El bumerán de los deseos en la época de la satisfacción inmediata (página 2)
La inseguridad alimenticia
Llamada técnicamente
encefalopatía espongiforme bovina, esta patología fue descubierta en 1986, en
ganados de Gran Bretaña. Desde entonces, con indefectible progresión
geométrica, se ha difundido por Europa continental entre el escepticismo y el
desinterés general, sin que se tomaran medidas eficaces antes del final de los
años noventa, cuando se produjeron las primeras víctimas humanas. A este punto,
los acontecimientos se precipitaron y se ha rozado el estado de pánico. En los
primeros meses del año 2001 se produjo el punto pick de la alarma. Por decenas se contaban los casos de
muertes entre individuos que habían comido carne de animales contaminados,
contrayendo así la versión humana de la enfermedad (síndrome de
Creutzfeldt-Jacob).
En estos meses, con ocasión
de la versión italiana de un libro precedente dedicado a la ascensión y caída
de la cultura de la carne, Jeremy Rifkin escribió un texto sobre Vaca loca y
nuevos inicios (publicado como Introducción a la edición italiana), en el cual
entre otras cosas, se afirma que, si por ahora el síndrome se encuentra
limitado a Europa, es previsible su propagación a las Américas y a Asia; en
fin, concluye Rifklin, "podremos estar
en las primeras fases de una pandemia con consecuencias imprevisibles para la
industria ganadera, el consumo de carne bovina y la salud del hombre"(9).
Pero, en realidad, el
fenómeno es tan grave y sintomático de una globalización de la nocividad, que
sus implicaciones van mucho más allá de las opciones alimenticias y comprenden,
en general, el significado de los consumos de masa y la forma social de vida
que hemos construido en torno a la primacía de los consumos. Para combatir los
riesgos de contaminación alimenticia es, por tanto, indispensable reflexionar
sobre las dimensiones socioculturales y psíquicas del consumismo. Es decir,
debemos preguntarnos cuál es el tipo de deseo que la sociedad de los consumos
de masa realiza y satisface, y cuáles son las patologías intrínsecas.
Pero vamos por orden.
Señala Rifkin: "la responsabilidad de
todo esto corresponde a los valores sociales que nos han permitido ignorar
sistemáticamente la naturaleza intrínseca de estos animales (transformando
irresponsablemente a los vegetarianos en carnívoros) para tratarlos como
simples utensilios en un degradado y degradante sistema agro-pastoral"(9).
Con esta observación, que
va mucho más allá de las implicaciones vegetarianas desarrolladas por él a lo
largo de este libro, Rifkin pone realmente el dedo en la llaga. El síndrome de
la vaca loca –caso extremo y trágico de
inseguridad en la alimentación– es al mismo tiempo la punta de un
iceberg y un banco de prueba. El efecto inmediato de la crisis y del pánico que
ha causado en Europa ha sido la gran preocupación por la dimensión nociva y
dañina de alimentos destinados a un consumo masivo. Ha vuelto a estar en el
tapete la cuestión relativa a la seguridad
como ansia de incolumidad colectiva, es decir, de una seguridad que
puede ser garantizada únicamente como bien público, de una seguridad, por lo
tanto, que exige la refundación y la defensa de un espacio público sustraído a las tendencias brutales de la
competencia. Como podemos ver, en los últimos años el discurso social dominante
ha extendido un manto de descrédito sobre estos temas, observándose el legado
de una época que ha quedado en el pasado, en la cual regían el inmovilismo
social y garantías que liberaban de la responsabilidad. Pero es precisamente
sobre estos temas que, si queremos reflexionar en forma crítica y con
conocimiento de causa, no se puede limitar el discurso a los aspectos técnicos
de la lucha contra los contagios y la inseguridad.
Inseguridad y crisis de la mediación sociocultural
En un artículo publicado en
un importante periódico francés, el filósofo Robert Redeker empezó una reflexión
de este tipo, individualizando en el síndrome de la vaca loca la crisis de
aquella confianza individual en la civilización, de la cual el fenómeno de la
nutrición es la prueba. En realidad, señala Redeker, "así como la paz de la noche, producto de la civilización,
la confianza en la alimentación tampoco es natural. Las dos, dormir y comer
humanamente suponen la confianza en la seguridad que produce la civilización.
