En los medios masivos
todo lo real se muestra de una
manera contundente, sin sutilezas; se impone bajo una mirada
despiadada, se lo significa a la fuerza. Existe
una crudeza exacerbada, una hiperrealidad, que es casi una
violencia
morbosa y obscena en el tratamiento de los acontecimientos, o del
espectáculo que estos consiguen generar.
Las imágenes
televisivas muestran redundantemente una serie de episodios de
violencia que se suceden en el recinto de la Cámara de
diputados de la Nación:
los representantes del pueblo pierden su compostura, en un
sucedáneo de escenas en las que imperan la lógica
de un caos contundente y el realismo de
unas imágenes crudas: insultos, corridas, golpes de
puño, amenazas cruzadas, toda la batahola está
allí, en vivo y en directo, frente a la pantalla,
transcurriendo una y otra vez. Banquete periodístico,
donde sobran las palabras de anclaje; espectáculo
que deleita al espectador, y atrapa su mirada como un redoblante
magnético.
Otras imágenes muestran en vivo a una mujer saltando
desde su apartamento en llamas, a un escuadrón de la muerte
asesinando a un niño en Río de Janeiro, a un
grupo de
policías neoyorquinos moliendo a palos a un ciudadano
negro; escenas de violenta represión a manifestantes
aparecen en los medios con siniestra cotidianeidad, un signo de
los tiempos que corren. La repetición incansable de esas
escenas se suceden, en una redundancia explícita y
morbosa que sirve de espectáculo más que de
disparador catártico.
En un talk show, una pareja confrontada decide
exponer sus infidencias y confesiones, mostrar sus puntos
oscuros, sacar sus ‘trapitos al sol’, a través
de acusaciones mutuas, de denuncias de infidelidades, violaciones
y perjuicios a terceros. La cámara de TV muestra,
regocijada, el punto más alto de discusión,
el cruce de sospechas, de golpes bajos, de ataques y bajezas
sostenidos mutuamente, más allá de si su discurso
resulta torpemente inverosímil.
Dos cuerpos tienen sexo: la
cámara se acerca y se aleja, se pasea alucinante
de detalles, los muestra con precisión en
primerísimo plano, se regodea con la absoluta proximidad,
bajo una luz demasiado
cruda, excesivamente verdadera.
Es un hecho hoy que la realidad –toda la
realidad- atraviesa los medios masivos: ellos, en verdad, la
recrean, la tamizan y hasta la producen. Respecto de esto, el
semiólogo italiano Umberto Eco postuló -en su
ensayo "Las
estrategias de la
Ilusión"- que la
televisión había pasado de ser "vehículo
de hechos" a vehículo "para la producción de hechos", de "espejo de la
realidad a productora de realidad".
Y todo lo real se muestra de una manera
contundente, sin sutilezas; se impone bajo una mirada despiadada,
se lo significa a la fuerza. Existe una crudeza exacerbada, una
hiperrealidad, que es casi una violencia morbosa y obscena
en el tratamiento de los acontecimientos, o del
espectáculo que estos consiguen generar.
Es la lógica de la evidencia, la prueba
irrefutable de que la realidad –al menos, la que
crean y recrean los medios- está allí, frente al
espectador; la contundencia de la imagen que hace
innecesaria toda palabra, toda explicación, todo
razonamiento. "El mejor comentario verbal sobre una crueldad es
impotente frente a la imagen visual, rica en detalles, del mismo
hecho"[1].
¿Qué hacer ante la evidencia de la prueba
‘condenatoria’, ante la cual el espectador queda
mudo, atónito, sin reacción? Pongamos por caso: se
ha producido un robo en un comercio que
cuenta con el dispositivo de cámara oculta para filmar
todo lo que allí ocurre; en el vídeo, se percibe
claramente el rostro y el ‘modus operandi’ de los
delincuentes: ¿cómo no rendirse ante esa
lógica, ante esa contundencia arrolladora? La prueba
vale más que mil argumentos. Cuando se impone la
evidencia, el espectador queda impertérrito,
anonadado, extasiado (de éxtasis: cualidad
propia de todo cuerpo que gira sobre sí mismo hasta la
pérdida de sentido, y que resplandece en su forma pura
vacía).
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