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Las formas de la Crítica de Artes en América Latina (página 2)



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Las formas de la Crítica de Artes en América Latina

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Aunque no resulta
tan evidente la función modelizante de la prensa en la
crítica de artes como en la poesía, por cuanto
ésta experimenta una auténtica
transformación, podemos sin embargo establecer al menos
dos cuestiones en relación a la crítica y la
prensa: en primer lugar tendríamos que afirmar que
cualquier noción de crítica de artes establece un
vínculo con la prensa en la medida en que ésta ha
sido uno de sus vehículos predilectos y en la medida en
que la existencia de tal cosa como la crítica, aun cuando
ésta no responda a los sentidos que tal término
asume en diversas tradiciones filosóficas, va
constituyéndose de la mano de un artefacto moderno: el
periódico, no ya mensual o semanal, no ya un
pasquín, o un resumen heterogéneo de noticias, sino
un periódico de tiraje diario, con criterios editoriales y
secciones establecidas, un lugar donde se experimenta la
más álgida modernización y dinamismo, un
objeto orientado a un nuevo sujeto, la masa; es más, la
prensa ha cumplido, en su papel de informante, el rol de ofrecer
un espacio de religación de públicos consumidores,
un espacio que se presenta él mismo fragmentario,
práctico e ilusionista de un nuevo tipo de testigo, un
testigo innecesario. Por otro lado, esa prensa que ofreció
el modelo más cercano a lo que vulgarmente se entiende por
crítica, fue entregando, en su heterogeneidad, materiales
«espirituales» que, en parte elaborados
ideológicamente por la literatura modernista y en parte
pertenecientes a la más rancia tradición, fueron
constituyendo un primer corpus conceptual a partir del cual,
aquella crítica de la tercera década del siglo XX
en América Latina recepcionó a las
vanguardias.

La crítica
de las vanguardias y las primeras historias del arte: Una de las
cuestiones más relevantes de la inclusión de
América Latina en el régimen de vanguardias fue la
aparición cada vez más sistemática de
historias de arte nacionales que, a diferencia de aquellas del
siglo pasado que tomaban la forma de meros inventarios, se
esforzaban por elaborar tanto un marco cultural de la
nación, como una tradición cultural nacional misma.
Aquellos inventarios, por cierto, se enmarcaban al interior del
criterio de la juventud de América1, una
América que había apenas nacido con las
independencias y, por ello, establecían la crónica
de la producción visual republicana. Las historias
elaboradas a partir de la década del veinte, en cambio,
anexaban a la producción republicana el período
colonial e incluso se aventuraban con la prehispánica, con
lo cual la breve vida del continente se extendía al menos
en tres siglos y ofrecía un espacio para la
justificación cultural de la producción visual de
las naciones latinoamericanas. Esas historias, asimismo, buscaban
establecer un fluir «natural» desde la
producción colonial hasta la vanguardista, de modo que las
vanguardias culminaban un proceso más o menos necesario de
construcción de una identidad cuyo eje motor era grosso
modo, aunque no únicamente, el componente racial de los
pueblos latinoamericanos. El régimen expositivo de tales
historias aparece como el producto de sociedades
científicas y academias de la historia bajo la forma tanto
de ensayos como de historias propiamente dichas; en ellas, el
criterio periodizador más recurrente es la
combinación de escuelas y generaciones, en las que
aparentemente el criterio motor es el de la «personalidad
del artista». Resulta interesante, sin embargo, constatar
que en ese devenir de escuelas y fases se alberga la
noción de progreso tensionada hacia la
consolidación de un ideal de nación. Así,
los modelos periodizadores de las historias nacionales que se
construyen en las décadas del veinte al cincuenta, se
están enfrentando a un triple problema: a) la
creación de una tradición artística que, en
virtud del componente racial puede y debe encontrar sus
orígenes en el momento colonial; b) la construcción
de una historia del arte que acompañe y se justifique en
la historia de la nación, y c) la creación de una
tradición que necesariamente debía conducir a los
vanguardismos, a pesar de que la historia así construida
denunciase el quiebre y el conflicto que las vanguardias
artísticas representaron al interior de los circuitos
artísticos latinoamericanos, tanto por su choque con los
cánones del gusto imperantes como por su situación
desfasada en relación a la Escuela de París. En
este sentido, uno de los aspectos problemáticos de la
matriz `país joven' era sin duda el «asunto»
del desfase estilístico, juicio en el que
coincidirán prácticamente todos los historiadores
de arte e incluso la crítica hasta nuestros
días.

