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El poeta Juan Ojeda (página 2)



Partes: 1, 2

 

2. Mar
apocalíptico

El mar u océano en la navegación de Ojeda
no es, por eso, ningún mar externo. Ni el de los Sargazos
que hollaron por primera vez con la quilla de sus naves los
descubridores del "Nuevo Mundo" ni el fragoroso Índico,
tan caro a Luis de Camoens, autor dilecto de Juan; ni tampoco se
trata del Océano Pacífico, ante el cual Balboa
dijera, según Juan Gonzalo Rose: "Por esta
porquería te dejé, Teresiña".

Menos puede ser el Mediterráneo que
inspiró a Homero y Virgilio
y que fuera tan añorado por Ovidio al sufrir ignominioso
exilio en el Ponto Euxino. Tampoco, como se podría
suponer, es el mar frente a la bahía de Chimbote, ni su
espectral Isla Blanca, pese a las amanecidas de Juan bajo el
farol titilante de la lancha de pescadores de su familia que
enrumbaba saliendo desde ese puerto, lugar de su
nacimiento.

La masa acuática que evoca es la que en gran
medida determina nuestro destino de peregrinos de este mundo: el
río doliente de la muerte,
antesala del infierno. Su travesía es por el Aqueronte y
sus afluentes: el Cocito, el Flegetonte y la quieta laguna
Estigia, en donde el marinero traspasa las almas hacia el Hades,
reino de Plutón, el más cruel e implacable de los
dioses, hijo de Cronos, el tiempo.

La visión de Juan, como su vida, fue
apocalíptica, situando su oído en la
nervadura, ora aquietada ora bamboleante –siempre
verdosa– de la barca de Caronte, poniendo su tacto en el
remo pulido por tanto castigar a las almas estremecidas de
llanto, y proyectando su gusto a la boca siempre abierta de aquel
esperpento, porque bajo su lengua se
deposita la moneda que pagan los condenados para ser conducidos y
luego echados a la grieta inconmensurable. Juan recurre al
fabulario clásico de la mitología greco–latina para
representar sus intuiciones y conceptos, así como sus
sentimientos y alucinaciones.

Los significados de su poesía
son todos aquellos que pueden estar presentes en el trance que
hay en cruzar de una a otra orilla en esa barca macabra
atiborrada de almas. Y su actitud es
sólo aquella que cabe en esa navegación suprema de
la vida hacia la muerte y su
eterna expiación, con sus olvidos y virtudes, sus banderas
y traiciones, sus elevaciones y derrumbes.

Ahora bien, a veces desaparecen las orillas,
también la barca y su timonel; y es como si se estuviera
pasmado en alta mar, donde no hay paisaje ni historia, ni personajes, ni
sus consecuentes emociones.
Tampoco expectación ni sucesos. ¿Qué ocurre?
Es que nos enfrentamos solos ante el misterio, a la incertidumbre
en la que navegamos, frente al destino desolado, a la ausencia de
Dios y al vacío existencial:

Esa quieta cesación del
sentido…

Acontece como cuando estamos en alta mar, en donde es
muy lejano mi origen e ignoto mi punto de llegada; estoy solo con
el precario mundo que cargo y con el otro que me compone desde
dentro, donde soy un desterrado o un expatriado. Y siento que
únicamente el agua y el
aire me componen
e integran, siendo esos elementos tan impersonales mi
único sustento; no la tierra
estéril y empobrecida, tampoco el fuego que anima y
apasiona; solos el agua y el
viento, que baten o detienen a su arbitrio nuestra nave mientras
los demás elementos contemplan ajenos. Con roles eminentes
y soberanos: son el sol, la lluvia
y la noche que se acrecienta.

De allí que se necesitará unción
del alma para
ingresar al rigor de estos versos, debiendo primero curar y sanar
nuestro espíritu, porque ésta es morada de muertos;
no poesía para la complacencia, ni para adornar el mundo o
solazar la vida. Quizás sí para recomponer la
historia, pero más para meditar y alcanzar una
premonitoria y urgente sabiduría que tanto requerimos en
estos tiempos agraces. Porque lo más estremecedor es lo
que también está escrito en los pergaminos del
infierno: que allí los réprobos ya no ven ni
sienten su daño y
su horror sino que, más bien, se deleitan con su castigo,
que es lo que nos puede estar ocurriendo ahora en esta vida y en
este preciso instante.

Juan, en toda esta alegoría, es el ánima
viva, el ser consciente que ha visto, que sabe, compara y
ausculta. Y que ha vuelto. Y que al final, con su muerte,
testimonia lo que gravemente nos decía. Y, eso sí,
reconociendo que moría más solo y desamparado que
el Dante premunido de poderosos guías: Virgilio y Beatriz.
Juan no tiene báculos ni hombros donde apoyarse; ni nombre
de mujer, o novia
difusa, que pronunciar en los labios. Tampoco una voz de
consuelo, arisca o indulgente, de algún maestro. Y hemos
evocado al Dante porque el capítulo del Infierno, en la
excelsa Divina comedia, es a lo que más se parece la
poesía de este santo o genio demoníaco, trashumante
en los reinos de lo
oculto, que es Juan Ojeda.

