Las dependencias que sufre la sociedad como consecuencia de la burocracia judicial
La esencia de Kafka – Monografias.com
La esencia de Kafka
Las dependencias que sufre la sociedad
como consecuencia de la burocracia judicial
Octavio arrastraba sus dolidos pies por el
pabellón carcelario. Más le dolía el alma.
Tenía vergüenza de si mismo, aun siendo inocente. O
es que acaso sus pequeños hijos podrían comprender
la ausencia de su casa, se preguntaba. Sabía que la huella
que deja marcado el inconsciente, cuando el hombre es
niño, no se borra con razones, ni por toma de conciencia
frente a un terapeuta. Lo sabía por intuición, no
por comprobación alguna.
El encarcelado tenía treinta y cuatro
años. Juanita, su hija mayor, ocho, y Perico, el
pequeñín, solamente cuatro. Cuando Roxana, la muy
amada madre de sus hijos, se los llevaba, esos días
deseados por venir, pero aborrecidos cuando se extinguían
por lo magro de su tiempo, no sabía si soñaba o si
el encuentro era parte de su torturada realidad.
Ese domingo la apretó como siempre, a Roxana, y a
sus pequeños los envolvió de besos, su cabeza
volcada tras sus, para él, dulces espaldas, no fuera que
ellos advirtieran sus incontenibles lágrimas. Los humanos
aprendemos a partir del dolor. Octavio había aprendido a
dejar de llorar frente a su mujer, a sonreírle a sus
hijos. Pero ese domingo, cuando Juanita le preguntó, como
si él pudiera saberlo, cuando volverían a estar
juntos, para jugar en el patio, haciendo la ronda o
tirándose almohadones, no pudo evitar que sus manos
cubrieran su rostro. Estaba roto.
Un juez atropellado, irresponsable, ignorante de la
dignidad humana y no tomando para nada en cuenta la
Constitución del país, lo había condenado a
Octavio a cumplir siete años de cárcel, al incurrir
en un torpe error policial, que él no tuvo el tino de
corregir, encontrándolo incurso en el delito reiterado de
robo a punta de navaja. El juez había tomado en cuenta
quien sabe que loca jurisprudencia y el clásico "dura lex
est lex", a partir de una ley que en este caso no existía.
Nada tuve que ver, Dios mío, con el punjismo de los
malvivientes, se lo decía a si mismo, a su abogado, a ese
juez que tenía orejeras y nunca lo supo escuchar.
Solamente Roxana estaba convencida de la inocencia de su marido.
Pero un derecho procesal estricto, nada que reprocharle por ello,
no podía tomar en cuenta el testimonio de la
cónyuge, porque le "comprendían las generales de la
ley", rezaba el código del rito.
El cotorreo de los vecinos de una ciudad
española, donde vivía el encarcelado y su familia,
llegaba al fondo del alma de ese hombre vencido por la
injusticia. Se trataba de un simple empleado bancario, con
algunos antecedentes policiales sin importancia, pero que nunca
había tocado un peso, de los tantos que habían
pasado por sus manos. El cotorreo y la maledicencia era un clamor
lejano que lo penetraba como torrente hirviente del infierno.
Aunque él no lo oyera. No es necesario escuchar para saber
el placer que siente la gente frente a la desgracia del
prójimo. Ese infierno dantesco comprendía al teatro
compuesto por sus compañeros bancarios. Cómo
convencerlos de la verdad de su inocencia. Octavio tuvo que
apelar al abogado del gremio bancario para su defensa. No
tenía un abogado de confianza, porque nunca lo
había necesitado. Así fue como un formal doctor
Espinosa, aceptó ser su letrado. Tendría que
gestionar un préstamo en su propio banco, porque el caso
no era laboral, para atender los honorarios del abogado. En todo
caso también tendría que lograr que su banco no lo
despidiera. Despido que sería sin indemnización por
existir causa justificada para disponerlo: cómo se puede
premiar a un ladrón, mucho más por parte de una
institución bancaria donde se maneja tanto dinero. Se
trataba de otro juicio en ciernes, cuya discusión
administrativa ya había comenzado. Hasta ahora
habían sido buenos en su banco. Como la sentencia aun no
estaba firme, no le habían suspendido sus sueldos, pero el
abogado gremial no le daba certeza sobre el resultado. El doctor
Espinosa le había hablado de que así funcionaba la
burocracia. Le habló de un ogro burocrático que no
tiene piedad. Octavio se despertaba de noche, frío y
sudoroso, espantado por los ojos flamígeros de ese
monstruo que él nunca había conocido.
