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El Sentido Histórico del Proyecto Educativo de Lutero (I) (página 3)




Enviado por Jorge D�vila



Partes: 1, 2, 3

Ahora bien; estos magníficos dones de Dios
—de los que dependen los dos bienes
más importantes de la vida humana— sólo
pueden ser mantenidos por nosotros por medio de la educación de
nuestros hijos. En otras palabras, sólo gracias a una
buena educación podremos formar a los buenos
pastores y a los buenos gobernantes que Dios desea que tengamos.
De manera que, cuando descuidamos la educación, no
sólo estamos condenando nuestras almas y nuestros cuerpos
a un infierno en ésta y en la otra vida, sino que, sobre
todo, estamos despreciando esos dones maravillosos que nos ha
otorgado el Creador en su infinita bondad.

Despreciamos vergonzosamente a Dios cuando nos negamos a
entregar a nuestros hijos para este glorioso y divino trabajo y, en
vez de ello, los sumimos en el servicio
exclusivo de la barriga y de la avaricia, haciéndoles
aprender nada más que a buscar el sustento, como puercos
revolcando por siempre sus narices en el estiércol . . . .
(Lutero, 1530, p. 241; traducción mía)

Descuidáis este servicio como si no fuese asunto
vuestro, o como si fueseis más libres que otros hombres y
no tuvieseis que servir a Dios, sino que pudieseis hacer con
vuestros hijos y vuestras propiedades exactamente lo que os
place, aún cuando Dios y su reino mundano y espiritual
tengan que caer al abismo. Pero, al mismo tiempo,
queréis hacer uso diario de la protección, la paz y
la ley del imperio;
queréis tener el oficio de predicador y la palabra de Dios
disponibles y a vuestro servicio. Queréis que Dios os
sirva de gratis, tanto con el predicar como con el gobierno
terrenal, de manera que vosotros podáis tranquilamente
alejar a vuestros hijos de El y enseñarles a servir
sólo a Mammón. ¿No pensáis que Dios
algún día lanzará una condena definitiva a
vuestra avaricia y a vuestra preocupación por la barriga y
os destruirá a vosotros, a vuestros hijos y a todo lo que
tenéis aquí y en el más allá?
Estimados amigos, ¿no se aterra vuestro corazón
ante esta abominable abominación —vuestra
idolatría, desprecio a Dios e ingratitud, vuestra
destrucción de ambas instituciones
y ordenanzas de Dios, la injuria y ruina que infligís a
todos los hombres? (Lutero, 1530, p. 243; traducción
mía)

Así, pues, una abominable ingratitud domina a los
hombres haciendo que se olviden de Dios y no vean más
allá de sus barrigas. Pero esta ingratitud luce aún
mayor ante una nueva observación de Lutero: Dios no sólo
ha ordenado, en general, la existencia de muchas cosas buenas
para los seres humanos, sino que, además, en ese momento
histórico particular, ha hecho aparecer ciertas
condiciones especialmente propicias en Alemania para
fomentar la buena educación. Entre tales condiciones
Lutero destaca la presencia de muchos hombres cultos y educados
que podrían brindar un gran servicio como
educadores:

No debemos aceptar la gracia de Dios en vano y descuidar
el tiempo de salvación. Dios todopoderoso graciosamente
nos ha visitado a nosotros los alemanes y proclamado un verdadero
año de jubileo. Hoy tenemos el grupo de los
mejores y más educados hombres, adornados con las lenguas
y todas las artes, que podrían también rendir un
verdadero servicio si sólo nosotros los
utilizáramos como instructores de la juventud.
¿No es evidente que ahora somos capaces de preparar a un
muchacho en tres años, de modo que a la edad de los quince
o dieciocho sabrá más que lo que han sabido todos
los monasterios y universidades? . . . . Ahora que Dios nos ha
bendecido tan ricamente, y provisto con tantos hombres capaces de
instruir y entrenar bien a la juventud, sin duda es imperativo
que no arrojemos tal bendición al viento ni desoigamos su
llamado. (Lutero, 1524, p. 351-352; traducción
mía)

Pero la aparición de estos hombres "adornados con
las lenguas y todas las artes" sólo forma parte de un
acontecimiento histórico de aún mayor envergadura
que Dios ha dispuesto para beneficio de la educación y de
la Reforma: el renacimiento
de las lenguas latina, griega y hebrea. En efecto, Lutero
dice:

Ahora que las lenguas has sido revividas, están
trayendo consigo tanta luz y logrando
cosas tan grandes, que el mundo entero se maravilla y tiene que
reconocer que tenemos el evangelio tan puro y inmaculado como lo
tuvieron los apóstoles, que ha sido completamente
restaurado en su pureza original, mucho más que en los
tiempos de San Jerónimo y San
Agustín. (Lutero, 1524, p. 361; traducción
mía)

Para comprender la importancia de este punto debemos
recordar que la Biblia fue escrita en hebreo (el Antiguo
Testamento) y en griego (el Nuevo Testamento) y que se
difundió por todo el antiguo Imperio Romano
gracias a su traducción al latín. Este hecho
histórico no es visto por Lutero como algo casual, sino
como prueba de que estas tres lenguas fueron escogidas
intencionalmente por Dios para difundir su Palabra entre los
hombres. No se trata, por tanto, de tres "sistemas de
signos"
cualesquiera que podrían ser sustituidos por cualquier
otro sin que se vea afectada nuestra comprensión de la
Palabra de Dios. Muy por el contrario, Lutero sugiere que la
decadencia espiritual de la Iglesia
empezó, precisamente, en el momento en que empezaron a
declinar las lenguas, lo que trajo como consecuencia la
pérdida del evangelio en su pureza:

Tan pronto como las lenguas, luego de la época
apostólica, declinaron hasta casi esfumarse, el evangelio,
la fe y la cristiandad declinaron más y más hasta
que, bajo el papa, desaparecieron por completo. Luego del declive
de las lenguas, la cristiandad presenció pocas cosas de
valor; en su
lugar emergieron muchas terribles abominaciones a causa de la
ignorancia de las lenguas. (Lutero, 1524, p. 361;
traducción mía)