Mientras tanto, la
crítica de artes en prensa que está
«efectivamente» recepcionando a las vanguardias
pondrá a funcionar un aparataje conceptual
heterogéneo y anacrónico que comporta
también algunas «actualidades» tomadas del
ideario modernista en los que el eje central será
también la «personalidad» del artista.
Términos tales como «originalidad»,
«novedad» y «sinceridad» servirán
tanto para defender a los artistas de vanguardia como para
desacreditarlos. Aquella crítica en prensa que está
recepcionando positivamente a las vanguardias encontrará
también en el Modernismo una justificación
ética: la crítica debe, ante todo, cumplir una
función pedagógica y por lo tanto, asumiendo junto
a los artistas que los nuevos tiempos requieren un nuevo arte, se
esfuerzan por exponer el ideario de las vanguardias. Por otra
parte, el rol de crítico era ejercido por cualquiera que
más o menos contase con una buena pluma aunque
prioritariamente lo ejercían escritores, poetas y
prosistas. Asimismo, abogados, periodistas y dilettantes varios
tenían a su cargo tal función. Y aunque la
crítica de artes estaba orientada principalmente hacia la
reducida élite consumidora, no siempre tal élite
estaba «preparada», en términos de gusto, para
recepcionar las vanguardias. En consecuencia, los artistas de la
vanguardia se encontraron ante la doble misión de
«transformar» las rutas del arte y de
«justificar» comprensivamente esa producción.
Las sucesivas distancias entre lo que ambiciona el equipo
productor y aquello que puede dar y puede recibir el
público consumidor van marcando progresivamente la
aparición de medios especializados que les permitan
exponer autónomamente sus ideas.

En este sentido,
los equipos intelectuales que han encontrado en la prensa un
mecanismo de difusión y confrontación de sus ideas
generarán una dinámica de trabajo que se sustenta
también en el modelo que ofrece la prensa. Siendo
ésta un artefacto de producción mecánica,
que se sustenta entre otros, en el telégrafo y el
teléfono, no sólo se publicarán
reproducciones y traducciones casi simultáneas de
artículos y textos varios preparados en Europa y los
Estados Unidos por la crema y nata de las vanguardias, sino que
la prensa admitirá la publicación de manifiestos y
declaraciones firmadas por un vasto espectro de artistas, tanto
en lo que se refiere a sus nacionalidades como a sus ideas
estéticas, artistas que están unidos por una
ambición común: la instauración definitiva
del «espíritu nuevo». Vale la pena acotar
aquí que, si bien hay allí implícita una
«voluntad» integratoria de las artes, por otro lado
ello se debía también a la falta de claridad
teórica con que se movilizaba la comunidad de vanguardia,
que sólo en contadas ocasiones ofrecía un
auténtico programa de acción al interior del cual
se desplegaba el accionar de los artistas.

En este sentido,
el manifiesto como régimen de producción que se
extendió hasta el primer lustro de la década del
sesenta, se presentaba bajo diversos formatos: ya sea como una
cuidada composición literaria, como es el caso del
manifiesto Antropófago de Oswald de Andrade, ya sea como
un auténtico decálogo. Independientemente del tono
encendido con que se pretendía convocar a las masas, esos
objetos daban cuenta al menos de los siguientes problemas con los
cuales debía lidiar cualquier programa de arte: la clara
conciencia del incumplimiento de vastos segmentos del proyecto
moderno, la conciencia del desfase de nuestra producción
artístico-visual, su contradicción con los modos de
la vida urbana que se iba estableciendo en América Latina,
el ascenso social de las capas populares que habían vuelto
suya la ambición del cumplimiento del derecho de acceso a
la cultura, los obstáculos en la realización de la
profesionalización del artista, la conciencia de que los
modos de la vida urbana les autorizaba a ingresar a los mercados
internacionales, y, finalmente, la necesidad de establecer la
diferencia con la producción europea o
estadounidense.

