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contexto - La
articulación de lo social y de lo
productivo - Lo
social: ¿Medio o fin? - Un
área en busca de su paradigma
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- Bibliografía
La cuestión de la gestión
social se tornó central. El crecimiento
económico no es suficiente. Áreas productivas,
redes de
infraestructuras ni servicios de
intermediación funcionan si no se invierte en el ser
humano, en su formación, salud y cultura. La
dimensión social del desarrollo no
es un complemento externo a los procesos
económicos, sino un componente esencial de la
transformación. Mientras las áreas productivas
disponen de una sólida acumulación teórica
sobre su
gestión (taylorismo, fordismo,
toyotismo, etc.), el área social carece de paradigmas de
gestión, oscilando entre burocratismos estatales
anacrónicos y privatizaciones desastrosas. Los servicios
sociales son diferentes y necesitan de respuestas
específicas.
Pocas veces se ha visto un gobierno que
genere tantas esperanzas como el del presidente Lula. Está
bien que las haya, pero no habrá milagros. Con las
dimensiones de este inmenso país, y frente a la pesada
herencia de
las tradiciones conservadoras, tenemos por delante un arduo
proceso de
cambio de
rumbos y de transformación de la propia cultura política.
Esto es particularmente cierto en lo referido a las
políticas sociales. Áreas como
salud, educación, cultura, seguridad
comunitaria, distribución de la renta y políticas
de empleo,
involucran un sistema denso y
capilar de actividades en cada ciudad del país, y exigen
por lo tanto la construcción de correas de
transmisión entre las propuestas del gobierno central y
las iniciativas diferenciadas de las administraciones
municipales, además de la articulación con las
organizaciones
de la sociedad
civil.
No se trata simplemente de expandir un tipo de Estado de
Bienestar. En Brasil, solamente
25% de la población activa está constituida
por asalariados formales del sector privado, con los derechos sociales
correspondientes. La privatización en las áreas sociales
es desastrosa, y solo funciona adecuadamente para personas de
altos ingresos.
Así las cosas, ¿como asegurar el acceso universal
a
condiciones sociales más dignas? Es natural la
angustia que afecta los primeros pasos de un gobierno; la inmensa
deuda social del país genera dramáticas presiones
por soluciones
inmediatas. Pero ello mismo implica la necesidad de pensar, en
forma sistemática, nuevas formas de gestión de las
áreas sociales.
Un
nuevo contexto
Ya no es posible ver la sociedad como
un sistema de intereses organizados en torno de las
actividades económicas. Esta visión sin duda ha
dominado el siglo pasado: la actividad productiva empresarial
generaría inversiones,
inmediatamente empleos, salarios, y por
lo tanto la capacidad de financiamiento
de las áreas sociales. ¿Pero dónde
está la mano invisible del mercado?
Aún hay quien afirma, con la ignorante calma de los
dogmáticos, que los problemas
resultan del hecho de que nuestras sociedades no
son suficientemente liberales. En realidad, todos estamos ya
hartos de la mano invisible. El Informe sobre
Desarrollo
Humano de las Naciones Unidas,
califica de obscenas las fortunas de un grupo de poco
más de 400 personas en el mundo, cuya riqueza personal supera
la de la mitad más pobre de la humanidad. El informe de la
Conferencia de
las Naciones Unidas sobre Comercio y
Desarrollo (Unctad) de 1997, contiene un análisis preciso: durante las
últimas tres décadas, la concentración de la
renta en el mundo ha aumentado de manera dramática,
desequilibrando profundamente la relación entre ganancias
y salarios. Sin embargo, estas rentas más elevadas no
están implicando mayores inversiones: cada vez más
se desvían a actividades de intermediación
especulativa, en especial las finanzas.
El resultado práctico es que tenemos más
injusticia económica, y cada vez más estancamiento:
la tasa de crecimiento de la economía del planeta
ha bajado en un promedio general de 4% en los años 70, a
3% en los años 80 y 2% en los 90.
Esta articulación perversa es sumamente
relevante. Aunque todos criticaban las injusticias
económicas, nos plegábamos a una visión
semiconciente de que al final el lujo de los ricos se transforma,
bien o mal, en inversiones, después en empresas, empleos
y salarios, y que en última instancia significaría
más bienestar. En cierto modo la desigualdad y los dramas
sociales constituirían? un mal necesario de un proceso en
conjunto positivo y en última instancia (y a largo plazo)
generador de prosperidad. Es ese tipo de «pacto» lo
que hoy se ha deshecho. En el análisis de la Unctad,
«es esta asociación de aumento de ganancias con
inversiones estancadas, desempleo
creciente y salarios en caída lo que constituye la
verdadera causa de preocupación»1. Se está
tornando evidente, ya no desde una estrecha visión de
sistemática crítica
anticapitalista sino de buen sentido económico y social,
que un sistema que sabe producir pero no sabe distribuir
simplemente no es suficiente. Sobre todo si además de eso
expulsa a millones de personas hacia el desempleo, dilapida el
medio ambiente
y remunera mejor a los especuladores que a los productores. La
construcción de alternativas involucra un abanico de
alianzas sociales evidentemente más amplio que el concepto de
clases redentoras, burguesa para unos, proletaria para otros, que
ha dominado el siglo XX. El debate sobre
quién tiene la razón continuará sin duda
alimentando las discusiones, pero el hecho es que la propia
realidad ha cambiado.
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