La (des)territorialización del ciberespacio: la vigencia de la metodología etnográfica en el entorno virtual
- 1. El territorio, los
espacios y la territorialidad - 2. ¿Por qué
los etnógrafos se acercan a
Internet? - 3. Territorio y comunidad
en la etnografía clásica - 4. La comunidad virtual
¿emulación o
innovación? - 5. El nuevo territorio
virtual o la (des)territorialidad metonímica y
metafórica - 6. Investigar el
ciberespacio o en el ciberespacio - 7. El acceso a la
información: técnicas clásicas para un
nuevo entorno virtual - 8. Etnografía,
hipermedia e hipertexto: la digitalización del
"campo" - 9. Conclusiones: hacia
una ciberetnografía del territorio
virtual
Este artículo plantea algunos de los problemas con
que se enfrenta la metodología etnográfica en los
entornos virtuales. Partiendo del concepto de
"comunidad"
como locus de trabajo de la
etnografía, propongo que el proceso de la
desterritorialización, evidente en el ciberespacio, no
debe implicar un paradigma
insuperable para la Antropología Social. Al contrario, este
proceso puede conllevar una nueva territorialización
virtual y, con ello, no solamente nuevos retos en la
adaptación de las técnicas y
métodos
etnográficos a las comunidades virtuales, sino que
también permitiría a la Antropología
situarse en la vanguardia de
la investigación de un mundo basado en las
tecnologías digitales, que será la sociedad
hegemónica en las próximas
décadas.
La etnografía es una metodología de
investigación que no es exclusiva de la
antropología social, pero sí le dota de la mayor
parte de su identidad como
disciplina,
casi desaparecidas las culturas llamadas "primitivas" que fueron
en su momento su tradicional objeto de estudio. La
etnografía se despliega en el campo como un conjunto de
técnicas que los antropólogos aplican, orgullosos
de buscar el dato observado y contextualizado, y la historia de vida desde
dentro del sentido de la comunidad a la cual pertenece el sujeto
de estudio.
Pero la etnografía enfrenta nuevos retos en el
ciberespacio. Con la volatilización del concepto
clásico del espacio socio-cultural, directamente vinculado
al espacio físico entendido como un territorio acotado,
geográficamente limitado, el trabajo de
campo etnográfico está pasando, desde hace
aproximadamente una década, por una
reconceptualización que haga posible su aplicación
en un entorno virtual. En este texto voy a
presentar algunas razones, basadas en la propia experiencia de
campo en el ciberespacio, para confiar no solamente en que la
etnografía pueda adaptarse al nuevo entorno virtual, sino
para insistir en la necesidad y la conveniencia de que lo haga si
quiere estar en la vanguardia de las ciencias
sociales.
1. El territorio, los
espacios y la territorialidad
Para empezar, recordemos que en antropología
social, el concepto de espacio no coincide con el de territorio
físico. Existe el espacio social, el espacio cognitivo, el
espacio simbólico, el espacio estructural, y pueden, o no,
estar basados o coincidir más o menos con el espacio
entendido como un lugar geográfico —con sus
coordenadas exactas. Por ejemplo, dos poblados pueden ser vecinos
a una distancia de unos centenares de metros, pero debido a que
pertenecen a otra lengua–etnia, la
distancia social y la representación cognitiva y
simbólica de su ubicación, la convierten en una
distancia estructural equivalente a decenas de kilómetros
físicos.
José Luis García García, un pionero
de la antropología social de la Universidad
Complutense de Madrid, lo
explicaba ya a mitades de la década de los setenta en su
investigación Antropología del territorio
(1976), basándose en trabajos de campo llevados a cabo en
dos comunidades rurales de Asturias. Argumentaba García,
que "espacio" en antropología implica el espacio
físico territorial, pero también el tratamiento
sociocultural que se le da al mismo. Esto significa que el
territorio, como concepto antropológico, es el espacio
donde ocurren las relaciones socioculturales—que tiene en
cuenta el núcleo habitado, pero también el entorno
donde la vida comunitaria transcurre (García, 1976: 19).
Estas relaciones le imprimen al territorio un carácter subjetivo, ideológico,
simbólico, ya que actúan como una mediación
capaz de semantizarlo. Por eso, todo territorio habitado es un
espacio socioculturalizado, y en consecuencia, es a partir del
espacio social que cobra sentido el territorio (ibíd.:
21).
Existen dos formas de semantización territorial,
vinculadas desde el estructuralismo a dos mecanismos fundamentales del
pensamiento
humano: la territorialidad metonímica y la
metafórica, si bien ambas nunca aparecen desconectadas la
una de la otra (ibíd.: 97). Está última hace
referencia a la formalización simbólica que hace
que un campo semántico sea relativo a una estructura
social; o en otras palabras, que ciertos símbolos connoten mediante el proceso
metafórico ciertas relaciones
humanas. Por ejemplo, en una comunidad social
físicamente localizada, unas creencias o mitologías
están asociadas a lugares concretos o a cuerpos
determinados, como las cosmologías antropomórficas
que recaen sobre animales,
vegetales y accidentes
geográficos, y son representaciones simbólicas de
jerarquías sociales o de reglas de conducta. Por
eso, la semantización metafórica apela a una
estructura
formal estática y
tiende a la sincronía.
Por otro lado, la territorialidad metonímica,
apela al significado del espacio en el proceso temporal, en el
contexto cultural de su realización concreta. Se trata de
lo que García llama la "movilización de los
signos",
dónde se dan substituciones de sentido, desplazamientos y
condensaciones semánticas (ibíd.: 142). Por
ejemplo, durante un ritual de iniciación, todos los
miembros implicados tienen prescritos ciertos movimientos
espaciales por el territorio, donde cada lugar va adquiriendo un
distinto sentido en cada fase: el significado del espacio va
mutando (aldea, bosque, choza de exclusión, casa de
solteros) y substituyéndose según los papeles
sociales que asigna el ritual (neófito, grupo de
iguales, iniciado, niños,
adultos, mujeres, etc). Por consiguiente, la semantización
metonímica nos remite a una estructura contextual y tiende
a la diacronía.
Las investigaciones
sobre la territorialización no dudan en confirmar los
procesos
socioculturales donde el espacio cobra sentido y nos habla de la
sociedad que lo ocupa. Pero ¿cómo el espacio
cibernético, aquel basado en bits de información que se mueven de un lugar a
otro a través de la fibra de vidrio, saltando
de servidor en
servidor, como si pasaran por territorios apenas conformados, en
estancias efímeras, cómo este espacio
cibernético, digo, puede revestirse de un significado
expresivo que nos hable de la estructura sociocultural humana que
lo habita? ¿Cómo el territorio virtual puede ser
semantizado por la cultura si
faltan los referentes físicos del espacio, o si estos son
muy precarios? ¿Cómo se organiza el territorio
virtual en un espacio repleto de sentido basándose en las
relaciones sociales desterritorializadas que se dan? Y
¿cómo el etnógrafo puede dar cuenta de todo
ello?
Recordemos en primer lugar, qué hace
habitualmente un etnógrafo, preparado para recorrer el
campo con una mochila y una grabadora, en un lugar como el
ciberespacio.
2. ¿Por qué los
etnógrafos se
acercan a Internet?
Algunos etnógrafos dan sesudas razones para
justificar el hecho de atreverse a husmear en el ciberespacio,
por investigar en el complejo entorno de las Comunicaciones
Mediadas por la Computadoras
(CMC), entre los cuales yo también me incluía.
Aunque muchas de estas razones están escritas con un
aire de "no tuve
más remedio", resultan coherentes y lógicas, como
si el hecho de hacerlo sin más no fuera sostenible. A
pesar de todo, los inconvenientes siempre amenazan con superar a
las ventajas.
Por ejemplo, Robin B. Hamman (1997b), en su estudio
sobre el cibersexo en salones de chat de
America On Line, se encontró con varias
dificultades, la principal de las cuales fueron las
malinterpretaciones que se derivaron de un diálogo
basado en el texto. Así, sin la comunicación no verbal que proporciona
la entrevista
cara a cara (gestos, tono de voz, mirada), que también
intentó sin éxito,
la literalidad de lo textual lo llevó a interpretar una
solicitud sincera de ayudarle en su investigación como una
proposición sexual. En este sentido, la necesidad de
limitar sus entrevistas al
entorno virtual, por la dificultad de trasladarse a todos los
remotos lugares a los que pertenecían los miembros de un
salón de chat, fue para el autor el principal
obstáculo de su trabajo. Otro inconveniente que
encontró Hamman fue la imposibilidad de localizar los
parámetros de la población que puebla los entornos
virtuales: cuántos son, quiénes son, de
dónde proceden, a qué edad, sexo, raza,
etnia, clase social
pertenecen, etc. Sobretodo por un sencilla razón: la gente
en Internet miente sobre su identidad; o más que mentir,
ensaya nuevas identidades en una especie de laboratorio de
subjetividades-aunque aquí nos adentramos en otro tema. De
hecho, en este punto estoy totalmente de acuerdo con él:
en mi propia investigación, la imposibilidad de
identificar estas variables con
una mínima fiabilidad se convirtió en uno de los
escollos más grandes hacia la sistematización de
los datos.