Peor era cuando no se despertaba. Cuando soñaba
con el ogro que se transformaba en un gato que le caminaba por su
torso, que le rasgaba la camisa rayada de presidiario, presto a
morderlo. En esos sueños de dolor levantaba los ojos, para
evitar encontrarse con los del gato, entonces lo alcanzaba un
rayo de luz, que entraba por entre las rejas de ese
pabellón colectivo donde todos sus compañeros de
prisión dormían. Octavio se dejaba hipnotizar por
el encantamiento de la luminosidad que le llegaba, buscaba con su
mirada el fanal de donde provenía: la fuente estaba
representada por una señora con los ojos vendados que
sostenía en una de sus manos una balanza, de platillos
equilibrados: era la Justicia. Al despertar azorado, entre
sudores, le parecía haberle escuchado a la estatua que los
hombres no valen nada uno en relación con el otro, como si
fueran una zapatilla.
Octavio recordaba las circunstancias que rodearon su
detención. Un patrullero policial llegó por
él a su casa, temprano, antes de haber salido para su
trabajo. Le dijeron que estaba involucrado en unos asaltos:
debía acompañarlos. La noticia lo dejó
ahíto. Como Juanita ya estaba levantada escuchó lo
que pasaba y se puso a llorar: aun sin entender comprendió
todo. Mucho más cuando Roxana exclamó, fuera de
sí, esto es un error, mi marido es un hombre incapaz de
haber tomado para él un alfiler siquiera. Cuando la
comisión policial lo entregó a Octavio al Oficial
de turno, éste le dijo que una vecina, doña Josefa
Martinez de Ortiz, había sido víctima de un robo a
mano armada, por parte de un individuo que no podía ser
otro, ella lo había reconocido, que el Señor
Octavio Gutierrez, su vecino, empleado bancario, y había
dado los datos domiciliarios. La denunciante manifestó que
ella sabía que otra vecina también había
sufrido un robo de iguales características: el
ladrón amenazaba con un cuchillo. Pero la otra
damnificada, sostuvo doña Josefa Martinez de Ortiz, era
una mujer temerosa, tenía miedo a ese farsante de hombre,
capaz de ser jefe de familía, empleado bancario, pero
también un pungista de peligro. Cuando Octavio
escuchó semejante relato no tuvo fuerzas ni para
defenderse. Quedó perdido en un vacío existencial,
una suerte de impotencia, la nada lo rodeaba como una serpiente
que le chupaba la sangre.
Por supuesto que a instancias del Oficial a cargo del
interrogatorio Octavio prestó declaración,
negó balbuceando la veracidad de la denuncia y
quedó detenido a disposición del juez competente.
Eso le comunicaron a Roxana que esperaba noticias en la
Seccional. De allí partió Roxana a su casa, con el
corazón partido. Será posible, se preguntó.
Entonces comenzó a sentir un revoloteo dentro de su
cabeza, el zumbido de un extraño insecto, la duda le
comenzó a horadar sus firmes convicciones acerca de quien
y cómo era su marido. Es que el ogro burocrático es
un tumor social que hace mal en silencio, oprime, priva de
identidad a la gente, tanto a los servidores públicos como
al tejido social a quien pretende servir. Se trata de una red que
nos atrapa y despersonaliza, nos tensiona y puede terminar
rompiendo hasta la unidad familiar.
El Juez de la causa también le tomó
declaración a Octavio, bajo el secreto del sumario. Luego
el condenado se enteró, por boca de su abogado defensor,
de que, como consecuencia de la declaración testimonial de
doña Josefa Martinez de Ortiz, también fue citada a
declarar la otra vecina damnificada, descripta por aquella como
una mujer temerosa y reticente. Sin embargo, feliz sorpresa, el
doctor Espinosa le informó a Octavio que dicha vecina
reticente, si bien confirmó que había sido objeto
de un robo donde el ladrón actuaba a punta de navaja,
dudó enfáticamente que el delincuente fuera
Octavio, a partir de los datos fisonómicos que recordaba.
Los testimonios de las damnificadas no eran concordantes: una
aseveraba, la otra dudaba acerca de la individualización
del caco.
Cosas de las actuaciones judiciales, el Juez de la causa
indagó, procesó y finalmente condenó a
prisión a Octavio, a partir solamente del testimonio de
doña Josefa Martinez de Ortiz, sin tomar en cuenta que el
testimonio de la vecina reticente en un primer momento,
había sido inducida por la propia policía a
declarar en contra del bancario. Tampoco se encontró nunca
la referida navaja instrumental que utilizara el delincuente,
según testimonio concordante ahora, de ambas
víctimas. La noche del día en que Octavio fue
notificado de su condena soñó con la estatua de la
Justicia, la balanza estaba inclinada hacia uno de los lados.
Despertó con gran dolor en el pecho, no era un infarto,
simplemente una fuerte contractura muscular generada por el
sentimiento de que con él se había cometido una
injusticia.
