y la
indeterminación del acontecer. No, el problema es,
además, que son esos mismos planes los que generan
impredecibles turbulencias y suscitan efectos que jamás se
habían previsto.
La previsión altera el presente, modifica incluso lo
que ya ha sido. Eso que es (ahora) la educación representa
un efecto lógico —y, al mismo tiempo,
perverso— del ensamblaje del pasado y del futuro: es el
producto de
una voluntad —histórica— de someter toda
contingencia a la autoridad del
proyecto. Es el resultado de una viejísima voluntad de ley
la voluntad de hacer del tiempo una dimensión manejable.
Es la voluntad de futuro que viene a nuestro encuentro desde el
pasado.
Pero es esa misma voluntad de ley, esa exigencia de ajustar el
tiempo a los ritmos del proyecto, de hacer del presente un
servidor del
futuro, de olvidar la fuga del instante —y lo que en ello
hay de imprescriptible, generoso e insensato— lo que ha
hecho del presente un lugar inhabitable.
Un lugar desde el que, reconozcámoslo, ni siquiera es
posible imaginar otro futuro.
El tiempo del
proyecto
Desde el presente. No pensar el presente, sino pensar desde su
imposibilidad. La cuestión decisiva, por lo que se alcanza
a ver ahora, es esta: no podemos sujetar al tiempo. Podemos, eso
sí, creerlo. Creer que es posible someter el tiempo
—su infinita huida, su irreversible (de)caer— al
proyecto, al tiempo del proyecto. No es el tiempo, somos nosotros
los sujetados. Sujetados por un tiempo que no es "nuestro":
tiempo cuantitativo, abstracto, separado, expropiado a las cosas
de esta tierra. No el
tiempo de vida, sino el tiempo debido, el presente que debe
hundirse en su concha para que el futuro siga emitiendo sus
órdenes.
Pero hay que detenerse, si ello es practicable, un (otro)
instante. Decir "tenemos tiempo" es tan imposible —o tan
absurdo— como decir "tenemos lenguaje",
"tenemos técnica", "tenemos voluntad", "tenemos un
cuerpo". El tiempo no se tiene ni, para el caso, se detiene. El
tiempo da —o no da— lugar. Estar en el tiempo, ser
tiempo no es lo mismo que disponer de él. Igual podemos
decir del lenguaje, y de la técnica: ser animales que
hablan, ser animales que crean y utilizan herramientas
no es lo mismo que ser propietarios del lenguaje y de la
técnica. Tener un cuerpo no es disponer de él como
si de un mueble o de un instrumento se tratara. Ni el tiempo, ni
los cuerpos, ni la técnica, ni el lenguaje,
son objetos. Nunca están meramente a la mano.
Reparemos ahora en lo siguiente. Creernos dueños y
señores del tiempo, del lenguaje, de la técnica,
del cuerpo; eso es, exactamente, lo más
característico, lo más propio de nuestra religión: la
religión de los tiempos modernos, la religión del
Hombre, la
religión de la Voluntad. Creernos, en suma, herederos de
un poder justo,
omnímodo y sin fisuras, imaginarnos beneficiarios de un
infinito testamento. Hijos (favoritos) del Señor.
No lo somos, evidentemente. Pero las evidencias son
algo muy relativo para las pulgas de esta religión. Es
evidente, por ejemplo, que se trata de una religión: es,
ante todo, un sistema de
creencias —y de aparatos: un orden de visibilidad y de
legibilidad— que le otorga sentido y razón a la
actividad de los hombres. Pero una religión,
notémoslo, que tiene la peculiaridad de verse a sí
misma como lo contrario de la religión. Las disyunciones
se multiplican a partir de esta curiosa inversión. ¿Religión o
técnica? ¿Mística o política?
¿Mitología o ciencia?
¿Superstición o razón?
¿Minoría o mayoría de edad? Sospechemos, por
lo pronto, del valor o de la
profundidad de estas oposiciones, y aceptemos que muy bien
podríamos estar frente a un conjunto de conversiones o de
transfusiones: en otras palabras, la religión es la
técnica, la mística es la política, la
mitología es la ciencia, la
superstición es la razón, la minoría es la
mayoría de edad.
El tiempo de la modernidad es el
tiempo del progreso, es decir, el tiempo en que los opuestos
devienen lo mismo. Tiempo del proyecto, colonización del
futuro, reducción del afuera a un sistema de objetos,
emplazamiento de la naturaleza,
conquista y
administración de la tierra.