En el caso de Hamman, después de intentar visitar
cafés Internet para entrevistar in situ, pronto se
dio cuenta que, debido a la naturaleza de
su temática, la entrevista
on line, anónima, relajada y espontánea, era
el mejor procedimiento de
acceder a cierta información íntima y delicada.
Pero, a pesar que la metodología etnográfica
reconoce que la investigación no puede ser totalmente
diseñada en la fase previa al trabajo de campo sino que
debe ser actualizada durante el mismo (Hammersley y Atkinson,
1994: 41), ¿por qué no haber diseñado la
investigación desde un comienzo con la idea de trabajar en
el ciberespacio, ya que su objeto de estudio se localizaba en el
mismo? ¿Por qué, en vez de dar razones sobre por
qué hacerlo, no procedió a instalar una
metodología, más o menos precaria, para conocer
como investigar las CMC desde su interior, sin salir de ellas y
sin violar barreras éticas?
Antes de llegar a estas preguntas, que más bien
parecen conclusiones, en mi caso también pasé por
estas fases de acercamiento al ciberespacio. Entre los
años 2001 y 2003 llevé a cabo una
investigación sobre la construcción de la subjetividad de los
adultos interesados sexualmente en niñas: así,
fantasías pedofílicas en forma de literatura popular y
biografías
donde no faltaba el abuso sexual
sufrido o infringido, se convirtieron en mi objetivo
etnográfico.
Inicialmente, diseñé el nuevo trabajo,
sobre los llamados "pedófilos", intentando aprovechar un
estudio previo realizado en varias ciudades mexicanas sobre la
Explotación Sexual Comercial de Niños, que
había sido coordinado desde el Centro de
Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología
Social, en la ciudad de México. En
esta investigación, a causa de sus objetivos, me
orienté básicamente hacia las niñas y
niños sexualmente explotados en las ciudades
turísticas de Cancún y Acapulco (Ruiz Torres,
2003a). Entonces, ahora, ¿por qué no hacerlo
también con los explotadores? Pero el primer problema fue
insalvable: ¿cómo localizar a los adultos con una
orientación sexual perseguida y estigmatizada, y que
voluntariamente quisieran colaborar? ¿Cómo hallar a
gente dispuesta a participar sin asustar a los sujetos de
estudio, o simplemente, sin invocar el silencio y secretismo en
el que usualmente viven—fuera de Internet? La respuesta
cayó por su propio peso: encontrarlos en el ciberespacio,
un lugar donde chats y comunidades virtuales están
poblados de jóvenes y adultos dispuestos a compartir,
además de sus materiales
ilegales, sus historias y fantasías acerca de contactos
sexuales con niños y niñas.
Así pues, en un primer momento, había
emprendido un nuevo proyecto con una
metodología concreta para hablar con los pedófilos,
consumidores de los servicios
sexuales de las niñas y adolescentes
que había entrevistado, o poseedores de las imágenes
de pornografía infantil que ya había
interpretado en otro lugar (Ruiz Torres, 2003b). Pero debido a
las dificultades que se hicieron evidentes bien pronto
(imposibilidad total de encontrar participantes en el espacio
físico, aquellos mismos de los que me hablaban las
niñas entrevistadas en la primera investigación, o
de los que conseguí las imágenes en la segunda, se
convertían ahora en inaccesibles e invisibles),
reorienté la metodología etnográfica hacia
el ciberespacio: entrevistas online, observación participante, e historias de
vida. Pero, ¿cómo iba a desarrollar todo este
programa?
Otras investigaciones sobre temas de pedofilia en Internet
(Muntarbhorn, 1996; Mahoney y Faulkner, 1997; Calcetas-Santos,
1997, 1998; Arnaldo, 2001; O’Connell, 2001; Jenkins, 2001;
Silverman y Wilson, 2002) ya habían sido diseñadas
desde el principio para trabajar en el ciberespacio y,
aunque fueron de mucha ayuda por lo que respecta a los hallazgos,
poca información proveyeron sobre cómo hacerlo,
sobre la metodología (excepto, quizás el
magnífico texto de Jenkins): ¿cómo
contactar? ¿Cómo presentarse? ¿Cómo
ser aceptado? ¿Cómo lograr que los sujetos de
estudio quieran ser entrevistados?
Con la idea en mente de que moverse en el ciberespacio
era la mejor forma de acceder a este sector social fuertemente
perseguido y estigmatizado, además de disperso en varios
países hispanohablantes, el proyecto en el entorno virtual
siguió adelante con un éxito suficiente, como
veremos más adelante. Pero ¿son éstas las
únicas razones válidas para substituir la grabadora
por la entrevista textualizada en formato digital, que el acceso
sea imposible por los medios
tradicionales de la etnografía? Obviamente, existen claras
ventajas para desarrollar la etnografía en el ciberespacio
cuando el tema de estudio (interés
centrado en conductas desviadas o delictivas) hace del anonimato
y de la mediación digital, que permite Internet, una
bendición para las pesquisas sobre estos sujetos de
estudio.
Algunos autores, todavía en etapas tempranas de
la eclosión social del ciberespacio, dieron la bienvenida
a la etnografía al entorno virtual, detallando los
diversos campos en lo que la antropología podía
desarrollarse exitosamente en Internet, y sin necesidad de buscar
justificaciones (Escobar, 1994). Y es este el punto que
precisamente me gustaría reivindicar aquí.
Además de la ventaja en objetivos de estudio concretos,
trabajar en el ciberespacio es más que un medio de acceso
a la información mediante la imitación o
emulación de los métodos tradicionales sino hay
otro remedio. Con un moderado optimismo pienso que, al contrario,
el ciberespacio y, en general, la hipermedia digital y el
hipertexto, también pueden proveer de metodologías
renovadas para la obtención de los datos, el análisis y la intepretación hecha
por el autor (y otros participantes/autores), así como la
propia lectura de los
textos etnográficos. Y todo esto pasa por la renuncia a
entender el territorio geográfico como una
condición necesaria para el desarrollo del
trabajo etnográfico.
El ciberespacio, como medio de comunicación basado en las
tecnologías digitales, puede hacer posible una nueva
"etnografía multisemiótica" (Mason y Dicks, 1999)
gracias a que: (a) logra nuevos procedimientos de
acceso a la información; (b) consolida la
validación de los datos al crear nuevos cruzamientos para
contrastar las fuentes, algo
que la etnografía clásica denomina
"triangulación" y considera vital para evitar confiar en
apenas una sola fuente de información (Hammersley y
Atkinson, 1994: 39); (c) facilita la yuxtaposición de
medios entre lo escrito, lo visual y lo aural (realidad
virtual) sin que éstas últimas funcionen
solamente de apoyo; (d) permite analizar e interpretar la
información sin pasar de lo oral a lo escrito, sin salir
de una formato textual, ya que las entrevistas y las
conversaciones, son directamente escritas; (e) también
abre nuevas maneras de organizar la interpretación y la argumentación; y
(f) permite las referencias cruzadas y el desarrollo de
vínculos [links] hacia diversos medios (texto, fotografía, vídeo, sonido, etc.) en
todas las fases de la investigación. Tal y como arguyen
Mason y Dicks (1999), se trata de un "arte de dar mucha
más autoridad
[authoring]) a la etnografía", como ya ha sido hecho en
los libros y en
las películas. Dar más autoridad en el sentido de
dar más autores, más perspectivas, más
lecturas, más potencial creativo e interpretativo. Como
veremos más adelante, a esta nueva perspectiva de la
etnografía se la conoce como
"hipertextualidad".
Para Mason y Dicks, las tecnologías
computacionales como la web y el multimedia
permiten que los textos etnográficos converjan con las
"preocupaciones de la teoría
crítica
y el postparadigma etnográfico" (1999), capaces de
acentuar el multiperspectivismo (la lectura y
construcción de la realidad desde diversos ángulos)
y la intertextualidad (la conexión con otros textos ya
escritos o con cualquier referencia vinculada). Incluso
podríamos llegar a afirmar que el ciberespacio viene a
reforzar el concepto holístico que siempre ha tenido la
etnografía.
No obstante, todo esto suena demasiado optimista. El
proceso de adaptación de la etnografía al entorno
virtual y los medios digitales no será fácil, ni
estará exento de errores, novatadas y simplificaciones,
así como desmesuradas experimentaciones multimedia. Pero,
lo que sin lugar a dudas no se puede negar es que, esta
ciberetnografía que viene, permitirá a la
antropología social estar en la primera línea de la
investigación en la era de la información. Las
nuevas maneras de comunicación, las nuevas formas de
construir identidades personales y colectivas y las nuevas formas
de interacción, van expandiéndose e
inundando otros espacios tradicionalmente ocupados por las formas
antiguas de socialización y subjetivación,
basadas en un territorio geográfico. Las peculiaridades de
la subjetivación en la era digital alcanzará a toda
la población de mundo occidental y no occidental (por lo
menos a sus clases dirigentes), por lo que la
investigación en el ciberespacio es la
investigación de algo a lo que nos acercamos, que no
sabemos en qué se convertirá, pero sí desde
dónde parte.
