Cuando lo "legal" no es "moral" y viceversa: reflexiones en torno a una escisión moderna
– Primeras Jornadas sobre Teoría
y Filosofía Política –
Resumen
El propósito de este trabajo es
examinar los nexos entre legalidad y
moralidad,
habida cuenta de su conflictividad siempre latente y de la
posibilidad de su mutua inadecuación, como lo puso de
manifiesto recientemente el caso Videla. La escisión entre
lo legal y lo moral, si bien plenamente moderna, ya reconoce
antecedentes en el pensamiento de
autores cristianos de la baja Edad Media.
Pero es Kant quien da la
fundamentación más acabada de esta
dicotomía, con las consecuencias para el pensamiento y
para la acción
(como las que sufrimos hoy) que es preciso situar y reconocer en
sus límites.
La ponencia apunta así a generar el debate y
estimular la reflexión sobre ciertos puntos que
atañen a la especulación filosófica no menos
que al interés
general, por concernir precisamente a una realidad que no cesa de
poner al descubierto sus antagonismos, sus puntos oscuros y sus
heridas aún no cerradas.
El problema del establecimiento de un Estado siempre
tiene solución,
por muy extraño que parezca, aún cuando se
trate de un pueblo de demonios;
basta con que éstos posean entendimiento.
I.
Kant. La Paz Perpetua
El actual juicio a Videla es interesante porque pone al
descubierto el enfrentamiento de dos realidades: la moralidad y
la legalidad. Realidades que la modernidad
burguesa ha parido escindidas en lo formal, pero que
buscan aproximarse y coincidir en el contenido.
No hay quien lo haya expresado mejor que el propio Kant.
Es menester reconocer que su reflexión intenta, por
primera vez, dar fundamentación al fenómeno de la
separación de las esferas, separación que la
tradición filosófica empezó a dar por
sentada con Maquiavelo, y
que regía, de hecho, la praxis de los
individuos. Partiré, por tanto, de la reflexión
kantiana, pues en ella se encuentran expresamente planteados los
problemas, las
paradojas y las contradicciones que supone, para la teoría
y para la praxis concreta, la realidad de esta separación.
Los límites a que esta concepción completamente
moderna de la moral y el
derecho (incluyo aquí también la política)
se enfrenta, quedarán resaltados con la crítica
hegeliana a la moralidad, a la que haremos breve referencia sobre
el final de la presente exposición.
Para el Kant el derecho y la moral constituyen esferas
independientes y autónomas. Lo que las distingue es que el
derecho prescribe leyes llamadas a
regir el libre arbitrio de los sujetos, libertad que
se resume en el hecho de poder comprar,
vender y poseer propiedades, lo que convierte al derecho en la
legalidad propia de la sociedad
mercantil, donde el resguardo de la propiedad y el
cumplimiento de las promesas de los contratos no debe
quedar librada a la buena voluntad de los sujetos sino que
requiere de una fuerza
pública que obligue. Ello hace que lo propio del derecho
sea la posibilidad de la coacción exterior. Es propio de
la moral, en cambio,
prescribir leyes que se hallan en la esfera de la
intención de los sujetos: la coacción es
entonces es meramente interior y supone que en el ámbito
de la moralidad la conciencia es, al
mismo tiempo, juez y
parte.
Aun así, resulta obvio que ambas obedecen al
mismo propósito, derivan de la misma fuente: asegurar la
libertad de los sujetos, resguardar sus arbitrios. El problema es
que, en la práctica, la legalidad puede terminar no
sólo separándose de la moralidad, sino
desconociendo y aún contradiciendo el mandato moral. Es
cierto que, con el progreso de la racionalidad, Kant aspira a la
convergencia de ambas realidades, aspiración cimentada en
el supuesto iluminista de que, tanto las leyes positivas propias
del derecho como las leyes morales derivan de una única
razón, y la razón no puede entrar en
contradicción consigo misma. Pero puede suceder que el
soberano, apartándose de la razón y de sus
garantías (que es siempre la universalidad de sus
prescripciones) cometa injusticia. En este caso, la encrucijada
para la conciencia es, ¿a quién debo obedecer?,
¿quién tiene prioridad: la conciencia o la ley civil? El
viejo conflicto que
supo afligir a Antígona reaparece. Y con los intentos de
resolución por uno u otro lado se reactiva la
oposición.
