3 La
lucha por la domesticidad
Casi todas las religiones —y, por
supuesto, las filosofías— han intentado hacer lo
mismo: desviar, en su propio beneficio, en favor de la comunidad, en
nombre de la reconciliación, la faz nocturna y
bárbara de lo divino. Este empeño desemboca,
habitualmente, en una traición y en un olvido. La
alteridad de la que emerge todo sueño de unidad y de
identidad es
—al menos en la imaginación— completamente
borrada. Es en virtud de ello que tanto la religión como la
filosofía —es decir: la política— han
procurado someter al arte a su
designio común: a saber, domesticar a la
bestia.
Hacer de lo Otro una figura de lo Mismo. O, lo que
resulta exactamente igual: matar a la
muerte.
Domar al animal que somos. ¿Sirve el arte
para semejante empresa? Es
indudable que lo ha hecho; mas, ¿en ello agota su poder?
¿En qué cabría entonces distinguirlo de la
técnica — o de la política? Ciertamente, es
difícil concebir el arte al margen —o en
contra— de sus usos. Pero, de acuerdo con lo que
hasta aquí hemos podido advertir, tampoco será
fácil reducirlo al nivel de un refinamiento, un
divertimento o una consolación. Todo lo contrario (y
justamente por ello ha de asignársele esa función
derivada, subsidiaria, superflua): el arte —siendo su
cúspide— arranca a la cultura todas
sus certidumbres y falsas seguridades, devolviéndola a
lo incomunicable. En su altura máxima, en su lado
extremo, la cultura se enfrenta a todo aquello que la
contradice y destituye. La obra de arte nos expone a la
extrañeza radical del mundo — y nos proporciona una
—siempre momentánea— morada. El arte, en
palabras de André Malraux —y ello a pesar de que su
lugar "propio" ha llegado a ser el Museo— es un
"antidestino".
Nietzsche ha intuido en el arte griego esa interminable
danza del
fuego y la distancia. Pues el arte no sólo es el deseo de
hacer ver o dar a oír, sino también
la pulsión simétrica de apartar de la vista
y fraguar el silencio. El arte "primitivo" no tiene
absolutamente nada de "balbuciente". Nietzsche no
es Hegel — a
pesar de que El nacimiento de la tragedia parodie con
peculiar torpeza su juego
dialéctico. Lo primitivo del arte es la fuerza, y si
es arte, siempre será esencialmente primitivo.
Bástenos pensar en Cézanne, en Matisse, en Picasso
— o en Strawinsky. Bástenos pensar en el propio
Nietzsche, en esa su irrupción en medio del cuidado y
civilizado territorio
filológico-filosófico.
El arte se deja guiar menos por la imitación de
modelos
ejemplares que por una abierta alteración de los
moldes recibidos. "La ‘alteración’ de la forma
humana", subraya Warin, "que se encuentra presente en el arte es,
al mismo tiempo, la
desintegración de la forma luminosa y el retorno nocturno
a lo bajo y a lo ‘podrido’, pero también el
surgimiento del alter, de lo otro, de lo sagrado que
jamás se deja reducir a lo mismo, que jamás se deja
pensar ni racionalizar"[6].
El artista es un supliciado, nunca más un
soberano padre creador de su primorosa obra. Una especie
híbrida, según apunta Nietzsche, a medio camino
entre el crimen y la locura, incapaz de ser una u otra cosa, pero
con las "antenas
extendidas" hacia cada una de esas esferas[7].
4
La ruptura heideggeriana
La poesía
es un sacrificio en el
que las palabras son víctimas.
Georges
Bataille,
La experiencia interior
La obra de arte no merece una aproximación
puramente formal, ni siquiera es justo que se convierta en objeto
de una eidética en el sentido preconizado por
Husserl. Avancemos aquí que, para Heidegger, la belleza es
uno de los nombres del ser, la puesta en obra del
ser. Es su esplendor, allí donde emerge
directamente de lo inconmensurable. Esa emergencia es, a la vez,
una ruptura del orden mundano — una cesación del
ámbito de la técnica y de la "cultura", un
descentramiento que hace saltar lo siniestro en el corazón
mismo de lo más habitual. ¿Hay algo "misterioso" en
los zuecos de Van Gogh?
En ellos aparece el ser — en su
retracción.
