Los efectos de esas inmunidades, tomadas como garantes de
privilegios y no de responsabilidad, se advierten especialmente en las
ciencias
sociales y las humanidades, aunque nos tememos que
prácticas semejantes existen en todas las áreas de
la Universidad. Quienes estudiaron
sociología o ciencia
política
en los años setenta e incluso en la siguiente
década, recuerdan la insistencia con que muchos profesores
elegían como paradigma al
marxismo,
llegando incluso a negarse a enseñar otras vertientes (al
funcionalismo se
le descartaba como legitimador del establishment, a las matemáticas se les consideraba
instrumentales y en tal sentido ajenas al propósito de
entender, no necesariamente cambiar la realidad). Lo mismo ha
ocurrido largo tiempo en la
enseñanza de la economía, en donde los pobres estudiantes
inscritos en la Facultad de ese nombre tuvieron que llevar, por
varias generaciones, tediosas o repetitivas asignaturas del
Seminario de
El Capital, que
era concebido como uno de los ejes en una carrera que no se
singularizó por producir teóricos del materialismo,
sino simplemente malos o deformados profesionales. En Comunicación, a los alumnos se les ha dicho
durante largo y costoso tiempo que las historietas de Walt Disney
eran el caballo de Troya del imperialismo
incluso cuando los autores de esa superchería ya opinaban
todo lo contrario. En Filosofía, no fueron pocos los profesores
que enseñaban repetitivamente a Heidegger pero
que apenas si recordaban a Platón y
se negaban a detenerse en Spinoza. En Letras, las modas han
definido programas de
estudio por encima del conocimiento
pertinente. Con el pretexto de la libertad de
cátedra, hemos tenido profesores de sociología
agraria empeñados en hablar sólo de las
experiencias comunales en el Valle del Mezquital pero incapaces
de recordar qué decía el artículo 27
constitucional, o catedráticos de sicología social
que recordaban cada semestre las mismas paráfrasis de
Wilhelm Reich sin reparar en otras docenas de autores que antes y
después se ocuparon de los imaginarios colectivos.
Con los ajustes correspondientes, se pueden
hallar ejemplos similares en otras áreas. Quizá
más que coartadas ideológicas, en otros rumbos de
la Universidad los pretextos para la monotonía y el
sectarismo sean, entre varios más, de carácter gremial.
Profesores que machacan el mismo manual un
semestre sí y el otro también, sin renovar ni
actualizar sus conocimientos; planes de estudio que cambian no
porque la ciencia
haya evolucionado ni por necesidades del mercado de
trabajo sino
porque las modas ideológicas y políticas
dictan los ajustes en contenidos y materias; bibliografías anquilosadas
porque a los catedráticos les da flojera, o les resulta
oneroso, enterarse de las novedades editoriales: todas
ésas son expresiones de una manera, por así
decirlo, perversa de confundir, convenencieramente, la tolerancia con la
displicencia.
Costumbre del menor
esfuerzo
Rutinas similares pueden señalarse para los
estudiantes, los trabajadores y las autoridades de la
Universidad. Hay, como en todo, excepciones. Pero tiende a
volverse triste generalidad la costumbre de, con pretexto de la
cobertura que brinda la autonomía y la garantía de
la libertad académica, supeditar las tareas universitarias
a la rutina del menor esfuerzo, cuando es que se hace
algún esfuerzo. No es cantinela chusca, sino sentencia
cínica, aquella que recuerda que en la Universidad los
estudiantes hacen como que estudian, los profesores y los
trabajadores etc., etc.
¿Es intolerante señalar esos
defectos? ¿Resultan, tales deficiencias y vicios, de una
tolerancia mal asumida?
No y quizá sí. Tolerancia no es
contemporizar con todo, porque de ser así en vez de
virtud, resultaría perjuicio. Pero con la cobertura de
valores que
pueden sintetizarse en la divisa de la tolerancia (insistimos,
asumida en sus connotaciones más malévolas) el
quehacer universitario ha llegado a estar determinado, casi
siempre, por una cadena de complicidades, conveniencias y
oportunismos que subordinan a los criterios y metas
académicos.