Efectivamente, desde los mismos inicios de la Edad Media
el
conocimiento del griego y del hebreo desapareció casi
por completo en Europa. Un
pensador de la talla de San Agustín, por ejemplo, cuyo
obra dominó por siglos a la teología medieval,
tenía sólo un conocimiento
muy rudimentario de ambos idiomas. En los escritos que estamos
discutiendo, Lutero indica, de hecho, explícitamente,
varios errores de interpretación cometidos por San
Agustín en su exposición
de la Biblia, mostrando que éstos provienen de un dominio
deficiente del hebreo. El latín, por su parte, como ya lo
mencionamos anteriormente, fue perdiendo el carácter de lengua
básica de la civilización europea para convertirse
paulatinamente en el lenguaje
especializado de una minoría de estudiosos. Esta
condición de lenguaje
técnico o especializado inevitablemente fue
restándole al latín la vitalidad y el vigor propios
de una lengua viva. A esto hay que agregarle, además, el
hecho de que gran parte de las obras clásicas de la
antigüedad se perdieron al principio de la Edad Media,
razón por la cual durante siglos escasearon buenos
ejemplos de un uso excelente de estas lenguas. Fue apenas en el
siglo XIV, con el trabajo de
Petrarca, que ciertos círculos intelectuales
se dieron a la tarea de recuperar el legado discursivo de la
antigüedad, explorando sistemáticamente los
sótanos olvidados y las bibliotecas
polvorientas de muchos monasterios, iglesias y conventos. Esta
fue la labor que dio origen al humanismo
renacentista y que trajo consigo, también, el "renacimiento de
las lenguas" del que habla Lutero.

Esta situación duró hasta que, como hemos
visto, las lenguas y las artes fueron recuperadas laboriosamente
—aunque de manera imperfecta— de pedazos y fragmentos
de viejos libros,
ocultos entre polvo y gusanos. Los hombres aún los buscan
penosamente cada día, como gente que escarba entre las
cenizas de una ciudad arruinada, buscando tesoros y joyas.
(Lutero, 1524, p. 374; traducción mía)

Nótese, sin embargo, que este Renacimiento
tampoco podía ser visto por Lutero como un hecho
fortuito:

Anteriormente nadie sabía por qué Dios
había revivido las lenguas, pero ahora vemos, por primera
vez, que esto fue hecho por el bien del evangelio; El se propuso
traerlo a la luz y utilizarlo para exponer y destruir el reino
del Anticristo. (Lutero, 1524, p. 359; traducción
mía)

Ahora bien; retomado el hilo de nuestro argumento,
nótese que esta ingratitud que Lutero identifica como la
causa de fondo de los males que aquejan la educación de
sus tiempos, está estrechamente vinculada con la
incapacidad para apreciar el orden global en el que se inserta la
vida humana. "Apreciar" en el doble sentido de ver dicho orden y
de reconocer su valor, su bondad. Los hombres, en lugar de
"apreciar" tal orden, lo han estado
"despreciando", han estado viviendo como si no hubiese nada
"más allá de sus propias barrigas". Hemos visto que
esta situación en buena medida se debe a la pérdida
de las lenguas, que trajo como resultado una comprensión
deficiente de la Biblia. Ahora, gracias a que Dios ha "revivido
las lenguas", tenemos la oportunidad de recuperar la Biblia en
toda su pureza y, a través de ella, aprender nuevamente a
apreciar el orden de la Creación.

Es por eso que todos los esfuerzos de Lutero van
dirigidos a lograr que sus lectores puedan apreciar ese orden
global y, gracias a ello, reconocer la terrible ingratitud en la
que han estado sumidos.

Sólo pensad cuantas cosas buenas Dios os ha dado
y os sigue dando todos los días de manera completamente
gratuita: cuerpo y alma, casa y
hogar, esposa e hijo, paz terrenal, el servicio y uso de todas
las criaturas en el Cielo y en la Tierra; y,
además, el evangelio y el oficio de predicar, el bautizo,
el sacramento y todo el tesoro de Su Hijo y Su Espíritu. Y
todo esto no sólo sin ningún mérito de
vuestra parte, sino además sin costo ni
inconveniencias para vosotros . . . . Lo tenéis todo, y
todo de manera gratuita, y sin embargo no mostráis ni una
partícula de agradecimiento. En vez de ello dejáis
que el reino de Dios y la salvación de las almas de los
hombres vayan a la ruina; incluso ayudáis a destruirlos.
(Lutero, 1530, p. 254; traducción mía)

Vale la pena hacer tres observaciones en relación
con esto. La primera es la estrecha relación que
aquí se establece entre la capacidad o incapacidad para
entender globalmente el sentido de las cosas y la actitud o el
humor bajo el cual vivimos nuestras vidas. Cuando no logramos ver
"más allá de nuestra barriga" —es decir,
cuando no vemos aquello que nos trasciende, aquello que da
"lugar" a nuestra existencia— no podemos preocuparnos por
otra cosa no sea nuestra barriga: sólo atendemos nuestras
necesidades inmediatas, nuestros deseos inmediatos, nuestro
entorno inmediato, nuestro futuro inmediato, etc. Nuestra vida no
se debe a nada más allá de sí misma, no se
debe a nada más que a ella misma, en una palabra, carece
de trascendencia. Por el contrario, cuando vemos que, más
allá de nosotros, hay un orden que le ofreció
espacio a nuestra existencia, y que nos sigue acogiendo para que
podamos seguir siendo en su seno, nuestra vida se transforma en
un interminable gesto de agradecimiento que se realiza cuidando y
preservando dicho orden para que éste pueda seguir siendo.
Se trata de una vida que no se vive para sí misma, sino
para algo que va más allá de ella misma. Es una
vida que eternamente se debe a (está en deuda con) el Todo
en el que se inserta. En pocas palabras, se trata de una vida con
sentido de trascendencia.

La segunda observación es que ahora, a la luz de
lo anterior, podemos entender mejor por qué en los
momentos históricos de debilitamiento de un orden de
sentido pueden cobrar fuerza la
avaricia, el egoísmo, la ingratitud y todas estas actitudes que
Lutero resume bajo la idea de "no ver más allá de
la propia barriga".

Se trata de síntomas de pérdida de
trascendencia de la vida humana. Y son esos síntomas,
precisamente, los que está enfrentando Lutero al momento
de lanzar su proyecto de
Reforma de la cristiandad. Esto parece corroborar la idea de que
el problema de fondo al que responde el pensamiento de
Lutero es la pérdida del poder del
orden medieval de sentido, con su consiguiente incapacidad para
brindarle trascendencia a la vida humana. Recuperar tal
trascendencia requiere desplegar un nuevo orden de sentido que
pueda establecerse como dominante. Los esfuerzos de Lutero por
lograr que los hombres puedan apreciar el orden de la
Creación en todo su esplendor —y de un modo que,
según él, había sido inaccesible a lo largo
de toda la Edad Media— podemos interpretarlos,
precisamente, como un intento por desplegar ese nuevo orden,
diferente al medieval. El punto de partida para este despliegue,
según lo entiende Lutero, es la recuperación de la
Palabra de Dios en toda su pureza, lo que implica remover todos
los obstáculos que hasta ese entonces habían estado
obstruyendo el acceso a la Biblia.