3. Territorio y comunidad en
la etnografía clásica
Las definiciones que las ciencias
sociales nos han dado de "comunidad", durante más de un
siglo de investigaciones, son extremadamente variopintas (por no
decir pintorescas): hay muchas según autores y corrientes
sociológicas, y algunas de ellas llegan a ser
contradictorias. Los pocos estudiosos que se han dedicado a
recabar las definiciones han concluido con pesimismo que
"comunidad" es más una "palabra ómnibus" (Poplin,
en Hamman, 1997b) que un concepto científico.
En la antropología social, muchas veces el
concepto de "comunidad" ha sido identificado
metodológicamente con el objeto de estudio. Esto es
síntoma de cierta herencia
naturalista de la antropología, la cual ve los lugares
naturales, identificados como un territorio concreto, como
objetos de estudio (Hammersley y Atkinson, 1994: 56). Se trata,
por ejemplo, del caso de muchas etnografías
clásicas, conocidas como "monografías" o "estudios
de comunidad".
Esto quiere decir que para algunas escuelas de
pensamiento social, como el funcionalismo,
estudiar todos los aspectos de una comunidad, de tamaño
reducido, donde predominan las relaciones cara a cara y, por
tanto, más accesible para el etnógrafo, llegaba a
ser el propio requisito del holismo inherente a la
etnografía: recoger todos los aspectos de la vida social
(económicos, religiosos, políticos y de parentesco)
para que conductas, representaciones o simbolismos y artefactos
materiales pudieran tener un sentido en una totalidad
significante. De esta manera se llegaba a identificar el objeto
de estudio con la población estudiada y a la pregunta:
"¿qué has estudiado?" se le respondía muchas
veces con el nombre de un lugar, o la denominación de los
indígenas. ¿Por qué pasaba esto?
En primer lugar, porque la etnografía se
vinculaba tanto a un territorio físico, cuyas fronteras
estaban muy bien definidas, como a una comunidad "cerrada", cuyos
límites
sociales estaban bien constituidos, o eso se creía
entonces. Los lugares de estudio eran aldeas o comunidades
tribales, con un número de habitantes por lo común
de varias decenas, y aunque los intercambios con otras
comunidades también existían (eran, de hecho, parte
de la explicación de, por ejemplo, el parentesco) el
etnógrafo tenía a su alcance las relaciones de
todos los individuos y, por tanto, la comprensión de toda
la actividad social y cultural. Así, para comprender la
institución del kula, Malinowski estudió todos los
aspectos de la cultura de las islas Trobiand como requisito
metodológico. Esto era favorecido por la pervivencia de
comunidades con altos grados de aislamiento (real o
ideológico) respecto al mundo occidental, o a las
potencias coloniales—aunque posteriormente se demostrara
que las presuntas comunidades cerradas ya estaban siendo
transformadas por su contacto con ese mundo "exterior". Por
tanto, desde la antropología social, "comunidad", tanto en
la teoría como en la práctica del trabajo de campo,
era el instrumento metodológico por excelencia:
"comunidad" y objeto de estudio, usualmente eran
confundidos.
Desde hace unos años, con la
generalización de la llamada antropología urbana,
donde las investigaciones se realizan en sociedades
complejas con borrosos límites físico-sociales,
así como con la renovación de las corrientes
teóricas, esta identificación entre comunidad y
objeto de estudio cayó en desuso. Es más,
llegó a convertirse en blanco de las críticas de
ciencias sociales afines: sin objeto de estudio no hay problema
de investigación. De hecho tenían razón.
Como afirman los autores de una excelente guía del
etnógrafo (Hammersley y Atkinson, 1994), ni es posible dar
una informe
exhaustivo de ningún objeto, ni tampoco el objeto de
investigación puede ser isomórfico con el medio en
el que se ubica: "un medio es un contexto determinado en el cual
ocurren los fenómenos, que pueden ser estudiados desde
varias perspectivas", por lo que un objeto de
investigación siempre es un fenómeno visto desde un
ángulo teórico específico. Y eso depende en
mucho de la pregunta de investigación que hagamos y de
nuestra orientación teórica. Además, el
objeto de estudio puede no circunscribirse a un territorio
limitado y entonces, puede ser necesario salir fuera del lugar
(1994: 57).
Aunque ahora la antropología sigue conservando su
vocación holística, usualmente, las
monografías son escasas, y los estudios se vinculan a un
problema de investigación bien definido, para el cual se
identifican los actores sociales y las dinámicas de
interacción involucradas en el problema, y nunca se
estudia toda la comunidad como tal y como un todo. Holismo se
entiende más como una totalidad de comprensión para
resolver un problema de investigación, que como una
totalidad exhaustiva de la vida social vinculada a un
territorio.
Pero lo que ha sido constante en la etnografía,
hasta hace pocos años, es la vinculación de la
comunidad de análisis (dónde se plantea un problema
de investigación) con un territorio físicamente
determinado—y eso a pesar de que, en antropología,
el espacio social no se corresponde con el físico. O como
mucho con dos territorios si se trataba de estudios comparativos,
o transculturales—por ejemplo, los estudios de migración.
Pero las etnografías necesitaban estar localizadas en el
espacio, a ser posible en un territorio no muy grande—sea
aldea rural o barrio urbano. De alguna manera, incluso como
requisito para demostrar que sí se "estuvo ahí"
(Geertz, 1990).
4. La comunidad virtual
¿emulación o innovación?
Algunos autores (Hamman, 1997; Reinghold, 2000) han
relacionado el auge de las comunidades virtuales en el
ciberespacio con la pérdida de lo que se conoce como
"terceros lugares", lugares que sin ser los espacios familiares y
de trabajo, son vitales para la socialización, la vida
pública informal. Así, centros de ocio, iglesias,
plazas, parques, paseos, son espacios cada vez más
escasos—proceso muy evidente en los EE.UU, a causa de las
características de su urbanización. Pero, debido a
que estos espacios en recesión constituyen sitios
imprescindibles para la vida comunitaria, estos sociólogos
afirman que las relaciones y el intercambio en el ciberespacio y
la formación de comunidades virtuales a través de
las tecnologías digitales, han venido a yuxtaponerse e,
incluso, a substituir las funciones
tradicionales de los terceros lugares localizados
físicamente.
Pero también hay otras razones para el auge de
chats y salones virtuales. Estos nuevos espacios de
socialización, definidos por Reinghold como "agregaciones
culturales que surgen cuando un número suficiente de gente
se topa con otros el suficiente tiempo en el
ciberespacio" (2000: 413), emergen, no obstante, al calor de
intereses compartidos. Estos intereses son, obviamente, de todo
origen y color y, lo que
es más importante, la mayoría de ellos se comparten
también en el mundo físico, aunque con otros
estilos y asiduidad, por lo que toda la gente puede formar parte
de estas comunidades en algún momento de su vida.
Sólo basta con tener acceso a una conexión a la
red mundial de
Internet. Es decir, que haya una continuidad mínima en
la
comunicación es un requisito indispensable para hablar
de comunidad virtual, pero también que exista un
interés compartido por sus miembros, así como
visitantes eventuales, como causa fundacional y leiv motiv
de su dinámica interaccional.
No obstante, muchos de estos intereses también
pueden ser tan poco comunes o tan extraños e inusuales, e
incluso ilegales, que obligarían a sus aficionados a
grandes desplazamientos geográficos, o a reuniones
clandestinas, para tener una conversación en tiempo real,
o llevar a cabo un intercambio, con sus camaradas. En el caso de
las comunidades dedicadas al intercambio de pornografía
infantil y opiniones de pedofilia, la pertenencia a las
comunidades virtuales, o por lo menos, el meter las narices en
este mundo, representa para la mayoría de sus miembros
algo más que un afición para sus ratos libres. La
participación en estas comunidades, con más o menos
implicación, con el tiempo, puede llegar a significar para
sus miembros —exceptuando, quizás a los
curiosos— la posibilidad de desarrollar nociones tan
importantes como la identificación personal positiva
con el estigma que perciben y sufren, y la continuidad y
coherencia de una orientación sexual normalmente
inconfesable. En estos casos, en definitiva, es necesario que
exista una fuerte motivación, pero que sea también
experimentada como una necesidad insoslayable y fuente habitual
de ansiedades vitales.
Pero, ¿cuáles son las
características básicas de las comunidades
virtuales, y sobre todo, aquellas que las distinguen de las
comunidades de base territorial? He aquí algunas de
ellas:
(a) La "territorialidad" se basa en la red o,
más coherentemente, son comunidades
desterritorializadas. Esto puede llegar a significar,
paradójicamente, que las personas y las informaciones de
las que son portadoras son virtuales, y por tanto, no
"están ahí". Es la antítesis del
"estar ahí" etnográfico de Clifford Geertz
(1990), razón por la cual, este paradigma podría
ser demoledoramente cuestionado en la era digital si la
antropología social no es capaz de prescindir de esta
presencialidad territorial para dar constancia de su
saber.
