República Dominicana. La modernidad en arte y arquitectura (página 2)
Hacia los años cincuenta, los artistas que surgen
-Eligio Pichardo (1930-1984), Paul Giudicelli (1921-1965), Ada
Balcacer, Domingo Liz (n.1931), Fernando Peña (n.1928),
Silvano Lora (n.1931), Guillo Pérez (n.1926)…- abogan
por los lenguajes abstraccionistas, fundamentalmente las
variantes geométricas. Siendo el expresionismo figurativo
y geométrico, muchas veces brusco, la tendencia más
generalizada. La decisión de cambiar el modo expresivo se
avala, no sólo por el deseo de renovación
plástica. En este cambio tiene que ver también la
radicalización de las posiciones políticas del
gobierno de Trujillo. En estos años se hace difícil
el poder expresar las inquietudes políticas y sociales con
otro lenguaje plástico que no sea el expresionismo
agresivo. De modo que la abstracción, entonces con mucha
fuerza en los Estados Unidos, encuentra todas las posibilidades
de desarrollo en la República Dominicana. Muchos de los
artistas de esta hornada integran ese exilio voluntario con sede
en diversos capitales, desde Nueva York, hasta París,
Madrid y Londres.
A pesar del carácter cosmopolita que traen los
códigos abstractos, muchos creadores dominicanos tienen,
tras este lenguaje, el esquematismo geométrico de la
herencia precolombina, la constante presencia de la
estilización de las tallas africanas, y la perenne
referencia al folklore del país. En este sentido es de
destacar las deformaciones expresionistas y agresivas de
Pichardo, en una creación que hace dialogar el drama y la
ironía, y donde el rito, el folklore y la crítica
social se exteriorizan. Su obra El sacrificio del chivo,
de 1958, además de recoger cierta tradición del
folklore dominicano, y de poner de relieve su ironía
estética con sentido social, deviene en paradigma de la
pintura dominicana moderna y desbroza un camino a seguir por
otros creadores. Por otro lado, descolla la labor de
prospección arqueológica de Giudicelli, que tras
una estética abstracto-geométrica rescata del
pasado el arte rupestre y el ritual indoantillano. Pichardo y
Giudicelli resultan dos de los más importantes
representantes de la auténtica pintura moderna dominicana.
No menos es la pintura orgánica y sicológica de Ada
Balcácer, "realizada en un clima de génesis
fetales" y profundamente dramática, como la mayoría
de la pintura dominicana (Suro).
Los avatares
socio-políticos inciden en el campo de la
cultura.
Los años sesenta dominicanos resultan bastante
convulsos. Cuatro hechos marcan la década: asesinato del
dictador Leónidas Trujillo (1961); golpe militar que
derroca el gobierno constitucional de Juan Bosch (1963);
estallido civil que exige una vuelta a la constitucionalidad
(1965); y segunda intervención militar de los Estados
Unidos (1965-1966). Todo bajo el aliento de cambio social que
ofrecía la entonces joven y triunfante Revolución
cubana, con sus propuestas de guerrilla urbana y rural.
Estos avatares socio-políticos, como es de esperar,
inciden en el campo de la cultura: "un arte nuevo hecho por
autodidactas y académicos apareció en pancartas y
vallas callejeras, donde se trabajó la escala mural con
realismo social o expresionismo desgarrado. Rostros deformados
por el dolor, puños en alto, brazos levantando rifles,
madres con niños muertos y un paisaje urbano lleno de
edificios llameantes, fueron el sello distintivo de esta
época" (Miller).
De la pléyade de nuevos artistas dominicanos que surgen
en los años sesenta, debemos destacar a Ramón
Oviedo (n.1927), José Rincón Mora (n.1938),
Iván Tovar (n.1942), Cándido Bidó, Elsa
Núñez y Soucy de Perellano.
