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Martin Buber y el pensamiento cristiano: notas apresuradas


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    A fines del siglo XVII, G. W. Leibniz replanteó, con su
    concepción acerca del alma como
    mónada, uno de los más profundos dramas de la
    condición humana: el "forzoso" confinamiento en los
    límites
    del yo y a la vez la necesidad de trascender dicho
    confinamiento, de buscar la apertura al mundo y al resto de los
    seres. Y se trató de un nuevo planteamiento de un antiguo
    problema, por cuanto el tema del logos inherente al alma
    ha sido una constante desde los orígenes del pensamiento
    filosófico.

    En el caso de Leibniz, conscientemente imbuído de toda
    la tradición filosófica, algunas doctrinas
    desempeñaron un papel especialmente relevante en la
    elaboración de estas reflexiones: Giordano Bruno y el
    panteísmo de la Cábala, por ejemplo , sin
    olvidar nunca sus complicados nexos con las ideas de Baruch
    Spinoza y, a través de ella, con autores medievales como
    Maimónides y Avicebrón. Y ésto indica que en
    la tradición reflexiva vinculada al judaísmo
    había aparecido desde mucho tiempo
    atrás un problema primordial para la filosofía de cualquier
    orientación.

    Pero dígase lo que se diga, el hombre se
    encuentra confinado en su yo. No puede situarse más
    allá. Sólo desde éste le resulta posible
    acceder a cuanto se halla fuera de sus límites. Una de las
    dimensiones más candentes del problema es la dificultad–a
    veces imposibilidad–de situarse en formas de espiritualidad, de
    pensamiento y de vida diferentes de las propias, al menos en
    principio muchas veces. Podrá considerarse éste un
    pseudo-problema, un planteamiento equívoco o una urgente
    tarea. La realidad acuciante se encargará una y otra vez
    de recordarlo.

    Esta es la premisa de toda actitud
    realista de apertura universal a la realidad y el pensamiento del
    resto de los hombres y también de las intransigencias, que
    oscilan desde la agresividad desnuda en cualquiera de sus formas
    hasta el dudoso ecumenismo de quien acepta, al menos en parte,
    sólo aquello que puede considerar una aproximación
    a su propio punto de vista, pasando por la problemática
    "tolerancia",
    que en su sentido más lato significa permisión
    frente a lo que no se acepta. Todas parten de la
    fundamental paradoja del hombre, cuyos
    intentos de solución devienen cada una de las perspectivas
    posibles.

    Es así que el pensamiento de Martin Buber
    adquiere toda su magnitud y significación para uno de los
    más profundos conflictos del
    hombre. No ha sido el único ni el primero en abordarlo,
    pero su enfoque y sus respuestas no pueden pasarse por alto.

    Yo y tú , una de sus más
    importantes contribuciones, data de 1923. Le servían de
    marco siglos de intolerancia, incomprensiones y violencias de
    toda índole y en todas direcciones, el período
    entre las dos guerras
    mundiales, antes de la constitución del estado de
    Israel y todos
    los conflictos subsiguientes. Y se precipita sobre nosotros,
    lapidaria, la sentencia: "toda vida verdadera es Encuentro", que
    hace al sujeto retornar al terreno de la vida y sus acaeceres
    .

    La reflexión filosófica, contrariamente a lo que
    muchos han pensado, está impregnada desde sus
    raíces de un pathos que aflora con toda su fuerza en
    obras como ésta. Pero en casos como el de Buber la
    religiosidad posee un carácter absoluto expresable tanto en el
    sentido más concreto del
    término–es decir, trasfondo y proyección
    religiosos de la filosofía, que intenta perfilar la
    presencia de lo trascendente en el mundo finito–como en el
    más amplio, que abarca también un humanismo
    laico–tal es el de L. Feuerbach–que reconozca alguno de los
    posibles sentidos de la trascendencia humana. Pues sólo a
    partir de dicha trascendencia puede producirse el milagro del
    reconocimiento del por el Yo, cuyo
    ejemplo más significativo parece ser el reconocimiento de
    Eva por Adam, el Ish, a resultas del cual la nombra como
    Isha. En Buber, como en Leibniz o Jacobi, la
    tensión interior del filosofar viene dada por la
    imposibilidad de acceder al si no es como
    palabra básica. Pero aun esa palabra básica
    requiere de un agente, de un interlocutor capaz de ser él
    mismo dicha palabra básica. Dios no es sólo una
    pregunta tradicional de la filosofía o una necesidad
    propia de un modo de filosofar: es la viva presencia que
    convierte en dialógica la condición humana, la
    única posibilidad de lograr ésto, sea o no
    consciente el sujeto. Es–recordando los postulados
    básicos de la Wissenschaftslehre de
    Fichte–el Yo idéntico a sí mismo que
    necesariamente pone al . Pues, como los grandes
    místicos de todos los tiempos han señalado–el
    Salmo Bíblico 14 es uno de los ejemplos más
    paradigmáticos para las religiones del
    Libro–el
    poder y
    amor de Dios
    precisan de la Creación, en la cual se expresan. Y su
    condición de Yo por antonomasia permite la
    existencia del Yo humano, creado a Su imagen.

    Como Leibniz había afirmado, la soledad y aislamiento
    de la mónada sin ventanas, del yo confinado en sus
    límites, se rompe gracias a la acción
    de Dios, no porque una prueba racional demuestre su existencia
    para garantizar la del mundo exterior, como en el caso de
    Descartes,
    sino por ser la Vida comunicada a la mónada. Pero las
    implicaciones prácticas del asumir consecuentemente tal
    premisa van más allá de la tolerancia, hasta el
    total compromiso.

    La dualidad intrínseca del ser humano presente en el
    pensamiento de Buber entronca con la idea heideggeriana de la
    doble posibilidad de la vida: la posibilidad de ser, la
    permanencia del ser y del mundo, y la inautenticidad de la
    existencia, en la medida en que deja de vivirse la palabra
    básica, idea extensible al análisis del devenir filosófico .
    Pues toda vida verdadera es Encuentro. Al analizarse
    ésto en una dimensión religiosa, en el sentido
    estricto del término, el nexo del hombre con sus
    semejantes puede adquirir niveles de complejidad extraordinarios,
    y a partir de ellos, ser revalorizado el sentido–o los sentidos–de
    su relación con Dios, que podría llegar a incluir
    formas diferentes de la que ha derivado de la propia actitud
    religiosa.

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