3. Ribas
dialécticas

Otro elemento recurrente en la poesía de Juan
Ojeda es la continua referencia a las "ribas" u orillas, el lugar
de donde se parte y adonde se llega, donde termina la tierra y
empieza el mar, y viceversa; símbolo también de ese
desgarramiento y alumbramiento dialéctico que es su
poesía. Ellas no son un mero enunciado, ni un recurso
retórico y menos un simple telón de fondo. Las
"ribas" son, inclusive, más que el puerto atrabiliario y
congestionado, más que el conglomerado citadino y
comercial –elemento estridente de la modernidad y del
mundo de los vivos–. Las "ribas" son el símbolo del
lugar por donde avanza la humanidad doliente que tiene que
traspasar de una a otra orilla.

En ellas el paisaje es neblinoso, como una realidad
difusa que se pierde en las sombras. Porque a ese brillo y fulgor
que  deviene de la luz incierta de
las aguas del Aqueronte, a ese sonido que hace
el golpeteo del oleaje acompasado del río en los flancos
de la barca que transporta a las almas afligidas –que dejan
la vida fugaz por la otra interminable– se proyecta en las
ribas el reflejo de los actos vividos, empañadas como un
telón de fondo pasmado e inescrutable. En las orillas del
río, se divisa el hambre, las enfermedades, los vicios, el
dolor.

Allí la estación siempre es invernal, y es
donde surge –dejando a un lado o superando a Caronte–
el personaje esencial de Juan, que es la humanidad doliente. Sean
los inspiradores –o referentes a partir de quienes se
habla– Mencio, Boecio, Swedenborg, Leopardi, Van Gogh, o la
coetánea Suely Rolnik, todos ellos son puertas abiertas
para sumergirse en el Hombre como
especie, como realidad antropológica y hasta como
entelequia.

Y tiene, siempre al fondo, la niebla como el
típico paisaje de los ríos infernales, porque ella
es el halo natural de lo angustiado, deformado y
esperpéntico. En la niebla se esbozan los seres horrendos,
quienes vuelven a la clemente niebla vuelven para poder soportar
el breve instante de ser contemplados:

Así, para el que despierta, todo es niebla
quieta

Que el viento arrastra entre los
duros cepos.

El lugar del castigo eterno, en la literatura
griega y latina, es el infierno, lóbrego, oscuro y
subterráneo, adonde tenían que ir las almas
después de muertas; lugar de fuego y escarnio en la
doctrina cristiana. Sin embargo, el infierno de Juan es
más tremendo: es la ausencia de sentido, la quiebra de la
racionalidad, el desquiciamiento y, más aún, el
vacío, la uniformidad y el tedio:

Y todo allí será crujiente
abismo

sentirás estremecerse
aullantes esferas rígidas:


impenetrable río
tiempo
inmóvil

pavoroso rostro de lo
hueco.

4. El hombre total y
fatal

En el libro se
indaga por una verdad dentro de lo oscuro, hosco y tenebroso,
válida para el Hombre como conjunto. Hay allí un
primer acto de valor: el
identificarse, comprometerse y responsabilizarse por lo que es
comprender una realidad trascendente para construir una humanidad
verdadera, fundada en el abrazo y la solidaridad.

Ante las preguntas esenciales sus respuestas son tan
demoledoras y funestas que le hicieron perder toda esperanza:
¿Hacia dónde vamos? ¿Cuál es el
destino final del Hombre? ¿Cuáles los signos ocultos
de la condición humana? ¿Cuál el designio de
Dios? ¿Hay Dios?

Fue osado, directo y sin ambages, no tanto en plantearse
tales cuestiones que son más bien las que todos nos
hacemos, sino en lo implacable de las respuestas. Lo peculiar fue
ser riguroso y acendrado en los métodos y
exhaustivo al recurrir a diversos saberes, ciencias y
artes consumadas, religiones y arduas
filosofías para obtener respuestas a tales indagaciones.
Pero esta vez dar pábulo a tales preguntas se espera que
las dé la candorosa poesía que a través de
él las asume por completo. Macizas y agobiantes fueron las
respuestas –por lo infelices y calamitosas–, lo que
constituyó parte fundamental en el motivo de su suicidio.
Preguntas que todos escondemos por comodidad, miedo o impotencia,
por cuyas respuestas Juan indagó acuciosamente. Y
éstas fueron adversas, negativas y horrendas
¿Ocultarlas a sí mismo? ¿Esconderse de
ellas? ¿Manipularlas? ¿Buscar refugio en
algún empleo bien o
mal remunerado? Esta fue una de sus conclusiones:

Todo es pánico, inmóvil
duración.

Su proeza es trascendente porque él asume el
destino del Hombre, pues hacía tiempo que dejó de
hablar como individuo para
hablar como especie representando al género
humano que sobrelleva un destino y determinadas condiciones que
lo enajenan. A través de Juan habla la historia y su verbo
tiene la densidad de
siglos vividos.

Combado de soledad y neutro polvo hurga sus
ojos.

Él es la esencia del estupor de la raza humana.
No del dolor vertical, explicable desde las circunstancias se la
vida sino del horror horizontal, permanente y no enmendable.
Horror ante un proyecto humano y
cósmico que él intuye o conoce deforme y pavoroso,
cual es el rodar del mundo hacia el vacío. Es la
visión terrorífica y espantosa que también
diera en parte el evangelista del Apocalipsis, solo que en el
caso de este último amparado y pretejido en una creencia.
Horror de una catástrofe que se remonta al origen de la
Creación, como un aborto divino
interminable:

donde Nacimiento y Muerte, Putrefacción y
Crecimiento,

son columnas
quebradas

que un ojo perverso contempla
torpemente.