La obra de arte señala —sin alcanzar
jamás a hacerlo suyo— hacia un ámbito que no
puede devenir "mundo": la tierra, metáfora de la
reserva y la reclusión, elemento que rehuye la claridad
del discurso y las
exigencias de la significación. La tierra es
la physis de los presocráticos, la naturaleza que
al desplegarse también se oculta y se retira. La obra de
arte, en tal sentido, no es técnica, sino la
tensión que se produce entre el elemento terrestre y
radical —pesadez telúrica, muerte—
y el elemento de la luminosidad que querría ponerlo
siempre de manifiesto sin perderse en ello.
Al lado de Nietzsche, Heidegger hace frente a la idea
(pitagórica, platónica, aristotélica,
tomista, hegeliana…) de la belleza como pulchritudinem,
como integridad, armonía, regularidad, consonancia y
claridad. Se desmarca de la idea de la belleza en cuanto que
Idea. Esta concepción idealista es, en el fondo, tal
como hemos podido constatar, producto de
una suerte de hechizo narcisista. El hombre
reduce todo a su propia imagen y
semejanza. Lo reduce a la imagen que se ha forjado
—con toda su fuerza ficcional— de sí mismo. Y
no, por lo que sabemos, el arte no conecta con el cielo de la
representación, sino con el infierno, con la caverna, con
el laberinto — con la animalidad.
Con aquello que el hombre
—el civilizado— no puede o no quiere seguir
siendo.
5
Lo sagrado profanado
Esto es lo único que he
aprendido hasta ahora:
que el hombre necesita, para sus mejores cosas,
de lo peor que hay en él.
Nietzsche,
Así habló Zaratustra
Nietzsche piensa la experiencia estética como una especie de
sucedáneo de la religión. Mas no, desde luego, de
la religión que quiere salvarnos. La
búsqueda de un objeto imperecedero indica una grave
pérdida de la vitalidad y de la fuerza. Las religiones
salvacionistas son síntomas de la debilidad, el
resentimiento, la venganza, la corrupción. Son religiones que aborrecen
lo mortal. Las domina un sentimiento de vergüenza ante
todo aquello que nace y muere, ante la fugacidad y el
paso. En consecuencia, no hacen otra cosa que
ensañarse con la vida: se muestran fascinadas
mortificando a lo mortal.
La experiencia de lo sagrado en las religiones
"primitivas" —fundadas en una economía sacrificial,
desacumulativa, trágica— es lo que Nietzsche
pone en relación con el arte. Esta experiencia concierne a
la suspensión del código,
o, mejor, a su transgresión. La religión
primitiva o arcaica es la religión de la fiesta.
Momento paroxístico que revierte las servidumbres de un
mundo profano ocupado exclusivamente en la producción y la acumulación de
bienes.
Momento de la ruptura de las interdicciones, de la
dilapidación y de la violencia que
conecta con el carácter profundo de la
existencia.
El arte, según quería Baudelaire, es la
floración del mal.
¿Divertimento? ¿Virtud? ¿Ejemplo a
seguir? El arte es terrible, abierto y arrojado a una
herida de imposible cicatrización. La belleza se torna,
así, ejercicio de la crueldad. Nietzsche se
encuentra en este punto con Artaud y con Bataille. El arte no
necesariamente "embellece" al mundo porque su destino es
desublimar la cultura, devolver el espíritu al cuerpo
— disolverlo en él. No se trata ya de la frivolidad
burguesa de "el arte por el arte"; estamos hablando de la
insubordinación radical que se aloja en el
corazón de la obra de arte — y que la torna
inmanejable, arriesgada, peligrosa, culpable. Una
insubordinación que explica el interés de
todos los poderes —técnicos, políticos,
religiosos— por desactivarla, esforzándose con
cuanto medio se pone a su alcance por reducirla al estatuto de
una "diablura", en "ornamento", en "alta cultura".
El arte, para el poder, es absolutamente improductivo.
Pero en ello radica, justamente, su poder de
subversión.
Como escribirá Bataille, sobre la senda de
Nietzsche, "sólo la palabra poética, limitada al
plano de la belleza impotente, guarda el poder de manifestar la
plena soberanía"[8].
Mas una soberanía impotente, pues no está en
condición de impedir que el poeta —el artista—
se convierta en un productor de bienes (culturales). "La
voluntad de perder", observa con agudeza François Warin,
"se cambia en voluntad de prender, lo perecedero en eterno, la
poesía en poema, el dispendio en creación o en
obra"[9].