Tolerancia para la pluralidad y las libertades,
no para la simulación
y el incumplimiento: esa podría ser la divisa de una
actitud
cabalmente universitaria. Pero en la Universidad, como en otros
ámbitos, si bien los valores
esenciales siguen vigentes aunque no siempre se cumplan, lo que
se echa de menos es la falta de reglas suficientes, claras y
funcionales.
No hay academia sin reglas. No hay,
tratándose de la Universidad, tolerancia sin un contexto
académico.
Sin embargo, en la Universidad las reglas del
quehacer académico en ocasiones son soslayadas, o han sido
superadas por nuevas realidades.
En algunas ocasiones, cumplir con las reglas
(sobre todo con aquellas relativas a la calidad del
quehacer y la producción académicas) es visto como
algo fastidioso e incluso, como síntoma de autoritarismo.
En no pocas facultades, un profesor
riguroso para calificar, o que comete la temeridad de pasar
lista, es visto como atrabiliario, o demodée. En otras
circunstancias, las normas que
regulan a la vida de una institución tan grande siguen
siendo rígidamente decimonónicas: sólo desde
una concepción elitista, pero sobre todo jactanciosa,
puede entenderse que la designación de los principales
funcionarios académicos siga estando a cargo de una Junta
de Gobierno que no
explica sus decisiones a nadie, en una Universidad de más
de 300 mil personas. La estructura
universitaria es de lo más desfavorecedora de cualquier
tolerancia.
Legitimación
de la negligencia
Los criterios de la academia, sólo excepcionalmente se
ponen en práctica. A los funcionarios principales, por lo
general no se les designa por méritos en la docencia o
la
investigación, o por su capacidad de liderazgo
académico, sino en virtud de la politiquería (que
no es necesariamente política) que llega a existir en las
élites universitarias. Los profesores e investigadores,
conservan categorías, sueldos y prestaciones
debido a la inercia laboral
más que a la evaluación
periódica de su desempeño. Los estudiantes llegan a aprobar
semestres y carreras enteras a fuerza de
permanecer, lo cual no es sinónimo de saber. Y ni se diga
de una enorme cantidad de trabajadores administrativos, a quienes
no se les exigen mínimos de cumplimiento porque se ha
creado un círculo perverso de presiones y encubrimientos
entre sindicato,
autoridades y empleados.
Nada de esto es novedad. Todo el mundo en la
Universidad sabe que la exigencia académica (con
excepciones, insistimos) es mal vista y hasta considerada de mal
gusto; que los trámites administrativos demoran
eternidades que han de ser dispensadas porque a los trabajadores
les pagan malos sueldos y los funcionarios tienen inagotables
cargas de trabajo; que los estudiantes confían en recibir
un título pero no en aprender a hacer algo útil
–eso vendrá después, capacitándose en el
mercado de trabajo mismo–. Si tales indolencias se mantienen, es
principalmente por esa red de complicidades y
letargos mutuos que articulan al quehacer de la Universidad
(3). Es cierto que no toda la Universidad es así
ni, en esos defectos, resulta excepcional dentro de un
país en parte sometido a las mismas anomalías. Pero
las singularidades que constituyen quienes sí hacen bien
su trabajo y el hecho de que el contexto nacional sea
también de negligencias no disculpa –ni siquiera
explica– a la desidia universitaria.
Tales comportamientos, trascienden biografías e
ideologías. No son privativos de una sola área, ni
de unos cuantos gremios, ni son distintivos de un período
específico en la historia
contemporánea de la Universidad. Detrás de ellos
hay intereses, prácticas, mañas y conveniencias muy
complejos. Junto con todo ello, la ya mencionada
concepción perversa de la tolerancia, ha cumplido una
función
legitimadora de tan agobiadora situación.