Oviedo centra su obra en la crítica social, pintando
con gruesos empastes sus dramáticas figuras, mientras que
Bidó "retrata" a los obreros. Mora igualmente trabaja con
gruesos empastes, enfatizando su expresionismo con el uso del
color negro y del oro, y Núñez -con igual
expresionismo que evoluciona hacia una abstracción
más lírica- centra su interés en la figura
femenina. Tovar deviene en uno de los más reconocidos
neosurrealistas contemporáneos, mientras que Perellano
experimenta con sus "esculto-pinturas" y el uso de placas
radiográficas.
Muchos artistas de la generación del cincuenta regresan
del exilio voluntario y se integran a esta vorágine
cultural. Entre ellos, Fernando Peña (n.1928), Ada
Balcácer (n.1930) y Silvano Lora (n.1931). Impresionados
por la nueva situación, Peña y Lora, que trabajaban
con los recursos expresivos del informalismo abstracto europeo,
comenzaron a asumir los lenguajes de la nueva figuración.
Los temas de Peña, pintados con mucha textura y en gran
formato, se centran en el estudio del sincretismo religioso que
practican algunos grupos sociales. Lora, por su parte, desarrolla
un arte políticamente comprometido, y Balcácer -con
un expresionismo muy personal– pinta un mundo que se mueve entre
el mito y la fantasía. Junto a ellos se destaca otro
veterano de los cincuenta, Domingo Liz (n.1931), quien, a la par
de su obra escultórica, desarrolla un trabajo
pictórico y dibujístico de base cubista, donde
denuncia la cotidianidad de los barrios marginales.
Los artistas dominicanos de entonces -de diversas generaciones
y de muy variadas líneas expresivas- se encontraron
inmersos en un contexto socio-político que los hizo
reflexionar sobre la función social que ellos
ejercitaban.
Por estos años, Balcácer y Peña -junto a
otros artistas de su generación y de la nueva
generación de los sesenta- fundan el grupo Proyecta. Grupo
que se propone experimentar con todo el instrumental expresivo
que entonces se dominaba: desde el expresionismo y el
abstraccionismo en todas sus variantes, hasta el collage y
cualquier otra técnica alternativa. No obstante la
búsqueda de nuevos estilos, los temas sociales
predominarán y, con ellos, el expresionismo figurativo y
el uso dramático del color y el empaste.
Algo de esta revuelta política-cultural (sobre todo su
sentido de búsqueda de nuevas formas expresivas) y del
trabajo en equipo, perduró en los años iniciales de
la década del setenta. Una gran mayoría de los
artistas de entonces surgen asociados a grupos como Reflejo
(1971), Atlante (1972) y Grupo 6 (1976).
De esta década destacan las obras de Alberto Bass
(1949), Antonio Guadalupe, Fernando Ureña, Alberto Ulloa,
Dionisio Blanco, Manuel Montilla, Alonso Cuevas, Vicente Pimentel
(n.1947), José García y Freddy Rodríguez.
Entre los figurativos está Bass -el primero en realizar
fotorrealismo en la isla-, Guadalupe, Ureña y Blanco.
Montilla mezcla imágenes oníricas con
símbolos de las culturas prehispánicas antillanas,
mientras que Cuevas pinta grandes cuadros abstractos en los que
incorpora símbolos étnicos. Entre los artistas
abstractos destaca Pimentel, quien hace referencia a los
símbolos de las culturas negras del país.
García y Rodríguez también hacen
abstracción, aunque a veces practican el expresionismo
figurativo con el instrumental del ejercicio abstracto. "Realismo
fantástico, neosurrelismo, abstraccionismo, son las
tendencias pictóricas del momento" (Miller).
Hacia finales de los años setenta se consolida la
democracia en República Dominicana. Hay un crecimiento
industrial y de la inversión privada, un incremento de la
clase media dominicana y por lo tanto del poder adquisitivo de
esta gente. Ello incide sobre la demanda de la obra de arte y
acarrea el boom de las galerías. El mercado
artístico entroniza entonces el "arte" bonito,
fácil, vacío de contenido. Generalmente una pintura
que retoma -muchas veces con poco acierto técnico-
aquellos temas académicos (paisajes, bodegones,
retratos…) que ya no revelan las auténticas
preocupaciones del artista contemporáneo.
Surge un arte disidente de
fuerte agresión visual.