Entonces comenzó para Octavio el tiempo de la
vigilia. Prácticamente no dormía. El insomnio le
consumía la vida, a él, que hasta entonces
había sido un hombre prolijamente sano. Como dormir si
tenía, no solamente que sufrir su falta de libertad, la
convivencia bochornosa del pabellón con hombres
pervertidos y resentidos, la indignación por la
injusticia, sino lo incierto de su futuro, la falta de trabajo.
Qué sería de sus pequeños hijos, el dolor y
la impotencia de su querida Roxana, a quien no le sería
posible hacerse cargo, ella sola, de todos los gastos para
atender a la familia. Pasaba el tiempo sin novedad, por la
largura del proceso. El desvelo se convirtió en un tiempo
muerto para su vida, porque el descanso es el alimento que el
animal humano necesita, también la fuente nutricia del
equilibrio mental que nos hace libres, comprensivos y
éticos. La noche sin sueño hacía que Octavio
se desesperara cuando advirtió que ya llevaba en
prisión tres años, y que también tuviera
conciencia, angustiosa conciencia, de que aun faltaban otros
cuatros años para salir de ese infierno. Pero como los
tiempos muertos pueden convertirse en vida, a poco de que esa
entropía vital, como la llaman los cibernetistas, se
retroalimente hacia el pasado para lograr "mirar lo que no
habíamos visto hasta ahora", a fin de poder superar los
obstáculos o conflictos que nos impiden avanzar en nuestro
destino, a Octavio le nació la ocurrencia de ponerse a
estudiar derecho. Haber si de ese modo podía encontrar el
punto de apoyo que proclamó Arquímedes de Siracusa
si se quería mover el mundo, Octavio solamente deseaba
poder moverse a si mismo, salir del fárrago de ese
insoportable presente que no comprendía.
He aquí que Octavio también se entera, a
partir de los informes que le brinda su formal abogado, que la
policía ha detectado que se han producido en la ciudad
otros robos de iguales características. Por supuesto que
ello ha ocurrido con Octavio encarcelado. La policía en
este caso identifica al nuevo ladrón que resulta ser Julio
Bellagamba, alias "navajita", quien luego de detenido confiesa
sus andanzas rateriles, entre ellas a doña Josefa Martinez
de Ortiz, también a la vecina reticente. Entonces estoy
salvado, exclamó con entusiasmo Octavio.
¡Recuperaré mi libertad! Se lo decía a
Espinosa. aferrándolo del brazo. No se euforice aun
Octavio, o es que se ha olvidado ya del ogro burocrático.
El letrado era un hombre realista, sapiente de los absurdos
avatares que genera la burocracia administrativa, también
la judicial.
Los días pasaban y Octavio no recibía
noticias nuevas de su letrado. Preguntarle a una autoridad del
presidio era absurdo, capaz que la respuesta fuera que recibiera
una sanción por insolente. Pedir ser entrevistado por el
Juez de la causa o por el Secretario judicial, o por algún
empleado del Tribunal que pudiera saber algo, era tan
impertinente como lo otro. Pedirle a Espinosa que interpusiera
una solicitud judicial eficiente. Octavio había escuchado
que había una acción constitucional llamada algo
así como "habeas data", para saber si la policía le
había comunicado al Juez de la causa que se había
descubierto al verdadero ladrón. Fue entonces cuando se lo
sugirió a su mujer, en la primera visita que tuvo con
ella, después de la reciente nueva. Le dijo a Roxana que
lo visitara a Espinosa y, respetuosamente, que se lo
sugiriera.
No había más remedio para Octavio que
esperar otros siete días para tener una devolución
a su esperanzada pretensión. Pero no tuvo que esperar
tanto, a las cuarenta y ocho horas apareció su abogado,
visiblemente alterado. Cómo se le ocurre, le dijo, que yo
voy a presionar judicialmente ante la propia Justicia. Es que no
sabe que también es una corporación que se auto
protege ante la posibilidad de que se pongan en evidencia sus
posibles errores, porque que los tienen, los tienen. Es natural,
todos podemos cometer errores. Además, Usted no puede
ignorar que los abogados tenemos mucho cuidado de molestar a los
tribunales con ese tipo de presentaciones. Iré antes a la
policía para averiguar si ya han enviado las nuevas
evidencias al Juzgado que intervino en la causa y que lo
condenó. Lo cierto es que, cuando en la policía me
informaron de la aparición del verdadero responsable,
también de la declaración rectificatoria de
Doña Josefa Martinez de Ortiz, quien había
reconocido a "navajita" como su verdadero ladrón, no les
pregunté cuanto tiempo hacía de esto. Que torpe
soy, le confesó Espinosa a su defendido.