Políticamente
agresivo
La tolerancia también se dificulta, o de plano no
existe, cuando la moda, o la
preferencia ideológica, llega a suponer el arrinconamiento
y, si se puede, el aniquilamiento de los puntos de vista
contrarios. En el plano de la política es donde esta
actitud resulta más clara. Muchos jóvenes
universitarios (y otros ya sin la coartada de la edad
adolescente) que se allanaron a la causa del neozapatismo, se
volvieron de pronto partidarios de la violencia
política con un frenesí tan sectario como
irresponsable. Pero no han sido los únicos. Antes y
aún ahora en la Universidad, han estado
presentes militantes de causas de otro signo (priístas,
por ejemplo) igual de intolerantes: dispuestos a descalificar,
como sea, las ideas de quienes no comparten sus preferencias
políticas o sus maneras de ver al país.
Los nuevos usos ideológicos, permean con
gran facilidad al ambiente
académico, abierto a la experimentación y la
originalidad, pero también a la frivolidad y la
extravagancia. Entre nosotros, como en otros países, lo
politically correct define no sólo preferencias
personales, sino líneas de trabajo académico. En
ésos parámetros, es correcto estudiar las
costumbres de los indígenas (y si es en el estado que
ustedes ya saben todavía mejor) pero se ve mal formular
juicios no maniqueos sobre el anterior gobierno. Es apropiado
hablar de la crisis de las
ideologías, pero no sostener que, pese a todo, hay
sistemas de
ideas. Con el mismo espíritu, en épocas no muy
lejanas en un segmento de la Facultad de Arquitectura era
pertinente aprender a construir viviendas en Ciudad Neza pero se
consideraba deleznable aprender a edificar hoteles, o en Medicina se
entendía como apropiado fomentar la atención comunitaria pero no la medicina
general.
La adopción
de esquemas excluyentes para tratar de entender a una realidad
que suele ser compleja, llega a traducirse en el rechazo a
quienes no comparten el dogma, los principios o el
marco de referencia del grupo, la
corriente o el club con excusa académica. Cuando ese
comportamiento
encuentra respaldo en consideraciones de corrección
política, puede derivar en una intolerancia inclusive
militante. El año pasado, el autor de estas líneas
asistió como comentarista de una docena de ponencias a un
congreso internacional sobre asuntos de mujeres y medios de
comunicación, en la Facultad de Psicología. No
reseñaremos aquí las discrepancias conceptuales que
allí se expresaron, sino una de las demostraciones
más enfadosas (o enternecedoras, según se vea) de
intolerancia militante. Cuando, por cortesía, me
dirigí a un auditorio que era fundamentalmente de mujeres
diciéndoles "estimadas damas", una de las asistentes
brincó de su asiento para exigirme que no las llamara
"damas", porque ese vocablo les parecía ofensivo.
Más de una, aplaudió esa moción.
Es decir: cuando no hay códigos comunes
que, a pesar de las diferencias de ideas, permitan conservar un
marco de conceptos compartidos, no hay posibilidad de diálogo.
Más aún, cuando por intolerancia los códigos
se rompen y las palabras más inocuas llegan a significar
lo contrario, es que estamos en problemas
serios para la comunicación y la convivencia,
académica o personal. De
pronto, aprendí que para una estimable dama del mundo
académico ese término, que yo siempre había
entendido como signo de cortesía, resultaba grosero. Es
una anécdota, pero creo que el ejemplo no es
desdeñable.
Universidad
petrificada
La intolerancia no sólo no es ajena, sino que no suele
ser asumida como un antivalor específico, presente y
rampante, en la Universidad. Hubiéramos podido cumplir el
compromiso de colmar estas cuartillas con elogios a la
pluralidad, la nobleza, las libertades y otros seráficos
atributos de nuestra Universidad. Sin embargo, he querido
insistir en que la tolerancia, entendida como coartada, se vuelve
fuente de todo lo contrario en contextos en donde se la confunde
con falta de exigencia mutua. No es que la tolerancia propicie
todos estos defectos en la Universidad. Es pretexto, no causa
directa de ellos.