De modo que los años ochenta y noventa serán
testigos de las respuestas artísticas ante el juego de
tensión oferta-demanda, en medio del auge de una
economía basada en el turismo y un mal gusto que se
proyecta desde los medios de comunicación masiva. Surge un
arte disidente de fuerte agresión visual a través
de los más modernos lenguajes plásticos:
"instalaciones, ambientes, esculturas móviles y
penetrables, relieves y esculturas en cerámica van de la
mano con una pintura que aborda la escala mural y con enormes
dibujos y grabados en los que el hombre, formas orgánicas,
religión y erotismo se visten de lenguajes surrealistas,
expresionistas, abstractos e hiperrealistas" (Miller). En fin, se
reivindicaba aquello de que la obra de arte es una
provocación.
De estos últimos años destaca la labor de Carlos
Despradel (n.1951), Belkis Ramírez (n.1957) y Jesús
Desangles (n.1961).
Despradel es el primer ceramista que realiza escultura con
esta técnica, y se interesa por el mundo
mito-simbólico prehispánico dominicano, tema
recurrente en la historia del arte de este país.
Igualmente Desangles retoma el mundo aborigen, que reelabora
mixtizándolo con todos aquellos elementos socio-culturales
que definen el etnos dominicano: las referencias grecolatinas, la
africanía y el espectro de imágenes que a diario
engendra la cultura televisiva. Desde sus instalaciones, la
artista gráfica Ramírez lanza su propuesta
estética: un discurso crítico sobre la
marginación que sufre la mujer latinoamericana.
La arquitectura moderna de
la mano de Nechodoma.
En medio de la exuberancia ecléctica y
neoclásica del panorama arquitectónico dominicano,
común a toda el área, destaca una figura cara a la
arquitectura del país: Antonin Nechodoma (1877-1928),
arquitecto de origen checo, que vivió en su juventud en
los Estados Unidos, y que finalmente se estableció entre
República Dominicana y Puerto Rico.
Nechodoma intenta hallar un vínculo entre las
propuestas funcionales de la arquitectura del norteamericano
Frank Lloyd Wright (1869-1959), y la tradición
vernácula del Caribe. Termina definiendo las premisas de
la arquitectura residencial urbana, con ventanas continuas,
techos volados, integración con la naturaleza, y
cromatismo decorativo para tamizar la luz del trópico. De
modo que sus casas establecen el vínculo entre las
propuestas vernáculas de la región y los lenguajes
del movimiento moderno que hacia finales de los años
treinta toman fuerza.
El movimiento moderno no sólo es conocido por las
publicaciones que circulan en el momento. La llegada de algunos
profesionales vinculados a este movimiento, permite la entrada de
estos nuevos códigos a República Dominicana. Tal es
el caso de los españoles Benitez y Rexach, y del
discípulo de Le Corbusier, Dunoyer de Segozac. Dentro de
la línea del brutalismo lecorbusierano, Segozac
diseña la Basílica de Higüey con
arcos parabólicos de hormigón a la vista.
Será Guillermo González (1900-1968) el principal
animador de este movimiento en la isla, seguido por los
arquitectos Ruiz Castillo y Miguel Hernández.
González, muy apegado a los cánones de Le
Corbusier, ejecutará la casa de los Fiallo y
diversos hoteles para el estado, donde cabe destacar el
Jaragua -1942- y la Hispaniola -1955-. Su
estética racionalista, muy apegada a las referencias
ortodoxas -de volúmenes puros y lienzos blancos-, se
tropicaliza con la presencia de diversos y continuos espacios
interiores o patios, que recuerdan las tradiciones
arquitectónicas locales.
Dentro del criterio de recuperación de valores
vernáculos -traducidos en el uso de tramas que tamizan la
luz, en la búsqueda de los espacios sombreados y en la
articulación de la obra en el paisaje-, vale destacar los
edificios del campus de la Universidad Católica Madre y
Maestra, del arquitecto Pedro J. Borrel.