En la tradición escolástica se intenta
desatar el nudo gorgiano privilegiando la moralidad. Esto es
patente en Santo Tomás, para quien las leyes humanas
justas obligan en conciencia en virtud de su
derivación de la ley divina, mientras que nunca es
lícito obedecer las leyes injustas, por lo que cabe
resistir al soberano cuando su orden contradice el mandato
natural. Pero Kant es remiso a dejar librado a la conciencia lo
que es interés del Estado resguardar: el orden debe
conservarse a toda costa, el súbdito no tiene derecho a
rebelión si el gobernante incurre en injusticia, lo
único que le queda al ciudadano –si sus derechos resultan
lesionados– es el poder de la queja pública. La
escisión entre el ser de las determinaciones
positivas y el deber ser de las determinaciones de la
conciencia, ya está sellada.
La escisión implicará un trauma siempre
latente en el imaginario de Occidente, en la medida en que asesta
un golpe mortal a una tradición que convocó durante
siglos el pensamiento de la humanidad: la tradición
clásica. La ruptura con respecto a la tradición,
que concebía a la política como una
continuación de la ética (y
por tanto no la heterogeneidad sino la continuidad de las
esferas), se profundizó cuando esta misma
separación hizo posible el surgimiento de un género
problemático a la propia razón: el de la
inmoralidad jurídica. Es decir, un comportamiento
que, siendo legal en lo exterior, puede ser, al mismo tiempo
inmoral. Ello supone en el fondo que el estado ya
no depende para su integridad de la bondad de los súbditos
sino de la simple legalidad de sus acciones. "La
comunidad
política tiene por causa –había dicho alguna
vez Aristóteles– la práctica de
las buenas acciones y no simplemente la convivencia". Para los
"ingenieros del orden correcto", en cambio, bastará "la
posibilitación de una vida holgada en un orden
correctamente elaborado", con lo que "el orden del comportamiento
virtuoso se transforma en una regulación del
tránsito social". (1)
El texto de Kant
sobre la paz perpetua abunda en expresiones de esta naturaleza.
Pero esta es, sin duda, la más inquietante: El problema
del establecimiento de un Estado siempre tiene solución,
por muy extraño que parezca, aún cuando se
trate de un pueblo de demonios; basta con que éstos posean
entendimiento.
La sentencia no podía tener mayor impacto sobre
sus contemporáneos, pues significaba herir de muerte una
tradición cuyos ideales de armonía y bella
totalidad habían animado la imaginación moderna
desde su nacimiento. Basta remitirse a Aristóteles, para
quien un buen hombre
sólo podía ser un buen ciudadano en un buen estado,
a la vez que un buen estado requería de buenos hombres.(2)
A partir de ahora, un "pueblo de demonios" puede gozar, si su
inteligencia
lo permite, de una buena constitución. La identidad de
virtud y ciudadanía se quiebra. La mera
legalidad no exige el compromiso de la virtud porque, como
señala Habermas, "la antigua doctrina de la
política se refería exclusivamente a la praxis…no
tiene nada que ver con la techné…En el
conocimiento de las condiciones de un orden estatal y social
correcto ya no se requiere la acción práctica y
sabia de los hombres entre sí, sino una elaboración
correctamente calculada de reglas, relaciones y disposiciones".
(3)
Conviene hacer, no obstante, la siguiente salvedad. Pese
a que Kant divide las aguas entre legalidad (mera conformidad a
la ley) y moralidad (acogimiento pleno, en la intención,
del deber), admitiendo la heterogeneidad en el comportamiento de
los sujetos (hombre malo, buen ciudadano), de ello no se sigue
que moral y política sean irreconciliables y, menos
aún, opuestos: "No puede haber, por tanto, disputa entre
la política, como aplicación de la teoría
del derecho, y la moral, que es la teoría de esa
doctrina". (4) También existe la posibilidad de otro
género intermedio (la moralidad jurídica) en el que
la obligación de obedecer al derecho se convierte en
obligación moral, una "obligación ética
indirecta" en la medida en que "es una exigencia que me hace la
ética la de convertir en máxima el actuar conforme
a derecho", y en este último caso quedaría
comprendido el ciudadano que se siente moralmente impelido a
obedecer su constitución. Las razones para la
obligatoriedad moral del cumplimiento de leyes civiles quedan
justificadas por la apelación a un expediente
iusnaturalista: el orden civil es el único que puede
conjurar el caos del estado de naturaleza en el que reina la
inseguridad.