La desconfianza respecto de la alimentación introducida por las vacas locas
agrieta el pedestal antropológico de la civilización, rompe el fundamento de la
política, alterando la distinción entre el hombre y los otros animales,
acercándonos peligrosamente de la frontera que separa la cultura de la
barbarie. La confianza en lo que se come estructura (junto a otras confianzas)
el fundamento de la vida colectiva – y sólo existe vida humana de manera
colectiva!"(10).
El episodio de la vaca loca
adquiere todo su sentido sobre el trasfondo de esta crisis de la mediación
cultural. No se trata sólo de poner remedio activamente al riesgo de una
pandemia generalizada, sino que se trata, ante todo, de reflexionar sobre las
consecuencias de una forma de vida humana en la cual se restringe
peligrosamente el espacio público de la mediación sociocultural. En este tipo
de emergencia se ve cómo el individuo, abandonado a una terrible soledad, vive
la dimensión colectiva exclusivamente como amenaza y como pesada carga. Pero en
su individualidad aislada no cuenta con los recursos para elaborar una
estrategia defensiva. La enseñanza que hay que extraer es que la esfera privada
de la singularidad y del deseo no tiene inmediata relevancia política, sino que
debe pasar inevitablemente a través de la mediación colectiva que la socializa.
He ahí la razón por qué la exclusiva naturalización del deseo y su pretensión
de satisfacción inmediata constituyen una utopía ilusoria y peligrosa. Sin
embargo, es precisamente esto lo que produce la globalización, reduciendo el
deseo a una premisa, a un multiplicador de deseos, con el subentendido de que
todo deseo es la antesala de su satisfacción.
En efecto, la ilusión
actual es precisamente la pretensión que la acrecentada inmediatez del gozar,
en cuanto característica del individuo y punto culminante de una suerte de
evolución natural, pueda
adquirir directamente implicaciones públicas, esto es, socio-políticas. Esta
pretensión se funda en la implícita ecuación entre lo individual y lo
universal, en la que debemos reconocer, a mi juicio, la nueva figura de la
inmediatez de los deseos que se impone en nuestra época. Desvinculado de todo
obstáculo, el individuo aislado estaría finalmente en condiciones de gozar
plenamente de su libertad. Y es a esta realización de masa de una acrecentada
"capacidad de gozar" a la que hemos atribuido ilusoriamente un valor
políticamente liberatorio. La utopía de nuestra época ha sido la transformación
del goce individual en factor de emancipación política.
La actual ansia de
inseguridad y la nueva necesidad de impunidad están mostrando amargamente su
inconsistencia.
Consumos y deseos
La crisis de la mediación
social, en vez de abrir camino a la liberación de los deseos, corre el riesgo
de trastocarlos. La inmediatez no constituye su terreno de cultivo, sino que,
por el contrario, representa una amenaza mortal para su propia supervivencia.
Si una vez existió la prohibición de desear, hoy, por el
contrario, se impone cada vez más radicalmente el imperativo del deseo. Se trata de un imperativo permanente,
generalizado, constante, que produce como efecto el incentivo y la
multiplicación de los deseos y, en cierto modo, provoca su inflación. Todo
conspira y debe conspirar para suscitarlos, provocarlos, renovarlos. Sin
embargo, este enorme derroche de energías produce solamente la inflación de los
deseos y su crisis.
En la sociedad del
bienestar -constituida por cierto por una fracción minoritaria de la humanidad
contemporánea, que resulta, sin embargo, decisiva en la determinación del
imaginario dominante- las necesidades primarias se encuentran sustancialmente
satisfechas y, sin embargo, los consumos deben aumentar incesantemente. Si no
proliferan, algo esencial se atora. Y la única manera posible de aumentar la
necesidad de bienes de consumo -y así maximizar las ganancias- es exactamente
el estímulo del deseo, el único motor que puede actuar como multiplicador
constante de ulteriores necesidades inducidas. El dominio social y el control
hoy no se ejercitan tanto sobre la vida como sobre los consumos. Pero para controlar el consumo, es necesario
intervenir sobre los deseos. La principal vía de acceso a los
deseos de masa es la manipulación y la propaganda efectuadas por la publicidad,
la única forma de paideia
eficaz que subsiste, cuyo objetivo es la promoción del consumo, su difusión
diseminada y transversal.