Y esto nos trae a la tercera observación: dado
que el despliegue de ese nuevo orden de sentido requiere que los
seres humanos lleguen a apreciarlo como tal, resulta claro que el
tema de la educación tiene que jugar un papel central en
el pensamiento de Lutero. Sólo por medio de la
educación los hombres pueden llegar a ver "más
allá de sus barrigas" y aprehender ese orden trascendente
que los aloja. De hecho, podría decirse que la
educación constituye la forma más básica e
importante de agradecer y velar por el orden, pues cualquier otra
forma de cuidado presupone y requiere que éste sea
apreciado como tal. Este papel central de la educación en
la preservación del orden también se hace
manifiesto en el argumento que Lutero construye para establecer
la importancia de la educación. Recordemos que el punto
central de dicho argumento es que la educación permite
mantener dos oficios de enorme importancia: el "estado
espiritual" y el gobierno terrenal. Pero la importancia de estos
oficios radica en que ambos están directamente
relacionados con la preservación del orden que hace
posible nuestra existencia como seres dotados de cuerpo y alma.
En efecto, por una parte, los teólogos y predicadores
tienen la misión de
comprender la Palabra de Dios y enseñársela a los
demás seres humanos. Con ello contribuyen a que Dios
gobierne las almas de los hombres, y que todos sus dones sean
debidamente cuidados y preservados:

Por medio de su trabajo se mantiene en este mundo el
reino de Dios; el nombre, el honor y la gloria de Dios; el
conocimiento verdadero de Dios; la fe y el conocimiento rectos de
Cristo; los frutos del sufrimiento, de la sangre y de
la muerte de
Cristo; los dones, las obras y el poder del Espíritu
Santo; el verdadero y salvador uso del bautismo y de los
sacramentos; la pura y recta enseñanza del evangelio. (Lutero, 1530, p.
228; traducción mía)

Más allá de esto, sin embargo, el
[predicador] hace grandes y maravillosas obras para el mundo.
Informa e instruye a los diferentes estados acerca de cómo
deben conducirse externamente en sus diferentes oficios, de
manera que puedan hacer lo que está bien a los ojos de
Dios. . . . El refrena al rebelde; enseña la obediencia,
la moral, la
disciplina y
el honor; instruye a los padres, madres, hijos y sirvientes en
sus deberes; en una palabra, da orientación a todos los
estados y oficios temporales.

(Lutero, 1530, p. 226; traducción
mía)

Por otra parte, los gobernantes, cancilleres, consejeros
y sobre todo, los juristas, son los encargados de comprender y
dar vigencia al orden temporal — codificado en leyes— al
que deben plegarse las acciones
humanas en esta vida. Ellos constituyen los principales pilares
del gobierno terrenal, y, por tanto, de la paz en el mundo. De
modo que los juristas cumplen, en el plano material, un papel
similar al que los teólogos cumplen en el plano
espiritual. Los primeros protegen el "reino terrenal", mientras
que los segundos protegen el "reino de Dios":

Los juristas y estudiosos en este reino terrenal son las
personas que preservan esta ley, y por tanto mantienen dicho
reino. Y así como en el reino de Cristo un devoto
teólogo y sincero predicador es llamado un ángel de
Dios, un salvador, un profeta, un sacerdote, un sirviente, un
maestro, . . . . así también un devoto jurista y
verdadero académico puede ser llamado, en el reino
terrenal del emperador, un profeta, un sacerdote, un
ángel, un salvador. (Lutero, 1530, p. 240;
traducción mía)

Si no hubiese educación, no habría buenos
teólogos y juristas, y sin ellos el orden instituido por
Dios para nosotros iría a la ruina, trayendo como
consecuencia la total degradación de nuestra
condición humana, tanto a nivel espiritual como
material.

Nosotros, los teólogos y juristas debemos
permanecer o todo lo demás irá a la
destrucción con nosotros; podéis estar seguros de ello.
Cuando los teólogos desaparecen, la Palabra de Dios
también desaparece, y no quedan sino paganos y demonios.
Cuando los juristas desaparecen, desaparece la ley, y con ella la
paz; entonces sólo queda el robo, el asesinato, el crimen
y la violencia, de
hecho sólo quedan bestias salvajes. (Lutero, 1530, p. 251;
traducción mía).

4. Las
propuestas educativas de Lutero

La discusión adelantada en la sección
anterior ha permitido revelar la importancia y el sentido que
Lutero le atribuye a la educación, así como
también su explicación de por qué la
mayoría de los hombres de su época no logra ver la
educación de esa manera. En pocas palabras, educar a los
jóvenes es uno de los mejores modos que tenemos para
agradecer a Dios por el orden que éste nos ha dado para
que podamos ser lo que somos. Es uno de los mejores modos porque
sólo gracias a la educación ese orden puede ser
apreciado, lo que constituye una condición fundamental
para su preservación. Claro está, cuando no somos
capaces de apreciar ese orden, tampoco podemos entender el papel
que la educación juega dentro de él, lo que hace
que entonces la pongamos al servicio exclusivo de nuestra
barriga. Esta visión de la educación es el elemento
fundamental establecido por Lutero en sus escritos y, por
consiguiente, el punto de partida para todas sus propuestas de
reforma en este campo. Pero veamos en qué consisten tales
propuestas.

La consecuencia más obvia de las ideas de Lutero
es la necesidad de un cambio en el
currículo de la educación
básica y universitaria. En la sección 2 de este
artículo ya habíamos mostrado que Lutero descarta
una gran parte del material de estudio que, hasta entonces,
había formado parte del currículo universitario.
Desde su punto de vista, la mayor parte de estas obras
surgían de una comprensión deficiente de la Biblia
o, incluso, eran completamente contrarias a la fe cristiana. De
manera que, en vez de perder el tiempo estudiando esos libros
perniciosos, había que dedicarse a estudiar las lenguas,
pues sólo mediante ellas podía lograrse un
auténtico acceso a la Biblia.