El proceso de tránsito entre la dictadura de Trujillo y
la democracia -en República Dominica- culmina bien entrada
la década del setenta. En ese lapso, no sólo
concurren cambios de orden económico y social. El nuevo
gobierno democrático inicia una campaña
constructiva, que ya no sigue aquella antigua directriz del
desarrollo urbano. Ya no interesa ese expresionismo estructural,
esa monumentalidad dictatorial simbolizada en aquel
costosísimo conjunto urbano llamado Feria de la Paz y
la Confraternidad del Mundo Libre (1956), que promovió
Leónidas Trujillo. Más interesa, al decir de la
crítica, una arquitectura que busque el prestigio de las
obras correctas y bien construidas.
La obra arquitectónica más importante de este
período, realizada en la década del setenta, es el
Centro Cultural Juan Pablo Duarte. Un espacio
público de uso cultural, construido por comitente estatal
y compuesto por varios edificios. Se caracteriza por la textura
de sus superficies y por las galerías exteriores que
continúan hacia el interior de los bloques. Forman parte
de este conjunto la Biblioteca Nacional, de Danilo A. Caro
-edificio de estilo brutalista-; el Teatro Nacional, de
Teófilo Carbonell; el Museo del Hombre Dominicano,
de José A. Caro -bloque de estilo brutalista-; y la
Galería de Arte Moderno, de J. A.
Miniño -la construcción más creativa del
conjunto-. Definitivamente, "es una obra de prestigio que intenta
recuperar una imagen social positiva de la iniciativa
gubernamental" (Segre).
Destaca también la sede del Banco Central, de
los arquitectos R. Calventi y P. Piña. Es un edificio
bajo, porticado, que se integra perfectamente a una plaza abierta
dotada del necesario mobiliario urbano.
La migración masiva del hombre de campo a la ciudad,
junto al crecimiento industrial y a una política populista
que incrementa las facilidades educacionales, van a la par de un
amplio programa de construcción de viviendas. De entre los
conjuntos, también realizados en los años setenta,
destacan las unidades Anabella I -del arquitecto Rafael
Calventi- y Anacaona I -del arquitecto Eduardo Selman-,
ambas en Santo Domingo. Estos conjuntos se caracterizan por ser
sistemas abiertos de organización urbana, y por la
elaborada composición plástica de los
volúmenes.
Hacia los años ochenta, el historicismo, asumido por
las nuevas estéticas de la arquitectura postmoderna,
altera la forma de los edificios. Dentro de este lenguaje se
encuentra el pabellón del Santo Domingo Country
Club (1984), en Santo Domingo -del arquitecto Plácido
Piña-; los apartamentos de Plaza Galván
(1984), en Santo Domingo, y las residencias
Costatlántica (1985), en Puerto Plata -ambas del
arquitecto Marcelo Albuquerque-. Son obras que hacen referencia a
la arquitectura vernácula local; en el caso del
pabellón antes mencionado, se cita aquella tradicional
arquitectura de madera -el ballom frame-, que estructura
espacios continuos y articulados.
Otras veces se hace alusión -generalmente en las
instalaciones turísticas- a esa arquitectura de madera,
reminiscencia del sistema de cubiertas cónicas de la
prehistoria antillana, que en realidad no tiene ninguna
tradición, que sólo se encuentra en los libros de
"crónicas de Indias", y que deviene en espacio
exótico para un turismo no avisado.
La auténtica arquitectura antillana busca una forma de
construir sus espacios desde el estudio de sus tradiciones
locales, y en su relación con los factores
ecológicos. "Se trata de reinterpretar y madurar, en clave
contemporánea, la articulación espacio
exterior-interior, el vínculo con la naturaleza, la
tamización de la luz tropical, la primacía de los
espacios sociales, atributos que caracterizaron las estructuras
ambientales del período colonial" (Segre). En ese sentido,
vale destacar los logros del arquitecto Oscar Copa en su Casa
de Campo La Romana; instalación turística
excepcional por el uso de los componentes vernáculos:
sucesión de espacios articulados, integración con
el paisaje natural, y uso de materiales locales.
Madrid, 2005.
Autor:
José Ramón Alonso Lorea
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