La
producción de manifiestos, aunque nutrida, se
presentó prioritariamente por la vía de revistas
especializadas que difundían el ideario estético de
un reducido grupo de artistas. Esas revistas, habitualmente de
número único (aunque se contó con materiales
de publicación prolongada) y que permitían generar
un espacio de discusión teórica en el cual
generalmente no tenía cabida el crítico de prensa,
van marcando la lenta escisión de la crítica y la
constitución de una crítica especializada. En
efecto, a pesar de que, como se dijo, muchas veces el rol del
crítico era ejercido por escritores, la mayor parte de los
críticos permanentes de un periódico no contaban ni
con la sensibilidad ni con la formación visual
mínimamente adecuada para tal fin. La revista, a su vez,
como lo hiciera antes la prensa, va acompañando tanto al
proceso de constitución de la masa en las ciudades
latinoamericanas como al de ascenso social. En efecto, uno de los
canales predilectos para una crítica más
especializada lo van constituyendo las revistas universitarias,
en las cuales los comentarios y reseñas críticas de
artes visuales conviven con trabajos de toda suerte:
filosofía, botánica, literatura, geografía,
antropología, historia, como antes lo habían hecho
en prensa.

El manifiesto como
forma de la crítica: En términos generales, se ha
magnificado la función del manifiesto con respecto al
accionar de las vanguardias. Como todos sabemos, no todos los
movimientos de vanguardia se caracterizaron por la
elaboración de manifiestos. En cambio, como ya se dijo,
sí constituyó estrategia de la vanguardia, de un
modo más o menos generalizado, la constitución de
órganos difusores de las ideas estéticas y, en
última instancia políticas, de los grupos de
vanguardia. En América Latina, el manifiesto
funcionó al interior de esa doble modalidad expositiva:
tanto como un documento de agitación política cuyo
canal predilecto era la prensa, como también por la
vía de revistas claramente identificadas como
órganos difusores de alguna tendencia vanguardista. En
este sentido, tengo la impresión de que la función
y formato del manifiesto difiere según las condiciones
históricas de constitución de los movimientos de
vanguardia. Así por ejemplo, lo que habitualmente llamamos
los manifiestos del muralismo mexicano se desarrollan en una
atmósfera sindical y de reivindicación racial y
agraria acorde con los contenidos eminentemente políticos
del muralismo y de la Revolución Mexicana; en cambio, los
manifiestos del Modernismo Brasileño, se desplegaron en
revistas que circulaban al interior de un reducido cuerpo de
intelectuales que a diferencia de los muralistas buscaron en la
experiencia urbana de una etnia multiforme su especificidad
cultural y su programa estético.

Por otro lado, me
parece que vale la pena recordar aquí, que en
comparación a los manifiestos literarios, los manifiestos
de las artes visuales son menores en número; una de las
razones de esta minoría parece residir en la dificultad
con que se ha ido constituyendo el sistema artístico
visual latinoamericano; pero por otro lado, ocurre también
que la mayor parte de la vanguardia heroica europea contiene en
sí la ambición y la necesidad de integrar las
formas de las artes bajo un mismo ideario estético y que
aquellas que fundamentalmente entran en relación son las
de la literatura y las artes visuales. En algunos casos, la
especificidad de las artes visuales era salvada por la
formulación de la forma plástica de ese ideario; en
otros, simplemente se hacía referencia a ellas al interior
de un programa general. En América Latina, los manifiestos
de artes visuales aparecen de modo casi simultáneo al de
aquellos movimientos con ambición integrativa de las artes
y esta coexistencia se mantendrá hasta su casi
desaparición como forma.

Si bien las
relaciones de las artes visuales con la literatura pueden
rastrearse como problema estético desde la antigüedad
clásica y, también, puede asumirse que éste
cobra su mayor dimensión en las discusiones
teóricas del siglo XVII, es posible también afirmar
de un modo general, que las relaciones entre artes visuales y
literatura alcanzan un carácter cada vez más
problemático por la vía de la disolución del
concepto de estilo en las artes de fines del siglo XIX y la
progresiva y diversa asunción, por parte de los artistas
visuales, del carácter programático que adquiere el
rechazo a la estética de la mímesis. Es decir, no
se trata ya de la posible consustancialidad de las artes visuales
y de la escritura en torno a la condición representacional
de la imagen, sino ante todo de su identidad discursiva en cuanto
proyecto. Esta cuestión asumió diversas
vías; de modo resumido, digamos que el manifiesto
funcionó ante todo como un recurso expositivo de ese giro
conceptual. A guisa de ejemplo podemos mencionar, en un momento
cercano al fin de la era de los manifiestos, la reflexión
textual que impuso transformaciones discursivas en torno a la
materialidad misma de las obras literarias o visuales en el
concretismo y neoconcretismo brasileño o en el
informalismo venezolano. Por otro lado, el manifiesto
estableció una tajante diferencia tanto entre
crítica (en prensa, en revista o en ensayos) con las
posiciones teóricas del manifiesto como también
entre el manifiesto mismo y la producción visual que de
él emanaba: es decir, en ambos casos la distinción
más relevante consistió en el comportamiento
más o menos ambiguo del manifiesto en cuanto a que
éste llega incluso a asumir la condición de objeto
artístico. En otras palabras, con relativa frecuencia el
manifiesto excedió su ambición de arrojar luces
sobre la producción visual y de constituir el
«rayado de cancha» dentro del cual habrían de
funcionar las obras (esto es, de inaugurar un espacio
teórico para la justificación de los objetos
artísticos) para pasar a fundar la justificación de
sus productos visuales en tanto análogas a sí
mismo: dicho de otro modo, el manifiesto aparece como el primer
momento integrativo entre arte y crítica,
característica que no es privativa de los procesos del
arte en América Latina.