Octavio había comprendido que el ogro
burocrático era una red que capturaba conductas por ambos
lados de los mostradores de tribunales. Una madeja que iba
creciendo cumpliendo la ley de Parkinson, ese sociólogo de
la organización burocrática, se lo adelantó
un compañero de estudios, cuando se encontraron en una
clase de sociología. Octavio tenía permiso
carcelario para concurrir a clases con custodia policial. Siempre
entre rejas dentro del camión policial. Solamente dentro
del aula de la universidad respiraba ese soplo de libertad que
genera un centro de estudios. Y ese compañero, que se
llamaba Matías, le explicó que el descubrimiento
que realizó Parkinson fue la impotencia de toda
"administración" cuando programa reducir su tamaño,
a veces despidiendo empleados, otra reuniendo oficinas. Lo cierto
era que el tumor burocrático no dejaba nunca de crecer. De
ese modo se enteró Octavio que un pensador de comienzos
del siglo XX, llamado Max Weber, había calificado a la
burocracia como un sistema de dominación. El
diagnóstico del gran pensador era correctísimo,
reiterado en el tiempo por todos los grandes sociólogos
que lo sucedieron, pero el gran hombre se quedó con su
preciso diagnóstico, no encontró el remedio para el
tremendo mal que han sufrido todas las organizaciones sociales a
lo largo del mundo.
Mientras iba y volvía Octavio en el enrejado
camión que lo transportaba de la prisión al aula,
luego del aula a la prisión, se preguntaba
¿Cómo pretendo yo, a partir de mi pequeñez
humana e intelectual, romper la maya burocrática que me
oprime? Entendió claramente la razón de ser de ese
sueño con la estatua portante de la balanza que simboliza
la Justicia. Comprendió porque una vez la
soñó inclinada. En su caso estaba claro que pesaba
más la balanza donde estaban los obstáculos
administrativos, que la otra, donde lucían los diamantinos
de la argumentación jurídica. Matías, su
compañero de estudio, que lo aventajaba en antigüedad
en la carrera, había dejado colgada sociología para
más adelante, por eso su encuentro con el apremiado
Octavio, que eligió cursar sociología
después de haber aprobado una obligatoria primera
asignatura, como lo era la clásica "Introducción al
Derecho". Los diálogos del encarcelado con Matías
eran ricos en información para Octavio. No olvides nunca,
le repetía Matías, que "justicia tardía no
es justicia". Ese apotegma acompañaba al atribulado
empleado bancario, desde que comprendió su significado y
verificó la plena verdad de su contenido.
El estudio a Octavio le había despertado una
capacidad especulativa ajena a su cotidiana vida. Ahora miraba
cosas que antes nunca miraba. Buscaba permanentemente el otro
lado de las cosas. Se descubrió como un incipiente
filósofo, hambriento de verdad, de la real no de la
aparente. Cuando en una clase de derecho procesal el profesor le
dijo que el proceso judicial se encontraba maculado por los
llamados "tiempos muertos del proceso", que dilatan los juicios,
muchas veces hasta hacerlos morir por prescripción, es
decir por el paso del tiempo, entonces Octavio comprendió
que también su pretensión de justicia podía
morir, enmarañada la argumentación de su abogado
por los largos trámites que debían sustanciarse
para lograr resultados aparentemente simples.
Eso pensaba Octavio cuando le comunicaron la nueva
visita de su letrado. Lo recibió con una mirada
fría, llena de escepticismo, como si ya supiera que iba a
volver a escuchar la sanata argumental de siempre. No corresponde
Octavio, que vamos a hacerle. Solo apelan a la dureza y frialdad
de la ley escrita. El condenado por hechos que no había
realizado lo saludó con un "ola", como diciéndole,
estoy preparado para lo mismo. Por cierto que no se
equivocó, aunque el informe abogadil superó su
apresurada imaginación. He aquí lo que
escuchó:
-Mire Octavio, me he enterado en la policía, que
se han olvidado de comunicarle los nuevos hechos, la
retractación de doña Josefa Martínez de
Ortiz, al Juez que lo tiene condenado a esta prisión
inicua. El comisario esta muy consternado. "Que hipócrita,
pensó para si Octavio: que le puede importar si sus
olvidos deben ser tan frecuentes. No creo que piense que lo vayan
a sancionar por ello". –Y Usted que ha hecho- le
espetó Octavio, transformando su frialdad en una suerte de
protesta. Pues reclamé con energía la
reparación de tamaña omisión administrativa
por parte de la institución policial. No me pida que haga
la denuncia a la superioridad del comisario, porque yo vivo de
esto, me comprende- Octavio comprendía todo y mucho
más, pero todavía no se había enterado del
final de la historia, que era la historia del único drama
que había sufrido en su corta, pero ya eterna
vida.
Concretamente, Espinosa, qué hizo la
Comisaría, fue la inmediata pregunta que hizo Octavio.
Estaba arto de preguntas, perdido por falta de al menos una
respuesta que lo gratificara. -Me prometieron enviarle al Juez
los nuevos hechos, de inmediato, hoy mismo, porque recién
hoy pude tener una audiencia con el Comisario- Los demás
oficiales se lavaban las manos. No querían dar la cara. El
Comisario estaba siempre ausente, ocupándose de otros
casos, claro, más importantes que el caso de un vulgar
raterito de a navaja.