Tal vez somos un don abolido por el
nacimiento.

Las respuestas a sus indagaciones son estremecedoras.
Hay un resultado de espanto, consecuencia del examen que arroja
en sus proyecciones la ciencia,
conclusión y síntesis
de su sabiduría del mundo, que derivan en ser abrumadoras
y lacerantes y ante lo cual ¡qué olvidado,
distraído y banal se siente al Hombre frente a ese sino
fatal que lo marca desde antes
de nacer! ¡Qué indefensas y vulnerables resultan ser
sus condiciones!

Trance de filosofía, poesía, religión y moral, donde
lo superfluo no ingresa y todo lo esencial se hace trizas. Donde
sólo la sombra de nuestro destino permanece, que las almas
en breve rumor de culpa y añoranza logran esconder en el
pavoroso escenario donde todas las imágenes
son abominables y los significados ignominiosos, dichos en
idiomas soterrados, con voces veladas, en instantes que fueron
–pero ya dejaron de ser– supremos.

Nuestro indagar ha concluido
Y
ésta es la sabiduría: nada hay


Que explorar fuera de la fábula…

5. El
descenso y caída

¿De dónde deriva la noción, y hasta
el sentimiento de tragedia, en Juan?: de la convicción de
que estuvimos hechos para ser dioses y hemos rodado a una
condición banal y efímera; expulsados del
paraíso y después perdiendo día a día
inocencia y sabiduría; hasta caer despojados de todas las
virtudes, en el pozo ciego y perverso de la futilidad y,
consecuentemente, en la condena al infierno.

Tierra de los dioses que el hombre
habita,

y bajo el murmullo del tiempo una
muerte segura.

En la proyección del tiempo pasado, presente y
futuro, Ojeda encuentra una línea de descenso, caducidad e
ignominia. He allí la clave de su desencanto, de su
desilusión y consecuente fatalismo.

Y así es como vamos
descendiendo

en la niebla hueca de la vida
humana.

Hay una direccionalidad de descenso y caída.
Desde una infancia hacia
un lugar perdido, desde una plenitud hacia una caducidad, desde
el vientre materno a la fosa sepulcral. Somos ángeles
expulsados y expatriados del reino. Hemos perdido la verdadera
casa, el divino útero materno, la morada imperecedera.
Somos desterrados del paraíso de la inocencia y la
divinidad:

¿Conocerán el tiempo otro? Tal vez
una inocencia oscura

accedería, como
dolorosa llaga, en la raíz de lo vivido,


el tiempo deviniendo bajo inmóvil materia.
Pero nuestra pureza
ya la hemos perdido,

o mora en un dominio de
pavorosos gestos.

Todo ha devenido en muerte, en falso lenguaje y
hasta en gestos impropios. Hay un origen poderoso, sublime y
pletórico, pero la línea que hemos seguido es
nefasta, dejando lo glorioso hemos sucumbido y caducado. La suya
es poesía de la desilusión y la desesperanza por la
esterilidad del mundo. Quizá porque se ha amado tanto…
debido a que se ha esperado mucho… porque cuando se tiene una
idea tan alta y es tan elevado el propósito deviene
profundo el desencanto.

Pero tú yaces oculto o simulas
alejarte

de lo que, en verdad, es tu
único misterio:

en la innoble morada
de la realidad

nutres un sentido más
hondo,

del que ya ha cesado todo vestigio
humano.

Arte de navegar es
–paradójicamente– la elegía de un
naufragio, la rapsodia de una catástrofe. Una desgracia en
vez de un arte, donde todo
es fatal y se avizoran solamente despojos. Permanecen las ruinas
de lo que ha sido casa, palacio y ciudad. La mirada conturbada
desciende a las regiones del  espanto, de los restos
putrefactos, del abandono de Dios.

Los desgarrados, esos que recogen, sin
saberlo,

la pavorosa carencia del mundo y,
transfigurados,

soportan el misterio y
habitan una soledad deforme.

Alguien se burla de nosotros. Hemos sido
engañados. Dios juega con el Hombre. Hay un fraude que no
concluye y ni siquiera es fraude pleno sino esbozo fraudulento, y
todo es mueca y farsa. Y hay quienes no se desilusionan de nada,
porque nada avizoran, nada alumbra sus espíritus, a nada
aspiran.

6. El dios
ausente

La poesía de Juan Ojeda es la construcción de una estructura
ausente. Es el vacío de Dios. Y la enajenación de Dios no es porque
éste sea distante e inasequible sino porque no es habido;
porque al regreso de la anhelante búsqueda la respuesta es
que el lugar que ocupaba está vacío, es hueco y
yace abandonado. Dios ha huido dejando su creación
desamparada:

Sobre la tierra una ausencia de
dioses.

Ha explorado todo, ha sometido todo a un arduo proceso de
verificación. Ha destejido y vuelto a tejer verdades
antiquísimas y nuevas. Es buscador infatigable de bases y
principios.
Pero el resultado es que no hay nada. Todo es pavor, horror y
miseria.

Habitamos el cadáver de un
Dios.

El mundo ha devenido así en un páramo, en
un espacio inerte y sin sentido. No hay nada que produzca
felicidad ni alegría. No hay ninguna razón
valedera, porque nada se mantiene en pie: todas las efigies y las
estatuas han caído corroídas.