En nuestro
continente esas características pueden observarse
principalmente en los manifiestos de Oswald de Andrade y su
objeto inicial que son ciertas obras de Tarsila do Amaral. Pero
donde aparecen con mayor evidencia programática es en los
manifiestos del informalismo venezolano y de los movimientos
concreto y neoconcreto del Brasil. Los manifiestos de los
geometrismos latinoamericanos, por su parte, se alejan
ostensiblemente de esta ambición. Ellos sí operan
con una clara distinción entre manifiesto y objeto de arte
y, en cambio, estrechan su cercanía con la crítica
en cuanto buscan no sólo «rayar la cancha»
para la producción de obras, sino también exponer
con vehemencia lo que se entiende como el carácter
autonómico de la visualidad. Un buen ejemplo de ello, es
el texto con carácter de manifiesto (por su
carácter fundacional) sobre el marco recortado compuesto
por Rhod Rothfuss y publicado en el único número de
la revista Arturo. Así, pues, no son los contenidos
ideológicos o utópicos de los manifiestos, de la
crítica o de las obras los que establecen el espacio de
cercanía entre estos tres elementos, sino su forma y
modalidad expositiva.

La
Modernización del Discurso Crítico: Las
universidades jugarán un rol preponderante en la
transformación de los modos expositivos de la
crítica2 y en el proceso transformatorio de las
artes visuales. No sólo porque van a ir prestando modos
peculiares de estructuración del discurso sino porque
ofrecerá un amplio rango de materiales modernos de enfoque
de la problemática del arte, junto a un sistema de
distribución relativamente exclusivo. En otras palabras,
las universidades van constituyendo un nuevo momento del sistema
artístico latinoamericano. Como es sabido, las
universidades latinoamericanas inician tempranamente un programa
de actualización de sus programas académicos, que
será también incentivado con la
participación cada vez más estrecha en la
elaboración de los programas de desarrollo estatal. Las
diversas disciplinas y corrientes metodológicas y
epistemológicas que ingresan al continente van a ir dando
como resultado el surgimiento de una crítica que no
sólo se ocupa de las obras sino que también se
esfuerza por observar los procesos de consumo. En el sustrato de
tales críticas y, a pesar de las innovaciones
epistemológicas y metodológicas que ellas suponen,
se observa la insistencia en las cuestiones identitarias que
desde el siglo pasado han animado el panorama intelectual
latinoamericano; pero también, la preocupación cada
vez más intensa por las cuestiones epistemológicas
relativas a la propia actividad. La segunda mitad del siglo XX se
caracterizará, para las artes visuales, por la
sistemática creación de escuelas de historia del
arte al interior de las universidades que sólo muy
recientemente han incursionado en las cuestiones relativas a la
teoría del arte. Esas escuelas van proporcionando el giro
desde la construcción de macrohistorias del arte hacia el
examen monográfico que permitía traslucir algunas
cuestiones espinosas de la propia disciplina. Cierto es que en
ello tenían responsabilidad directa las novísimas
corrientes epistemológicas, en particular el
estructuralismo, pero también la reformulación que
de la noción de América Latina habían
llevado adelante las ciencias sociales. En este sentido, la
crítica, incluyendo en ella a la historia, irá
exacerbando su conciencia en cuanto discurso moderno a
través de un doble juego de contemporaneizar su discurso y
de abocarse a la producción inmediatamente
contemporánea a ella. Uno de los resultados de esta
cuestión, fue precisamente el progresivo descrédito
en el que fue cayendo la historia del arte como disciplina. En
especial, la crítica al método como ente fundante
de la disciplina y, asimismo, la aparente inoperatividad de su
aparataje conceptual tanto frente a las transformaciones de las
obras como a aquellas de carácter epocal.