El enorme poder de la
publicidad es la figura ganadora de la técnica en nuestra época. En mi opinión,
es necesario dar un paso más respecto a aquello que suele decirse habitualmente
sobre la técnica y sobre nuestra época como dominada y caracterizada por la
técnica. Ésta resuelve muchos problemas y satisface muchas necesidades. Pero
fundamentalmente satisface las necesidades que ella misma crea. Y las crea
suscitando el deseo. Es decir, pasando a través del ámbito del imaginario.
Existe un nexo central entre
técnica y deseos. La penetración y el éxito de la técnica tienen una influencia
central sobre nuestro imaginario. A través de sus conquistas inesperadas, a
través de sus mismos resultados más inquietantes, la época de la técnica se
presenta como la época de la realización, hoy consumada, de infinitas
posibilidades. El enorme poder de la publicidad es la figura ganadora de la
técnica en nuestra época. Yo creo que, junto con el predominio generalizado de
la publicidad, esta forma de vida, que es hoy por hoy la nuestra, en la cual
todo parece posible y en la que todo lo posible parece a punto de realizarse de
manera plena, tiene repercusión directa sobre el deseo y en su configuración.
En otras palabras, me parece que la modalidad específica con que se muestra el
rostro ganador de la técnica es, precisamente, la seducción irresistible
representada por la posibilidad de gozar en la actualidad de una realización
inmediata de necesidades y deseos. Estas necesidades y estos deseos, que antes
era tan difícil de satisfacer, justamente están ahora satisfechos y consumados,
hoy se encuentran ante la posibilidad de realización inmediata, casi
instantánea. La técnica es un atajo formidable. El intervalo temporal -plagado
de expectativas y temores, esperanzas y fatigas- entre el deseo y su siempre
incierta realización parece abolido como por encanto. La satisfacción de los
deseos se ofrece con su propia proliferación. La nuestra es la época de la
inmediatez y de su triunfo. Pero la ausencia de mediaciones mata a los deseos.
En fin, la edad de la
técnica tiene el poder fascinante y terrible de embrujarnos, presentándonos su
irrupción como la realización de un antiguo sueño: quemando las etapas,
alcanzar inmediatamente la meta. Necesidades y deseos satisfechos, aspiraciones
realizadas. Sin la fatiga de la mediación extenuante e incierta, sin la espera
plagada de incertidumbre, riesgo y ansia. La tecnología parece poder satisfacer
la aspiración más profunda en la base de todo deseo y de toda necesidad: y tal
aspiración hasta ahora irrealizable y casi inconfesable consiste en la
coincidencia inmediata entre el brote del deseo y su satisfacción.
Ciertamente, esta
realización del auspicio fundamental de todas las necesidades y de todos los
deseos es sólo mítica o irreal. Pero constituye la razón profunda de la gran
seducción de la técnica. Ella parece llevar consigo la realización inmediata y
la satisfacción completa de todo lo que los deseos humanos prometen y anuncian.
Si, efectivamente, en la base del deseo está la postergación, el aplazamiento,
la distancia entre el presente y el futuro, entre el vacío de la carencia y la
plenitud ambicionada y esperada de su realización finalmente alcanzada, la
técnica suprime la distancia e inaugura el reino de un presente pleno, acabado,
satisfecho.
Como consecuencia de ello,
toda ética de la gratificación diferida, toda moral del autocontrol y de la
autolimitación, resulta marginada. El mensaje de la publicidad, transformada en
propaganda, empuja hacia una carrera desenfrenada por una realización, por una
satisfacción que hay que usufructuar y gozar ahora mismo de manera
espectacular, en correspondencia con la prisa de una expectativa improrrogable
y, de lo contrario, insaciable. El contenido de este imperativo es
autorreferencial, motivo por el que el deseo, finalmente, gira en torno a sí
mismo. En efecto, el deseo -que es promovido, acariciado, estimulado, y muchas
veces también degradado y apagado-, tiene por contenido la proliferación de
nuevas necesidades que tendrán que ser satisfechas por el consumo de nuevos
objetos. En fin, el deseo "cubre" la multiplicación de infinitas
necesidades, inducidas y reproducidas en serie. Sin embargo, la tensión por la
satisfacción inmediata desnaturaliza el deseo y termina por poner en crisis su
misma supervivencia. En efecto, si el esquema que rige el deseo es el del
consumo del objeto tal como se realiza en la satisfacción de la necesidad, el
deseo se ve privado del espacio simbólico del cual vive y sin el cual no logra
salvaguardar su creatividad y su autonomía.