Tiempo homogéneo, continuo y uniforme, tiempo proyectado,
tiempo segregado por el proyecto. La realidad del futuro disuelve
la insensata proliferación del presente. De esa
conjunción de tiempos que es el presente.
El tiempo del proyecto no tiene más propósito
que borrar ese abismo y maniobrar en el centro de ese
vértigo.
Evidencias secretas, sin embargo. De cualquier modo, hay
cierta lógica
en esa ceguera. Después de todo, el cristianismo,
el cristianismo "histórico", no es (sólo) una
religión: es, o ha sido principal y eminentemente, una
política. Es decir: una religión, desde luego, pero
una religión muy especial, la religión de la
técnica. Una religión olvidada de todo lo que
el hombre no
pueda someter a su proyecto —edificada contra la
irrupción de lo otro del proyecto. Un sistema de creencias
articulado por la voluntad de sojuzgar todo lo que exceda—
o se quede por debajo del proyecto.
¿Qué proyecto, qué futuro se fabrica?
¿De qué estamos hablando? Formulado en su
articulación más esencial, de lo que se trata es de
someter la particularidad (salvaje) al esquema universal de la
especie (humana), el de someter la naturaleza —el cuerpo,
la tierra, lo inmediato— a los mandatos del
espíritu. Y, ¿qué es el espíritu sino
el sueño, la ilusión de alcanzar una transparencia
comunicativa sin residuo a fin de hacernos sentir —o al
menos imaginarnos— señores de todo aquello que nos
sustenta y de lo cual hemos emergido para retornar sin
remedio?
Y allí, justamente en esa fractura y en esa
flexión, es donde quizá la educación
comenzaría, muy tímida y muy preliminarmente, a
poder ser pensada.
Hemos visto que hablar del futuro es una ocupación
bastante problemática. El futuro no existe, pero desde su
espectral modo de no existencia se permite establecer coordenadas
que conforman y deforman el presente. Por ello, el modo de ser
del presente consiste en una torsión
y una distorsión del peso combinado del futuro y del
pasado.
El tiempo del proyecto, el porvenir que se ve venir es el
tiempo prometeico de la voluntad. Es un tiempo premeditado, que
reitera el pasado y hace del futuro una maqueta, un simulacro, un
modelo: un
objeto prefabricado. En rigor, un no-tiempo, que se impone desde
el exterior a la multitud de tiempos concretos que ritman y
otorgan sus escansiones a la vida de la tierra y también a
la del pensamiento.
Un tiempo previsible, obstinado, tiempo de la ciencia y de la
técnica: "imperturbable, lineal, superficial, externo,
extenso. Su destino no podía ser otro que la muerte
permanente: tiempo encadenado, tiempo de condena"1.
La cuestión se vuelve entonces, a la vez, más
simple y más compleja. No se trata ya de determinar o
calcular, solamente, las nuevas disciplinas y las nuevas formas
de acceso y acreditación a los nuevos saberes. No se trata
de prever lo que tiene que suceder y de prepararse para ello. Esa
previsión es ineludible, porque, como hemos de reconocer,
ese futuro ya está configurando y distorsionando nuestro
propio presente.
Pero se trata, además, de saber si en el futuro
—si en otro futuro, abierto por una emergencia de
ese otro tiempo que emblematiza no Prometeo sino
su imprevisible hermano Epimeteo— podrán las
capacidades —y las virtualidades— del hombre seguir
dependiendo de aparatos educativos hechos a la medida de nuestra
religión —siempre al servicio del
proyecto, el presente siempre sometido a las exigencias del
futuro— o si aquéllas encontrarán nuevos
canales y espacios para hacerse presentes o, más bien
dicho, para hacer espacio al presente y plantear su
juego.
Por lo demás, hablar tan genéricamente de
educación es otro contrasentido o, más bien,
conduce a otra clase de
aporías. La educación no es solamente lo
que ocurre en torno a las
cátedras, los laboratorios, las bibliotecas, las
aulas de clase. La educación no sólo tiene
que ver con diseños curriculares, planes de estudio,
eficiencias terminales, estudios de factibilidad y
programas
académicos. Verdad de perogrullo, pero rara vez asumida en
el espesor y el alcance de todas sus consecuencias. Quizá
el futuro de la educación, si esta expresión tiene
algún sentido, será la desaparición de la
educación en cuanto sistema único de administración, inoculación y
legitimación de saberes.
Quizá la educación por venir sea un tema
importante porque nunca será, nunca estará, en
cuanto tal, "de cuerpo presente".