El arte cristaliza en tesoro artístico, en herencia, en
museo, en administración de la tierra
prometida.
Ni siquiera el arte puede resistir el poder de lo
profano.
6 La
verdad de la mentira
¿Cuál es el reverso de la estrategia del
alma?
¿Qué clase de
proyecto
podría desactivar o resistir al imperio del
proyecto?
El arte, desde la perspectiva de Nietzsche,
reenvía precisamente a aquello que la cultura —la
doma— se propone someter: el cuerpo, el deseo, la
desnudez, el lujo… la muerte. No es arte si un artefacto
—cruce de lo material y lo espiritual— se propone la
neutralización o el aprovechamiento productivo de estas
instancias. No importa cuán bello sea. El arte es
disolución del código retórico, libre
juego, como querían Kant y Schiller,
pero juego jugado con una realidad indisponible,
emergencia verdadera de un deseo que siempre está
en camino de su propia ruina.
En este sentido, al arte es un antídoto contra la verdad. Pero,
¿hay, real y efectivamente, "verdad"? Nietzsche no es tan
ingenuo como para caer en ese juego de inversiones y
reversiones que hace de la apariencia sensible un simulacro de la
Idea y del arte una repetición del fantasma que
acompaña a toda manifestación de la esencia
universal. La verdad también es, ella misma, un
fantasma. Ella es producto de una valoración,
de un punto de vista, resultante de un juicio
—fundamentalmente, moral—
al que se somete la experiencia. Para Nietzsche, la verdad es un
error — mas un error necesario. Necesario para unas
criaturas que, enemistadas con sus propios instintos, aquejadas
de labilidad extrema, son incapaces de vivir sin referencia a un
centro. Necesario para esos animales que, sin
remedio, desconfían de sus propios impulsos y vacilan en
la afirmación del azar. La inseguridad
radical en que se hallan les hace presa fácil del
absoluto.
Es la falta constitutiva lo que les exige un
relleno sanitario que entonces —y para siempre— toman
por "verdad".
Ante el flujo impredecible e insensato de la vida, la
"verdad" proporciona, antes que otra cosa, la ilusión
de la estabilidad. Aporta una sensación de constancia,
de fijeza, de resistencia al
paso del tiempo, de eternidad. La verdad, según
esto, no es el fundamento del arte, sino una de sus
formas. Una invención, pero una invención que
se quiere absoluta. Una ficción, mas una ficción
que pretende erigirse en juzgado de todas las otras ficciones. La
verdad es esa obra de arte que hace de la apariencia una mentira
y de la percepción
sensible una fuente de engaño.
Es fácil comprender que Nietzsche asigne entonces
un valor
infinitamente más alto al arte que a esa verdad. A
diferencia de ella, que juzga y calumnia a la vida, el arte al
menos hace justicia a lo mortal. La verdad de la verdad es
que, en nombre de lo absoluto, se aplica sobre la
inmovilización, la sujeción y la suspensión
de la vida; la verdad de la mentira es que, sabiéndola
efímera, irrepetible e irremisible, se abre a la
intensificación de la existencia. La vida
simplemente aborrece los sistemas que la
quieren explicar, dirigir, racionalizar y, en el límite,
justificar. Por el arte, de acuerdo con Nietzsche, la vida
cesa de entregarse al proyecto. La utilidad del arte
consiste en esta imposibilidad de servir para algo.
La —siempre riesgosa—apuesta del arte
consiste en abrirse al caos para ganar la irreductible
sobreabundancia de la vida, para perderse en su esplendor
indefinidamente arruinado[10].
7 La
asunción hermenéutica del arte
Que la experiencia de lo sagrado se desplaza, en la
época moderna, al fracturado territorio del arte, puede
documentarse desde múltiples perspectivas. La
hermenéutica actual, por ejemplo, se decanta resueltamente
hacia una concepción que asigna al arte una función
cuasi-religiosa: a saber, la resurrección de este
mundo. Actualizando a Kant —y "urbanizando" a
Heidegger—, Hans-Georg Gadamer otorga los títulos de
juego, símbolo y fiesta a esos
conceptos-clavicordio que permitirían pensar la ruptura
del arte en lo que él mismo denomina modernidad
extremada[11].