Es una empresa
estúpida intentar ganar una comprensión de las
Escrituras escarbando entre los comentarios de los padres [de la
Iglesia] y una multitud de libros y glosas. En vez de ello los
hombres deben dedicarse a las lenguas. . . . Dado que es de
cristianos hacer un buen uso de las Sagradas Escrituras, nuestro
único libro, y es un
pecado y una vergüenza no conocer nuestro propio libro, ni
entender el lenguaje ni las palabras de nuestro Dios, es un
pecado y una pérdida aún mayores no estudiar las
lenguas, especialmente en estos días en que Dios
está ofreciéndonos hombres, libros y todas las
facilidades y estímulos para el estudio, pues desea que su
Biblia sea un libro abierto. (Lutero, 1524, p. 364;
traducción mía)

No es necesario que tengamos todos los comentarios de
los juristas, todas las sentencias de los teólogos, todas
las quaestiones de los filósofos y todos los sermones de los
monjes. De hecho, yo descartaría todo este
estiércol y llenaría mi biblioteca con el
tipo adecuado de libros, consultando con los estudiosos para
hacer mi selección.
(Lutero, 1524, p. 375-376; traducción
mía)

¿Cuáles son los libros que Lutero
recomienda cultivar y preservar? En primer lugar, claro
está, la Biblia —en latín, griego, hebreo,
alemán y cualquier otro idioma al que haya sido
traducida— y una selección de los mejores
comentarios que se puedan hallar sobre ella, preferiblemente los
más antiguos. Luego libros que sean útiles para
aprender las lenguas, como los de los poetas y oradores de la
antigüedad: Homero, Ovidio,
Virgilio, etc. También libros referentes a las llamadas
"artes liberales" —gramática, retórica, lógica
(conocidos como el "trivium"), aritmética, geometría, astronomía y música (conocidos
como el "cuadrivium")— que proporcionaban un entrenamiento
básico en lengua latina y matemáticas. Además, buenos libros
sobre derecho y medicina
—que, junto con la teología, conformaban las tres
facultades superiores de las universidades. Y, finalmente, Lutero
recomienda estudiar y conservar crónicas e historias, en
cualquier lengua que se consigan, pues "ellas son una
magnífica ayuda en la comprensión y la dirección del curso de los eventos, y
especialmente para observar las maravillosas obras de Dios"
(Lutero, 1524, p. 376).

De manera que lo que Lutero despliega como plan de estudios
para las universidades está en perfecta consonancia con su
proyecto de hacer accesible a los hombres el verdadero orden de
la Creación, tal como éste se halla contenido en la
Biblia. En cuanto a la educación básica,
ésta no constituye más que un entrenamiento
preparatorio para acceder a esa clase de
estudios universitarios. Así, según lo establecen
las Instrucciones para los Visitadores de las Escuelas
Parroquiales ("Unterricht der Visitatoren an die Pfarherrn im
Churfürstenthumb zu Sachsen") —documento escrito
conjuntamente por Lutero y Melanchthon en 1528 con el fin de
normar el funcionamiento de estas escuelas—, la
educación básica debía constar de tres
etapas. En la primera de ellas los niños
aprenderían a leer y escribir en latín,
enriquecerían su vocabulario y se les dictaría los
primeros rudimentos de gramática. La segunda etapa
estaría dedicada por completo a la gramática y a
las primeras lectura de
obras de autores clásicos (como, por ejemplo, las fábulas de
Esopo).

Finalmente, en la tercera etapa se les daría a
los estudiantes obras de autores como Virgilio, Ovidio,
Cicerón y se les introduciría al estudio de la
lógica y de la retórica. Vale la pena destacar que
durante las tres etapas a los niños se les haría
leer y memorizar fragmentos de la Biblia, empezando por los
pasajes más sencillos y fáciles de explicar, y
luego siguiendo con los de mayor dificultad. Pues recordemos
que,

Por encima de todo, el más importante y general
objeto de estudio, tanto en las escuelas superiores como en las
inferiores, deben ser las Sagradas Escrituras, y para los
niños, el Evangelio . . . . ¿No debería todo
cristiano, a los nueve o diez años de edad, conocer todo
el Santo Evangelio, del que deriva su nombre y su vida? Una
hilandera o una costurera le enseña a su hija el oficio en
sus años mozos; pero ahora ni siquiera los grandes y
doctos prelados y obispos conocen el Evangelio. (Lutero, 1520,
Proposals for Reform, part III; traducción
mía)

Esta última cita nos lleva a un segundo y muy
importante aspecto de la reforma educativa de Lutero: la idea de
que la educación debe alcanzar a todos los niños,
independientemente de su condición social. En efecto, la
tarea de la educación, según Lutero, no se reduce
únicamente a formar doctores en teología y derecho.
Estos, sin duda, representan la cúspide del proceso
educativo y los niños más talentosos deben ser
educados para estos oficios. Pero el mundo también
necesita hombres de menor preparación para ocupar una
multitud de importantes cargos.

Los niños de gran habilidad deben ser mantenidos
en sus estudios, especialmente los hijos de los pobres . . . .
Pero también los demás niños deben estudiar,
aún los de menores habilidades. Ellos deben, cuando menos,
leer, escribir y entender el latín, pues no sólo
necesitamos doctores altamente instruidos y maestros de las
Sagradas Escrituras, sino también pastores ordinarios que
enseñen el Evangelio y el catecismo al joven y al
ignorante, bauticen y administren el sacramento. No importa que
sean incapaces de batallar con los herejes. En una buena construcción no sólo hacen falta
finos revestimientos, sino también piedras rústicas
que le sirvan de apoyo. Del mismo modo debemos tener,
también, sacristanes y otras personas que sirvan y apoyen
el oficio de predicar la Palabra de Dios. (Lutero, 1530, p. 231;
traducción mía)

Cuando hablo de juristas no me refiero sólo a los
doctores, sino a toda la profesión, incluyendo
cancilleres, secretarios, jueces, abogados, notarios y todos
aquellos que tienen que ver con los aspectos legales del
gobierno; también los consejeros de las cortes, pues ellos
también trabajan con la ley y ejercen la función de
juristas . . . . Todos los condes, señores, ciudades y
castillos necesitan síndicos, empleados y toda clase de
gente estudiada. No existe un noble que no requiera de un
secretario. También los necesitan los mineros, los
comerciantes y los hombres de negocios.
(Lutero, 1530, p. 240-244; traducción
mía)

La educación, incluso, les servirá a
aquellos que se van a dedicar a cualquier otra clase de oficio,
pues gracias a ella podrán conducirse mejor en su trabajo
y en su hogar:

Aún cuando un niño que haya estudiado
latín deba luego aprender un oficio y convertirse en
artesano, siempre estará disponible en caso de ser
requerido como pastor o para algún otro servicio a la
Palabra. Por otra parte, en ningún caso este conocimiento
dañará su capacidad para ganarse el sustento. Al
contrario, podrá gobernar su casa mucho mejor gracias a
él. (Lutero, 1530, p. 231; traducción
mía)