Ahora bien, Juan buscó a Dios en la realidad y
entre las cosas. Con unos instrumentos como la racionalidad
enloquecida, la lógica
implacable, la ciencia y
hasta la impotente erudición. No con candor e ingenuidad,
como haría un hombre de fe, atributos éstos que
estaban lejos de ser comprendidos y adoptados por Ojeda. Mucho
menos lo hace con el temblor del amor
fervoroso. Es que quiso hacerlo con libertad
plena, con lo que consideraba infalible y apostando a que el
veredicto constituyera un riesgo
total.

Siempre habla en Arte de navegar de haber encontrado una
verdad secreta y temible. De haber desentrañado un signo
letal en nuestras vidas, de tener una clave que lo hace un
desesperado y hasta un destructivo. Él ha ingresado a un
arcano, a un significado pavoroso:

    Oh, ya hemos
conocido

el tiempo, ya hemos ordenado el
pasado y el futuro

en el hórrido
escombro de un presente irredimible,

y todo
es como nacer desde la tierra muerta,


tiempo muerto entre muertas raíces.

¿Es esta la región verdadera, o te has
confundido?

¿Qué ruidos son
esos? ¿Quién grita?

Respecto a Dios él no tuvo ya dudas, no golpeaba
aún con afán una puerta para que la abrieran,
guardando la ilusión de que adentro haya alguien y la
verdad que buscaba afanosamente. ¡Éste ya no es su
caso! A él no le queda el privilegio de la duda, de la
esperanza por develar. Entró y salió del arcano. Y
su testimonio y verdad  terrible es que allí dentro
no hay nadie.

7. Misterio y
herejía sagrada

La poesía de Juan, pese a que en la superficie es
tersa, en sus significados es simbólica y trabada: no hace
concesiones allanándose al lector. No se inmuta por ser
clara u opaca. Se sabe situada más allá de todo
bien y de todo mal, inalcanzable a cualquier juicio, despercudida
de todo canon, de toda referencia con este mundo. Es una
poesía oscura, intrincada y barroca.

Y en su vida Juan era así: condescendiente y
amable para responder cualquier saludo, pero sabiéndose de
una esfera que no tenía nada que ver con esto que tocamos;
batido y librando una guerra a
muerte en otro plano; con códigos secretos y lenguajes
cifrados, de regreso ya de todo lo previsible.

Poesía, la suya, opaca pero de inefable grandeza,
en los momentos más solemnes de la cual aparece un ave, o
la presencia de un animal libre y salvaje, o de un instrumento
musical intacto, como si se tratase de una aparición
mística, sea un ciervo, una corza, un gamo, un estornino,
un sistro. Se escucha repentino el canto de un tordo o el vuelo
asustadizo e íntimo de un gorrión.

Habrá lectores que se afanen por explicarla o
comprenderla con el sentido de la racionalidad. En tal intento
sin duda habrá mucho que quedará oculto; pero no
hay que desesperar. La poesía es precisamente tal por ser
incógnita y misterio, presencia de lo divino y secreto
aunque, de alguna manera, desbordante y promisorio: éste
es el caso del libro Arte de navegar que sostenemos ungidos, que
arrasa y castiga pero también inviste y ennoblece, si no
por su fondo torturado, sí por la autenticidad y
devoción con que está pergeñado y porque es
el testimonio por el cual se consagró y ofrendó una
vida.

Poesía que sintetiza pensamientos, ciencias,
artes, saberes y filosofías. Poesía ética y
conceptual, herética y a la vez sagrada, con un repertorio
muy grande de imágenes, alucinante en sus lamentaciones;
nada mundana, callejera o desvergonzada; que desaparece de la
superficie de los días para sumergirse en un espacio y
tiempo suprarreales, que nos hunde en su espíritu, en sus
fantasmas y
obsesiones; a veces inhallable, donde no hay estridencia,
banalidad, ni lugar para lo veleidoso ni tampoco para la
piedad.

8.
Poesía provecta y sabia

Juan Ojeda conceptúa el tiempo como una unidad de
contrarios, un movimiento
dialéctico, compuesto de conjunción y
dispersión. Y que en el instante está contenido
aquella esencia y madre que es la eternidad.

Y es desde la eternidad que él asume su canto o
su testimonio y representa aquélla en la vejez, o la
senectud, como corresponde por ser síntesis de vida. A
Juan le atrajo siempre la edad provecta. En sus gestos, en su
talante y en su voz trataba de situarse en esa condición,
siempre con un tono grave y aciago.

Su lenguaje es longevo pero colmado y desbordante, que
prodiga un compendio de la vida. Poesía densa, de edad
eterna, donde se suma a la belleza solemne una recia
sabiduría. Donde las imágenes, con ser soberbias,
resultan pospuestas a la firmeza de los juicios que allí
se ofrecen. Poesía de espacios amplios y tiempo detenido,
donde se las sensaciones son abolidas y solamente se hacen
broncos los conceptos.

¿Cómo puedo hablar del
fruto

Y la semilla, si no conozco los
orígenes?

Tendré que retornar
a las raíces,

Buscando la evidencia,
bajo la confusión;

Llenándome
de siglos y piedras,

Como asiendo los
significados,

Y sus designios, la verdad
perenne.

En su poesía no hay exaltación sino
sapiencia; no hay tanto figuras literarias como reflexiones y
sentencias. No prevalece el ardor o la fruición sino
el
conocimiento. Su belleza es interior y sobrehumana,
imponente, con el rostro adusto y desencajado; y con las manos en
alto y crispadas o piadosamente recogidas. Grafica con
imágenes y metáforas realidades profundas y
verdades supremas. Intuye hacia dónde va la marcha del
universo. Es
un aviso urgente que nos dice que el tren en el que vamos corre
descarrilado y será inevitable que se precipite en el
abismo.