En el juego brilla el insensato sentido del movimiento; en
el símbolo, el juego del desvelar y velar; en la fiesta,
la eternidad de lo efímero. Cada concepto apunta a
eso que en la obra de arte late como su corazón escondido.
Es como la vida misma: finalidad sin fin, finitud abierta a lo
infinito. En el arte no hay remisión — ni nos remite
a otra cosa fuera o por encima de sí mismo ni nos pone
remedio definitivo. O, mejor dicho: el remedio que obsequia no
cierra la herida sino que muestra la
inconveniencia, la perversidad de toda
cicatrización.
Lo que el arte enseña es a demorarnos en
esa abertura que es nuestra propia vida[12].
Pues quizá no es la búsqueda de la verdad
—que el arte comunicaría imperfectamente— lo
que nos caracteriza —lo que, en definitiva, nos da
carácter—, sino la belleza, es decir, la
"rutilante mirada de Mnemosyne"[13].
En la vacilación, la persistencia. En la fugacidad, la
estancia. La certeza hermenéutica reside enteramente en
esta paradoja: tan sólo en el instante mora lo que
resiste. No es que sea la última instancia; es que es la
única. La experiencia secular de la muerte de Dios
alcanzaría este resultado: no es, como lamentaría
todo el romanticismo, que
los dioses se han fugado, sino que habitan (fragmentos sin
imán) en lo fugitivo mismo.
En la Grecia
antigua, el arte no refleja nada: es, inmediatamente, lo divino;
en el mundo de la Cristiandad, el arte viene a ser
expresión, mediación, ilustración de lo divino. En ambos casos,
el nexo con la esfera religiosa —directo en el mundo
griego, reflexivo en el mundo cristiano— es incontestable:
la obra de arte funda comunidad y se confunde con ella. En la
modernidad
extremada, el arte es experimentado en su índole
disruptiva y provocadora[14].
La experiencia estética se encamina resueltamente al
"límite de lo comprensible"[15]
— al silencio y a la locura: se configura en cuanto
enfrentamiento a la cultura (burguesa), de cuya crisis
proviene[16].
Pero esta oposición desemboca menos en una presunta
degeneración del arte que en un modo privilegiado de
revelar su esencia. Una esencia que, como todo lo humano, no
podría ser otra que la ambigüedad: "En
lo particular de un encuentro con el arte, no es lo particular lo
que se experimenta, sino la totalidad del mundo experimentable y
de la posición ontológica del hombre en el mundo, y
también, precisamente, su finitud ante la
trascendencia"[17].
En tanto que juego, el arte remite a sí mismo. No
es —en realidad, nunca lo ha sido: pero solamente en la
modernidad "extremada" esto se revela sin restos—
vehículo de un sentido o de una revelación que le
sea exterior. El es su propia hierofanía. En tanto
que símbolo, excluye la biunívoca transparencia del
concepto: "Lo simbólico del arte descansa sobre un
insoluble juego de contrarios, de mostración y
ocultación"[18].
El arte (contemporáneo) muestra que traer a la luz es
sólo una cara de la experiencia. La otra es,
justamente, el velamiento, la retirada: presencia-ausencia del
fondo que no puede ser ex-puesto porque contra él se
destaca todo fenómeno. No hay remisión, o,
más bien, la remisión de la obra es la obra misma
en su oscura emergencia[19].
Tal autorreferencialidad es lo que aparece al concebir
al arte en su proximidad y parentesco con el juego y con lo
simbólico. Lo simbólico del arte consiste en que su
significado no se encuentra más allá de su
misma aparición: "La obra de arte no es, en ningún
sentido, una alegoría, es decir, no dice algo para que
así se piense en otra cosa, sino que sólo y
precisamente en ella misma puede encontrarse lo que ella tenga
que decir"[20].
Y por ello también es una fiesta: Una celebración.
Detención del tiempo, interrupción del orden
profano.
La obra de arte logra —así por un
instante— el milagro: que este mundo
resucite[21].
8
Más allá de la estética
Ha sido la obra de arte la que nos ha
hecho
saber lo que es de verdad un zapato.
Martin
Heidegger,
El origen de la obra de arte
¿Porqué no existía la
"estética" en el mundo griego anterior a Platón?
La respuesta de Heidegger es nítida: porque el
arte no requería explicación o justificación
alguna[22].
