El cuerpo del sujeto contemporáneo se ha
convertido en mercancía y, como tal, ha quedado sometido a
la lógica
del mercado. El
valor de la
imagen
corporal se ha ido acentuando al amparo del
modelo visual
generado por las tecnologías de la imagen. Este prototipo
de belleza hegemónico es el signo del individuo en
la sociedad
occidental, el cuerpo de la ingeniería
genética y de la cirugía estética.
Afín a la vertiginosidad de los cambios, no es
casual en la posmodernidad
la imposición del artificio en materia
estética: la cirugía es el procedimiento
más veloz para alcanzar la
metamorfosis corporal. Pero el canon de belleza física está
más cerca del mutante de laboratorio:
exceso, desmesura, trazos gruesos, estos rasgos agitan en el
imaginario social el instinto irrefrenable del deseo
insatisfecho. El cuerpo se ha liberado de las cadenas del
alma, pero ha
perdido la batalla a manos del mercado.
En la sociedad de consumo actual
asistimos a una nueva lógica que plantea una doble
inversión: mientras los objetos se
humanizan —y, en muchos casos, se divinizan— el
individuo contemporáneo deviene mercancía.
Su cuerpo, desacralizado y desidealizado, ha adquirido un nuevo
valor en el imperativo social: se ha convertido en una cosa
más, en un utensilio, un objeto sometido a las propias
leyes del
mercado. Y, como tal, está en condiciones de ser vendido,
explotado, manipulado, derrochado, remodelado o refaccionado, de
acuerdo a las pautas que regulan los deseos y los dictados de la
cultura. El
sujeto contemporáneo ha exiliado su instinto para
quedar en manos de un deseo que lo conduce, lo orienta y
lo organiza. Pero ese deseo carece de autonomía,
está de alguna manera impulsado y condicionado por la
lógica del mercado, que impone sus propios
parámetros y criterios de valor.
Ese mercado ha instalado en la sociedad occidental
estándares de consumo, que rigen y movilizan los deseos
circulantes. El mercado unifica —dice Beatriz Sarlo—,
selecciona y, además, produce la ilusión de la
diferencia a través de los sentidos
extramercantiles que toman los objetos que se obtienen por el
intercambio mercantil. Por lo tanto, las identidades han
estallado. "Dicen que EUA es un país donde todos usan la
misma ropa, comen en los mismos restaurantes y manejan las mismas
camionetas (…). La mentalidad de ‘hagamos todos lo
mismo’ llegó a niveles alarmantes (…). El
‘look de línea de montaje’
terminó alterando la noción de identidad
personal".1
En estas sociedades
opulentas, el consumo es liberador. Se trata de una vana
ilusión, pero bien vale para reemplazar la
trascendencia perdida. "Cuando ni la religión, ni las
ideologías, ni la política, ni los
viejos lazos de comunidad pueden
ofrecer una base de identificación ni un fundamento
suficiente a los valores,
allí está el mercado, que nos proporciona algo para
reemplazar a los dioses desaparecidos".2
El cuerpo, en las sociedades occidentales, es el signo
del individuo, el lugar de su distinción, de su
diferencia. Pero si las identidades se han disuelto, ha sido
porque ese cuerpo se ha convertido en mercancía para
quedar sometido a la lógica del mercado. Es el cuerpo de
la ingeniería genética y
de la cirugía estética. "Lugar privilegiado del
bienestar (la forma), del buen parecer (el body-building,
cosméticos, productos
dietéticos), pasión por el esfuerzo
(maratón, jogging, windsurf) o por el riesgo
(andinismo, etc.). La preocupación por el cuerpo es un
inductor incansable de imaginario y de
prácticas",3
todas ellas orientadas por la lógica mercantil.
Antaño, ese cuerpo estaba asociado más a los
valores
comportamentales, era concebido como un medio y no como un fin, y
servía para enfatizar la belleza espiritual, por lo tanto,
era una realidad relativamente irrelevante, coyuntural, estática.
Como canon estético, la iconografía cristiana ha
presentado tradicionalmente a los espíritus buenos como
bellos, y a los malos como feos. En ese sentido, las
civilizaciones con religiones iconoclastas
(como la musulmana) han conferido menos importancia a la imagen
corporal, por lo que hoy presentan menos disfunciones
relacionadas con el culto al cuerpo que las de tradiciones
cristianas. Pero fue en el siglo XX y con el desarrollo de
los medios que la
publicidad
comenzó a democratizar la belleza corporal, como antes
había hecho la religión con la belleza moral o
espiritual. La belleza física comenzó a presentarse
no ya como un medio, sino como uno de los fines de la
realización personal.4
Una de las paradojas de nuestra época es la idea
de la liberación del cuerpo: alejado del imperativo
moral, ha sido despojado de las cadenas del alma, el orden y la
armonía que rigieron los cánones de la
antigüedad. Pero esa liberación ha resultado ser una
entelequia impulsada por las fuerzas del mercado, cuya
lógica considera al cuerpo un valor signo en el que
poder
"invertir narcisísticamente", como afirma Baudrillard.
"Somos libres", sostiene Beatriz Sarlo. "Cada vez seremos
más libres para diseñar nuestro cuerpo: hoy la
cirugía, mañana la genética, vuelven o
volverán reales todos los sueños (…) Somos
libremente soñados por las tapas de las revistas, los
afiches, la publicidad, la moda. La cultura
nos sueña como un cosido de retazos". Si existe un cuerpo
liberado que encuadra en aquella lógica es el
cuerpo ideal, el cuerpo joven y hermoso, sin ningún
problema físico. Ese cuerpo ideal, el que no sufre, no
siente, no envejece ni muere es, en definitiva, el
artificialmente natural: aquel en el que se invierte. Para eso,
se ha creado la necesidad de purificar, aseptizar, estirar,
decolorar, vale decir, culturizar el organismo en estado bruto.
La lógica del mercado, en definitiva, obliga a construir
un organismo adulterado, descafeinado y desnatado o, como
decía Paul Virilio, un telecuerpo que permita no
ser, sino aparecer más
guapos.5
En los últimos años, miles de mujeres
japonesas se han operado los ojos para parecerse a las
occidentales, prueba de la pérdida de la identidad
a manos de la conversión del individuo en objeto, sometido
a leyes mercantilistas. Deseo, liberación, ilusión:
no puede hablarse de libertad
cuando se le permite a uno hacer lo que desea, pero se le lleva a
desear lo que interesa que desee.6
En ese sentido, sólo habrá
liberación del cuerpo cuando haya desaparecido la
preocupación por él.7
Lo cual parece una utopía en una sociedad en la que
sólo lo que se observa lleva implícito algún
grado de relevancia.
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