Freud habla de una
"vía indirecta" a través de la cual el deseo, liberado de la coacción
a la inmediatez propia del inconsciente, perdida la ilusión del propio carácter
solitario y omnipotente, busca en el mundo común la propia satisfacción real(11,12). La vía indirecta de la
satisfacción del deseo es el pasaje a través de mediaciones que no son
mediaciones solitarias, sino que simbólicas, es decir, instituidas.
El auspicio imposible, el
sueño absolutamente fantasmal de la satisfacción directa de los deseos se
materializa en la transmisión de la publicidad, en el traspasar el umbral del
propio deseo de un mensaje del cual somos todos destinatarios y de hecho
también activos difusores. En el discurso social dominante este resorte
prepotente de la socialización que es el deseo, parece a punto de perder su
especificidad y su ambigüedad, parece susceptible de satisfacción inmediata. Es
decir, parece reducirse a una necesidad que se puede satisfacer a través de la
presentación del objeto connatural a él. Aunque el deseo no tiene un objeto que
le es propio, natural, el mundo por el cual el deseo hoy transita -y en el cual
se envuelve en sí mismo- es su confusión con la necesidad.
La pretensión de procurar
satisfacción inmediata a los deseos ilimitados de individuos aislados, es la
manera como el mundo de los consumos de masa produce subjetividad. El deseo
ilimitado de los individuos es un contenedor que cubre infinitas necesidades
perennemente inducidas y reproducidas en serie. El resultado es la disolución
del deseo y de sus inquietudes en la expectativa del consumo y de la posesión
de objetos.
El deseo global y su bumerán
Esta centralidad del
consumo, su propagación de masa, su expansión y penetración en la vida
cotidiana de todos, es el verdadero gran protagonista de la globalización, su
"buena nueva", cuyo destinatario único es el deseo global de nuevos
objetos. Si existe una promesa de la globalización, es sólo ésta: la pretensión
(la ilusión) de que es posible gratificar inmediatamente nuestros deseos, sin
necesidad de recurrir a las extenuantes mediaciones de la política, sino que
entregándose exclusivamente a la fuerza de atracción del consumo.
En realidad, más que
producir subjetividad y difundir deseo, la sociedad del consumo de masa propaga
satisfacción. El deseo, se dice, no quiere esperar, es impaciente. Y, sin
embargo, en su tendencia a la ansiada satisfacción, el deseo recorre afanoso y
anhelante un intervalo temporal, pero una vez transformado en metástasis de
ilimitadas necesidades consumistas, ignora la espera, la esperanza, el
aplazamiento. Conoce solamente la satisfacción de su propio estadio, casi
pavloviano, de exaltada autocomplacencia. El deseo -ha señalado Bauman- es
"un consumidor ideal"(13),
en cuanto no quiere satisfacción, sino nuevos deseos. Sin embargo,
contrariamente a lo que nos da a entender esta afirmación, el sujeto del
consumo no es el deseo -el cual , por el contrario, corre el riesgo de
desaparecer suplantado por el ansia de posesión- sino que la necesidad inducida
de bienes siempre nuevos y siempre distintos.
El consumo de masas mata al
deseo, sustituyéndolo por una fase de satisfecha saciedad determinado por la
siempre posible y siempre inminente satisfacción de las necesidades. Medir los
deseos es una empresa imposible. Procurar una lectura funcional y automática es
una utopía. Ver una réplica cultural de las necesidades rutinarias es
consolatario. No hay vía de escape posible: el indefinido aplazamiento -rumbo
inseguro- del orden precario y frágil del deseo es el horizonte de la psiquis
humana. Aun cuando sea debilitante y poco tranquilizador reconocer la
imposibilidad de procurar a los deseos un éxito seguro y una infalible
gratificación, ésta es la verdad de la condición humana. El carácter universal
y permanente de un deseo de estabilidad y seguridad, su pretensión de obtener
directamente un objeto capaz de satisfacerlo plenamente, no garantiza nada.
Mucho antes que Freud, ya
Platón había reconocido que "una especie de deseo terrible, salvaje y
desenfrenada está en cada uno de nosotros, incluso en aquéllos que parecen del
todo moderados" (República
IX, 572 b). Y es exactamente esta especie de deseos que la "paideia" tiene la tarea de
limitar y educar. Precisamente esta función sociocultural -esta mediación entre
bios, psyque y polis– es la que
se está debilitando, suplantada por los imperativos del mercado y del sistema,
y por la ideología del deseo ilimitado prometido a la satisfacción inmediata.