De modo
recíproco, la recepción cada vez más
agresiva de las recientes vanguardias irá generando una
plataforma en la que la crítica expone sus más
recientes adquisiciones y que va volviendo cada vez más
críptico su lenguaje. En este sentido, no se trata tanto
de una actitud mimética con las obras sino más bien
de la urgencia por renovar sus enfoques de modo de ser capaces de
penetrar su objeto. En la misma medida en que los nuevos objetos
de arte resultas extraños para la crítica, la
crítica comienza ese esfuerzo renovador en el que todo el
lenguaje de la crítica se verá asimismo
renovado.

La conciencia de
la conversión cada vez más insistente de los
objetos en hecho artístico y de que sus instrumentales no
dan cuenta del sentido de esas transformaciones será
acompañada de las violaciones discursivas de la
crítica generadas por su proceso de actualización.
La investigación sobre la naturaleza semántica y
perceptiva de los materiales incidirá en la conciencia de
la crítica en cuanto materialidad y esta nueva
asunción encontrará un momento de
satisfacción en la consideración de la
crítica como forma misma del arte: una producción
crítica que asume como estrategia discursiva la
poética de las obras; es decir, una crítica que se
comporta como objeto de arte. Y este último constituye una
de las peculiaridades del proceso crítico de artes
visuales en América Latina. De hecho, el proyecto de
Achille Bonito Oliva es bastante posterior a los experimentos
brasileños que se remontan al primer lustro de la
década del cincuenta. Podría incluso afirmarse,
tentativamente, que el comportamiento inicial del manifiesto como
objeto artístico al interior de algunas de las vanguardias
latinoamericanas es sustituido por el nuevo accionar de la
crítica.

Claro está
que éste no fue un comportamiento demasiado extendido. Se
limita prácticamente a Venezuela, al Brasil, Argentina y
Chile. Países que, en la definición de Marta Traba,
han experimentado las más exacerbadas políticas de
modernización. Una de las razones que podríamos
agregar a esta no extensividad plena de ese tipo de ejercicio
crítico, parece ser no sólo la forma y sustrato
universitario de la crítica, sino también la
reformulación del concepto de América Latina
impulsado por las Ciencias Sociales. En efecto, junto con el
esfuerzo de observar los fenómenos de consumo, la
crítica de artes intentará renovar desde esa
perspectiva la noción de arte latinoamericano,
cuestión que, como se dijo antes, conducirá a la
insistencia por justificar la producción de artes visuales
desde la perspectiva más compleja de una historia y de una
crítica de la cultura. En todo caso, no cabe duda que la
tripleta actualización de los aparatos
epistemológicos, forma y sustrato universitario de la
crítica y reformulación del concepto de lenguaje
participan de esta transformación.

Giro
Epistemológico y Subproductos de la Crítica: Puede
afirmarse, de modo general, que la conciencia cada vez más
nítida de la sustancia lingüística de la
crítica participó, junto a la progresiva
actualización epistemológica verificada por los
equipos intelectuales latinoamericanos a partir de la
década del setenta, del proceso según el cual la
producción crítica, mayoritariamente vehiculada
bajo la forma de monografías y ensayos, va encauzando su
quehacer en la actividad curatorial. Varias son las
circunstancias que van modelando este nuevo giro. Por una parte,
el proceso previo, aquel de integración entre objeto
artístico y crítica, había facilitado la
aparición de un nuevo aspecto: la «personalidad del
crítico», personalidad que ingresa, en cuanto
mercancía, a participar del proceso de
profesionalización del crítico, personalidad,
también, que en la medida en que la especialización
del crítico junto al giro más o menos evidente de
la filosofía hacia la crítica de artes, procede a
avalar la producción y la legitimidad del artista en los
circuitos artísticos.

Una de las
vías que fue formulando el arte latinoamericano a partir
de 1951 fue la sistemática creación de bienales.
Ellas ofrecían el espacio necesario de diálogo
entre obras, tanto latinoamericanas como de otros continentes, al
mismo tiempo que funcionan como espacio de religación
especializado de la intelectualidad y del público
consumidor en general, de modo alternativo al espacio que ofrece
la universidad. Pero al mismo tiempo, las bienales operan como
«sismógrafo» de los movimientos y tendencias
más actuales de la producción artística,
tanto en cuanto a establecer las cercanías y diferencias
entre esa producción. De hecho, una de las cuestiones que
venía a salvar el régimen de bienales era la
escasez de espacios exhibitivos para los objetos de arte. En
efecto, los manifiestos y los productos visuales del geometrismo
argentino, por ejemplo, circulan en un régimen exhibitivo
extremadamente precario, porque se limitaban prácticamente
a casas particulares, y cuando escapaban de esa
limitación, eran presentadas en espacios que tampoco
tenían esta función como actividad única o
prioritaria, es decir, Institutos, Ateneos, etc.