-¿Ya pasó por el Juzgado de ese
cabrón que me tiene preso siendo inocente? ¿O es
que se la cree que en el tribunal no sabían nada de eso
del olvido policial? Yo estoy seguro, escupió el artazgo
de Octavio, que saben lo de la retractación de Doña
Josefa Martínez de Ortiz, lo del descubrimiento del
verdadero ladrón, también que sus últimos
robos se han producido después de estar yo detenido,
seguramente antes de haberme condenado.
La argumentación del joven empleado bancario,
limpio e inmaculado en su foja de servicios, padre de dos hijos a
quienes adora, esposo de una adorable mujer a quien tiene
presente todos los días de su calvario, le nació
con una espontaneidad y firmeza que lo sorprendió a
él mismo. Las aulas universitarias lo habían hecho
crecer en saber y en solvencia humana. Tenía
clarísimo que los llamados "tiempos muertos del proceso"
eran la muerte de los derechos. Tantos "tratados sobre derecho
humanos", acumulados en todas las bibliotecas del mundo,
decorando nuestra civilización después del
holocausto que generó el genocidio producido durante la
Segunda Gran Guerra, tanta letra honrada por la política y
tanta muerte de los derechos, no denunciada. Un ogro
burocrático que se comía cotidianamente el goce
práctico de los derechos. Octavio pensó para si
mismo: ¿estará en trámite un tratado
internacional sobre la lucha contra el flagelo que produce la
dominación burocrática?
El abogado Espinosa estaba sorprendido por la nueva
personalidad que se había despertado en Octavio. Entonces
tuvo la prudencia de ser más cauto. Los abogados son, en
potencia, dirigentes políticos, y todo dirigente tiene que
tener cautela, para que el barco social no termine capotando,
también para no perder las próximas elecciones como
consecuencia de haberse comportado con imprudencia.
-Pero claro Octavio-, fue la respuesta de un letrado
prudente a un defendido que ya no hablaba por sus sentimientos,
que no era un simple personaje estólido, sino un luchador
a partir de una línea argumental filosa. Cuanta sorpresa
había despertado en Espinosa escuchar la consistente
argumentación de su defendido denunciando a la burocracia.
-"Estuve de inmediato en el Juzgado y me dijeron que la
comunicación policial recién había
ingresado, que debería pedir vista de la misma, que
él sabía perfectamente que reabrir un juicio no
"era soplar y hacer botellas"-. Notable erudición
histórica la del oficial que atendió al letrado.
Era muy bueno que don José de San Martín fuera un
padre de la patria actuante, también en el pensamiento
viviente de un simple funcionario judicial.
-"Hay que esperar, Octavio, hay que esperar. Nada es
fácil en un proceso penal que no está gobernado por
la pura y exclusiva oralidad. Todo hay que pedirlo por escrito,
vista al Fiscal, y si perdemos la revisión debemos ir en
apelación a la Segunda instancia"-
Entonces tendré que esperar otros tres
años, al menos, argumentó Octavio, no sin cierta
ironía. No tanto pesimismo, fue la respuesta del abogado.
-¿Cuanto tiempo entonces?- retrucó el detenido. No
lo se, no puedo ser mago, se le escuchó contestar a un
abogado vencido por la conchuda forma de expresarse de su
defendido. Para quienes no son afectos a la lectura del
Diccionario del Real Academia Española de la Lengua, les
recordamos que la segunda acepción de "conchudo/a" es
"astuto, cauteloso, zagás". Una buena oportunidad para
culturalizarnos, sin producir escándalo. Mucho más
escandaloso, por cierto, en el supuesto de que no existiera esa
segunda acepción lexicográfica, es lo que le estaba
pasando a nuestro inocente y dolido Octavio.
Mientras pasaba el tiempo inexorable del nuevo
trámite judicial de revisión de la sentencia
condenatoria de Octavio, claramente inocente frente al nuevo
testimonio de la única testigo que lo había
sindicado como el autor del robo a punta de navaja, no otra que
Doña Josefa Martínez de Ortiz, quien ahora
había reconocido al verdadero autor navajiento que le
había robado, circunstancia ratificada por la otra
testigo, una reticente que había dejado de serlo, mientras
ese tiempo pasaba como si tal para Octavio, éste
seguía sus estudios, de la mano gentil de su
compañero Matías. Te encuentro obsesionado Octavio,
le decía Matías, no por aprender derecho, sino los
hechos que obstaculizan la vida del derecho. Claro que sí,
le respondía su compañero presidiario, quiero
desatar el nudo que esgrime el ogro burocrático para
convertirse en una dominación insufrible. Quiero que ello
salga a la luz, porque nadie lo sabe. La ignorancia es la que
gobierna la vida de los pueblos ignorantes, y nosotros somos un
claro ejemplo de ello.