Ahora convendrá delinear algunos perfiles de eso que, a
reserva de todo lo dicho, podría ser "el presente", la
hora actual2. En su especificidad, la época que se abre en
la modernidad "tardía", en este presente que nunca acaba
de dar (toda) la cara, es la de la fungibilidad del ente; las
cosas desaparecen bajo sus funciones, la
realidad retrocede por debajo de la utilidad. La
naturaleza, reducida a su estatuto de fondo de provisión,
se ha convertido simplemente en "recurso natural".
Como contrapartida, esta disponibilidad generalizada se
sustenta —profundizándola y
universalizándola— en una fragmentación del
saber, en una especie de esoterización múltiple de
los saberes (científicos).
En tal respecto, la interdisciplinariedad se ha mostrado ineficaz ante
la descomunal proliferación de los lenguajes
técnicos. Se comprende así que la fungibilidad sea
la cara ilumi-nada de un proyecto cuya faz oculta, siempre en
sombras, es la pérdida de coordinabilidad global del
sentido: la utilidad de lo que hay es un principio que sustituye
—sin extinguirla— la necesidad existencial de una
regulación simbólica. Que todo se convierta en
medio pone en primer plano el problema del fin. Del fin
último. Mientras Occidente experimenta la
fragmentación del saber y la especialización de los
lenguajes técnicos, la exigencia de una noción
unitaria del ser pareciera tornarse cada vez más
perentoria3.
Por lo mismo, acaso no se trata ya de sortear un temporal
cuanto de naufragar correctamente en la época5. Una
época donde todo es relativo excepto la
neutralización del valor. Donde todo es contratable e
intercambiable excepto el dominio de lo
contratable e intercambiable. Donde todo es equivalente,
indiferente excepto la necesidad de una equivalencia universal.
En el nihilismo
realizado, la respuesta a los interrogantes más
pertinentes no la tienen ni los juristas ni los filósofos: sólo la tendrán
los acontecimientos.
Lo cual es una forma de admitir el fin de Prometeo —el
sueño prometeico consistente en la sumisión de la
naturaleza al dominio técnico del hombre y la
utilización de este dominio para asegurar el progreso de
la humanidad, y cuya consumación extrema se alcanzó
con el ensueño marxista de una sociedad sin
estado y sin
guerras—
y el inminente advenimiento de una época marcada por el
signo de Epimeteo: "Epimeteo es la figura que mejor define la
conciencia actual
acerca de los límites
irrebasables de la política y que mejor puede llevar a
cabo en campo abierto la exploración, que ha sido impuesta
por la falta de fundaciones apodícticas y certezas
absolutas"5. Tras el sacrilegio absoluto que representa la hybris
de esos frágiles mortales por quienes Prometeo permanece
en (eterno) sacrificio, por entre las ruinas de un "cosmos
político ptolemaico", asoman las facciones de un universo que se
entrega a una mirada paciente y humilde capaz de devolverle al
dios la arrebatada administración de la justicia6.
¿Qué porvenir le cabe a la educación en
ese cosmos regido por Epimeteo, cuya temporalidad ya no pertenece
al proyecto, sino a la naturaleza: un tiempo apasionado,
caótico, denso, interno, múltiple, intenso?
Engañar al
destino
La idea de naufragio es constitutiva de Occidente, si se
admite que éste tiende a auto-concebirse en cuanto que
desgajamiento del maternal "vientre asiático", regido por
"lo improductivo y la seducción"7. El signo principal de
esta deriva es la catástrofe, el hundimiento, la
difuminación de los contornos: el naufragio. Pues
Occidente y la modernidad coinciden quizá menos con la
conquista de un espacio físico que con la
colonización del tiempo. La historia se configura como
locus de toda hierofanía. En ella, las figuras decisivas
—los mitos
fundadores, o "metarrelatos" si se quiere emplear la
expresión ligeramente más neutra de Lyotard—
son la revolución y el progreso.
La colonización de la dimensión temporal
implica, al menos, una doble reducción: el Mundo deviene
Imagen en el
mismo movimiento en
el que el Hombre deviene Sujeto8. La tesis de la
secularización reconoce en este proceso el
cumplimiento de una operación practicada por y en la
tradición cristiana, que funda en el "diálogo
interior subyacente"9 la relación con la alteridad
(social, natural). Si es verdad que la colonización del
tiempo se encuentra "bloqueada" en la concepción griega
(aristotélica) del cosmos, en la concepción
judeocristiana esta posibilidad se abre con la noción
misma de irreversibilidad temporal. El tiempo es el lugar de un
viaje sin retorno —y da igual que avance hacia la
plenitud— en la modernidad "emergente" —o se
despeñe en la entropía— en la
"hipermodernidad"10.