Esta sola consideración sería suficiente
para justificar el establecimiento por doquier de las mejores
escuelas para niños y niñas: que el mundo tiene que
tener buenos y hábiles hombres y mujeres, hombres capaces
de gobernar bien sobre tierras y gentes, mujeres capaces de
administrar la casa y entrenar correctamente a los niños y
a los sirvientes. (Lutero, 1524, p. 368; traducción
mía)

Todo esto no hace sino confirmar que, en la
visión de Lutero, mientras más y mejor
educación haya, mejor será preservado el orden en
todos sus aspectos, tanto a nivel de la sociedad como
un todo, como a nivel de la familia, el
trabajo y la vida privada. Tómese en cuenta,
además, que en las circunstancias históricas que
vivía Lutero la extensión de la educación se
hacía aún más urgente debido a la necesidad
de enraizar sólidamente el nuevo orden de sentido en
aquella cultura. Sin
embargo, la necesidad de extender la educación a todos no
obedecía únicamente a la necesidad de imponer y
preservar un orden. Había un asunto más de fondo
que presionaba en esa dirección independientemente de las
bondades que pudiera traer el disponer de muchos hombres y
mujeres bien educados.

Recordemos que, según Lutero, la incapacidad para
apreciar el orden de la Creación nos conduce a una vida en
la que lo único que apreciamos son nuestras propias
barrigas. Cuando no logramos apreciar ese orden nos hacemos
soberbios, avaros, egoístas y terminamos
sirviéndole a Mammón. Por el contrario, cuando
apreciamos ese orden en todo su esplendor, nuestra vida es
poseída por la humildad, la generosidad, el agradecimiento
y el servicio a Dios. Pero resulta que sólo podemos ser
buenos cristianos si vivimos nuestras vidas de este último
modo. En caso contrario nos convertimos, como ha dicho Lutero, en
paganos, demonios, bestias salvajes, puercos escarbando por
siempre en el estiércol. Cuando nuestras almas se
corrompen de ese modo, no sólo dejamos de ser cristianos,
sino que dejamos de ser seres humanos y nos convertimos en seres
infrahumanos. De esa manera perdemos nuestro ser distintivo
dentro de la Creación, por lo que, en esencia, dejamos de
ser.

De lo anterior resulta que la educación es
absolutamente indispensable para que un niño pueda llegar
a ser (humano, cristiano). La condición humana es algo que
se desarrolla a lo largo de la vida en la medida en que se va
apreciando y agradeciendo más el orden que permite nuestra
existencia. Ser un ser humano es un oficio que hay que empezar a
aprender desde temprano —al igual que las hilanderas y las
costureras aprenden su oficio desde temprano. No basta con haber
sido bautizado, asistir a misa, obedecer las leyes humanas y
divinas, ser caritativo, etc., sino que hace falta aprender a ver
el mundo y a disponerse hacia él de una cierta manera.
Sólo por medio de la educación, entonces, es
posible avanzar hacia la plena realización de nuestra
humanidad. Y es por eso que todos los hombres estamos en la
obligación de proporcionarle a todos los niños
encomendados por Dios a nuestro cuidado, la oportunidad de llegar
en su educación tan lejos como puedan, lo que equivale a
desarrollar su humanidad tanto como les sea posible.

Ahora bien; la idea de que cada recién nacido
estaba llamado por Dios a apreciar el orden global de la
existencia no sólo era contraria a lo que se pensaba y se
practicaba en los tiempos de Lutero, sino que rompía por
completo con el legado de la tradición medieval en ese
aspecto. En efecto, a lo largo de toda la Edad Media se
había dado por sentado que el tipo de educación que
conducía a la posibilidad de contemplar el orden del
universo era
dominio exclusivo de un grupo social particular: el clero. No es
que los demás grupos
sociales careciesen de toda educación. Al contrario,
cada uno de ellos mantenía en su seno el tipo de
educación que le era propio. Pero, aparte del clero,
ningún otro grupo social cultivaba sistemáticamente
la lectura, la
escritura y la
oratoria en
latín, y mucho menos la filosofía, la
teología, el derecho, la medicina y las demás artes
en las que se hallaba comprimido el conocimiento del orden del
mundo. Así, por ejemplo, entre la nobleza dominaba el
ideal del caballero de armas, y sus
hijos recibían un entrenamiento orientado hacia las
proezas militares —manejo del caballo, de la lanza, de la
espada, código
de conducta
caballeresca, etc. Por su parte, los artesanos y comerciantes
solían preparar a sus hijos para los oficios que ellos
mismos ejercían, por lo que cada gremio o cofradía
mantenía escuelas dedicadas a la formación de sus
miembros. Finalmente, los campesinos formaban a sus hijos en el
seno de sus propias familias y comunidades a través de su
participación cotidiana en las labores del campo y del
hogar, sin que mediara ninguna clase de educación formal.
Como resultado de esto, la inmensa mayoría de la población europea se mantuvo completamente
analfabeta a lo largo de toda la Edad Media, y no era infrecuente
que hasta los mismos emperadores, reyes y príncipes fuesen
iletrados.

Esta diversificación de la educación
medieval muestra que
aquella época estaba lejos de dar por sentado que todos
los seres humanos estaban destinados a contemplar el orden global
del universo. Por el contrario, diferentes grupos de seres
humanos estaban destinados a diferentes tipos de vida y a
diferentes clases de bienes. El destino de cada quien estaba
determinado por la clase social en la que había nacido, lo
que imponía límites
precisos e intransgredibles a lo que la persona
podía ser y hacer. Por ese motivo, la clase social
tenía que formar parte fundamental de la identidad
básica de cada quien: era aquello que uno no podía
dejar de ser a lo largo de toda su vida. En otras palabras, la
pertenencia a una determinada clase social no podía ser
vista como un hecho accidental o una circunstancia externa al
individuo.

Por el contrario, el ser de cada individuo su
hundía profundamente en su pertenencia a esa clase social.
Al punto que para el campesino (al
igual que para el noble o el artesano), dejar de ser campesino
debía significar algo muy cercano a dejar de ser en
general. Perder esa identidad básica significaba perder
toda orientación con respecto a las acciones, actividades
y bienes que se debían realizar o perseguir. Más
aún, dado que las diferentes clases
sociales representaban diferentes tipos de oficios por medio
de los cuales los individuos contribuían con el
funcionamiento armonioso de su sociedad, dejar de pertenecer a
cualquiera de ellas tenía que implicar una grave
pérdida de trascendencia de la propia vida.

Podríamos decir, en resumidas cuentas, que la
diversificación social de la educación medieval
obedecía a una situación en la que el lugar que
cada quien ocupaba dentro de la sociedad le era consustancial a
su identidad individual.