La estética y la metafísica
son formaciones solidarias: no puede existir una sin la
comparecencia de la otra. La distinción entre materia y
forma, por ejemplo, no procede del arte, sino de la
fabricación de utensilios. "La diferenciación entre
materia y forma", escribe Heidegger, "es el esquema conceptual
por antonomasia de toda estética y teoría
del arte bajo cualquiera de sus modalidades. (…) Forma y
contenido son conceptos comodín bajo los que se puede
acoger prácticamente cualquier cosa. Si además se
le adscribe la forma a lo racional y la materia a lo i-rracional,
si se toma lo racional como lo lógico y lo irracional como
lo carente de lógica
y si se vincula la pareja de conceptos forma-materia con la
relación sujeto-objeto, el pensar representativo
dispondrá de una mecánica conceptual a la que nada
podrá resistirse"[23].
La obra de arte no pertenece a esa dimensión de la
experiencia. Aquella siempre remite a lo que no es
útil — remite, más precisamente, a lo que
ni siquiera llega a ser cosa. La obra de arte hace
sensible aquello que se encuentra en el ámbito de lo
suprasensible. Esto, según se ha visto, es Platón, es
Kant y es Hegel. ¿También es Nietzsche?
La posición que adopta Heidegger es, en ciertos
aspectos, una radicalización de la posición de
Nietzsche. En primer lugar: la obra de arte no representa
nada. No es la ejecución de la Idea, ni su
manifestación sensible. La obra de arte no representa algo
que esté fuera de ella, pero tampoco, en rigor,
presenta nada — ella es su propia parousía.
La obra de arte no presenta algo, sino que abre una
claridad para que algo aparezca y venga a la presencia. La
obra de arte no es, en principio, una "cosa", sino el acto de
instauración de un mundo en el que las cosas pueden
llegar a serlo.
La obra de arte no es la conjunción de forma y
contenido, o de espíritu y materia, sino en la medida en
que establece una conexión entre la tierra y el mundo.
¿La tierra? Lo "térreo" no es el "material" que
requiere el artista para hacer sensible —visible,
audible— su creación. La tierra, en el sentido que
le otorga Heidegger, es la re-tirada del ser, su cerramiento, su
pudor, el movimiento mediante el cual se oculta para no
con-fundirse con las cosas. La tierra es el fondo que no es un
fondo sino una ausencia de fondo.
El arte es la cruz formada por la instauración
del mundo —la apertura del claro— y la retirada de la
tierra —su clausura. La obra de arte es este advenir de la
tierra en el mundo. Es su choque, la chispa que brota de
esa colisión. El arte no es un "reflejo" —más
o menos distorsionado— de la verdad, sino su puesta en
obra. Por lo mismo, reducirlo a los "efectos sensibles",
reducirlo a objeto de una "estética" equivale,
según Heidegger, a olvidar y desdeñar todo lo que
el arte tiene de esencial.
La obra de arte no requiere una explicación, ni
histórica ni científica, sino una respuesta
pensante.
9 En la
luz del misterio
Para Heidegger, hay el artista, hay la obra y hay, desde
luego, un tercer elemento gracias al cual ambos se sostienen: el
arte. Este planteamiento, aparentemente inocente, tiene como
finalidad romper la especularidad metafísica entre el
objeto y el sujeto. El arte no se agota en la subjetividad
del artista y tampoco se halla íntegramente en su
creación objetiva. El arte remite a un modo del
ser. Por supuesto que las obras de arte son "cosas"
—como el carbón y la leña, como los rifles y
los sombreros, como el cepillo de dientes o las patatas—,
pero son cosas que no se agotan en su mero carácter de
cosas. Heidegger comienza admitiendo que la obra de arte es una
cosa que recibe algo añadido, un suplemento que la
convierte en alegoría o en símbolo de otra
cosa[24].
Como el concepto de "cosa" es todo menos evidente, es
preciso preguntarse si es posible pensar las cosas sin exponerlas
al atropello. El simple paso del griego al latín
constituye una traición a la experiencia originaria de lo
que serían las cosas. La respuesta de Heidegger vuelve a
presentarse con nitidez: lo que hace el arte es conceder campo
libre a la cosa para que se muestre su carácter de
cosa[25].