Brevemente: lo que se expresa en la imagen del naufragio es la
exigencia de salir del impasse generado por la alternativa entre
una perspectiva fatalista y una esperanza epifánica de
resolución de los tiempos (modernos). El "respiradero"
puede estar en una hermenéutica del exceso —que sin duda
se podría desdoblar en una hermenéutica del
residuo— capaz de concebir al ser humano "no como sede de
la transparencia, sino como residuo que escapa a las leyes del
proyecto y plantea el interrogante radical de la
liberación"11.
La cuestión no puede ya eludirse: ¿es la
modernidad un proyecto —entre otros— o designa
más bien la época que se define justamente por su
tendencia a proyectarse fuera de sí misma, es decir, por
subordinar el tiempo a las exigencias y exclusiones del proyectar
mismo? Ciertamente: el proyecto es asunto de la razón. Por
ello la modernidad ha sido considerada esencialmente como el
proyecto de desarrollo de
la autonomía de la razón. Una autonomía
concebida a su turno como disolución de lo sagrado:
desmitización, secularización, desencantamiento del
mundo. La autonomía de la razón determina una
fractura y exige un programa global:
combatir —o poner a su servicio— lo que ella no es,
abandonar la caverna, sustituir la materia/madre
por la paternidad (formal) de la Ley.
Autonomía de la razón es en realidad una
fórmula que enuncia un propósito ejemplar: a saber,
liberar al hombre de su culpable incapacidad 12.
Desacralización, desencantamiento, han sido para la
modernidad ilustrada procesos
cargados con valores
positivos: una y otro remiten a modalidades carenciales de la
autoconciencia. Son infantilismos, minoría
—injustificada— de edad. Modalidades de aferrarse a
lo particular. En esta lógica, nadie tiene derecho a no
ser moderno, nadie tiene derecho a no progresar: permanecer en la
infancia es,
más que un defecto, un atentado a la esencia de lo
humano.
Ahora bien, que la modernidad sea entendida por lo que ella
cree que quiere significa asumirla fontanalmente en su carácter de proyecto. Un proyecto que
consiste en fundar una comunidad en la
razón —no en las pasiones, no en el instinto—,
guiada por la libertad
—no por la dominación ni el vasallaje— y por
el reconocimiento de la "igual dignidad de
todas las personas"13 —no por el establecimiento o
consagración de jerarquías fijas—.
La —presunta— nobleza del proyecto contrasta,
inocultablemente, con su puesta en obra. Porque está claro
que ni la razón es omnipotente ni su
universalización está libre de suscitar
miríadas de reacciones y efectos perversos. Mitos que
simplemente cambian de piel, dioses
que retornan envueltos en impersonales apariencias,
avasallamiento de aquello que la razón (aún) no
identifica de lo que no puede asimilarse.
Pero, según algunos, nunca por culpa de la
razón y su proyecto. En cierto sentido, la apuesta
por la razón termina en tablas: una de las lecciones
más inquietantes —e insoslayables— de la
dialéctica de la
Ilustración es que la razón no libera. No lo
hace, al menos, si la razón se queda anclada en el
horizonte del entendimiento, distinción debida a la
potente especulación dialéctica de Hegel y que la
(primera) Escuela de
Frankfurt desarrollará con imaginativa
perseverancia14.
En breve, la modernidad, de acuerdo con este diagnóstico, no puede estabilizarse
confiando exclusivamente en el poder de la llamada razón
instrumental. Mientras las modalidades no instrumentales15 de la
razón no corrijan los excesos de la técnica, la
modernidad permanecerá inconclusa e incumplida.
Abandonarla como proyecto equivale, según quienes se
proclaman sus (fidelísimos) herederos, a dejarle manos
libres a la tecnocracia16.
Y así el Hombre nunca podrá llegar a ser
dueño de su destino17.
Pero se trata en realidad de un proyecto cuya esencia (al
menos desde Nietzsche)
tiene un nombre propio: Nihilismo.
Aquí no podemos abordar sino superficial y
tangencialmente el problema. Bastará remitirse al sistema
especulativo que eleva a concepto los
procesos que intentamos comprender. En Hegel, y en particular en
la célebre dialéctica del Amo y el Esclavo
desplegada en la Fenomenología del
espíritu, la muerte es
reconocida y, a fin de cuentas,
absorbida por el deseo de vivir. En otros términos: la
muerte es puesta a trabajar por la autoconciencia, siendo
ésta misma un producto de aquélla negatividad
actuante y progresiva. Un reconocimiento de la potencia de la
muerte cuyo precio es su
conversión en material doméstico. Se le desactiva
en cuanto problema. Filosofía de la muerte, la de Hegel
será también, cristianamente, filosofía de
la muerte de la muerte18.