(b) La geografía es contingente pero no
determinante. Se deduce que entre la textualidad (o iconicidad,
en el caso de las webcams) de la pantalla y un individuo
situado en un lugar hay una relación de correspondencia,
ambos físicamente existentes, cuerpo y territorio. Pero
el lugar del que se trate, ni el cuerpo de que se trate, no
determinan la existencia de la comunidad, no son su "punto de
partida o constreñimiento" (Lévy, 1998: 29)
—así como sí ocurre, en cambio, con
las comunidades de base territorial y con los cuerpos
presenciales. La comunidad virtual no está fundamentada
en el territorio, sino que es desde el principio "guiada por
pasiones y proyectos,
conflictos y
camaraderías" (ibíd.: 29).
(c) La ubicuidad de sus miembros y la
irrepresentabilidad de su conjunto. No se trata de que la gente
esté en todas partes, sino que la comunidad virtual se
identifica simbólicamente con cualquier lugar del
mundo—o del dominio
lingüístico del inglés, español, etc. No se puede representar
sobre un mapa o plano, sino que hay que imaginársela
"irrepresentable" desde el punto de vista icónico. Por
consiguiente, es imposible crear un mapa de una comunidad
virtual, porque no se puede componer un icono como un signo que
mantenga una relación de semejanza con ella.
(d) Los nuevos sistemas de
comunicación digital imponen un ritmo diferente a los
intercambios en las comunidades virtuales. Así, la
velocidad
del registro y la
transmisión se ha revolucionado, así como los
planos comunicativos y sus cualidades. Con ello, nuevas formas
de relacionarse surgen en las comunidades virtuales, como las
conversaciones paralelas en pantallas simultáneas de
atención jerárquica, los
diálogos caóticos, arrítmicos, desiguales
e irrecíprocos de los chats, o los intercambios
vinculados al hipermedia (fotos,
vídeos, canciones).
(e) La interacción social tiene poca inercia y
suele carecer de lugares referenciales fijos. Los intercambios
carecen de un punto de orientación estable, que en el
espacio presencial suele ser un sitio determinado de un
territorio. Sus móviles y nómadas miembros pueden
aparecer cuándo y dónde quieran, o sólo
hacerlo una vez y esfumarse. No hay puntos centrales, sino
parábolas caprichosas: "la virtualización
reinventa una cultura nómada, no mediante un regreso al
Paleolítico o a las tempranas civilizaciones de
pastores, sino creando un medio de interacción social en
el cual las relaciones se reconfiguran con un mínimo de
inercia" (Lévy, 1998: 29).
(f) Los sujetos son anónimos y se presentan con
identidades múltiples. Existe una subjetividad creativa,
una formación de identidades sociales "a la carta"
según los caprichos o los fantasmas de
los individuos. Si es cierto aquel dicho de que "nunca llegas a
conocer del todo a una persona", el
ciberespacio es el lugar ideal para comprobarlo.
Por supuesto, no todo el mundo está de acuerdo
con la corriente hegemónica de pensamiento que habla con
euforia de la nueva sociedad del conocimiento
basada en las tecnologías digitales. Ciertamente, las
nuevas comunidades virtuales, con un presencia y dinámica
social capaz de substituir las tradicionales relaciones cara a
cara y los encantadores espacios históricos de
socialización informal, pueden generar en algunos muchas
dudas.
Robert Nirre (2001), pseudónimo de una
programador informático de San Francisco, se muestra muy
escéptico al respecto. Quizás fastidiado de tanto
optimismo cibernético, para él, las comunidades
virtuales no son más que una ilusión, un espejismo
de sociedad, que en realidad están basadas en un espacio
inexistente, que sólo consiste en información e
interfaces. Así, cuando nos conectamos a Internet, abrimos
un vínculo, hacemos una búsqueda, o charlamos con
alguien, no existe un espacio físico, pero tampoco un
espacio conceptual: "existen lugares, pero nada entre ellos, no
hay interespacialidad" (Nirre, 2001). La distancia ordena, la
distancia hace visible y provee de zonas neutrales; la falta de
estas cualidades del espacio hace que las "marcas
registradas" sean el principal principio ordenador. Para crear la
condición de realidad "los cavernícolas del
no-espacio deben imbuirse en los medios de topología tradicionales donde pueden
adquirir la visibilidad que la web no ofrece". Por eso los
cibernautas novatos se sienten al principio tan desorientados
(ibíd.).
La existencia de las comunidades también es
cuestionada por Nirre. Para él, el cibernauta, encerrado
en un bucle permanente a través de la unión de la
pantalla, el ratón y el teclado,
interactúa solo. Más aun, "la web existe
para proveer acceso a la información, no a una comunidad"
(ibíd.). Las tecnologías digitales no pueden crear
espacios, sólo presentar interfaces que conducen a una
información. Por tanto se pueden usar, pero no estar
dentro de ellas. Las distancias son arbitrarias y los lugares
vacíos.
Pero más grave todavía es la
acusación que Nirre lanza contra el mundo virtual como
devorador de la realidad, de la historia y del mito
¿Es posible que el territorio virtual sea un no-espacio
incapaz de recibir una ordenación simbólica?
¿Es posible que la metáfora y la metonimia,
funciones básicas de la mente humana para el
estructuralismo, no puedan significar el ciberespacio ni
otorgarle sentido, por estar fuera de la historia, fuera del
mito, fuera del contexto real, en un lugar no
simbólico?
5. El nuevo territorio
virtual o la (des)territorialidad metonímica y
metafórica
Conocemos ya algo del acercamiento de la
etnografía a los entornos digitales, de cómo el
concepto de comunidad ha sido el "niño mimado" de la
antropología social y se ha convertido en un escollo para
la ciberetnografía. También qué podemos
entender ahora por comunidad virtual, así como del
escepticismo con que algunos, desde dentro, acogen la euforia
ciberespacial. Llegados a este punto lanzamos la pregunta:
¿Es posible para la etnografía localizar y
describir una comunidad virtual en los términos de un
territorio semantizado? Nosotros creemos que sí, y lo
vamos a intentar mostrar con un ejemplo propio.
Todo espacio semantizado implica un centro cualitativo
desde el cual parte el proceso de formalización espacial
para crear lo que se conoce como un campo semántico
(García, 1976: 167). Este centro cualitativo puede
significar (dotar de sentido) dentro de un campo
semántico organizado alrededor de la edad, la religión, las
creencias políticas
o cualquier tipo de variable.
Según la etnografía clásica, que
necesita un espacio físico y real como imprescindible
materia prima
para la simbolización de las relaciones sociales, y
según algunos críticos de la web, como
acabamos de ver, sería imposible encontrar un campo
semántico sin una base territorial. Pero, con poco que
naveguemos en Internet, lograremos convencernos que una comunidad
virtual es un locus perfectamente simbolizable, donde
miles de individuos se buscan, se encuentran, entran, salen, se
presentan, se conocen, dejan regalos y los reciben, se agradecen,
se insultan, se lamentan, se despiden enojados o regresan
contentos, nada que un contemporáneo Marcel Mauss no
pudiera reconocer como un lugar de intercambio
simbólico.
Por ejemplo, el centro cualitativo de nuestro campo
semántico on line en las comunidades virtuales
dedicadas a la pedofilia —y también el centro
simbólico y generador del orden político interno,
no cabe duda— se deriva de la posesión o no de
imágenes de pornografía infantil para poder
compartir. Por lo tanto, son los espacios dedicados a la exposición
de esas imágenes los centros cualitativos —buzones
de fotografías y vídeos o links en MSN,
así como messenger privados. El espacio
aquí, el lugar donde están las
imágenes para compartir, ilocalizable territorialmente
(algún servidor fantasma, o una delirante ruta de servidores) es
semantizado también, por lo que podemos hablar de un
espacio sociocultural en un territorio virtual, o quizás
en un no-territorio espaciovirtual.
A partir de este centro cualitativo cristaliza una
oposición, y se reconocen (todos aprenden a reconocer y a
ser reconocidos) dos categorías de miembros, con los
cuales se establecen diferentes relaciones sociales: a) los
poseedores de imágenes (los iniciados); b) los no
poseedores de imágenes (los neófitos). Entre los
primeros se consolida una exclusividad positiva, mientras que
entre los novatos, desposeídos de imágenes, se
instaura una exclusividad negativa (García, 1976: 77).
Esto quiere decir que los primeros tienen derecho a ocupar el
espacio de la comunidad virtual, mientras que los segundos o no
lo han tenido nunca, o lo han perdido por negligencia.
Por poco que observemos, nos daremos cuenta que estamos
frente a una territorialización semantizada, aunque
facilitada, no cabe duda, por el hecho de que a estas comunidades
se accede mediante aprobación del "administrador",
el creador —con lo cual tiene la potestad de expulsar a
quien quiera en todo momento. Hay, por consiguiente, un centro
cualitativo capaz de generar segregaciones y exclusivismos, y
prohibiciones de penetrar o permanecer allí dónde
no se le permite a alguien.
Parece evidente que aquí nos movemos sobre una
territorialidad metonímica. Los mismos espacios adquieren
significados diferentes para los mismos sujetos según la
posición que ocupen éstos en la (proto)estructura
social de la comunidad virtual, y según ésta vaya
creciendo, aumentando de miembros y reconociéndose su
importancia entre los rumores de los "nómadas"
—cibernautas antiguos que recorren muchas comunidades
según avanza el proceso de apertura y cierre de las
mismas. El contexto en esta provincia de Internet está en
constante transformación, y con ello el significado del
espacio.