El diálogo entre los nuevos amigos se prolongaba
esclarecedor. Con cárcel y sin cárcel, nada
importaba, ya eran iguales. La hermandad del aula universitaria
que iguala a todos, a pobres y a ricos, a judíos,
católicos, protestantes y a musulmanes, también a
los budistas con los ateos, a todos ellos entre si, claro
está. Y ese dialogo ensanchaba el saber de los amigos,
Matías lo introducía a Octavio en lecturas
sociológicas y pedagógicas, insólitamente
nuevas para el encarcelado, éste le hablaba de
contaduría, de elementos matemáticos ignorados por
uno hombre ducho en ciencias sociales, como lo era Matías.
De ese diálogo surgió el debate introductorio al
pensamiento del gran pedagogo brasileño Paulo Freire.
Octavio se deslumbró con el descubrimiento. El
brasileño había escrito una "Pedagogía del
oprimido" que, de sólo escuchar el título de la
obra le daba escalofríos. Octavio era un hombre recto en
búsqueda de justicia, pero no un mentor de ideas
revolucionarias, de corte marxista. Matías, en cambio, se
dejaba seducir por el canto de sirena del gran Paulo, y se
esmeraba en convencer a Octavio que Freire, en ese libro, no
hacía daño alguno, sino que, al igual que el
injustamente condenado, no hacía otra cosa que ir a la
búsqueda de la justicia, de la justicia social, en su
caso.
En la mirada de Octavio reinaba el escepticismo.
Entonces Matías cambiaba el argumento y le leía el
texto de "La educación como práctica de la
libertad", la obra pedagógica fundamental de Paulo Freire,
no la ideológica. Cuando Octavio escucho ese título
tan preñado de significado, tan amplio en su
vocación humana, tan compatibilizador del liberalismo como
del socialismo, vibró en sus fibras íntimas. Como
Octavio se había convertido, en su cárcel forzosa,
en un indagador de la verdad, como si fuera un filósofo,
cuando escuchó que la "educación podía ser
una práctica de la libertad", tomó conciencia que
esa había sido la ignota búsqueda de toda su vida,
que la injusta cárcel que estaba sufriendo había
tenido por virtud convertir en vida misma lo que hasta ahora era
ignoto. En la cárcel, se dio cuenta Octavio, había
encontrado el modo de buscar la educación, su
educación social, ahora Paulo Freire le enseñaba en
su libro que la educación no es un saber bancario, una
cuenta corriente como esas que él manejaba todos los
días en su banco, sino una práctica de la libertad.
Octavio ya la estaba practicando en el aula discutiéndole
a los profesores, hablándole con firmeza a su abogado
Espinosa. Las rejas ya habían comenzado a caer desde su
intimidad, desde su condición de hombre. El ejercicio de
esa libertad debía encender su discurso ante los jueces
cuando lo citaran para resolver su pedido de revisión.
Sueños de un hombre que no tomaba conciencia que su
libertad interior no tenía porque haber penetrado el
espíritu de unos tribunales de justicia gobernados por el
lema "dura lex est lex", lo cual significaba que la ley dura es
ley aunque sea injusta.
El filósofo y sociólogo bulgaro-frances
Tzvetan Todorov, recuerda Octavio, es uno de los pensadores
más influyentes de Europa. En su libro "El nuevo desorden
mundial", Todorov divide el mundo en cuatro tipo de
países: "los países del apetito", que no son los
países hambrientos pero que tienen hambre de crecimiento a
partir de la globalización: es el caso del Japón,
de China, de India y del Brasil; los "países de la
indecisión", que yo denominaría "países
cuyos pueblos huyen de su condición de pobres", porque en
ellos la gente emigra a la búsqueda de alimentos, es el
caso de los turcos que invaden Alemania, de los marroquíes
que invaden España, de los argelinos que invaden Francia;
luego están los "países del resentimiento", porque
se sienten perseguidos, como los musulmanes y los judíos,
que curioso, los eternos enemigos; finalmente están "los
países del miedo", que son los países ricos, como
los Estados Unidos, Gran Bretaña, España, los
centro europeos, que siendo ricos temen los ataques y atentados,
que por cierto ya han tenido. La respuesta del miedo es la
desvastación norteamericana de Irak y la ocupación
militar de Afganistán, comandada por los Estados Unidos,
para destruir a los comandos asesinos de Al Qaeda que se esconden
en ese país, sin éxito alguno. Lo único que
ha conseguido Estados Unidos es debilitar a Paquistan, el vecino
de Afganistán, que baila al compás de la guerrilla
suicida y del batallar norteamericano. También ha
conseguido que los Gobiernos de los países de la OTAN
convocados a intervenir en Afganistán, a instancias de
Estados Unidos, cada vez reciban más criticas de sus
pueblos y de los partidos políticos opositores.