La auto-afirmación del hombre, la voluntad de
autohumanización, la libertad humana pasan así,
necesaria, indefectiblemente, por una exclusión de la
muerte por cuanto ella remite a un fondo no sólo
irrepresentable, impensable, sino abismalmente inhumano. La forma
par excellence de rechazo al (lo) Otro. Con ello, el nihilismo,
la dialéctica y el humanismo
revelan su (oscura) pertenencia al horizonte irrebasable de la
técnica: "conjuntamente la más exhaustiva obra de
apropiación de la propia esencia y la más decidida
definición de la esencia humana como obra"19.
La
sustitución de lo sagrado
Nos hallamos en las últimas estribaciones de la edad de
la crítica
de una edad que, por muchos motivos, y en todos los sentidos, ha
sido "crítica". Por ello, menos que de una línea
divisoria, de un parteaguas, entre lo antiguo y lo moderno, o
entre lo moderno y lo postmoderno, acaso sea más propio
hablar de un cumplimiento, de una consumación; al madurar,
los tiempos (se) reblandecen. Ya no parece posible seguir
creyendo en una perversión de ideales: asistimos a su
espectacular y polimórfica realización. No hay
promesas que esperen el día de florecer: allí
están todas, consumadas ya al quebrar de sus cascarones de
incubadora.
Los antecesores retroceden, sin querer reconocerlos, ante sus
legítimos retoños. De las pruebas de la
existencia de Dios se ha completado el trámite hasta
llegar a la existencia (divina) de la prueba; al dominar el
espacio total de la representación, la metafísica
parpadea al comprenderse a sí misma en su quintaesencia:
infatuación, exacerbación, extrema-unción de
la técnica. ¿Habría de corresponderle
destino distinto al de aquella secta de trasmundanos devenida
Iglesia
Universal? También el cristianismo da la sensación
de retroceder, espantado a la vista de su engendro que, por
supuesto, es incapaz de admitir como legítimamente suyo.
En breve: ni la metafísica es traicionada por la
tecnocracia ni el cristianismo lo es por la anomía. Ambas
son sus formas privilegiadas de tocar tierra.
Pensar el (propio) tiempo, ¿equivaldría a otra
cosa que a declararlo difunto, cumplido, concluso, perfecto? Lo
que amenaza al espíritu no viene de afuera, de su otro
precisamente porque es, al contrario, la conversión de
todo afuera en espíritu lo que mina desde dentro cada una
de sus trabajosas conquistas. Con Hegel hay que ver esa gesta
heroica, esa hazaña de la libertad (según la
expresión de B. Croce) pero, contra él, hay que
seguir viéndola como lo que también es: un gesto,
un ademán, un conjuro contra el tiempo —la fuga del
presente— a fin de que el espíritu no se salga de
madre.
¿Ambición desmesurada del concepto o
consumación —y consumo—
de su promesa? De Hegel hay que recoger, también, sus
actas de defunción: en primer lugar, del arte, corazón
del mundo antiguo, y de la religión (cristiana),
límite interior del mundo moderno por más que el
Reino posponga día tras día su instauración
ecuménica a remolque de la ratio, por más que tras
la consumación sea difícil avizorar
resurrección alguna.
El Occidente moderno sería esta (con)secuencia, esta
caída, esta cadencia, este ocaso que opera y se
ensaña en lo indisponible, en el antes de toda diferencia,
matriz oscura
y palpitante que aloja el tiempo sin confundirse con él,
llevándolo primero a la luz, a la campana
de los cielos —es decir: divinizándolo—,
contraponiéndolo enseguida a lo humilde, lo tenebroso, lo
terrestre —es decir: al humoso suelo de los
humanos—.
Sagrado, digámoslo, es el nombre que remite a lo que no
hay, fondo sin contornos, repliegue donde todo se despliega,
generosidad que se sustrae, caos que deviene cosmos, ocultamiento
que es condición de toda aparición: huella del
unum ineffabile en la multiplicidad de las cosas,
vestigio de lo que siempre está huyendo,
escurriéndosenos de entre los dedos: la presencia, el
presente, el aroma de lo inmediato, la sensibilidad pura, el
desierto.