El suicidio de Juan es voz de alerta, un llamado de
atención urgente, una clarinada de alarma:
comprometerse a cambiar el curso de la historia, poner las manos
en el fuego para no seguir siendo cómplices de este
descalabro y de este siniestro.

9.
Bitácora ritual y testamento
profético

Arte de navegar pertenece a la literatura de visiones, en
donde los elementos que se nombran tienen carácter de símbolos, con un significado peculiar y
misterioso, de acuerdo a una estética y a una creencia, a una
religión y a un código
de principios y normas. De
allí su dificultad y su carácter
críptico.

Los escenarios y actores se asemejan a un auto
sacramental, con un lenguaje canónico y epopéyico,
con el acento profético de las obras clásicas de
todos los tiempos. Sus acordes son de trombones, bajos, tubas,
violoncelos y en lo alto o lo profundo una nota sutil de diana.
Música que
se contempla crearse y hundirse en el infinito cósmico y
en el caos inmisericorde, lejos de toda 
cotidianeidad.

Es una obra ritual, como la consagración de una
misa; acto con el cual él justifica su vida y su muerte:
¡himno y expiación!, ¡hosanna y martirio! Es
carta de
navegación y testamento ológrafo; cuaderno de
bitácora y escotilla de perdición. Es códice
de los tiempos antiguos y cometa lanzada al futuro
inexplorado.

Es un canto ceremonial, con la compulsión de una
tabla de salvación y un estigma de fatalidad. De
allí que en ella no haya anécdotas, ni
compasión hacia el lector, porque en verdad la hizo para
sí mismo o para la eternidad. O para Caronte, su
divinidad. Con este libro Juan navega en los ámbitos
siderales: es su nave y sus alas, su carta de presentación
a la potestad con la cual lucha, se enfrenta, se mezcla, se
destruye y con la que al final se redime.

La obra se sitúa al borde del abismo, en el
peligro pleno, en el flanco izquierdo del acantilado desde donde
sólo se cae, ansioso de escuchar su propio grito de
suicida o desafiando a las  verdades trascendentes a
develarse, acerca del origen y el signo que encierra la
creación; dispuesto a arrojarse sin contemplaciones para
auscultar el ojo del misterio a fin de desgarrar sus vestiduras,
decidido a vengarse de la ballena blanca del destino humano que
le ha arrebatado el privilegio del sueño deleitoso y el
despertar complacido.

Sobrecoge la majestad y hasta la violencia de
sus versos y estrofas, más que en el plano formal en el
fondo misterioso e inalcanzable de sí mismos. Es
inconmensurable en la dimensión de su canto, que
además de ritmos, imágenes, emociones y principios
que lo sustentan, muestra el
prodigio y el vacío portentoso que hay en la
creación del mundo y en la existencia humana, y el
designio estremecedor, esperanzado o fatal, que debemos cumplir
en esta hora y deshora supremas.

En Arte de navegar Juan es demiurgo,
profeta, gran maestro y loco a la vez. Es esta obra una proeza
del género humano, donde se contiene todo, hasta la
actitud heroica de morir en el sangrar de sus páginas, en
las que nos da una imagen contrita
del mundo en descalabro; en acordes broncos y acompasados, de
misa de difuntos o de responso fúnebre por sí mismo
y por el Hombre.

Poesía supranatural, de un mundo único,
lejos de las melodías, estilos y temas consabidos, donde
todo es distinto, inusitado y sorprendente en los componentes y
en el conjunto, en los detalles y en la densidad de la trama. Con
la belleza de lo grandioso y monumental.

Ahora que la muerte frota sobre el aire su
cadena.

De estas ruinas que el mar bate oscuramente con su
mano rota.

10.
Testimonio: un libro dentro de otro libro

El rasgo más notable de esta obra es la
impresionante percepción
que se obtiene respecto al complejo y tormentoso proceso interior
de elaboración y expresión que caracterizó a
Ojeda en toda su producción y, particularmente, en
Arte de navegar, en donde se entremezclan en
genial fusión
elementos psicológicos, místicos y
metafísicos; emociones, razones e intuiciones; ilusiones,
pesadillas y furores. Sin embargo, hay un elemento más,
cual es la reminiscencia histórica, que se suma a los
anteriores en el poemario Elogio de los navegantes, libro
autónomo dentro de la obra mayor, y que fuera escrito por
Juan entre los 19 y 21 años.

 Elogio de los navegantes, como lo expresara Juan
en una entrevista, es
el poema introductorio a un ambicioso proyecto de escribir un
canto nacional como la Eneida o Los
Lusíadas
, proyecto que compartimos y nos
propusimos cumplir como producto de
nuestras largas caminatas por las playas de Lurín y
Chilca. Pensamos hacer juntos el libro y nos pusimos a trabajar
en él tomando yo como punto de partida un Acllahuasi
incaico, donde moran, como sombras laceradas y estremecidas
algunas Acllas vejadas que eran testigos de los sucesos pasados,
presentes y futuros. El tema con el que inicié esos cantos
fue el de las guerrillas de la década del sesenta,
avizorando el advenimiento de un mundo nuevo, corolario de la
revolución
socialista.

