Este texto fue
escrito y publicado para y durante la instalación en el
Museo de Arte
Contemporáneo de Santiago de Chile de la obra de Diana
Duhalde y Carlos Ossa titulada El Mapa Imposible. La
instalación contemplaba una cámara oscura a la que
podía ingresar el espectador y en cuyo interior se
proyectaban cuatro fotos que se
renovaban con distintos intervalos. Al exterior de la
cámara, cuatro monitores
pasaban cuatro videos de cuatro recorridos en cruz a partir de la
Plaza Italia de
Santiago. El proyecto fue uno
de los que ganó el FONDART 2004.
El Mapa Imposible se planteó como un proyecto de
reflexión artística que tensionase la experiencia
de la urbe con la cuestión del status de la imagen. Pero no
de la imagen en sentido amplio, si no de la imagen mecánica, como lo son el cine y la
fotografía. Si algo fundamental ha de
decirse sobre la imagen en sentido amplio, lo hará desde
su forma mecánica. La naturaleza de
la imagen fotográfica y su versión kinética
fueron condensadas por la obra como imagen misma de lo urbano:
como exhibiendo ellas mismas su condición moderna…
ciudad e imagen fotográfica en tanto parientes. Este
proyecto buscó, sobre todo, explotar la fragilidad de la
imagen mecánica para exacerbar la distancia, el abismo, el
desarraigo de toda imagen con respecto a lo denotado; explotar
precisamente, el carácter de doble, de inauténtico,
de parcial, de indecible, que porta toda imagen. Al capturar, por
ejemplo, la imagen de la calle, de los transeúntes,
fotografía y cine no hacen otra cosa -y porque no pueden
hacer otra cosa- que hablar de sí mismas, decirse a
sí mismas. Se trató de explotar, por ende, la
incapacidad de la imagen de hablar de aquello que no es ella
misma si no en cuanto y en tanto convención: a menos de
que nos distanciemos radicalmente de todo discurso
«habilitante» para «leer» y
«anclar» los objetos, y nos concentremos en su
cualidad material, estética, su brillo, su opacidad, su
textura (posición ésta última que debemos
convenir en que se trata de una mera ilusión), todo lo que
leamos integrará, de un modo u otro, la índole de
las convenciones que nos acompañan y modelan… Y sin
embargo, el automatismo de la imagen mecánica se torna en
auténtica autonomía en virtud de aquella cualidad
del cine y la fotografía, más allá de las
limitaciones que le impone el propio medio, de retratar de modo
indiscriminado. Esos objetos, matices profundidades, texturas,
que resultan auténticamente inútiles desde la
perspectiva restrictiva del «tema», hacen visible
mucho más que la cualidad textural, lumínica,
cromática, etc. Hacen aparecer el carácter peculiar
de la imagen fotográfica y/o cinematográfica. Por
ello, se trata de explotar las fisuras de la imagen
mecánica, de sus procedimientos y
posibilidades de configuración, para desde allí,
hacer aparecer, a su vez, un eventual discurso comunitario que le
subyace: el de una indecible soledad… una ausencia fundamental
de abrigo. De allí que este proyecto se constituye ante
todo como nostalgia. En este sentido, habría que declarar
que El Mapa Imposible sólo recoge, de la consabida
condición irónica del arte contemporáneo,
estrictamente aquello que se vuelca sobre sus procedimientos. Si
el asombro, el rechazo o la risa surgen, por ejemplo, en un
espectador amable, no es para velar, en la pirotecnia del
procedimiento,
la carga doliente despertada por y en esas fisuras, si no para
exhibirla, para enfatizarla. Suave, retoma la mano del espectador
en algún momento de su vida, de su infancia, por
ejemplo, y le conduce, a fogonazos, por inconexos recuerdos que
no parecen inscribirse en ninguno de los relatos que hemos
fabricado para explicarnos nuestra historia. Caras y torsos de
personas asomadas a las ventanas de las micros a las 11 de la
mañana -con ese vacío atemporal de Santiago a las
11 de la mañana-, caras que nos lucen absurdas dado que,
aunque nos las hayamos topado una y mil veces a lo largo de
nuestra vida, no hay tampoco historia con la cual ligarla a la
nuestra, salvo en un sentido abstracto. Sin explicación
alguna por su aparición o por su destino, sin
explicación por su expresión o sus atuendos, solo
sabemos de ellas que van sentadas en una micro. Muy
probablemente, e inmersas en el ocio que a veces nos ronda,
seremos capaces de elucubrar un mundo en el cual insertemos la
vida de esas personas y justifiquemos, a medias, esta imagen
frágil, parcial, que hemos captado en su movimiento.