El futuro del proyecto no es más que la
urbanización de la intemperie: el sujeto es el
límite rebelado —gracias a la
revelación— contra todo límite. El
Espíritu (absoluto) —el mismo que preside el eficaz
operar de ciencias y
técnicas— no tiene frente a sí
nada que no remita a sí mismo. Abolición de lo
sagrado que equivale a una borradura del hiatus que rompe la
continuidad entre el cielo y la tierra y, también, entre
la vida y la muerte. Borradura que posibilita la
homogeneización del campo de intervenciones es decir: que
somete el todo a
la voluntad de una de sus partes. Neutralización del
afuera, parcelización del exterior: lo sagrado respira en
los poros del mundo pero el mundo, ¿qué es ya si no
una superficie bruñida, tostada por el sol del
Espíritu (Santo)? La naturaleza, cáscara a
disposición de la cultura. Lo
sagrado, útero reseco del Dios que es Ley y es
Conciencia.
La edificación y expansión de Occidente se torna
practicable en este proceso de desplazamiento o emplazamiento de
lo sagrado por lo santo, del caos por la Ley, de lo turbio e
inefable por la claridad de la representación colectiva:
del azar por el plan. Desplazado, nunca realmente vencido o
erradicado: entonces lo reprimido retorna bajo formas
transgresivas, fantasmáticas, inmediatamente pulsionales.
Al final, el sueño de liberarnos de lo sagrado se torna
pesadilla.
En la época de la ciencia y de la técnica, el
resplandor del misterio aureola (otra vez) al mundo: toda magia
ya era técnica, toda redención será obra de
la técnica. Incluso la transgresión está
codificada —y propulsada— por la técnica. La
modernidad es la magia revelada en cuanto que potencia
técnica, y en tal sentido cumple un programa inscrito en
la voluntad monoteísta de reducir el mundo a un estatuto
de mera fungibilidad. La estrategia del
alma21 ofrece sus frutos más jugosos, más propios,
en la maquinización absoluta del ente.
Metafísica, cristianismo, derecho
romano: en una palabra, técnica.
Al cabo de este trayecto —en el ocaso de la tierra del
ocaso—, la imagen del Apocalipsis, el Apocalipsis de la
imagen. Obscenidad, narcosis, simulacro sucedáneos de la
burocracia y
de la ideología. Una regresión programada.
Nada a salvo de ser visto, convertido en tema de
conversación reciclado para que la Megamáquina
tecnopolítica continúe viviendo de la muerte
—sacrificial— de sus engranajes. Ni el cálculo de
las pasiones ni su gestión
pública han conseguido otra cosa que rebajarlas a la mera
animalidad. Lo demoníaco retorna, ten-tación de un
mundo que ha trocado la (pasión por la) libertad por la
(ficción de la) seguridad y el
control.
Ante esta realidad, ante semejante "presente",
¿habría algo capaz o un modo de mantenerse a
resguardo, indigerible, heterogéneo, inasimilable, que no
fuera lo residual, lo caduco y lo ruinoso? ¿Lo
sería también lo excesivo? ¿Qué
"temible transformación" se incuba en todo presente?
La
educación que viene
Por todo lo que hemos dicho, la educación, como la
palabra, siempre está por venir. Si ha de afectar a los
hombres en sus entrañas y no sólo en sus
automatismos, si ha de abrirse a lo que ella misma nos prohibe,
debe poder ser ante todo el juego mismo de las fuerzas y el
espacio de los pasajes. La educación siempre por venir es
una práctica que no instruye ni adiestra, que no prepara
para la vida o nos ajusta a sus exigencias sino que se sostiene
sobre el inextenso círculo que despliega y que dice "no" a
lo que ella en cuanto tiempo del proyecto querría
instituir, excluir, predecir y clausurar.
La educación que nunca hace acto de presencia, y que
por ello permite que el presente fluya, se encuentra alejada de
los imperativos morales que vuelven culpable a quien le falte y
absuelve a quienes creen obedecerle. Pues lo que está por
venir nunca pertenece al tiempo en que las cosas deben ponerse a
nuestro alcance. Si la educación todavía conserva
cierta dignidad, será por la fuerza que
conserve para evitar que cada uno de nosotros se asegure en el Yo
quiero, en el Yo sé, en el Yo debo a toda costa. La
educación por venir no es un instrumento del Yo, ese
verdugo de los cuerpos, ese vigilante insomne, ese amo temeroso
del poder —del goce y del dolor— de los cuerpos.
Fuera o por debajo del tiempo del proyecto, un tiempo en fuga,
el tiempo de los cuerpos: "El cuerpo es el morir de la vida, su
lenguaje. El cuerpo se va, siempre se va. Habitar ese irse,
incorporarlo, es el placer como resistencia,
nunca como abandono: es el gozo de lo que se puede. A la par, el
cuerpo es la marca de la
imposible fusión,
la finitud, la contingencia, la necesidad, la
insatisfacción constitutiva del lenguaje hecho de hambres.