Resultado de ese trabajo fueron
de parte mía los cantos que después integraron mi
poemario Las Actas. En el caso de Juan es Elogio
de los navegantes, que luego presentó al concurso de los
Cuadernos Trimestrales de Poesía de Trujillo. Por su
adhesión al mundo de la navegación a
él  le atraía la época del
Descubrimiento y la Conquista, de ahí que en el poema
Elogio de los navegantes aparezcan imágenes y evocaciones
de aquellos sucesos históricos, entre muchos otros
aspectos cosmogónicos, como también
travesías y batallas.

Con Elogio de los navegantes Juan inaugura un
léxico distinto, propio e intransferible, nunca escuchado
en el proceso de la poesía peruana; donde las palabras son
marmóreas y dramáticas, bajo el imperio de la
trisílaba, honda y sin concesiones:

Funesto el mar de eternos elementos, morada del
linaje humano:

Oscuras cuevas, huesos de
marsopa, obstinados helechos crecen


Interminables en las ribas–

     Allí el paciente
cuervo ha tiempo

Malicia la
carroña–. Estos son nuestros dominios: los
pedruscos

Resecos, las raíces
podridas y la tierra estéril. Dime:

Se siente, en primer lugar –aún antes de
poder penetrar al fondo de esa superficie– una
impresión arrolladora y contundente, la  de estar
ante una obra grandiosa, sinfónica, absoluta.

En su forma exterior, de largos versículos
ordenados en tercetos, todos parejos e implacables, pareciera que
la superficie del papel naufraga ante la vastedad del mundo que
evoca, de renglones como un tinglado supremo, de ritmos
ásperos, atribulados, inclementes, haciendo un mundo
misterioso de atroz evidencia y de innegable estupor: versos
irrenunciables, de los cuales no podemos huir ni
escapar.

11. Destino
de poeta

Rimbaud, a los 19 años, despreció la
poesía –¡ese rayo fulgurante en que la
había convertido!– después de ese canto
flagrante y abrasador que erigió en su libro Una morada en
el infierno, para  traficar con armas y marfil en
los desiertos de Abisinia y –mezquino y codicioso–
atesorar una porción de oro que
cuidaba desvelado en las candentes arenas. Juan Ojeda, en
cambio,
desprecia el mundo y la existencia y todo lo que hay en ellos de
prodigioso para salvar lo único que justifica con su
propia vida: la poesía.

Con su existencia expuesta Juan sostiene, sustenta y
solventa su pasión y su razón poética.
Impertérrito, sin dar ninguna explicación, levanta
la arquitectura
de su obra sin permitirse una digresión, una debilidad de
postura, un gesto de cansancio, de hastío o de flaqueza. Y
nos enseña a asumirla sin ceder posiciones, sin seguir las
modas de la época y sin reemplazarla por ningún
empleo. Juan nunca se empleó en nada, salvo su
consagración a la poesía.

Conocía la tradición poética de
manera completa y acendrada. Nadie como él para dominar
más poesía y filosofía de todas las
épocas, espacios y culturas. Para leer agotadoramente en
varias lenguas. Y estudiar con igual pasión libros de arte
como de ciencias. En ese bagaje, dos poetas peruanos fueron
leídos e incorporados plenamente a su universo:
César Vallejo y Martín Adán.
¡Cómo no!, frecuentaban nuestra charla Eguren y
César Moro. Sin embargo, su poesía se presenta
distinta, original y única, sin vínculo alguno
–¡en absoluto!– con la moda callejera de
la época.

Con una fuerza y
decisión invencibles perseguía hacer gran
poesía, de contundencia y plenitud. Todos quienes lo
conocieron siquiera en parte y, más aún, quienes lo
leyeron de una u otra manera, se expresan de él
invariablemente con una frase: "¡Gran poeta!". ¿Por
qué lo dicen? De manera implícita por las
siguientes razones: 1). Por la esencialidad de su espíritu
y por el fondo, la autenticidad y la verdad de su postura frente
al mundo. 2). Por su lenguaje único e inconfundible,
creando un universo genuino e insospechado. 3). Porque abre
caminos nuevos.

Su poesía es culta, de vocablos y conceptos
eruditos, que se engarzan y tuercen obsesionados. También,
y en buena medida, es abusiva con el lector, de ritmos inusuales,
con un léxico docto pero a la vez con formas que
sólo la plena libertad osa emprender y asumir, donde se
adjetiva con términos que parecen extraídos de un
diccionario
culminante de la aflicción, del mundo apesadumbrado y del
horror. En gran medida porque ése es su signo y su
elección irrevocable.

Poemas tal cual es la vida, que contienen todas las
preguntas y, como la vida, oculta todas las respuestas a todos
los interrogantes esenciales. Poemas
sombríos, espeluznantes, bajo el designio de algo que no
nos corresponde cuestionar, ni siquiera interrogar; pero que
reconocemos como inevitables en el sentido que siquiera uno en el
mundo tenía que formularlos y pugnara por obtener
respuestas, aunque sucumbiera ante ellas.

Poesía del alma, que ingresa al mundo
íntimo y raigal de la condición singular que tiene
el Hombre, donde hay un paisaje de fondo adusto y lato: unas
ribas, una arcada y una fuente; una edificación antigua y
el mar insomne, de lenguaje y talante oceánicos,
insondable. Poesía de vocablos densos, con herrumbre de
siglos y en vigilia constante, como de arrancadas y destejidas
lonas de mástiles expuestos al misterio, con el idioma del
mar ciego y compasivo, que tiene el ritmo del oleaje golpeando
las rocas y muriendo
en playas ignotas, pensándose y amándose a
sí misma.

