¿Afila la inventiva la ausencia
de libertades? ¿Estimula la capacidad creadora vivir en un
régimen de dictadura?
Así se ha sugerido, con frecuencia, a modo de
ironía o paradoja. Y ejemplos no faltan. El más
próximo, para nosotros, es el que nos ofrece el
franquismo. En el curso de los años sesenta y setenta hubo
en España
un despliegue literario sólo comparable -con ventaja- al
de los años veinte y treinta, especialmente en el terreno
de la novela.
Distinto es el caso de la Rusia
soviética, donde la creación literaria fue
aplastada pero nunca anulada del todo, y el de la Alemania nazi,
que generó una gran literatura en el exilio,
obra tanto de escritores alemanes como de judíos
que escribían en diversos idiomas. Sin embargo, no
tendría sentido afirmar que Franco, Stalin o Hitler
favorecieron una creación literaria que si se desarrollaba
era pese a la situación de tiranía existente, no
gracias a ella.
(Luis Goytisolo
Mercado y creación literaria. El País,
sábado 7 de julio de 2001).
La idea del culto al genio está ligada al
Romanticismo y
al antiguo Régimen, cuando se consideraba a los hombres
definidos por su nacimiento noble
(darwinisticamente recogido por Galton y la genética
del talento hereditario) o plebeyo. Posteriormente la Revolución
francesa rehabilitó el concepto de
trabajo y con
éste sucumbió la idea del genio. Pero
quedaría una distinción que hacer dadas las
connotaciones que adquiriría el trabajo en
cuanto trabajo asalariado, en la mentalidad burguesa, la
distinción entre el trabajo libre y el trabajo esclavo.
Buena parte de lo que se considera como lo más excelso
de la cultura ha
sido fruto del trabajo libre, conseguido mediante el ocio que
proporcionaba en el nuevo régimen rechazar la
esclavización asalariada para, aún a consta de
la pobreza,
trabajar en libertad en la
realización de la propia obra.
Al mito hegeliano
del rendimiento de lo negativo pertenecen no pocas
mistificaciones y creencias erróneas entorno al genio o
individuo de
talento excepcional. Resulta frecuente el decir que gracias a la
pobreza
material, a la enfermedad, a la locura, al alcoholismo o
a la
drogadicción, semejantes seres fueron capaces de ir
más allá que los demás. Sorprende que una
banalización de Hegel, de quien
insistió en que todo se adquiere con trabajo y en que no
hay saltos en el desarrollo
mediato de cualquier cualidad (negando la capacidad de alcanzar
lo absoluto a todo procedimiento que
lo intentase de inmediato); sorprende que una banalización
semejante, resumida por el adagio popular en el no hay
mal que por bien no venga, haya cobrado tan gran
difusión.
La mayoría de las sociedades han
rendido culto, venerado y respetado, más a los sacerdotes
y a los políticos o guerreros, que a los grandes
científicos, poetas y artistas. Cuando los miembros
más preclaros de las generaciones siguientes se dan cuenta
de que Dante, el Marqués de Sade, Galileo o Fray Luis de
León, pasaron por la cárcel, que Sócrates,
Savonarola o Giordano Bruno fueron condenados a muerte, que
Modigliani, Cervantes o
Marx, vivieron
en la mayor penuria y con la mayor escasez, que
Billie Holliday vivió entre el hambre y el racismo, que
Rousseau tuvo
que ganarse la vida como copista de música y Spinoza como
pulidor de lentes; sufren un complejo de culpabilidad
que, en lugar de llevarlos a ensalzar, cuidar, proteger y
venerar, a los genios de su época, esto es, en lugar de
evitar que José Agustín Goytisolo (presuntamente)
se arroje por la ventana, les lleva hacia la convicción de
que las calamidades tuvieron algún sentido, de que gracias
a la penuria y a la incomprensión un hombre es
capaz de crear. Los burgueses de la actualidad llegan a pensar
que la tortura es inspiradora de las musas, que la ignorancia y
la indiferencia ante la obra es lo que hace grande a un artista,
de ese modo justifican su mediocridad al pensar que su vida llena
de comodidades les ha impedido llegar a tener talento creativo.
No se dan cuenta de que son ellos y su sociedad los
que hacen que quien no se someta pague un alto precio por su
libertad.
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