Es esa palabra de la muerte que da importancia a la vida. la
fiesta y la dicha de vivir como mortales en esta asamblea que
fallece en el gozo de vivir y que se sabe yéndose por
venir"21.
En definitiva, sólo podemos afirmarnos en la
indecisión. Afirmarnos en los senderos de ese peligroso
beduino que es el pensamiento incorporado o el cuerpo pensante,
aquel que, como el arte, "nos ofrece enigmas, pero, por suerte,
ningún héroe"22.
Notas
1 Cf. "Pensar el tiempo, pensar a tiempo", en
Archipiélago. Cuadernos de crítica de
la cultura, núm. 10-11, Barcelona, 1992, p. 14.
2 Remito, para lo que sigue, al capítulo primero
de mi libro La
idea de lo sagrado en el fin de la modernidad, por aparecer
en la Editorial I'lu de Madrid.
3 Gianni Vattimo formula así esta situación:
"Desde el punto de vista de la apertura del ser que pertenece a
la humanidad de la tardomodernidad (…), la exigencia de un
principio primero, que motiva y caracteriza la metafísica
de las épocas pasadas, se convierte en la exigencia de una
'noción' de ser que nos permita recomponer un significado
unitario de la experiencia en la época de la
fragmentación, de la especialización de los
lenguajes científicos y de las capacidades
técnicas, del aislamiento de las esferas de intereses, de
la pluralidad de los papeles sociales de todo sujeto singular";
Cf. "Post-modernidad, tecnología, ontología", en Otra mirada sobre la
época, Murcia, Colegio de Aparejadores y Arquitectos
Técnicos, Librería Yerba, Cajamurcia, 1994, p. 74.
Consignemos aquí que el optimismo que exhibe Vattimo con
respecto a las "potencialidades emancipatorias" de la
tecnología moderna particularmente cuando ésta
rebasa el paradigma
mecánico y alcanza el nivel comunicati-vo o informacional
es lo que caracteriza su postura acrítica —por otra
parte conscientemente asumida— respecto de la modernidad.
La telemática, según su hipótesis, produce un debilitamiento del
principio de realidad que impide el retorno —exorciza la
tentación— de regímenes autocráticos,
totalitarios, fundados en lo que él llama
ontologías fuertes. Para Vattimo, la ontología
sigue siendo indispensable para el pensamiento de Occidente,
así sea para despedirnos dignamente de ella: "Seguimos
necesitando una ontología, aunque sólo sea para
mostrar que la ontología está destinada a la
disolución", dice en loc. cit., p. 84
4 Cf. Massimo Cacciari, "El huésped ingrato",
en F. Jarauta (ed.), Otra mirada… p. 104.
5 Cf. Umberto Curi, "Elogio de Epimeteo", en F.
Jarauta (ed.), Otra mirada… p. 134.
6 Esta viene a ser la conclusión del ensayo de U.
Curi: es el "epimeteico" un saber "que no abandone la tarea de
cultivar, en el nuevo contexto copernicano, la
basiliché techne de la política, sino que
deje que la dike pertenezca a Zeus". La
prosecución de una justicia
gestionada por los hombres sólo ha conducido, según
este analista, a una guerra
generalizada que siempre ha operado en cuanto que esencia de
lo político en Occidente.
7 Cf. G. Marramao, "Política y
secularización", loc. cit., p. 137.
8 Cf. Martin Heidegger, "La
época de la imagen del mundo", en Caminos de
bosque, Madrid, Alianza, trad. H. Cortés y A. Leyte,
1996, pp. 75-109. La modernidad es el tiempo en el cual el
conocimiento se convierte en empresa de
investigación, la técnica se
despliega sin encontrar resistencia, el arte se vuelve estética, la acción
humana es concebida en cuanto cultura… y los dioses se fugan
(p. 75 y ss.). Es la época de la desdivinización,
acontecimiento que es preciso situar en el doble —y
solidario— proceso de cristianización de la imagen
del mundo y de mundanización del cristianismo. En el
cristianismo, la relación con los dioses pasa por ser una
vivencia religiosa — y de ese modo permanece
indecisa la cuestión de dios y los dioses.
9 Cf. G. Marramao, "Política y
secularización", loc. cit., p. 141.