Y esta concesión no es algo que corresponda, dice
Heidegger, a la mera sensación. "Las cosas están
mucho más próximas de nosotros que cualquier
sensación". Nunca oímos "ruidos puros", sino el
rechinar de una puerta, el motor de un auto,
el ladrido del perro, los pasos en la azotea. Hay que esforzarse
por encontrar el punto en que la cosa reposa en sí
misma.
Esto es imposible mientras imaginemos que las cosas son
lo mismo que los utensilios. Imaginar esto es fácil porque
incluso la Biblia propone una relación instrumental
—por más que no sea "artesanal"— del Creador
con su obra. Heidegger intenta zafarse de esa
consideración instrumental de la cosa para abrirse a lo
que en la obra de arte se encuentra expuesta. La cosa no
es ni una sustancia provista de accidentes, ni
la unidad de diversas sensaciones, ni una materia provista de
forma. Cosa, utensilio y obra (de arte) pertenecen a dimensiones
completamente diferentes. Y su mezcla impide pensar lo que cada
uno tenga que ver con el ser.
Las cosas, en su insignificancia, parecerían
resistirse a ser pensadas. Y justamente en esta resistencia, en
esa reserva quiere Heidegger que encontremos su
esencia.
El filósofo descubre finalmente que la esencia de
las cosas no se entrega de otra manera sino en cuanto obras de
arte. El carácter de utensilio de un utensilio —unos
zapatos, para el caso— no aparece si nos demoramos en una
descripción técnica. "Ha sido la
obra de arte", asegura Heidegger, "la que nos ha hecho saber lo
que es de verdad un zapato"[26].
Si el arte instaura un mundo, es debido a que deja que las cosas
aparezcan en su verdad de cosas. Y ello significa que el arte
mantiene respecto de la verdad un nexo al menos tan firme como lo
es su nexo con respecto de lo bello. El arte, una vez más,
deja de ser asunto de una "estética". Con Heidegger, el
arte se desplaza de la sensibilidad a la inteligibilidad o,
más bien, abandona los presupuestos
sobre los que se levanta esa oposición. "En la obra no se
trata de la reproducción del ente singular que se
encuentra presente en cada momento, sino más bien de la
reproducción de la esencia general de las
cosas"[27].
El arte no se "agrega" a las cosas: las deja
ser.
10
Entusiasmo, abandono, cortocircuito
No sé dónde se detiene lo
artificial
ni dónde comienza lo real.
Andy Warhol,
Ma philosophie de A à B
¿Todo el arte? Hemos visto que la entrada
del arte a la ciudadela metafísica se acompaña de
un entusiasmo utópico. La invención de la
estética queda como un monumento edificado a los pies y al
servicio de la
nueva deidad. La estética le da un carácter
verdaderamente serio a la creación artística
— y a la experiencia concomitante. Pero la interpretación heideggeriana sólo
permite hallar en este homenaje una especie de marcha
fúnebre. La existencia de la estética significa que
el arte ya no es uno de los modos privilegiados del ser.
Heidegger resuena aquí con el campanazo de Hegel. Pero
para el hermeneuta significa ante todo que el arte se ha vuelto
menesteroso, necesitado de un discurso que pueda decir lo que
él ya apenas, débilmente, anuncia.
El arte tiene que ver con la verdad del ser. En primer
lugar, ha dejado de concebirse primordialmente por su
vínculo con la belleza. Enlazado con la verdad del ser, el
arte no es ni intemporal ni accidental: es historial. El
arte constituye una constelación de la verdad
—un nudo de ser y tiempo—, de modo
análogo a la constelación de la verdad que se pone
en obra en la instalación técnica del hombre. Esta
última emerge bajo el signo de la
producción. ¿Cuál es el horizonte del
arte? Justamente, el de la develación de la esencia
de las cosas. La esencia del utensilio, según se
apuntó, aparece solamente en esa dimensión
no-utilitaria en que se yergue la obra de arte. La obra no imita
a la naturaleza, pero tampoco se reduce a la instancia de la
cultura. La obra revela lo que son las cosas. Pone en obra
a la verdad.
Pero "poner en obra" significa que las cosas no se
bastan a sí mismas para revelarse en su verdad. El
arte no puede hacer la mímesis de la naturaleza, pues la
naturaleza se revela al arte como una creación
incompleta. Una pipa pintada por René Magritte
tiene que recordarnos sin cesar que no es una pipa (real).