La gran conclusión de Todorov es que "el miedo a
los bárbaros" -que es el título de uno de sus
libros– de debe llevar al miedoso (a Bush, digamos) a convertirse
en un bárbaro. Eso le pasó a la dictadura militar
argentina que gobernó entre 1976 y 1983. Esa Argentina que
no entra en ninguno de los tipos de países
señalados por Todorov: es rico en alimentos, pero millones
de argentinos tienen hambre; por los argentinos ni sus gobiernos
están buscando crear condiciones de desarrollo para salir
de esa condición; no son los argentinos un pueblo que
esté huyendo de su país hacia otras latitudes;
tampoco tiene resentimiento con ningún país vecino;
y si bien ha sufrido el ataque terrorista suicida en la basta
comunidad judía que habita su territorio, no ha salido a
hacer la guerra a nadie, de lo cual debemos
felicitarnos.
Durante cuatro meses el abogado Espinosa no
apareció por el penal. A Octavio nada le importó el
hecho. Hubiera llorado de dolor si la ausente hubiera sido su
mujer y si no hubiera podido besar periódicamente a sus
hijos. Pero ese daño moral no le fue inflingido. Durante
la semana Octavio sufría el bochorno del pabellón
común, digamos que sus compañeros lo empezaron a
respetar cuando se enteraron que, en realidad, Octavio no era uno
de ellos. Los delincuentes pueden llegar a tener algún
código no ganado por el sistema burocrático. Claro
que si leemos las noticias que a diario salen en los diarios,
sobre todo en los argentinos, en éste tiempo de violencia
social irracional que nos gobierna, es posible que la
última consideración no se ajuste a una realidad
posible. Pero en el caso de Octavio así fue, determinante
reparadora de aquello que la racionalidad social humana no
había podido constituir.
A los cuatro meses apareció Espinosa,
ceñudo su panorama visual, cauto, conociendo la gravedad
de su informe, presumiendo la justificada reacción que
generaría en Octavio. El Juez de la causa, el que
había firmado la referida condena del empleado bancario,
recibió el informe según el cual un tal "navajita
Bellagamba" había sido condenado por múltiples
delitos, usando navaja, muchos de ellos ocurridos durante la
misma época que determinó la condena de Octavio. El
informe al Juez agregaba que Doña Josefa Martínez
de Ortiz había modificado ante la policía su
anterior declaración, sosteniendo que se había
confundido porque ambos hombres tenían marcas de granos en
la cara, pero que a la vista y reconocimiento de "navajita", se
daba clara cuenta que se había equivocado. El Juez
interviniente, el mismo que había condenado a Octavio con
el único fundamento del testimonio de Doña Josefa
Martínez de Ortiz, dijo que no podía revocar su
decisión porque "la aparición de los nuevos papeles
era tardía". Además sugirió que el condenado
debía probar que efectivamente no era el autor del hecho.
Una clara inversión de la carga de la prueba, impropia en
un juicio penal. El disparate mayor de la Justicia fue que el
Juez ordenó el procesamiento de Doña Josefa
Martínez de Ortiz por falso testimonio, dado que
había producido dos testimonios contradictorios, pero ello
no alcanzaba para librar de responsabilidad a Octavio. Semejante
disparate tuvo que referirle el letrado Espinosa a su defendido.
Le dijo además, ¿para alentarlo? que había
interpuesto recurso de apelación ante la Cámara del
Fuero. Octavio lo miraba sin mirarlo, estaba pensando en la
"educación como práctica de la libertad", y
cómo hacer para lograr practicar con más intensidad
la libertad entre rejas.
Demás esta decir que no le importaba a Octavio
saber como resolvió la cuestión la Segunda
Instancia o el Tribunal Supremo del país donde
operó, del modo que relatamos, el ogro burocrático.
En el supuesto de que esos tribunales hubieran hecho "justicia",
la injusticia ya estaba consumada, por virtud de la operatoria de
la maldita dominación burocrática: error policial
al no remitir los nuevos testimonios de inmediato al Tribunal
interviniente; error judicial al aplicar dogmas de efectos
claramente inconstitucionales. En rigor, que le importó a
ese Juez la Constitución, lo cierto es que la ley
Fundamental estaba muerta por no ser aplicada. Los tiempos
muertos del proceso se convirtieron en la el tiempo muerto de la
Constitución, Tiempo muerto para la Ley Suprema de
cualquier país del mundo.