Por ejemplo, si la comunidad dura mucho tiempo y el
administrador decide protegerla prohibiendo la exposición
directa de imágenes ilegales, el buzón de fotos
pasa de ser el centro cualitativo a un cuchitril sin nada
interesante y, además, simbólicamente peligroso, un
lugar donde mejor no entrar; mientras que el buzón de
mensajes, donde están los links hacia los archivos
digitales, se convierte en el nuevo centro cualitativo y el
espacio de paso obligatorio. Por otra parte, si un miembro gana
posiciones porque aporta muchas imágenes y se muestra
solidario, su estatus cambia, y los espacios para él se
resignifican. Así, el administrador lo puede convertir en
ayudante del administrador, y así goza de los mismos
privilegios que él para aceptar o rechazar miembros.
Entonces, puede pasearse por dónde quiera. Y lo que es
más importante, gana puntos para acceder a los
míticos grupos de
élite, grupos de administradores escogidos donde
supuestamente se comparten materiales de primera calidad,
sólo al alcance de unos pocos.
En este punto, vemos que también es posible
interpretar una territorialidad metafórica en las
comunidades virtuales. Aparte de la estructura social que se
expresa en el lenguaje, y
que es evidente en las clasificaciones jerárquicas, existe
también una estructura mitológica en este sector
del ciberespacio, que aunque sería material para un
estudio propio, podemos esbozar aquí.
Esta estructura mitológica está basada en
personajes, historias y lugares que se oyen comentar en muchas
comunidades, llevadas de oasis en oasis por los nómadas
del desierto, y que siempre hacen referencia a un mundo de
fundaciones heroicas, comunidades que duraron años con
miles de miembros, y de historias de cómo los mejores, los
sabios miembros de la élite, han llegado dónde
están. También se hace referencia a
websites, buzones de fotos o comunidades, de momento
inalcanzables, donde la pornografía es inacabable y
perfecta; a territorios prohibidos, páginas web que
son preámbulos del infierno del pedófilo
públicamente descubierto, donde uno nunca debe de meter
las narices porque son trampas de policías. Y por
supuesto, a conductas de riesgo
personificadas por individuos con los que nunca hay que hablar,
sujetos peligrosos que se muestran solidarios pero, en realidad,
son traidores "antipedos".
También existen procesos rituales que obligan a
conductas protocolarias, obligatorias, a ritos enraizados en la
estructura social y derivadas de la
mitología ciberpedófila. Por
supuesto, el ritual de iniciación en la comunidad,
sobretodo si el nuevo feligrés hace patente su ignorancia,
consiste en bromas crueles y humillaciones, imponiéndole
la dura prueba del aprendizaje
autodidacta o con poca ayuda, a ver si es capaz de conseguir la
destreza técnica necesaria para moverse en este medio. No
obstante, también hay miembros que ofrecen sus
conocimientos desinteresadamente a los recién
llegados—o quizás con el interés de agradar
al administrador.
Otro tipo de conductas rituales consisten en el
cumplimiento de reglas, lo que hay que hacer para exorcizar el
ser virtualmente eliminados o literalmente cazados por los
ciberpolicías. Tales son, por ejemplo, el uso de
eufemismos en el lenguaje
(sobre todo para nombres de comunidades y buzones de fotos); el
no alardear demasiado ni poner a la venta la
pornografía que uno posee; y la exigencia continua de
solidaridad,
aunque sea con una sola fotografía, pese a que, en
realidad, ello no demuestra que alguien no sea un "espía"
de los enemigos.
Casi toda esta estructura mítica apela a las
normas de
comportamiento
exigidas para que las comunidades no sean eliminadas. En
definitiva, a las normas que permitirán al grupo y a sus
miembros sobrevivir, representadas en forma de relatos,
personajes y lugares míticos. Una interpretación,
salvando las distancias, no muy lejana de la que dio
Lévi-Strauss (1987) al mito de la gesta de Asdiwal de los
indígenas pescadores de la costa oeste del
Canadá.
Pero, quizás haya llegado demasiado lejos en este
análisis ¿Es posible considerar el buzón
virtual un territorio donde opere una semantización,
aunque este espacio carezca de existencia física? ¿Es
posible interpretar un territorio donde lo simbólico
carece de referente espacial físico? Nosotros creemos que
sí es posible. Es más ¿se necesita la
existencia real para ser virtual?—sería la pregunta
seminal detrás de esta discusión. Según
Pierre Lévy, no, ya que para lo virtual es suficiente a
veces con literalmente "no existir" (Lévy, 1998:
27).
6. Investigar el
ciberespacio o en el ciberespacio
Estudiar en el ciberespacio no está exento de
muchos de los problemas que también posee la
metodología etnográfica tradicional; y en algunos
casos, incluso se acentúan. Uno de los más
acuciantes es del involucramiento del etnógrafo en la
forma de vida de los sujetos entre los que estudia, algo que
también conlleva aspectos éticos que no se pueden
olvidar.
En el mundo presencial, el trabajador de campo, una vez
ha logrado ser aceptado en la comunidad donde realiza su
investigación, rara vez pasa desapercibido o es tratado
siempre como un extraño. A medida que pasa el tiempo y se
suceden las entrevistas y las observaciones, y se acrecientan las
empatías (o antipatías), los sentimientos de
amistad y
reconocimiento pueden aflorar, tanto desde las personas
anfitrionas como del propio etnógrafo. Con ello, los
habitantes de la comunidad se suelen interesar por aspectos de la
vida personal del investigador, y en reciprocidad, es
común compartir estos intereses que parten de la necesidad
de reconocimiento en la interacción personal. Usualmente,
el problema, si es que lo hay, se reduce si desde un primer
momento se dejan bien establecidas las intenciones del
etnógrafo, su tiempo de permanencia y el uso que se
hará de la información. Por lo demás, todo
depende de las capacidades personales para en el buen trato con
la gente, así como la voluntad de ser generoso y
respetuoso. Pero en el ciberespacio las cosas son un poco
diferentes.
Para empezar, no es lo mismo investigar sobre el
ciberespacio que hacerlo en el ciberespacio. Estudiar
sobre el ciberespacio lo puede hacer alguien que
jamás haya navegado en Internet, sería suficiente
con dotarse de una buena bibliografía—aunque
dudo mucho que a algún antropólogo le permitieran
hacer esto. También puede ser un trabajo
etnográfico cuya pregunta de investigación
esté centrada sobre el propio entorno digital, por
ejemplo, cuáles son las nuevas reglas de
comunicación (la famosa Netetiquette) que se establecen en
una comunidad virtual.
En cambio, estudiar en el ciberespacio es otra
cosa. Quiere esto decir que el ciberespacio es propiamente un
canal, un medio, el contexto, un lugar marco, de hecho un nuevo
territorio virtual donde la vida social se desarrolla y no un
objeto de investigación en sí mismo. Entonces puede
uno estudiar entre los aficionados a las armas, o los
creyentes en los OVNIS, y
acercarse al ciberespacio porque es el lugar donde los
sujetos están—al igual que acudiríamos
a un club de caza o a una asociación de observadores del
cielo, en la realidad presencial, sin mostrarnos muy interesados
en la arquitectura de
los edificios que albergan tales asociaciones.
Cuando se está investigando en el
ciberespacio para un tema controvertido y tabú, como la
pedofilia, porque es el lugar donde está la gente que
buscamos, los "habitantes" de un entorno virtual, muchos de ellos
de simple paso, y la mayoría desconfiados y poco corteses,
son muy diferentes a los que encontraríamos en un trabajo
de campo presencial durante meses. Nadie ha visto al
etnógrafo, no saben qué quiere, ni tampoco les
interesa mucho y, sobre todo, no se fían de lo que un
internauta les diga acerca de su persona a través de la
pantalla.
Al mismo tiempo, el ciberetnógrafo está
constantemente tentado a ser menos respetuoso que en la vida
presencial: uno puede cerrar la pantalla si en un chat se
ponen las cosas feas, se atrevería uno a mentir sobre las
propias intenciones para conseguir el propósito deseado, y
se permite a uno mismo, en el mejor de los casos, no fingir pero
tampoco decirlo todo. Al fin y al cabo, el territorio virtual no
conlleva desplazamientos del propio cuerpo, y uno puede ir y
venir del mismo sin levantarse de la silla, y sin exponer la
integridad física. En el fondo, algún
convencimiento profundo parece susurrarnos que, en realidad, ese
lugar no existe, y todo se trata de un simple juego.
En mi caso, las preguntas, los acosos, las
groserías, los insultos hacia mi persona(je) fueron
bastante frecuentes, sobretodo en la fase inicial de la
etnografía—algo que ya ha sido reconocido por
psicólogos de Internet como una tendencia de la
comunicación no presencial: las "guerras
sañudas" (Wallace, 2001). Uno está ahí, pero
no tiene nada que hacer en ese lugar si no "eres como ellos" y
compartes sus intereses. El primer contacto en el chat se
saldaba con infinidad de solicitudes compulsivas de
imágenes de pornografía infantil, por parte de
todos y hacia todos, y escasas conversaciones de interés.