Pero en ese decir que no la pipa llega a ser
increíblemente más pipa que la real. Y Andy Warhol
hará más sopa Campbells a la sopa
haciéndonos saber que no es un anuncio de
sopa[28].
Lo real permanece vacío y mudo sin la obra que lo muestra
en su vulgaridad, en su uniformidad, en su incompletud, en su
convencionalidad, en su devastación, en su facticidad
— en su radical extrañeza.
Lo que la obra de arte (moderno) pone en juego es el
olvido del ser.
El arte (moderno), en medio de la estandarización
nihilista, revela la originalidad de la copia. Revela la
nihilidad acomodada del mundo técnico. Joan
Miró, John Cage, Jasper Johns, Marcel Duchamp, entre mucho
otros, han mostrado hasta dónde un objeto —un
producto— estereotipado e industrialmente repetido
puede, merced al arte, merced a su inutilización,
devenir objeto único y original, objeto irrepetible. La
obra, según enseña Heidegger, es la
revelación del ser utensilio del utensilio, del ser cosa
de la cosa. El arte pone al objeto bajo una luminosidad
extraña; extraña, en principio, al neón de
los escaparates, a la luminosidad eléctrica de los
circuitos de
producción y consumo. "La
obra", resume Froment-Meurice, "no inventa nada, no
‘crea’ nada; y, no obstante, imitando el
ya-ahí del mundo, lo revela en un contrasentido o en un
sin-sentido más rico de sentido que ese
‘ya-ahí’"[29].
La obra mima la producción — mas sólo
para mostrar la ausencia de fin, la absolutización del
circuito de producción/consumo.
En la repetición, la disolución. En la
artificialización, el brillo oculto de la naturaleza. En
la acción
de la obra, la desactivación del proyecto.
11
Emplazar al emplazamiento
Hay un reloj que no suena
más.
Arthur Rimbaud,
Iluminaciones
Si algo queda claro es que la "estética" de
Heidegger abre un amplio boquete en la "teoría del arte"
que el mundo de la técnica se ha confeccionado para su uso
y arreglo personal. El arte
es ese boquete, ese deshilachamiento del tejido que hace
del mundo un artificio sin fin — y sin origen. La obra
arranca al utensilio de sus anaqueles para devolverle,
inútilmente, su carácter de cosa. El arte destruye
al producto, lo sacrifica, lo aísla o lo pone en
inverosímil conexión con otros productos a
fin de exponerlo menos al consumo que a la mirada, a la
contemplación — a la
indefinición.
En definitiva, de acuerdo con Heidegger, el arte
torna indisponible todo lo que pertenece al Dispositivo (a
la Ge-Stell, la "estructura de
emplazamiento" que pone cada objeto en el sitio
—¡físico y metafísico!— en que
deberá ser producido/consumido). ¿Es esa su
"verdad"? En cualquier caso, será una verdad
propia, paralela o en intersección con la verdad
que se revela en la gestión
técnica del ente. Mas una verdad que responde a la
provocación de la técnica librándonos de
corresponderle[30].
¿Dónde comienza el arte?
¿Allí donde cesa la producción?
¿Allí —y cuando— el comienzo es el fin?
¿Comienza en el punto en que el dominio retrocede
y gana fuerza el poder — poder que no es tener o imponer
sino dar y dejar advenir? En tal caso, la
experiencia estética será análoga al
erotismo: el extravío del espíritu, la
soberanía del cuerpo, la belleza que siempre termina por
escapar a la astucia de nuestro deseo.