Abandonada toda forma de responsabilidad colectiva, pública, se deja la gestión
del deseo y de su terrible exceso al individuo. Con la ilusión de que pueda
arreglárselas por sí solo.
Detrás de la crisis de la
mediación asoma el riesgo de destrucción del deseo(14). Christopher Lasch alude indirectamente a ello cuando
descubre en el narcisismo individualista que impregna nuestra época "el
deseo de ser libres del deseo"(15).
La pretensión del deseo de ser inmediatamente satisfecho es exactamente un modo
para librarse del deseo, esto es, para librarse del aplazamiento necesario para
su gratificación. De este modo, el deseo narcisista se complace de su
imaginaria plenitud, experimenta placer en su presunta omnipotencia. Girando en
torno a sí mismo, persigue una satisfacción absolutamente garantizada, evitando
el riesgo de un rechazo del otro, pero esta misma ilusión de independencia lo
vuelve todavía más profundamente solo.
Lo que desmiente más
radicalmente la aspiración de la subjetividad a la propia autosuficiencia
solitaria es precisamente la estructura del deseo, incapaz de autogenerarse,
pero igualmente incapaz, si es abandonado a su propia suerte, de mantenerse con
vida. Siempre permanece como irreductible, aquello que lo suscita y lo
alimenta. El carácter externo de lo deseado no se deja absorber en el deseo y
constituye su intrínseco límite. Pero es precisamente esta inaccesibilidad, sin
la cual se extinguiría, la que el deseo tiende activamente a negar y suprimir,
con ello girando en torno a sí mismo, buscando afanosamente su realización
plena y definitiva que lo tornaría, en cuanto deseo, superfluo e inútil.
Hay, en el corazón mismo
del deseo, una tendencia tácita y tenaz que lo desdobla y lo pone contra sí
mismo, induciéndolo a no querer desear más, a no tener más nada que desear, a
agotarse en una fusión inmediata con el dato en el cual se consumaría el
ansiado retorno a los orígenes. Según la psicoanalista Piera Aulagnier, es éste
el sentido último de la pulsión de muerte, que tiende a restablecer la
originaria quietud de lo inorgánico, buscando "aniquilar toda razón de búsqueda y de espera gracias al retorno a
un silencio primario, a un antes del deseo en el cual se ignoraba que se estaba
condenado a desear. Esta tendencia regresiva hacia un imposible antes es
aquello que llamamos thanatos"(16).
He aquí la razón de por qué
las consecuencias del deseo abandonado a su propia suerte son destructivas y
devastadoras.
Notas
*Traducido del Italiano por
Adelio Misseroni Raddatz
Referencias
1. Freud S. Das Unbehagen
in der Kultur. In: Gesammelte Werke
G. Vol. 14, p. 473.
2. Freud S. Disagio della
civiltà. In: Opere di Sigmund Freud.
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3. Scalfari E. Viernes de Repubblica. 29 de diciembre de
2000.
4. Beck U. Risikogesellschaft. Frankfurt: Suhrkamp;
1986.
5. Giddens A. Runaway world. How globalization is reshaping our
lives. London: Profile Books; 1999.
6. Zizek S. Il godimento come fattore politico.
Milano: Cortina; 2000.
7. Bauman Z. In search of politics. Cambridge: Polity
Press; 1999.
8. Bauman Z. Postmodernity and its discontent.
Cambridge: Polity Press; 1997.
9. Rifkin J. Mucche pazze e
nuovi inizi. In: Canton P (trad ). Ecocidio.
Ascesa e caduta della cultura della carne.Milano: Mondadori; 2001.
p. 3.
10. Redeker R. Un
terrorisme sans terroriste. Libèration,
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11. Freud S. Traumdeutung, G W, BB. 2/3, pp. 571-574.
12. Freud S. Interpretazione dei sogni, OSF, vol. 3,
pp. 515-518.
13. Bauman Z. Dentro la globalizzazione. Roma: Laterza;
1999.
14. Ciaramelli F. La distruzione del desiderio. Il narcisismo
nellepoca dei consumi di massa. Bari: Dedalo; 2000.
15. Lasch C. La cultura del narcisismo. Milano:
Bompiani; 1995.
16. Aulagnier P. La violence de linterprétation. Paris:
Puf; 1975.
Fabio Ciaramelli
Doctor en
Filosofía. Académico Universidad de Nápoles. Italia.
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