Algún diálogo iniciado por el etnógrafo,
tipo "¿han tenido experiencias reales con niñas?" o
"¿cómo son sus fantasías sexuales?" en
alguna ocasión dieron pie a intervenciones de
interés. Pero hasta no establecer conversaciones
más directas mediante el uso del messenger,
después de meses de acercamiento y negociación, los diálogos fueron
casi siempre banales. Aun así la demanda de
pornografía no cesaba, no solamente por interés
personal, sino para certificar que yo era uno como ellos y no un
infiltrado, un policía. También las preguntas
personales e íntimas se sucedían, en una más
que comprensible exigencia de reciprocidad a cambio de sus
intimidades: "¿y a ti, cómo te gustan las
niñas?" me preguntaban.
Las situaciones fueron a menudo complicadas, pero la
solución más cabal siempre pasaba por explicarles
cuál era mi intención, sin asustar necesariamente
al personal. Una especie de "me interesa conocerles porque les
entiendo" pero sin entrar en actividades ilícitas, como
compartir imágenes. Al final, siempre me quedó la
impresión de que alguien de los dos había sido poco
ético con el otro, o de que el "territorio" que pisaba era
extrañamente incierto y liviano.
7. El acceso a la
información: técnicas clásicas para un nuevo
entorno virtual
Más atrás me preguntaba cómo
sería posible aplicar las técnicas clásicas
de la etnografía (la observación participante, las
entrevistas y las historias de vida, entre otras) en el nuevo
entorno del ciberespacio, donde los sujetos de estudio no
están localizados, aparecen y desaparecen, y su identidad
se muestra como zigzagueante, incierta, espectral, servida a la
carta.
Además, donde los signos más pertinentes para
localizar el engaño o la suplantación, el lenguaje
no verbal, están ausentes por el monopolio de
lo textual —excepto en las webcams, nunca usadas por
los ciberpedófilos.
La observación participante es bastante
accesible. Sólo hay que encontrar un salón de
chat sobre pedofilia, que son muy numerosos en idioma
español en rooms de temática libre
—escogida por los internautas. Pero es necesario, (a) o
bien pasar desapercibido y estar sólo de observador o, (b)
de alguna manera, hacerte pasar por uno de ellos, siempre y
cuando nos abstengamos de compartir imágenes
—además de la falta de ética y su
ilegalidad, entraríamos en una espiral de demandas hacia
nosotros. En los chats sobre pedofilia, la posibilidad de
presentarte como un investigador social está totalmente
fuera de lugar: provoca la indiferencia o el rechazo
explícito.
Para los que se inician, los salones de charla provocan
una descorazonadora impresión de caos, de falta de
reciprocidad y de egoísmo: nadie habla con nadie en el
sentido de mantener una conversación, la gente suelta
preguntas, reclamos y se dirige a alguien sin esperar respuesta
inmediata y sin obtenerla. Sólo, de vez en cuanto,
Vergón se dirige a Comeñinas para
recordarle algo que nos resulta inteligible; pero se trata de un
asunto entre ellos, y después otra vez el caos. Dan ganas
de mandar un grito para reclamar la atención, pero esto
también resulta totalmente inocuo. Luego descubres las
conversaciones con los usuarios a través de los canales
privados, y aquí ya es posible hablar como siglos de
evolución cultural nos han educado para
hacerlo. De todas maneras, con el tiempo, se aprende a participar
de estas pseudoconversaciones, y es posible conducir, mediante
preguntas provocadoras, ciertos debates interesantes entre dos o
tres cibernautas.
Por supuesto, la segunda opción, la de la
mímesis y la inmersión, es mucho más
interesante, siempre que no se superen ciertos límites
éticos. La primera, la de mantenerse como un curioso
mirón silencioso, es válida para la primera fase
del trabajo de campo, cuando nos estamos situando y reconociendo
el territorio, para rectificar algunos objetivos inalcanzables de
nuestro interés etnográfico programado. Pero, tarde
o temprano, el etnógrafo debe empezar a entablar contacto
con los sujetos de estudio, y hacerlo de la mejor manera para que
ellos se muestren interesados y participativos.
El problema de los salones de chat, además
del desorden y la casi ausencia de información
interesante, es que la gente usa pseudónimos diferentes
cada vez que ingresa en ellos, con lo que resulta casi imposible
rastrear a los sujetos de estudio. La excepción son los
pseudónimos "famosos", aquellos que ves repetirse cada
día y que sus portadores se muestran orgullosos de ellos;
es muy probable que detrás esté la misma persona:
un engreído administrador de comunidades virtuales, o
algún fanfarrón en busca de imágenes. Pero
lo más importante en esta fase de trabajo de campo es
poder entablar contacto con ciertos pseudónimos
(vía canales privados de los chats) y,
después de una conversación ligera y
espontánea, de presentación y cambio de
impresiones, conseguir una dirección electrónica para futuras conversaciones en
messenger, mucho más centradas y
aprovechables.
La observación en las comunidades virtuales es
diferente. Una vez se es miembro de una de ellas, la
participación puede ser diseñada con más
tiempo. Se podía usar el chat interno hasta octubre
de 2003, cuando fueron cancelados por MSN. Pero además, se
pueden dejar anuncios en el buzón de mensajes reclamando
gente interesada en intercambiar opiniones sobre pedofilia, se
pueden leer los otros mensajes y contactar con aquellos que nos
resulten dignos de personas dispuestas a comunicarse, ya que
también hay un listado de todos los miembros de la
comunidad con sus correos electrónicos.
Otros tipos de observaciones en la web, mucho menos
participantes, se pueden llevar a cabo en portales y
websites de pago (sin entrar, sólo viendo su
presentación), donde se recaba información general
sobre itinerarios y rincones donde los cibernautas interesados en
la pedofilia pueden andar husmeando.
Como ya vimos en el caso de Hamman (1997), hacer una
entrevista con la sola mediación del texto, obliga al
etnógrafo a ser precavido y en cierta manera, si ya
estás familiarizado con las malinterpretaciones que se
suelen dar al hablar con los amigos en el messenger,
asusta. Sin el encuentro presencial en un lugar físico,
que para los antropólogos sociales representa el 50 % del
cómo llegar a la información, de cómo romper
las barreras de la tendencia de las personas a protegerse de los
desconocidos, la sola habilidad de la palabra enviada al
vacío virtual la sientes insuficiente o torpe para lograr
hacerte entender, y sobre todo, para conseguir la química suficiente
para entrevistar ¿habrán entendido lo que quise
decir? ¿Habrá sido aquella pregunta o palabra
malinterpretada? Efectivamente, coincidiendo con Hamman, mis
primeros encuentros en el ciberespacio con mis sujetos de estudio
con fines de entrevista, estuvieron repletos de malentendidos,
pero sobre todo, de preguntas insistentes de su parte para
entender cuál era mi propósito —cosa
también de sentido común en el caso de un
orientación sexual perseguida por las agencias anticrimen.
Estos son los principales problemas con los que me
encontré en las ciberentrevistas que llevé a
cabo:
(a) En primer lugar, hay que subrayar que existen dos
tipos de entrevistas: la "espontánea" llevada a cabo en el
messenger y donde los temas van surgiendo según
evoluciona el diálogo y según se captan los
intereses del otro. Y por otro lado, la "programada", que
consiste en un patrón extenso de preguntas que se
envían por e-mail a cibernautas con los que ya se ha
logrado cierta confianza. La primera tiene el problema de que si
no estás alerta para dirigir la conversación,
puedes terminar hablando de algo irrelevante, además de
que en cualquier momento el sujeto decide marcharse, o se cansa
de hablar "en serio". La segunda, por su parte, tiene un
inconveniente obvio: la gravedad que puede transmitir a alguien
que tantea siempre con pies de plomo el terreno ¿para
qué tantas preguntas explícitas? Obviamente, la
entrevista programada se debe de enviar después de haber
explicado bien de qué se trata para que no hayas
sorpresas. Pero aún así, el ciberpedófilo es
tan prudente y desconfiado que tiende a ser escueto y
perezoso.
(b) Otro problema ligado a éste es el de la
confianza. Si el etnógrafo se muestra como alguien con un
pie adentro y otro afuera, como alguien que no pertenece a su
mundo y que sólo está husmeando, el rechazo
está casi garantizado. La única manera de lograr
una mínima confianza con los sujetos es presentarse como
uno de ellos, como alguien que tiene interés en conocer
como son los camaradas y en comprobar si lo que tienen en sus
cabezas (imágenes, fantasías, expectativas,
estrategias)
coincide con las propias cavilaciones. Sólo así el
entrevistado se sentirá identificado con el
etnógrafo y podrá incluso desear hablar de algo de
lo que normalmente no lo puede hacer con nadie.
(c) Pero si el entrevistado te cuenta su intimidad
¿qué hay de la tuya? Los problemas de la
reciprocidad del etnógrafo son tanto y más graves
como los anteriores. Pero, entonces ¿qué les
cuentas para que
puedan sentir la identificación necesaria para la afinidad
y empatía? En mi caso, inventando historias, tomadas de
aquí y de allá, del material ya recopilado o
leído. Quizás poco ético pero, o
estás o no estás, o compartes o no compartes
¿Qué alternativa hay? También intenté
a veces cambiar de tema. La mayoría siguió
ahí, pero más tarde o más pronto, volvieron
a interesarse por mis gustos y experiencias. Algunos se enfadaron
y rompieron el contacto.