Al leer los poemas de Juan nos vamos formulando una
pregunta sencilla: ¿Hay, en el contexto de la
poesía actual, poesía de la calidad, de la
magnitud, de la profundidad y de la estatura de la poesía
de Juan? Entonces, ¿por qué el rezagamiento, la
marginalidad,
el anquilosamiento en que se le tuvo y se le tiene?

12. Itinerario
de una locura

El proceso y el estilo de elaboración y
expresión de Arte de navegar refleja inexorablemente la
compleja dinámica del proceso creador de parte de su
autor, en donde se evidencia la tormentosa interacción entre los ámbitos de lo
afectivo, lo racional y la energía vital, elementos todos
en pugna; del medio
ambiente, el contexto histórico y el azar jugando el
rol de implacables compositores y directores de orquesta que al
mismo tiempo que ejecutar la partitura la van destruyendo, que al
mismo tiempo que edificar la obra maestra la van dinamitando, tan
es así que quizá con el mismo derecho a titularse
como se titula, más propia y honestamente debería
llamarse "Arte de naufragar"… como que fue, real y
magistralmente a la vez el preludio y el réquiem (y auto
responso) perfectos para el suicidio de Juan, como realmente
aconteció.

Y así como hay testimonios innegables de la
genialidad de su autor –con aciertos que hemos tratado de
señalar en estas páginas–, es doloroso
comprobar también que hay pruebas de la
pérdida del sentido, del vértigo y desquiciamiento
de que fue siendo víctima cada día. Y la
razón es que fue un hombre que se consustanció
hasta arder, consumirse y explosionar con la poesía, con
la que sostenía una relación ígnea, que no
podía ser sino fuego al rojo vivo, incendio
inabarcable.

Él todo lo miraba a través de esas llamas
u hogueras que alzaba con un delirio implacable. La poesía
fue su  destino, su martirio y su inmolación,
habitando en ella como en su propia casa, al punto que en su obra
hay momentos en que se burla del lector, en que es caprichoso y
hasta nos hace perdernos en su laberinto. Hay otros instantes en
que se le siente pedante, soberbio y autosuficiente:

Eternidad exacta para armar un
pito.

En otros momentos cambia de ritmo, golpea con algo
insólito, como cuando tiraba la bandeja de escabeches a la
mesa donde conversaban sus amigos; ensayando un paso inusitado
queriendo sorprender. Otras veces quiere ostentar y hasta rompe
las patas de la silla en que el lector revisa anonadado sus
versos, destrozando bruscamente –para el efecto– un
esquema rítmico.

Hay, en Arte de navegar, así como
poemas de un sentido acrisolado y potente, otros sin sentido. O,
más aún, poemas sintomáticos de un
desequilibrio, incoherentes e insensatos: pura acumulación
sin lógica, como cuando un demente junta latas, cartones,
retazos de tela, vestigios del mundo, e intenta –jugando a
solas– hacernos perder la paciencia, prueba de la
turbación y del  horror en que ya ha caído, y
es que:

Es un hombre hastiado de soportar el
mundo.

Hay poemas que dan círculos concéntricos,
repetitivos, pavorosos por el mareo, la oquedad y la
sensación de derrumbamiento que producen. Lo que de
allí se recoge es sensorialmente apabullante y absurdo. El
libro, en cierto momento, es el propio infierno de Juan. La
tierra monda, arrasada y yerma que él tanto invoca.
¡Y atrozmente quieta! ¡Es el hastío! El
paisaje de ruinas, neblinoso y desértico, con la sequedad
donde la respiración es dura y a la vez agitada.
Polvo derruido, síntesis de ruinas; estableciendo la
relación con el mar que lo obsede, de esta
manera:

Quien se ahoga en un océano

se despierta en un desierto.

Juan va nombrando los asuntos con indolencia y desidia,
como si ya nada le importara. Dice en "Portrait of a Blind
Poet":

En el lucro de la umbría
–venático río de oro:


Nave sin ojos, oh Noche, diamante signado al
origen–

Ebrios labios de
pórfido en una estatua inútil,


Crecer fardos de liquen plateado: bruma
insigne.

Y del reposo que, tremante, calcina al
Abismo–

Inerte fuego, los
designios– canta el polvo hirsuto.


Descanso terrenal, huesos hurgados por el
Tiempo;

Párpados sin retorno,
ardidos, numerosa joya de mundo

¿Qué alegría horada
insensiblemente ojos desnudos?


¿Qué brillo eleve, ahora cóncavo, el
festín horrendo?

Sólo
hastío de mármol fatiga, coronado, vano
Ritual

Donde patio sonoro –mediodía
negro– ofende el júbilo,

Tras
fronda de neblí. Ojos de oro de un pliego
azul;

Sacra ceniza, árido en ebrio
abismo, el mago pútrido.

Y en "Confesión de Mencio", y en otros poemas, se
repiten como en una máquina demente verso tras verso, como
si fuesen los barrotes de una cárcel inicua, estos
sones:

Y se asemejan al parloteo de un
enajenado.

La vida es como un secreto que
al aparecer

Fluye indistinto en ruidos y
silencios.