NOTAS:
(Para volver al texto de
nuevo, pulse el número de la nota
bibliográfica)
[1] Fr. Nietzsche, Genealogía de la
moral, Alianza, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, 1978,
3ª disertación, cap. 25
[2] François Warin, Nietzsche et
Bataille. La parodie à l’infini, PUF, Paris,
1994, p. 258
[3] Ibíd., p. 262
[4] La "metafísica de artista" que
Nietzsche despliega en El nacimiento de la tragedia es
ante todo una defensa contra la interpretación
moral de la existencia. Si la moral
juzga, el arte festeja. En consecuencia, toda
condenación del arte equivale a una condenación de
la vida. Dice Nietzsche: "El odio al ‘mundo’, la
maldición de los afectos, el miedo a la belleza y a la
sensualidad, un más allá inventado para calumniar
mejor el más acá, en el fondo un anhelo de hundirse
en la nada, en el final, en el reposo, hasta llegar al
‘sábado de los sábados’ — todo
esto, así como la incondicional voluntad del cristianismo
de admitir valores
sólo morales me pareció siempre la forma
más peligrosa y siniestra de todas las formas posibles de
una ‘voluntad de ocaso’; al menos, un signo de
enfermedad, fatiga, desaliento, agotamiento, empobrecimiento
hondísimos de la vida…", cf. El nacimiento de la
tragedia, Alianza, Madrid, trad. A. Sánchez Pascual,
1971, pp. 32 y 33
[5] A. Malraux, Les voix du silence,
Gallimard, Paris, 1967
[6] Fr. Warin, o. c., p. 270
[7] Fr. Nietzsche, La voluntad de poder,
fragmento de 1888
[8] Georges Bataille, Hegel, la mort et le
sacrifice, Baconnière, Paris, p. 40
[9] Fr. Warin, o. c., p. 274
[10] Martin Heidegger, Nietzsche,
I, Gallimard, Paris, trad. P. Klossowski, 1961, p. 441
[11] "La función del concepto es
formar una especie de caja de resonancia que pueda articular el
juego de la imaginación", Hans-Georg Gadamer, La
actualidad de lo bello, Paidós, ICE/UAB, Barcelona,
Trad. A. Gómez Ramos, 1991, p. 65. La escisión o
ruptura aludidas en el texto tienen que ver con la exigencia de
legitimación del arte una vez que
éste ha quedado "huérfano de lo divino" —
cuando el arte renuncia explícitamente a seguir siendo
vehículo de ideas o signos que
estarían en otra parte (es decir, fundamentalmente,
en la esfera de la religión).
[12] "La esencia de la experiencia
temporal del arte consiste en aprender a demorarse. Y tal vez sea
esta la correspondencia adecuada a nuestra finitud para lo que se
llama eternidad", H. -G. Gadamer, loc. cit., p.
110
[13] Ibíd., p.
112
[14] "Lo que se expresa es la
escisión entre el arte como religión de la cultura,
por un lado, y el arte como provocación del artista
moderno, por el otro" Ibíd., p. 37. El paso del
siglo XIX al XX es el de la desincorporación del
arte respecto de su comunidad de origen. En breve, es
precisamente la experiencia del desarraigo lo que marca el arte del
siglo XX.
[15] Ib., p. 40
[16] Ib., p. 42
[17] Ib., p. 86
[18] Ib., p. 87
[19] Ib., p. 91. "Con otras
palabras: la obra de arte significa un crecimiento en el
ser".
[20] Ib., p. 96
[21] Una idea presente, por lo
demás, en el Octavio Paz de
las Conjunciones y disyunciones: el arte ocupa, en la
modernidad, el lugar (desplazado) del rito y de la fiesta; en la
obra, el lenguaje
—el espíritu— cobra cuerpo (vid.
loc. cit., p. 19). De todos modos convendrá
recordar aquí que la posición de Gadamer que hemos
reseñado en este parágrafo ha sido calificada de
hegelianismo desencantado (F. Duque, comunicación personal) y de
urbanización heideggeriana (J. Habermas,
Perfiles filosófico-políticos), debido,
presumiblemente, a su notorio acomodamiento dentro de
cierto establishment cultural que sigue exigiendo
"metodologías" allí donde sólo sería
factible hallar herramientas de desinflamiento o
desinfatuación del sistema
filosófico-cultural prevaleciente en la segunda mitad de
este siglo. Para una presentación crítica
de H. G. Gadamer, véase la excelente introducción de Angel Gabilondo "Leer arte"
en: Estética y hermenéutica, Tecnos, Madrid,
1996
[22] Ibíd., p. 78
[23] M. Heidegger, "El origen de la obra
de arte", en Caminos de bosque, Alianza, Madrid, trad. H.
Cortés y A. Leyte, 1996, p. 20
[24] Ibíd., p. 14
[25] Ibíd., p. 19
[26] Ibíd., p. 28
[27] Ibíd., p. 30
[28] Cf. Marc Froment-Meurice,
"L’art moderne et la technique", en Michel Haar (dir.),
Heidegger, Cahier de l’Herne, Paris, 1983, p.
318
[29] Ibíd., p.
321
[30] Ibíd., p.
327
Sergio Espinosa Proa
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