(d) Otro de los problemas, ya mencionado en varias
ocasiones, es el de la heterogénesis identitaria.
Realmente ¿quiénes son estos tipos? ¿Son
realmente lo que cuentan de sí mismos? ¿O se
esconden tras máscaras y roles fantasmáticos con
los que se identifican? Y todo esto, sin dejar de olvidar que
ellos al mismo tiempo se preguntarán algo parecido:
realmente ¿quién es este tipo que se interesa tanto
por mi "perversión"? La presencia en el ciberespacio, un
lugar sin localizadores de lo corporal y lo territorial, implica
siempre virtualización. Y la virtualización lleva a
la heterogénesis, al cambio de identidad, el convertirse
en el otro, en el que no eres, en el que desearías ser, en
el que odias, en lo que detestas de ti mismo, o en aquel que amas
y aspiras cada día a ser. El territorio virtual, es sin
duda, un lugar donde se experimenta con las subjetividades y los
géneros, y las comunidades dedicadas a la pedofilia son
espacios que, por sus condiciones de marginalidad y
liminalidad, son idóneos para el cambio de identidad, la
suplantación, la substitución, el jugar a ser
otros. Pero también, paradójicamente, el de la
sinceridad extrema, el de la necesidad compulsiva de hablar con
alguien de los secretos inconfesables —aunque esto, cuando
sucede, puede que no lo logremos detectar.
(e) Por último, las entrevistas en el
ciberespacio tienen el problema, general a toda la
etnografía, de la representatividad: ¿son las pocas
personas que he entrevistado representativas de toda la
diversidad que existe en una comunidad virtual de pedofilia?
¿Cuántos sujetos se habrán quedado fuera y
que hubieran podido aportar una información valiosa para
detectar la diversidad, y con ello, las tendencias generales?
Preguntas bizantinas en la etnografía. Se trabaja con lo
que se tiene, y a ello se le dedican todos los esfuerzos para
evitar la información superficial, estereotipada y
banal.
Por su parte, las historias de vida, entrevistas
repetidas para lograr reconstruir la experiencia vital de un
sujeto de estudio, son difíciles de lograr. Los
cibernautas pueden ser muy repetitivos en sus obsesiones, y en
sus movimientos ritualizados; pero poco constantes a la hora de
ser entrevistados en profundidad. Y las autobiografías
hechas por los ciberpedófilos, usualmente consisten en
colecciones de experiencias sexuales con niñas, de las que
nunca sabes que porción es ficción y qué
otra relato de vida.
8. Etnografía,
hipermedia e hipertexto: la digitalización del
"campo"
La etnografía no puede ignorar la
digitalización de los medios de
comunicación humanos. Ya lo hemos podido ver en el
caso de un estudio sobre comunidades virtuales, movilizadas por
una fuerte motivación personal, la atracción
sexual por las niñas, y organizadas en el espacio
cibernético a causa de sus claras ventajas respecto al
asociacionismo tradicional territorializado. Pero la
digitalización avanza, y poco a poco alcanza o otros
colectivos de intereses comunes (incluidas las instituciones
sociales tradicionales) que, aparentemente, no obtienen tan
sustanciales ventajas con la incorporación a los medios
computerizados. Dentro de unas décadas, cualquier trabajo
de campo etnográfico no podrá permitirse el lujo de
desdeñar los entornos virtuales: aunque trate de los
más pobres entre los desarraigados, no desatenderá
qué hay acerca de ellos en el ciberespacio.
Pero el trabajo de campo en el ciberespacio, y la
adaptación de sus técnicas tradicionales a este
nuevo entorno, no es el único impacto de la cultura
digital en la etnografía. Existen dos conceptos
interrelacionados con la nueva noción de territorio
virtual y que son básicos para comprender al
ciberetnógrafo, que poco a poco, se va desprendiendo del
peso de la narrativa tradicional, lineal en el espacio y en el
tiempo, y arraigada a un territorio físico. Son el
hipertexto y el hipermedia.
Antes de la era digital, de las últimas
décadas del siglo XX, el hipertexto ya existía. Las
fichas de los
libros de biblioteca, donde
constan sus palabras clave, vinculan a otros textos relacionados.
El propio índice bibliográfico de cualquier
análisis científico es en sí un hipertexto
que nos habla de lo que ya ha sido dicho por otros al respecto. Y
si llegamos al extremo, todo texto remite a una intertextualidad,
ya que nada de lo dicho por alguien está exento de
referencias (implícitas o explícitas) a otros
textos anteriores. Pero los medios digitales muestran mucha
superioridad sobre los hipertextos precomputerizados: la
búsqueda y la navegación en el ciberespacio, por
muy infructuosa que resulte a veces a causa de la precariedad de
algunos buscadores,
son mucho más efectivas y rápidas para encontrar
una información que de otro modo quizás
tardaríamos meses o años en localizar.
Al contrario de una ficha de biblioteca, el hipertexto
digital es multilineal y multidireccional. Sus vínculos a
otros textos, a otros autores, a otras páginas web,
crean interminables asociaciones en forma de malla tridimensional
de ida y vuelta, con diferentes instancias y formas de texto, e
incluso con diferentes soportes mediáticos. El hipertexto del ciberespacio
esta basado en nodos y vínculos entre esos nodos; la
representación más cercana de un hipertexto digital
es, sin duda, la de una red social, donde ego se
relaciona con varios individuos que a su vez forman conglomerados
de vínculos por su cuenta e independientes de
ego.
Además, como es evidente, el hipertexto digital
no está localizado físicamente; o dicho con
más propiedad:
aunque "todavía es posible asignar un domicilio a un
archivo
digital, esta dirección es transitoria y relativamente
insignificante" (Lévy, 1998: 28). Es la evolución
natural de un texto cuando ya no permanece impreso y depositado
en su versión definitiva, sino en muchos lugares y siendo
permanentemente reproducido y borrado, citado y actualizado,
leído verticalmente, de la bibliografía hacia al
principio, troceado y pegado con extrema facilidad, descifrado de
un medio a otro, de una lengua a otra por traductores amateurs,
siendo recreado con cada lectura y según los nexos previos
que al lector le han llevado hasta él —de hecho, el
síndrome del escritor nunca satisfecho con su texto,
está relacionado con su formato digital: ¡es tan
fácil intercalar una nueva palabra! El hipertexto es el
texto eminentemente desterritorializado.
Cuando un texto sufre tantos avatares y recorre tantos
caminos virtuales, el autor, el que lo lanzó al
ciberespacio, pierde "autoridad" sobre su producto. La
creación empieza a concebirse entonces como hecha por
varios autores, anónimos, desconocidos entre ellos, que
recortan, añaden, censuran o enlazan al texto con aquello
que más les invoca o les gusta: "un variado
continuum se extiende entre la lectura individual de un
texto específico y la navegación dentro de amplias
redes digitales
en las cuales una multitud de personas anotan, aumentan y
conectan textos por medio de vínculos de hipertextos."
(Levy, 1998: 56). Son textos iniciados por uno y completados por
otros —como ocurre con las canciones del folklore
tradicional, creadas por varios artistas, mientras sembraban,
durante generaciones. El texto, cuando navega por el
ciberespacio, se convierte necesariamente en hipertexto. Incluso
la idea de autoría personal, y del copyright de la
creación intelectual, podría llegar, en pocos
años, a considerarse desfasada y caduca dentro del entorno
digital. De alguna manera, podríamos relacionar
también al hipertexto con lo que Tanzi (2000) llama la
"inteligencia
colectiva", compuesta de "una combinación de
personalidades involucradas en una labor de metabolización
mutua".
Esta misma transición también
podría alcanzar en algún momento a las
etnografías, cuando trabajar en el ciberespacio sea la
regla y no la excepción. Una forma de metodología
aplicada al campo digital podría llevar a los textos
etic por recorridos impredecibles, para recolectar una
multitud de voces emic y de las interpretaciones de los
actos descritos por parte de los propios sujetos interesados.
Así, las etnografías podrían ser iniciadas o
sugeridas por el etnógrafo, y completadas como un
palimpsesto imborrable durante un proceso temporal y territorial
complejo a través del ciberespacio, sin programación ni planificación, con la aportación de
los sujetos de estudio que por el entorno virtual fueran creando
más hipertexto. Por supuesto, esto nos recuerda el giro
hermenéutico de las propuestas posmodernas que para una
nueva etnografía fueron hechas por James Clifford, Paul
Rabinow, Dennis Teddlock, Stephen Tyler en los años
ochenta (Geertz, Clifford et al., 1991). En éstas, con
diferencias notables, estos etnógrafos reivindicaban que
las etnografías eliminaran al máximo la voz
déspota del autor, para incorporar las propias
interpretaciones de los nativos. La polifonía era la
metáfora sonora más acertada, y la ficción,
el género
etnográfico por excelencia.