Obcecación del
espíritu pudriéndose hacia
adentro

Lamentaciones que ahora escuchas
disipándose

Lamentaciones en medio
de un cuarto cerrado

Gritos pétreos
retumbando en una mente sellada.

Ya sin
nadie que remueva un rastro en la vida

La
repercusión de sonidos emitidos por
nadie

El camino de las palabras que nada
nombran

Y se asemejan al parloteo de un
enajenado.

La vida es como un secreto que
al aparecer

Fluye indistinto en ritmos y
silencios.

Obcecación del
espíritu muriéndose hacia adentro


Pensamientos en medio de un cuarto cerrado

Gritos muertos retumbando en una mente
estropeada.

La vida es como el parloteo de
un enajenado

El camino de las palabras que
nada nombran

Pensamientos en medio de una
mente estropeada

Obcecación del
espíritu…

¡Tú, Arthur Rimbaud, no estás
eximido de culpa de esta catástrofe! ¡Tanto
habíamos repetido este fragmento tuyo!:

El poeta se hace vidente por medio de un largo,
inmenso y razonado desorden de todos los sentidos.
Busca todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura;
exprime en él todos sus venenos, para no guardar sino su
quintaesencia. Inefable tortura, en que necesita toda la fe,
toda la fuerza sobrehumana en que se vuelve entre todos el gran
doliente, el gran criminal, el gran maldito…
Imagínense un hombre injertándose y
cultivándose verrugas en la cara. Digo que es preciso
ser vidente, hacerse vidente.

El libro mismo, en su proceso como escritura, es
la quiebra de sentido, es el absurdo y el caos, en donde el lenguaje
deja de tener cuerpo orgánico y se torna delirio; deja lo
que salva y redime y –quizá como en la mente de
Juan–sólo se vuelve conflagración y abismo de
las cosas, de los seres, y al final el vacío. En él
se confronta al lector con la atroz ruptura, con el mundo cayendo
en la aberración y la quimera.

Arte de navegar es, también, el
itinerario de una locura, siempre con majestad y tragicismo, como
la de Friedrich Nietzsche, y
también con vehemencia y conmiseración, como la de
Vicent Van Gogh.

13. Hacia los
montes fértiles

Ya para finalizar quiero celebrar el hecho muy
significativo de haber sido jóvenes estudiantes de la
Universidad
Nacional Mayor de San Marcos quienes han mantenido siempre viva y
presente su memoria, pues al
final fue el claustro de esa Universidad el lar que lo cobijara
–¡que nos cobijara!– y fueron sus aulas,
corredores y patios, ¡y el soplo del espíritu que en
ellos mora!, aquello que alentó su gran
poesía.

Fue, además, el San Marcos de la década
del 60, que enalteció la bandera del pueblo, del
Perú irredento, de la aspiración de un orden social
con justicia y
dignidad, el
que le dio siquiera un grumo de esperanzas –¡todo lo
que su alma podía soportar!–. En San Marcos inicia
su vida y su obra poética y horas antes de morir estuvo en
su campus. En realidad, desde San Marcos enrumbó hacia la
esquina fatídica de la cuadra 23 de la Av. Arequipa en
donde se inmolara, una madrugada neblinosa y
estupefacta.

Y, de otro lado, el hecho también significativo
de que hayan sido estudiantes de la Pontificia Universidad
Católica del Perú quienes impulsaran la edición
de su obra póstuma, Arte de navegar, hecho
que nos testimonia en concreto una
clave de la trascendencia de su obra, que hace esta
parábola de unión y enlace entre las dos
principales casas de estudios superiores y de consagración
al espíritu en nuestro país y arco tendido
también con la vida que renace en el corazón de
la juventud que
discierne entre lo estéril y lo vivo, reivindicando para
la cultura humana
la trayectoria y el mensaje de Juan Ojeda.

En homenaje a todo ello pongo el ramo de rosas que
llevábamos con Juan ¡a no sabemos quién! en
el cementerio de Surco, donde gustábamos pasear. A esos
esfuerzos generosos me adhiero, entregando este modesto y
fervoroso aporte espiritual, con mi emoción atribulada por
la añoranza.

Y así como Juan era candoroso en el amor
–pues le hacía vibrar el amor núbil, ingenuo
y virginal–, así creo que son las alas de la
esperanza que él avizorara como rasgo final de su obra
memorable, hecho que se grafica en el orden que ocupa en la obra
el poema "Elogio de la Infancia". En esto Ojeda quiso seguir la
pauta del Dante, quien inicia la Divina Comedia con el Infierno y
concluye con la redención y la aspiración de una
vita nuova, que en el caso de Juan es representada por la
infancia de una nueva humanidad.

"Elogio de la Infancia" es, en el fondo, un poema de fe,
de promisión, y un llamado a la acción
revolucionaria, a que busquemos las raíces del bien y
fundemos una nueva tierra y una nueva historia: la tierra del
anhelo, la infancia del mundo, el día en que desayunemos
todos, la morada del bien a la que todos estamos
convocados:

¡Oh infancia de futuros siglos, ya se
escucha

la humana muchedumbre, se
insinúan

los tiempos de un orden
nuevo!

Porque la tierra, niño, te
cobijará

en sus dones eternos,
porque ya se avecina

la edad de una
historia fecunda: mira, mira estas ruinas.


Luego caminemos hacia los montes
fértiles!

Fuente:

Instituto del Libro y la Lectura del
Perú

 

Danilo Sánchez Lihón

Partes: 1, 2
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