Forjadas, como es obvio, en nuestro transcurrir cotidiano, hemos
almacenado una multitud de imágenes
que se suceden, inconexas. Un muro azul eléctrico con
buganvilia derramándose hacia la calle y un cartel de
bronce: «Pérez Cotapos y Cía.»; torta
cubierta de merengue, caramelo y almendras en el primer plano de
un aparador, tentando a la avenida; hombre
impasible con abrigo y naranja en la mano; «se colocan
inyecciones», en desleído anuncio manuscrito; un
perro en una puerta, ¿descansando, cuidando?; guijarros
brillantes y perfumados de aceite y
líquido de frenos; poste, tacho de basura
rebosante de cartones y papeles, y una mujer, toda de
blanco; «Bar Nacional: cocteles»… En fin; la lista
es interminable. Aún cuando olvidemos por un instante la
advertencia recurrente de que nada de lo que allí aparece
retratado es auténticamente lo que retrata, lo que se
retrata o lo que ha sido retratado, insistimos en que esas
imágenes aparecen como declarando algo peculiar y propio
de cada uno de los objetos que la componen. Pero al mismo
tiempo, y es
lo que quiero destacar, no podemos si no intuir que esas
imágenes parecen pertenecer al mismo universo de las
miles de imágenes que se suceden, superponen y confunden
en nuestra memoria y que nos
asombran, sobre todo, por su gratuidad. No cumplen ninguna
función
utilitaria, mnemotécnica, o de supervivencia… No ofrecen
ningún dato decisivo sobre nuestra vida o sobre
algún eventual devenir futuro, en cuanto
«causa», «origen» o justificación
de ese futuro. Sólo están allí…
están ahí…
El proyecto quiso, para aprovechar la carga semántica y doliente de la cruz -como
señal, como marca, como
organización-, proponer a cuatro cineastas
comenzar un recorrido fílmico desde la Plaza Baquedano, en
tanto que lugar cargado de sentido social y político, en
lo que pudiera llamarse un imaginario santiaguino. Desde
allí habrían de dirigirse hacia los cuatro rincones
de la ciudad. Viceversa, el hecho de que sea la ciudad capital no
obsta para que, en la abstracción que supone la
«captura» de imágenes urbanas, estas
imágenes puedan estar sucediéndose en cualquier
otra ciudad del mundo, así como cuando éramos muy
niñas, y comprendimos que esos acontecimientos inconexos
unos de otros que narraba el
periódico, habían ocurrido sin requerir ni
nuestra presencia ni nuestra participación. Libres de
escoger sus medios de
transporte,
los cineastas, cámara en mano, eran también libres
de grabar todo cuanto quisieran. Esa filmación incorpora,
entonces, la cualidad y la calidad del
desplazamiento como un elemento estructural de la imagen; como
explicitando aquello que distingue a la imagen fílmica de
cualquier otra forma de imagen. Junto a esta cualidad sustantiva,
aquella que le otorga, que se inscribe en la imagen, la del
ojo-máquina, del ojo-cuerpo. Si bien las fórmulas
ojo-máquina y ojo-cuerpo han sido ampliamente utilizadas
por la crítica, nosotros las reservaremos para
aludir a dos tipos de circunstancia: la primera, el
carácter maquinal del artefacto que «atrapa»
la imagen y su pretendida similitud con el ojo humano; el
segundo, el ojo-cuerpo, para aludir a la huella del ojo humano en
cuanto incorporado a un cuerpo, esto es, a la huella en la imagen
cinematográfica del cuerpo en movimiento. La consigna fue
«iniciar el recorrido a las seis de la mañana»
y «suspenderlo a las seis de la tarde». Así
como la cruz, el Angelus, oración del laborioso.
Evidentemente no todos filmaron esas 12 horas continuas… Aunque
este proyecto persiste en la tesis de
retratar, y admítase esta paráfrasis,
«aquello que impresiona al alma del
artista», sería absurdo pretender que todo ha sido
retratado; si todo ha sido retratado entonces nada lo
está. Por lo demás, la cinta ha de acabar y, de
hecho no todo lo que estaba en el «original» puede
ser retratado. También sería absurdo pretender que
el documentalista ha realizado una señera selección
de imágenes. No cabe duda de que es impensable filmar
escenas de la vida santiaguina, o de cualquier otra ciudad o
circunstancia, sin que sus filmaciones hayan estado
previamente orientadas en función de los propios amores y
rechazos; pero, por otro lado, en la medida en que no hay en El
Mapa Imposible algo así como un guión
técnico, y aún en ese caso, la cámara, en su
automatismo, registrará cuestiones, asuntos, objetos, que
no cumplen ninguna función incluso para una acción
ingenuamente descriptiva. ¿Qué diferencia notable,
significativa, puede haber entre el sol de las 12
del día y aquél de la 13:30?
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