Además del momento propiamente creativo, el
hipertexto también tiene la cualidad de su
multinterpretación y de sus multilecturas. Aquí
entramos ya en la fase posetnográfica—aunque las
nociones de "momento" y de "fase", pensadas en el ciberespacio,
no debería recordarnos un tiempo lineal, sino
cíclico o regresivo: la etnografía se puede
reiniciar, refundar. Tal y como nos lo recuerdan Mason y Dicks
(1999), y en el sentido de una polifonía interpretativa,
el hipertexto "debe de incorporar la posibilidad de integrar las
voces de los participantes y el autor, haciendo que el acceso y
proximidad a los textos de datos abra canales para
interpretaciones innovadas".
Tratamos aquí con una cuestión
fundamental, ya que este proceso involucra la
interpretación de unos significados dentro de unos campos
semánticos que pueden ir cambiando según el
hipertexto viaje a otros contextos virtuales y sea sometido a
diferentes miradas (Tanzi, 2000). Por lo que toda
ciberetnografía pasaría inevitablemente por la
pérdida del significado, la resemantización, y como
no, el conflicto
entre diferentes interpretaciones. Volviendo otra vez a la
antropología posmoderna, recordemos como Clifford Geertz
(1990), en su conocida "descripción densa" [thick description]
hablaba de la variedad de niveles de significado de todo comportamiento
humano, variedad que debe ser interpretada por las diferentes
perspectivas humanas implicadas. O también, como Dennis
Tedlock concebía a los "otros", los nativos, no
sólo como productores de textos, literales o figurativos,
sino también como interpretes de textos (Tedlock, en
Geertz, Clifford et al., 1991).
Por otra parte, el hipertexto, en su fase de lectura,
implica que el autor también pierda el control de
cómo el lector construirá su propia ruta a
través de los vínculos del entorno virtual. Y por
tanto, carece de toda autoridad para imponer una lógica
narrativa: "el lector se aproxima a un entorno etnográfico
como una matriz de
conexiones cambiantes más que una narrativa fija y
autocontenida (Mason y Dicks, 1999). Frente a la tradicional
lectura en papel, lineal y estructurada, la
hipertextualización "multiplica nuestras oportunidades de
producir significados y convierte el acto de lectura en algo
considerablemente más rico" (Lévy, 1998:
56).
Como se puede observar, la hipertextualización,
mediante la validez interpretativa de ambas, convierte en casi
indistinguibles las funciones de escritura y
lectura, "la intimidad de un autor y el alejamiento del lector
con respecto al texto" (ibíd.: 58). Al participar
estructurando, vinculando e interpretando el hipertexto, el
lector puede convertirse en autor, y las fronteras de estatus
entre ambos se vuelven confusas. En consecuencia, los hipertextos
del entorno virtual participan de un "proceso colectivo de
lectura-escritura" donde "cada acto de lectura es una acto de
escritura" (ibíd.: 59).
Otra característica del hipertexto es la
simultaneidad de la lectura, ya que varios espacios escritos e
interactivos pueden aparecer en la pantalla
simultáneamente —como es el caso de los chats
o messengers simultáneos, que requieren un proceso
de aprendizaje para el novato. Por otra parte, el lector siempre
posee alternativas múltiples para seguir su itinerario
entre la información. Toda página web tiene
vínculos. Por ejemplo, el itinerario que un usuario del
ciberespacio ha seguido para congregarse en una página de
pornografía infantil puede ser muy diverso en cada sujeto:
búsqueda concienzuda, casualidad, curiosidad,
recomendación, persecución, etc.
Pero el entorno digital también cuenta con otro
concepto que ha impactado a la etnografía, y lo va hacer
mucho más en el futuro. Se trata del hipermedia. Un
hipertexto se enriquece todavía más al contar con
varios canales o medios de
transmisión, que pueden haber sido creados por el
autor, o haber sido añadidos posteriormente. La
etnografía hipermediática incorpora en su
hipertextualidad imágenes fotográficas, de
vídeo, sonidos, gráficos, y por supuesto vínculos a
otros textos y otros espacios.
Aunque ya existen muchas etnografías de
realización clásica (en la realidad presencial) que
han elaborado una interpretación y una presentación
con desarrollo multimedia, todavía son escasas las
ciberetnografías hipermediáticas. Para ello
deberían de incorporar análisis de
información multimedia proveniente del mismo ciberespacio.
Un modesto ejemplo podría ser el pequeño ensayo que
realicé sobre la interpretación cultural de
imágenes de pornografía infantil obtenidas en la
web (Ruiz Torres, 2003b), aunque por razones éticas
obvias nunca incorporé en la presentación
hipervínculos fotográficos de las propias
imágenes obtenidas. La principal ventaja de este tipo de
etnografías es que la información multimedia basada
en la red puede ser fácilmente e intuitivamente navegada
(Lévy, 1998: 57). No se necesitan expertos
informáticos para ello, ni para conseguirla ni para
presentarla.
9. Conclusiones: hacia una
ciberetnografía del territorio virtual
Es evidente que el ciberespacio, en términos de
la etnografía clásica, está
desterritorializado, es un lugar sin base física en el
mundo de los objetos y de los espacios cotidianos —si
entendemos como irrelevantes los servidores donde la
información materialmente, pero de manera provisional,
permanece, en forma de organización de millones de bits. Pero es
posible, y quizás necesario, volver a territorializarlo
aunque sea a afectos metodológicos.
El ciberespacio es un lugar; y si la principal
herramienta de adaptación social de los seres humanos
constituye su capacidad simbólica, es innegable que el
ciberespacio es un territorio semantizable, un espacio donde
procesos metafóricos y metonímicos lo convierten en
un lugar repleto de rincones prohibidos, personajes
míticos y rituales de exorcismo. A partir de ahora debemos
de empezar a hablar de ciberterritorio y ciberetnografía
sin temer que alguien piense que hablamos solamente de
ciencia
ficción—entre ellos, algunos
antropólogos.
El mundo contemporáneo ha sido interpretado,
opuesto al espacio físico, como el espacio de los flujos
(Castells, 1996: 467), donde la distancia geográfica se
disuelve ante las redes de información. Estos flujos se
entrelazan en una multitud de redes integradas globalmente que
reparten constantemente la información por todo el
planeta. Por supuesto, la principal de estas redes es Internet.
Para este sociólogo, el espacio de los flujos se
caracteriza por el "tiempo eterno" y el "lugar ubicuo", esto es,
"disuelve el tiempo al desorganizar la secuencia de eventos y
convertirlos en simultáneos" (ibíd.: 467). El
ciberespacio, efectivamente, convierte la linealidad temporal, a
la que nos ha acostumbrado durante siglos la narrativa
secuencial, en innecesaria; mientras que la coherencia espacial
se desintegra ante la simultaneidad de los lugares.
Pero no todo el mundo tiene acceso a la red de Internet.
Es más, la mayoría de la población mundial
permanece ajena al ciberespacio, preocupados por la supervivencia
diaria. No obstante, eso no significa que sus vidas, y las de sus
hijos, no se vean afectadas por los cambios radicales que la
cibercultura
trae a las sociedades del siglo XXI. Se trata de algo semejante a
lo que ocurrió con la Revolución
Industrial en sus inicios: apenas afectaba a unos pocos
millones de europeos en el siglo XVIII, pero más de
doscientos años después ¿quién
osaría a afirmar que el industrialismo no ha conformado el
mundo global en que vivimos? De la misma forma que somos
herederos de la revolución
industrial, con el capital
transnacional y las redes globales actuales que condicionan
nuestra existencia, las generaciones futuras serán
herederas de la cibercultura, y los movimientos que condicionaran
sus vidas se llevaran a cabo en el ciberespacio.
Así, aunque las comunidades de base física
y presenciales siguen siendo las predominantes en el mundo, y en
las que se identifican la mayoría de las poblaciones, las
comunidades virtuales, así como el espacio de los flujos
en el que se instauran y del que provienen, expresan la
lógica social dominante en la sociedad de la
información. No cabe duda, el ciberespacio fue creado por
las élites y para las élites, pero las clases
emergentes que actualmente están accediendo masivamente a
Internet, hacen que la digitalización de la
comunicación salga de las vanguardias y se convierta poco
a poco en aquello que debe ser "normalizado" y adoptado para
pertenecer a este mundo.
Por otro lado, el ciberespacio, con su capacidad de
movilización social y su eficiencia
comunicativa, puede ser usado por las resistencias
socioculturales que se niegan a integrarse al orden
hegemónico mundial. De la misma manera que el hipertexto
nunca es el mismo por estar en constante actualización y
permanentemente acogiendo voces, el nuevo territorio virtual
puede ser una puerta a la inestabilidad ideológica y
social, a través de la crítica y la discrepancia
des-autorizada por el mismo hipertexto.
Ante todo esto, ¿qué cabe esperar de la
antropología social y de la etnografía, su
principal herramienta metodológica? Sencillamente que
estén ahí donde se mueve el mundo, en los nuevos
ciberterritorios, plenamente semantizados y politizados, donde
siempre se agradecerá un especialista en la
interpretación de las culturas.
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Este artículo es obra original de
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Miquel Àngel Ruiz Torres