Lo que de aquí se sigue es que lo que funda el
derecho, no se distingue a priori de la moral propiamente dicha:
todos los deberes, simplemente por ser deberes, pertenecen a la
ética, dirá Kant con claridad (5); y en este
sentido, el derecho no añade nada a la moral en el plano
de los principios: si
algo vale absolutamente en el derecho (honestidad,
respeto por la
vida y por los bienes del
otro, tal como aparecen enunciados en la División general
de los deberes jurídicos en su Metafísica
de las Costumbres) lo encontramos ya en la moral. Lo que separa
al derecho de la moral es el recurso a la constricción
exterior, y la exigencia, derivada de aquella escisión, de
una conducta legal
para el agente de derecho (la cual comporta una adhesión
meramente exterior a la ley jurídica: acción
conforme a deber), y de moralidad para el sujeto moral
(adhesión íntima a la ley moral, en la que el
móvil de la acción es la idea misma del deber:
acción por deber). La diferencia es pues, meramente
formal: moral y derecho son formas legislativas diferentes que en
nada se diferenciarían en cuanto a los principios, pues
ambas hunden sus raíces en la razón trascendental
–no dependen de los individuos empíricos– y
tienen por fundamento –y por propósito– a la
libertad.
Hay con todo, en ese orden jurídico al amparo de los
caprichos y las peripecias de la empiria, una "piedra de toque"
que horada el sólido hermetismo del edificio de la
razón jurídica: se trata de la defensa y la
justificación incondicional de la fuerza o el poder, cuyo
monopolio por
parte del gobernante desactivaba automáticamente cualquier
intento de resistencia o
rebelión –por más injusto que resultara su
proceder. Es, ni más ni menos, que la
desautorización del derecho a la resistencia, derecho que
asiste al ciudadano a no obedecer toda vez que sus derechos
resulten vulnerados por parte del poder central. No es
éste un problema menor, pues no sólo convierte a la
doctrina jurídica en doctrina empírica sin
más, sino que sellará para siempre la
escisión positivista entre una ética normativa y
una teoría empírica de la sociedad de enormes
consecuencias para el análisis y la práctica
política sucesivas.
La resolución kantiana no deja de sorprender, por
un lado, por su adhesión entusiasta a la revolución
francesa, y por el otro, por el hecho de que la moralidad
debe resignarse a un imperativo casi "exterior" a la conciencia,
que es su obligación de obedecer a los mandatos emanados
de la ley positiva. No obstante, la subordinación a la
legalidad que Kant plantea, pese a resultar casi inconsecuente
con el desarrollo de
su filosofía moral, tiene un objetivo, o
más bien, una explicación "por fuera" de su propio
sistema: en
momentos en que el orden de lo legal pugna por imponerse –
sobreponiéndose a las matanzas de soberanos y a las
rebeliones de los sectores más retardatarios al orden
legal burgués que marcaron toda una época–,
la conciencia debe retirarse para fortalecer el derecho. En
términos de Hegel: el
individuo debe
sacrificarse a la generalidad, a lo que la época marca como lo
"objetivo" (sólo que en Kant lo objetivo suele confundirse
con la prescripción particular del monarca). Por tanto, es
la propia fragilidad del derecho lo que demanda una
defensa casi incondicional. Vemos entonces que es finalmente la
historia la que
termina por imponerse – y no la inmanencia abstracta de los
sistemas–.
Es la historia, con sus urgencias y fluctuaciones, la que dicta
lo que "debe ser" y acomoda el curso del pensamiento de los
hombres.
Y ese reconocimiento nos impone un cambio de
ángulo: de la consideración fija, abstracta y
ahistórica del iusnaturalismo debemos remitirnos a la
historicidad de las formaciones de la modernidad
burguesa.
Es Hegel el primero en demostrar que las determinaciones
objetivas del derecho son históricas, y que lo que plantea
la conciencia moral como Bien es casi siempre contingente.
Responde a un momento de la conciencia en que ella pone lo que es
el Bien, lo que es bueno, como resultado de universalizar lo que
es bueno desde sí. Y al mismo tiempo esa conciencia
exige al derecho su adecuación al Bien.
Un artículo aparecido en el diario Perfil en
momentos en que este conflicto marcaba un punto álgido
para la opinión
pública argentina (6), lo expresa del modo más
claro: "es bueno celebrar la prisión del asesino, al
tiempo que exigimos a las instituciones". Varias lecturas pueden hacerse de
esta afirmación. Una, la que acabamos de desarrollar, la
de una conciencia moral que determina lo que es bueno, y que
exige, como marcaba Hegel, que las instituciones se correspondan
con lo demanda de la conciencia. Se pide al derecho abstracto que
sancione y ratifique lo que "esta" conciencia moral (que
además, en el caso de la nota, tiene un sujeto
explícito: la opinión pública, la gente)
propone. Las palabras de la autora del artículo son
más que elocuentes: "La justicia, no
es una institución con funcionarios, sino que es un
sentido moral y ético que se expresa en la condena social
y en el repudio público a uno de los principales
artífices de los crímenes más crueles. Y por
esto creo que es bueno celebrar la prisión del asesino, al
tiempo que continuamos exigiendo a las instituciones."