La intolerancia, entonces, respecto de las
responsabilidades académicas de la Universidad, no se
manifiesta sólo en los momentos singularmente
drásticos. Más aún: si los cerriles abucheos
contra candidatos de un partido político, o las insolente
groserías a funcionarios universitarios son posibles, se
debe a ese contexto de condescendencias compartidas. Tales
manifestaciones de incivilidad y atraso, descalifican a quienes
las promueven.
Lo importante, aquí, es que ésa no
es la única forma de intolerancia que se conoce en la
Universidad. Al lado de los episodios más notorios y
grotescos, existen las intolerancias de todos los días que
no nos eximen de ser rigurosos para señalar, igual que los
atributos, las deficiencias de la Universidad. La mejor manera de
afinar sus recursos intelectuales
e institucionales, para seguir siendo espacio privilegiado de la
tolerancia y la razón, radica en la capacidad de la
Universidad para mirar dentro de sí misma (pero sin que la
"tolerancia" consigo misma inhiba su espíritu
autocrítico). Cuando lo haga, encontrará que con la
excusa de la tolerancia se ha tejido una densa maraña de
intereses y costumbres que la está envolviendo,
petrificándola en prácticas autocomplacientes.
A la tolerancia digna de ese nombre, que es el respeto a las
ideas de otros, se le procura y ejercita en la reflexión,
el intercambio, el debate
auténticamente plurales. Hay muy poco de todo ello, hoy en
día, en nuestra Universidad.
Ciudad Universitaria,
febrero de 1996
(1) Para efectos de este trabajo, al decir Universidad
nos referimos fundamentalmente a la Nacional Autónoma de
México, si
bien muchos de los episodios e incidentes que aquí
relatamos se reproducen, más o menos equivalentemente, en
otras importantes instituciones
públicas de educación
superior.
(2) Iring Fetscher, La tolerancia. Una pequeña
virtud indispensable para la democracia.
Traducción de Nélida Macháin.
Gedisa, Barcelona, 1994. Las definiciones citadas, aparecen en
las páginas 12, 143, 143, 144 y 25, respectivamente.
(3) Hace poco, el autor de estas enojadas líneas
acudió a la Librería Universitaria que tenemos en
C.U. De cinco libros que
elegí, no pude comprar ninguno: tres de ellos no estaban
registrados en el sistema de
cómputo (a pesar de que no eran precisamente novedades) y
en los otros dos, los empleados no sabían calcular (o no
querían) el descuento para profesores. El caso, por
desgracia, no es aislado. La tortuosidad en gran parte de las
áreas en donde los empleados tienen contacto con el
público, es una de las vergüenzas más
injustificables que se mantienen en la Universidad Nacional.
Recientemente también, he constatado el trato indolente y
grosero que se les da a los alumnos de posgrado, muchos de ellos
extranjeros y que acuden a México para encontrarse con que
trámites muy sencillos, que debieran llevar dos o tres
días, tardan semanas, o meses. Podría llenar, sin
exageración, varias docenas de cuartillas, si detallara
por lo menos veinte trámites que me tocó realizar y
en los cuales algún olvido burocrático, la demora
en una firma, la secretaria que llegó tarde, la falta de
papel en la fotocopiadora, la Rosca de Reyes o el teléfono ocupado, significaban retrasos de
días, semanas, meses. Ninguna autoridad,
comenzando por las del posgrado mismo, se ha preocupado por estos
asuntos que causan disgustos notorios todos los días.
¿Quién tiene derecho a hablar de tolerancia, en
tales condiciones?
Autor:
Raúl Trejo Delarbre
servidor.unam.mx
Investigador en el Instituto de Investigaciones
Sociales de la UNAM.
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