Ahora bien, en la
medida en que hacia la década del cincuenta va
constituyéndose un circuito de arte especializado, me
refiero en particular a la aparición de galerías
privadas, va también consolidándose las
posibilidades de profesionalización del artista. Esta
operación encuentra, por ejemplo, su verificación
en el régimen curricular, según el cual, el artista
debe exhibir un cierto número de exposiciones, colectivas
e individuales, incluyendo en las colectivas a las bienales, y
discriminando entre espacios exhibitivos de acuerdo al
éxito que el espacio va logrando al interior de la
comunidad especializada, y al mismo tiempo, debe exhibir un
cierto número de publicaciones realizadas por la
crítica en torno o a propósito de su
producción. En este sentido, puede pensarse que la
dinámica de legitimación de un artista en virtud de
qué críticos han escrito sobre su trabajo o a
partir de su trabajo, se encuentra en una relación
directamente proporcional al reconocimiento del crítico
por parte de sus pares. Pero también puede extrapolarse de
allí, el que se ha establecido en torno a los objetos
artísticos, un espacio de ejercicio de la subjetividad lo
suficientemente poderoso como para que la operación
integrativa de arte y crítica se haya traducido en ese
subproducto de la personalidad del crítico.

En ese sentido
habría que distinguir otras dos cuestiones participantes
de este nuevo escenario: por un lado el accionar maquínico
del catálogo, como fuente generadora de espacios
reflexivos análogos a la consideración del objeto
de arte en cuanto hecho artístico, y por otro lado las
relaciones entre la curatoría y el ejercicio
crítico. Asimismo, habría que revisar las
relaciones entre curatoría y ejercicio crítico y
sistema artístico y políticas curatoriales, por
otro lado. Creo que esta última relación es mucho
más evidente en el régimen de las bienales, que en
aquel de curatorías que se presentan como propuestas de
«lectura» de ciertas tendencias artísticas, en
cuanto problemas teóricos del arte contemporáneo.
En efecto, pensando en la Bienal de Sao Paulo, por ejemplo, la
política de elección de comisarios que
tenían por función elaborar una
«lectura» del arte nacional, va siendo sustituido
progresivamente, hacia 1975, por aquella de la curatoría,
en la cual se le propone al curador un tema que éste
elabora de acuerdo a su propio itinerario intelectual, ante la
suposición de que éste cuente con algo afín
a un proyecto. Me explico, no pretendo negar la existencia de
componentes análogos con la política de
comisariatos, si no más bien resaltar el hecho de que
estas prácticas, al mismo tiempo que ponen en evidencia el
restringido círculo de la crítica, elevan la
«personalidad del crítico» a la
condición de objeto exhibitivo, no sólo en cuanto
agente que operacionalmente religa un conjunto de obras que
aparecen ahora como un corpus del proyecto del crítico,
sino también porque la «personalidad del
crítico» se convierte en objeto de consumo
análogo a los productos que artísticos que
articula. En cierto sentido, esta práctica participa del
mentado proceso de desmaterialización de las obras, mejor
conocido como muerte del arte. Pero no es menos cierto, que esta
situación aparece también como subproducto de los
giros epistemológicos experimentados desde fines de la
década del sesenta, y que encontraron en la fórmula
«la crítica hace a su objeto» su punto de
partida.

1 Lo
que Antonio Cándido llamó «matriz
América Latina continente joven». Véase,
CANDIDO, Antonio: «Literatura y subdesarrollo» en
América Latina en su literatura, Siglo XXI, México,
1976. 2 Este tema es ampliamente tratado por
Agustín Martínez en Crítica de la cultura en
América Latina, Fondo Editorial Tropykos, Caracas, 1991, y
en Metacrítica, Universidad de Los Andes, Mérida,
1995.

Trabajo
preparado para la Mesa Redonda «Texto, Arte y
Curatoria»Universidad Católica, octubre
2001

Alvarez de
Araya Cid Guadalupe –

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