Siguiendo la línea de razonamiento anterior, la
historicidad y el anclaje histórico de esta
afirmación la demuestra el término "asesino".
Sabemos por Foucault que la
emergencia de una figura como la del asesino, con todo lo que
ella implica (peligro no sólo actual o efectivo sino
potencial, etc.) concuerda con un momento histórico
definido, que es el de la búsqueda de garantías
para la propiedad . Sin embargo, la conciencia moral, si bien es
hija de la historia, no está dispuesta a consentirla: una
vez que el Bien ha tomado cuerpo, su misma abstracción
está llamada a resistir y a negar cualquier historicidad.
Y hará todo lo que se halle a su alcance para forzar la
historia a sus ocurrencias y designios. A no ser que opte por la
salida del renunciamiento, el camino más probable es el
terror: después de todo, también al proceso lo
animaba la más pura conciencia "moral".
Lo cierto es que, como lo demuestra el caso puntual que
estamos analizando, los dictámenes del derecho no siempre
se adecuan al sentido de la justicia de la conciencia moral, y la
encrucijada kantiana vuelve a formularse con perentoriedad y
angustia para la conciencia: ¿a quién debo
obedecer?
No soy jurista, ni me adentraré en los
intrincados meollos del derecho. Pero desde el ángulo de
algunos doctores del derecho, la detención y juicio a
Videla es ilegal (contradice el principio de que una persona no puede
ser juzgada dos veces, el delito es "cosa
juzgada") pero moral (coincide con la prescripción de la
conciencia moral de que todo asesino merece castigo). Por tanto,
siguiendo esta argumentación, si se juzga al infractor, se
da satisfacción a la conciencia pero se viola la ley. Se
verifica así una constante en la práctica
jurídica y política argentina (no olvidemos los ya
pasados intentos reelecionistas de nuestro presidente) de
violación y transgresión de las instituciones y de
la ley objetiva, que tanto preocupa y deja desguarnecido al
ciudadano.
Por otro lado, según la declaración de
derechos del hombre, la ley es igual para todos, pero su
práctica conoce excepciones. Esto que es reconocido por
cualquier persona común es reclamado en este caso: que la
ley haga una excepción. Que la ley se viole a fin de dar
satisfacción a la conciencia, para tomar represalia contra
aquellos que, en otras ocasiones, torcieron la ley para su propio
beneficio, que gozaron del privilegio de la excepcionalidad. Pero
con ello se legitima, de hecho, que la ley pueda ser violentada,
que es justo, en ciertos casos, desviar la ley en nombre de la
conciencia.
Lo que aquí se confirma, nuevamente, es la
precariedad, tanto del derecho como de la moralidad. Como
formaciones históricas en permanente conflicto
–conflicto del que no debemos olvidar su origen: el de la
escisión de una conciencia desgarrada entre el ser y el
deber ser–, ellas revelan su contingencia, su
desdoblamiento, su abstracción. Y el hecho cuestionable,
dudoso, de que la ley está por encima de las voluntades
particulares de los sujetos. También es lo es, el de la
presunta neutralidad y justicia "en sí" de la conciencia
moral.
El reconocimiento de esta historicidad no le ahorra, sin
embargo, a la conciencia, el drama del conflicto: está
planteado más allá de ella misma, es la
médula de la objetividad de su mundo cuyas contradicciones
la exasperan y obligan a posponer todo intento inmediato por
resolverla. Es el drama de su mundo, un mundo cuyas
trágicas consecuencias está obligada a sobrellevar,
y a pensar.
El caso argentino impone más que nunca una
prudencia que no es moderna sino griega. Y el deseo de que, que
por una vez, el derecho y la moral lleguen a feliz
coincidencia.
Notas
- J. Habermas, Teoría y praxis, Madrid,
Tecnos, 1990, pág. 51. - Cfr. Aristóteles, Política, Libro III,
cap.II: "Ésta es, pues, la virtud del ciudadano: ser
entendido en el gobierno de los
hombres libres en uno y otro respecto [capacidad de obedecer y
de mandar]. Ahora bien, ambas son virtudes propias del hombre
bueno…" - J. Habermas, op.cit.,
págs.50–51. - Teoría y Praxis, pág. 40. Ver
además Metafísica de las Costumbres (MC),
"División de una Metafísica de las Costumbres",
pág. 23. - MC, pág. 24.
- Sofía Tiscornia, "Celebración y
sospechas", Perfil, 15 de junio de 1998
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María José Rossi
(*)
(*)
Docente e investigadora, Fac. de Ciencias
Sociales, Universidad de
Buenos Aires
(UBA)