Podemos ver, ahora, que cuando Lutero plantea la
necesidad de brindar a todos el tipo de educación que
antes estaba reservado para el clero, entra en conflicto con
ciertos aspectos muy básicos del orden medieval. Bajo la
perspectiva medieval tal expansión de la educación
resulta completamente innecesaria, tanto desde el punto de vista
de la preservación del orden, como del logro de la
plenitud humana de cada quien. Para vivir una vida plena de
sentido en la Edad Media no hace falta ser capaz de apreciar el
gran orden de la Creación. Basta con realizar de manera
excelente la tarea que nos ha sido encomendada dentro de ese
orden. Esto, ciertamente, requiere que vivamos dicha tarea como
"encomendada", es decir, que experimentemos su carácter
trascendente, pero tal experiencia no necesariamente requiere de
una aprehensión directa del orden. Puede ocurrir, por
ejemplo, que el proceso de entrenamiento para un oficio
particular no simplemente forme destrezas técnicas
(como lo pensamos hoy en día), sino que, en el mismo acto,
enseñe una cierta actitud hacia el trabajo, y, en general,
hacia la vida, sin la cual todas aquellas destrezas
perderían sentido. Es lógico suponer que en una
cultura en buen estado, el orden de sentido en gran medida ejerce
su poder por vías invisibles y poco explícitas como
ésta. Tal invisibilidad, de hecho, constituye un elemento
esencial de su poder. Sólo cuando ese poder se deteriora,
como ocurre en la época de Lutero, aparecen la necesidad
urgente y generalizada de buscar el orden y el afán por
contemplarlo directamente.

Por otra parte, debemos recordar que todos los
individuos de esta sociedad estaban sujetos a una
educación regular, aunque informal, ejercida por la
Iglesia por medio de las misas y de la confesión. Como
mencionábamos en la sección 2 de este
artículo, en la medida en que el latín era
comprendido por todos, la Iglesia, por medio de estas
prácticas, podía instruir a la población
acerca del mundo en que vivía, y cuáles eran sus
deberes dentro de él. Se trataba, muy probablemente, de
una enseñanza de carácter dogmático,
enfocada más en aspectos cotidianos de la vida que en
temas generales. Más que comprensión, exigía
obediencia a las autoridades establecidas. Pero este hecho
resultaba perfectamente natural en un mundo en el que de antemano
se suponía que los únicos capaces de ganar claridad
acerca del orden del mundo eran los clérigos, quienes se
encontraban en una situación de cercanía al
Creador, y, por tanto, eran directamente iluminados por esa
fuente suprema de toda luz y toda verdad. Los demás grupos
sociales sólo podían recibir una luz tenue de esa
fuente —y ello sólo gracias al papel mediador que
jugaba la Iglesia. Más allá de eso se abría
ante ellos un misterio insondable con el que debían
convivir hasta el fin de sus días. No era de esperar,
entonces, que estos "legos" ganasen mayor comprensión
acerca de temas de trascendencia, sino que obedeciesen
respetuosamente a quienes sí eran capaces de esa clase de
conocimiento. Sobre la base de tal obediencia se sostenía
todo el orden social medieval.

La propuesta de Lutero, entonces, no sólo
resultaba innecesaria dentro del orden medieval, sino que era,
inclusive, altamente peligrosa para él. Lo que Lutero
estaba proponiendo no podía significar allí
más que una grave confusión de papeles sociales, un
caos en el que las funciones de unos
serían usurpadas por otros, lo que aparentemente
sólo podía conducir a una situación en la
que ya nadie sabría cual es su rol en la sociedad y
cómo debía conducir su vida. Además, era de
suponer que al expandir de ese modo la educación, todos se
sentirían autorizados para debatir acerca del orden de la
Creación, lo que resultaría destructivo para
aquella obediencia respetuosa a las autoridades sobre la que se
sostenía el mundo medieval.

En pocas palabras, la propuesta de Lutero "des-ordenaba"
el orden medieval al deshacer la jerarquía de roles
sociales que le era constitutiva.

No en vano Lutero abogaba por incluir a todos los
cristianos en el llamado "estado espiritual" (véase la
sección 2 del presente artículo). Con ello
pretendía mostrar, precisamente, que todos los hombres
estamos llamados a comprender y a predicar la Palabra de Dios.
Esa igualdad
fundamental no sólo implicaba que todos podían
poner en duda, cuestionar y discutir lo que decían y
hacían quienes ocupaban algún puesto de autoridad,
sino que, yendo más a fondo, modificaba la idea misma de
autoridad que había dominado a lo largo de la Edad Media.
En efecto, como ya hemos visto, la autoridad de la Iglesia
medieval se derivaba de una presunta cercanía que
mantenían los miembros de ésta con el
Creador.

Esa cercanía hacía que los clérigos
formaran una clase aparte, claramente separada de los
demás hombres y jerárquicamente superior con
respecto a ellos. Los clérigos se distinguían de
las demás clases sociales por una serie de poderes
particulares (recordemos, por ejemplo, la infalibilidad del papa)
o por marcas
particulares en su ser (como el character indelebilis que Dios le
imprimía al sacerdote al momento de su ordenamiento). En
todo caso eran algo más que hombres comunes. Pero si se
aceptaba la igualdad fundamental que postulaba Lutero,
ningún tipo de autoridad podía seguir
derivándose de esa fuente, pues era inadmisible la
existencia de seres sobre-humanos que gozaran de un acceso
privilegiado a Dios. Quienes ocupaban un puesto de autoridad no
podían hacerlo, entonces, en virtud de algún poder
especial que les fuese consustancial, sino simplemente porque
tenían el consentimiento de sus pares: los demás
miembros de la comunidad, cada
uno de los cuales también estaba facultado para ejercer
ese puesto. Debido a eso, además, quien ocupaba
algún puesto de este tipo era responsable ante la
comunidad y podía ser removido por ella cuando fuese
necesario.

Mediante el bautismo todos somos consagrados al
sacerdocio . . . . Así que, cuando un obispo consagra [a
un sacerdote] es como si él, en nombre de toda la
congregación, cuyos miembros tienen todos igual poder,
escogiese a uno de entre ellos y lo encargase de usar ese poder
en nombre de los demás . . . . Ahora; precisamente porque
todos somos igualmente sacerdotes, nadie debe colocarse por
encima de los demás y encargarse, sin nuestro
consentimiento ni elección, de hacer

lo que está en poder de todos. Pues lo que es
común a todos, nadie debe atreverse a arrogarse a
sí mismo sin la voluntad y el mandato de la comunidad; y
si ocurriese que alguien escogido para tal cargo fuese depuesto
por malos manejos, pasaría a ser exactamente lo que era
antes de asumir el cargo. De manera que un sacerdote en la
Cristiandad no es más que un funcionario. Mientras
está en el cargo, tiene precedencia; cuando es depuesto,
es un campesino o un citadino como los demás.

(Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists;
traducción mía)

Así que, del mismo modo como aquellos que ahora
son llamados "espirituales" — sacerdotes, obispos o
papas— no son diferentes de los demás cristianos ni
superiores a ellos (excepto por el hecho de que se les ha
encargado la
administración de la Palabra de Dios y los
sacramentos, que es su trabajo y oficio), así
también ocurre con las autoridades temporales —ellas
detentan la espada y la vara con la que se castiga al malvado y
se protege al bueno. Un zapatero, un herrero, un granjero: cada
uno tiene la labor y el cargo de su oficio, y sin embargo todos
ellos son sacerdotes y obispos consagrados, y cada uno, por medio
de su propio trabajo u oficio debe beneficiar y servir a todos
los demás, de manera que muchos tipos de trabajo puedan
hacerse para el bienestar corporal y espiritual de la comunidad,
del mismo modo como todos los miembros del cuerpo se sirven entre
sí. (Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists;
traducción mía)

Como vemos, el cargo, oficio, puesto o, en general, el
lugar particular que alguien ocupa en la sociedad no le
añade nada adicional a lo que la persona ya es antes de
asumirlo y lo que seguirá siendo luego de abandonarlo. El
que alguien juegue un papel social determinado no hace que sea
otra cosa que un hombre como
los demás. En pocas palabras, lo que la persona es
—su ser— no depende del oficio particular que
desempeñe. Por el contrario, desde el nacimiento y el
bautizo hasta la muerte todos
somos lo mismo: seres con cuerpo y alma llamados a alabar a Dios
y predicar su Palabra. Esa es nuestra identidad fundamental; con
respecto a ella todas lo demás en nuestras vidas es
circunstancial y contingente. Y en ello consiste la igualdad
fundamental que hay entre nosotros.

Esto, evidentemente, significa negar ese aspecto
fundamental del orden social medieval que mencionábamos
antes: la suposición de que cada ser humano pertenece de
manera necesaria y esencial a una determinada clase social, que
constituye el eje central de su identidad como individuo. Bajo
esta visión medieval, el orden social era algo que fundaba
lo humano, en la medida en que sólo dentro de él
los hombres podían ganar su ser individual. Puesto de otro
modo, el ser humano sólo podía fluir por los cauces
que le ofrecían las clases sociales. En ese sentido
podría decirse que las jerarquías sociales
medievales tenían un carácter ontológico.
Pero, en la visión luterana, el orden social es secundario
con respecto a lo que los hombres son. La jerarquías
sociales y la división de labores sin duda son
indispensables para que los hombres puedan llegar a ser hombres
en el pleno sentido de la palabra. Pero son indispensables no
porque sean el lugar donde se realiza lo humano sino sólo
porque constituyen un mecanismo para la producción de ciertos bienes fundamentales
—educación, seguridad, etc.
Tales jerarquías, por tanto, tienen un carácter
operativo: los seres humanos asumen los diferentes puestos que
las conforman sin que su ser, su pensamiento y su acción
se vean confinados a ellas.

Vemos, entonces, que la idea luterana de extender la
educación a todos traía consigo una idea de
sociedad muy distinta a la medieval. Una de las consecuencias de
esta nueva visión de la sociedad era que los hombres no
podían limitar el campo de sus preocupaciones a
sólo una pequeña parcela dentro de la totalidad del
orden social. Nuestra vocación a apreciar y cuidar la
totalidad del orden exigía que estuviésemos
permanentemente atentos al funcionamiento de toda la sociedad.
Cada quien debía vigilar y contribuir con el buen desempeño de todas las funciones sociales.
En pocas palabras, todos éramos responsables de mantener
en buen estado cada una de las actividades necesarias para la
buena convivencia.

Esta idea novedosa, de que todos eran responsables por
todo, obviamente tenía que modificar sustancialmente la
concepción acerca de quién y cómo
debía encargarse de mantener los procesos
educativos en la sociedad. Como veíamos antes, los
diversos procesos educativos de la Edad Media no eran
instaurados, supervisados ni coordinados por ninguna
institución en particular. Cada clase social, cada tipo de
oficio estaba encargado de darse continuidad a sí mismo.
Dado que cada oficio era algo "encomendado" a nuestro cuidado,
educar a las futuras generaciones tenía que formar parte
esencial de cada oficio, pues sólo de ese modo
evitábamos que éste pereciera. El oficio de
clérigo, y su correspondiente tipo educación,
estaban, claro está, a cargo de la Iglesia. La Iglesia
medieval, en otras palabras, tenía total exclusividad en
lo referente al mantenimiento
y la orientación de la clase de educación que
Lutero pretendía extender a todos.

Esta situación necesariamente tenía que
cambiar. Había dos razones de carácter
circunstancial para ello y otra de fondo. La primera razón
circunstancial era que el tipo de educación que para la
época se brindaba en los establecimientos controlados por
la Iglesia era considerado como pernicioso por los reformadores.
Hacía falta sustraer todos aquellos establecimientos al
control
eclesiástico para poder imponer en ellos los nuevos
programas
educativos. La segunda razón circunstancial era que, en
las regiones que adoptaban la Reforma, uno de los primeros actos
de las autoridades era cortar inmediatamente el flujo de dinero,
donaciones, tierras y otros bienes que habían estado
alimentado la actividad de los monasterios, conventos y
demás fundaciones de dicha región. Esto obviamente
traía como resultado el cierre de tales instituciones,
así como también de las escuelas que éstas
solían mantener. De modo que algún otro agente
social tenía que encargarse de mantener escuelas. Lutero
vio a las autoridades temporales como las indicadas para llevar a
cabo esta labor. En esto, precisamente, consistió el
tercer aspecto importante de su reforma educativa.

Las razones de fondo que llevaron a Lutero a postular
como deber de las autoridades temporales el mantener escuelas
gratuitas para todos los niños, eran las mismas que lo
habían llevado a ver a tales autoridades como las
más indicadas para luchar contra el poder de la Iglesia y
promover, en general, la causa de la Reforma.