10 Hiper-modernidad es un término que parece
preferible al de post-modernidad, ya que la época
que designa "no se halla en absoluto en una relación de
ruptura con lo Moderno, sino más bien de íntima
continuidad (aunque sea la de una hija ilegítima)";
Ibid. , p. 150.
11 Ibid., p. 157.
12 Cf. Immanuel Kant,
"¿Qué es la Ilustración?", en Filosofía de
la historia, México,
Fondo de Cultura Económica, trad. E. Ímaz, 1985, p.
25. Una incapacidad culpable es para Kant la que deriva menos de
la estupidez que de la cobardía. El uso de la
razón es antes que nada una cuestión de
valor, de atrevimiento: Sapere aude!.
13 Cf. José A. Gimbernat, "Las tareas
inconclusas de la modernidad", en Otra mirada sobre la
época, p. 16.
14 La referencia obligada es la celebérrima
Dialéctica de la Ilustración de Adorno y
Horkheimer, pero hay que remitirse, también, a Herbert
Marcuse, Razón y revolución. Hegel y el
surgimiento de la teoría
social, Madrid, Alianza, 1984.
15 Entiéndanse por tales la "razón
teórica", la "razón práctica" y la
"razón utópica" (J. A. Gimbernat, loc.
cit., p. 172), últimas ensambladuras de un proyecto
que ante la imposibilidad de dejar de ser precisamente eso: un
proyecto, repite una y otra vez la imposibilidad de
pensarse a sí mismo.
16 Ibid. p. 169. El mal, para esta un tanto
trasnochada defensa de la Ilustración, es trinitario:
la brecha entre ricos y pobres, la posibilidad de
abusar de la energía
nuclear y la amenaza al equilibrio
ecológico. Tres figuras apocalípticas que
sólo la modernidad puede conjurar, a despecho de
ciertos "filósofos de la postmodernidad" que irritan por su
narcisismo y por su desmayada resignación.
Cf., paralelamente, José Mª Mardones ("El
neo-conservadurismo de los posmodernos", En torno a la
posmodernidad, Barcelona, Anthropos, 1994, pp. 21-38) quien,
por lo demás, esgrime las mismas tesis
—condenatorias— de un Habermas que sólo ha
sabido domesticar la, en muchos sentidos,
incómoda herencia de
Adorno: los postmodernos nos dejan "en una situación de
indigencia crítica y sin fuerzas para resistir la
invasión y dominio de las estructuras y poderes contra los
que se quiere luchar" (p. 32); el antídoto parece ser una lectura
más bien naïf de W. Benjamin:
"Sólo recordando la historia desde el punto de vista de
los vencidos y muertos por la felicidad de los otros y
ejercitando la compasión solidaria, crearemos formas de
vida plurales y más humanas y nos preservará de
la trivialidad" (yo subrayo), p. 38.
17 J. A. Gimbernat, loc. cit., p. 173: "Las
propuestas de la modernidad siguen siendo, en su dimensión
ética y
política, las únicas que aún tienen vigor
para ayudar al hombre a hacerse dueño de su
destino y no convertirse en su víctima" (yo subrayo).
A decir verdad, las defensas contemporáneas del proyecto
moderno —casi todas procedentes, abierta o discretamente,
de la socialdemocracia— se entretejen sobre un
cañamazo puesto a punto hace siglos por la
exegética cristiana.
18 "El comunismo
"cumple" en la historia la filosofía hegeliana de la
muerte. Y ello justamente en la medida en la cual no quiere
reconocer a esta última como problema. En la medida, en
otras palabras, en la cual se desea filosofía —y
práctica— de la vida sin más.
Filosofía de la muerte de la muerte. Absoluta
inmanentización de una vida total e indefinidamente
humana", cf. Roberto Esposito, Confines de lo
político. Nueve pensamientos sobre política,
Madrid, Trotta, trad. P. Ladrón de Guevara, 1996, p.
91
19 Ibidem.
20 Cf. Carlo Sini, Pasar el signo,
Barcelona, Mondadori, 1987.
21 Cf. Angel Gabilondo, "El porvenir del cuerpo", en
Huéspedes del porvenir, Madrid, Cruce, 1997, p.
240.
22 Cf. Maurice Blanchot, "No cabe la posibilidad de
un buen final", en El libro que vendrá, Caracas,
Monte Ávila, trad. Pierre de Place, 1992, p. 36.
Revista de la Educación
Superior en Línea. Num. 112
Autor:
Sergio Espinosa Proa
Centro de Docencia
Superior. Universidad
Autónoma de Zacatecas.
Doctor en filosofía, antropólogo social,
especialista en investigación educacional y ensayista
Universidad Autónoma de Zacatecas
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