En la sección 2 de este artículo vimos
que, en la visión luterana del orden social, las
autoridades temporales no están sometidas o gobernadas por
las autoridades espirituales —como era lógico que
sucediese dentro del orden jerárquico medieval. Por el
contrario, dentro de la organización global de la sociedad, las
autoridades temporales tienen una función propia y
claramente diferenciada en la que son plenamente soberanas
—debiendo sometérseles, en ese campo, incluso la
Iglesia misma. Esa función consiste, como ya hemos visto,
en preservar el "reino terrenal", es decir, el orden social que
le permite a todos realizar su vocación como cristianos.
Con el fin de preservar ese orden las autoridades temporales
ejercen un poder coercitivo sobre los hombres,
obligándolos a hacer (o dejar de hacer) todo cuanto sea
necesario para alcanzar dicho objetivo. Si
bien las autoridades espirituales también cumplen un
importante papel en la preservación del orden, su
función es predicar, exhortar, traer las almas hacia Dios
por medio de la Palabra, pero no tienen facultades para obligar a
nadie por la fuerza, pues no les corresponde gobernar sobre las
acciones humanas. De modo que es prerrogativa de las autoridades
temporales refrenar a todo aquel que atente contra el orden,
incluso si se trata de un alto jerarca
eclesiástico:

El poder temporal es un miembro del cuerpo de la
cristiandad, y pertenece al "estado espiritual", aunque su
trabajo sea de naturaleza
temporal. Por tanto, su trabajo debería extenderse
libremente y sin obstáculos hacia todos los miembros de
todo el cuerpo; debería castigar y usar la fuerza siempre
que la culpabilidad
lo merezca o la necesidad lo exija, sin detenerse ante papas,
obispos o sacerdotes. (Lutero, 1520, The Three Walls of the
Romanists; traducción mía)

Dado que la educación de todos los niños
lucía, ahora, como uno de los principales modos de
preservar el orden, parecía evidente que las autoridades
temporales debían asegurarla, incluso por la fuerza. Este
era uno de estos casos en los que "la necesidad lo
exigía". Ciertamente a lo largo de la Edad Media las
autoridades temporales también tenían por
misión preservar el orden social. Pero su condición
de subordinación a la Iglesia hacía que fuese
impensable que ellas pudiesen encargarse de una labor que era
dominio exclusivo de su superior jerárquico. Eso
sería una escandalosa usurpación de funciones, algo
tan absurdo como proponer que los artesanos se encarguen de la
educación de la nobleza y de los hijos de la familia real. Por
otra parte, como hemos visto, la preservación del orden
medieval no requería extender a todos el tipo de
educación brindado en las instituciones
eclesiásticas. Era suficiente con asegurar la obediencia
de todos a la autoridad de la Iglesia.

El papel de los reyes y príncipes en la
preservación del orden se limitaba, entonces, a servir de
brazo armado para afianzar la autoridad de la Iglesia en el
mundo. De aquí que las expediciones militares en defensa
del papa, de la Santa Sede o del Santo Sepulcro, fuesen un
ejemplo paradigmático del tipo de actividad que era
considerado como más propio de un gobernante medieval. No
en vano los reyes medievales eran coronados por la Iglesia,
juraban obedecerla y protegerla, y se comprometían a
combatir a los infieles. Por eso, precisamente, cuando Lutero
exhorta a las autoridad temporales a que funden escuelas, compara
esta labor con la de mantener ejércitos, y muestra que
esto último no es suficiente para preservar el
orden.

Mantengo que es deber de las autoridades temporales
obligar a sus súbditos a que mantengan sus hijos en las
escuelas, especialmente a los más prometedores. Pues
verdaderamente es deber del gobierno mantener los oficios y
estados que hemos mencionado, de manera que siempre haya
predicadores, juristas, pastores, escritores, médicos,
maestros, etc., pues no podemos prescindir de ellos. Si el
gobierno puede obligar a los súbditos aptos para el
servicio militar a cargar lanzas y mosquetes, proteger murallas y
hacer otras clases de trabajos en tiempos de guerra, cuanto
más puede y debe obligar a sus súbditos a mantener
sus hijos en las escuelas. Pues aquí enfrentamos una
guerra peor, una guerra contra el demonio. (Lutero, 1530, p. 257;
traducción mía)

Lo distintivo del nuevo papel que Lutero le estaba
asignando a las autoridades temporales era, por tanto, no
sólo su independencia
de la Iglesia, sino también el hecho de que la
preservación del orden debía lograrse no tanto por
vía de la fuerza, sino haciendo que todos los
súbditos pudieran apreciar ese orden, se responsabilizaran
de su mantenimiento y participaran activamente en su cuidado.
Esto nos hace volver a un punto que dejamos abierto unos
párrafos atrás: la idea de que todos somos
responsables por todo y las consecuencias que esto traía
para el campo de la educación. En efecto, estrictamente
hablando, la responsabilidad por la educación
recaía en todos los miembros de la sociedad. Cada quien
debía hacer su aporte a ella del mejor modo que se lo
permitiera su posición en la sociedad. Así, en las
autoridades temporales recaía la responsabilidad de
recoger impuestos,
construir escuelas e imponer como ley la asistencia obligatoria
de todos los niños a ellas. En los predicadores y
sacerdotes recaía la responsabilidad de exhortar a todos,
por medio de la Palabra, a asumir su responsabilidad en el
mantenimiento de escuelas (como, por cierto, lo hace Lutero en
sus escritos). Y en los padres recaía la responsabilidad
de enviar a sus hijos a las escuelas, así como
también de contribuir económicamente con su
mantenimiento en la medida de sus posibilidades.

5.
Transición

Con esto cerramos nuestra discusión en torno a los
principales aspectos de la reforma educativa impulsada por
Lutero. Dicha discusión nos ha permitido ver que tras esta
reforma se perfilaba ya un nuevo modo de concebir a la sociedad y
al individuo. Vimos que ella apuntaba hacia una
transformación del modo de ser del ser humano en el mundo,
lo que necesariamente tenía que estar en estrecha
correspondencia con el modo de ser de todas las cosas en general.
De manera que no podemos seguir postergando la pregunta por la
naturaleza exacta del orden de sentido que parecía estar
retrocediendo en la época de Lutero, así como
también por la naturaleza de aquel otro orden que
parecía estar emergiendo. A este tema nos dedicaremos en
el segundo artículo de este ciclo.

Referencias
bibliográficas

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Bruguera, Barcelona, 1978.

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MacIntyre, A. (1988); Whose Justice? Which Rationality?;
University of Notre

Dame Press; Notre Dame, Indiana

 

Roldan Tomasz Suárez
Litvin

Frónesis, Vol. 10, No. 3, 2003

Centro de Investigaciones
en Sistemología Interpretativa, Facultad de Ingeniería, Universidad de
Los Andes, Mérida, Venezuela.

Partes: 1, 2, 3
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