Lo concreto es que Octavio tuvo que entregarse a su
fatal destino. Dejar que el tiempo pasare frente a la
indiferencia del aparato burocrático que lo llevó,
sin razón, a la cárcel. Su abogado Espinosa, cuando
leyó la sentencia desestimatoria, lo visitó en esa
prisión obligatoria que le había obsequiado la
sociedad y la Justicia de su país, cumpliendo el rito de
todo abogado: asistir espiritualmente al condenado
leyéndole formalmente la pieza judicial. Apelaremos, le
dijo. Octavio lo miró perplejo y se acordó que el
día anterior había leído que Albert Einstein
sostuvo una vez que "Solo hay dos cosas infinitas: el universo y
la estupidez humana. Y no estoy tan seguro de la primera". Ahora
Octavio sí estaba seguro de la segunda, luego de escuchar
el tonto mensaje que acababa de enviarle su defensor.
No será mejor intentar que nuestro Presidente se
apiade de mi, le preguntó el prisionero a Espinosa:
recuerdo haber estudiado en un libro sobre Introducción al
Derecho, que nuestra Constitución lo autoriza a indultar a
quienes hayan sido condenados a una pena, cuando la misma resulta
injusta o inicua, sostiene la jurisprudencia. Para eso se
precisan amigos políticos, fue la respuesta del lavamanos,
no otro que el formal abogado. No tengo amigos políticos,
reconoció Octavio. Pero podríamos acudir a la
prensa, agregó, o lo que me ha ocurrido no es escandaloso
¿Usted piensa que la opinión pública se
reirá de mi?
Espinosa consideró que ya había cumplido
con su deber hasta el artazgo. Era demasiado seguirle dedicando
tiempo a alguien con tan mala suerte. Saludó
respetuosamente y se retiró.
Era evidente para Octavio que la cuestión en su
causa eran los hechos nuevos llevados a juicio por su abogado, es
decir la rectificación de la testigo de cargo. "Como los
papeles nuevos no le habían llegado al tribunal inferior",
no llamándola a declarar nuevamente, los Tribunales
intervinientes se quedaron tranquilos, aunque sus miembros hayan
dudado sobre si en el caso la Justicia no estaría
cometiendo una injusticia. Cuando a Cristo Pilatos le
preguntó ¿qué es la Justicia? el nazareno
bajó la cabeza y guardó silencio. Tampoco tuvieron
en cuenta que la Declaración Universal de los Derechos
Humanos en su art. 11 consagra el principio de la duda a favor
del reo, y que lo mismo hace la Carta de los Derechos
Fundamentales de la Unión Europea. Decidir mirando el
pasado, y no la variedad cambiante que genera cada caso, no es
propio de ningún tribunal de Justicia. Octavio estaba
exultante con su decisión de estudiar abogacía.
También se había enterado que el gran jurista y
politólogo español Manuel García Pelayo, que
había sido el primer Presidente del Tribunal
Constitucional español, ya fallecido, era recordado por
mucha gente, frente a este caso, como diciendo: "si vos Manuel
hubieras estado, tamaña decisión no su hubiera
tomado". Y no había dejado de enterarse que el
filósofo político italiano Luigi Ferrajoli,
admirado por unos, denostado por otros, en su libro "Derecho y
razón", pone en evidencia que un fallo que carece de
razones, nunca puede ser una sentencia justa.
Si no hubiera sido por sus viajes a la Universidad y a
la amistad con esa estupenda persona que encontró en
Matías, la vida de Octavio en la cárcel
tendría sentido, solamente, para dar satisfacción a
la espera semanal del reencuentro con su querida familia. Pero el
estudio le dio una proyección distinta al sentido de su
vida. Ahora Octavio aprendía del dolor, se preparaba para
salir en libertad, dentro de cuatro años, aun joven, pero
hecho otra persona. Decidió entregar el resto de sus
años útiles a exterminar el ogro
burocrático. Para eso lo consultó nuevamente a
Matías y este le dijo que debía solicitar que la
Universidad le nombrase un tutor de una investigación
científica. Que definiera el tema, hiciera un boceto de su
proyecto, para de ese modo comenzar a construir esa maravillosa
"Catedral" que se había propuesto. Octavio abrazó a
Matías como no había hecho jamás con
ningún amigo: entonces pudo llorar sobre su hombro, pero
no de dolor, sino de alegría, había encontrado al
portador de la linterna -¡Oh Diógenes bendito,
cuanto te comprendo!- Se dijo.
Tendrás que solicitar una audiencia con el
Secretario Académico de la Universidad, se apresuró
a deslizarle a Octavio su amigo. Tendrás que ayudarme,
Matías, porque el custodio que me está esperando no
tiene otra orden que llevarme de vuelta al presidio.
Tendrás que presentar una nota formal al menos, le
observó Matías, no olvides que el tejido de la
burocracia es nuestro vestido natural. Conseguime una hoja de
papel y haré la nota, fue la respuesta esperanzada de
Octavio.
Así comenzó a diseñarse el camino
del nuevo futuro del bancario Octavio Gutiérrez, un
prisionero de la incenzatés humana, esa partera de la
historia cuando se encuentra con hombres decididos a luchar por
el derecho en serio. "La lucha por el derecho" era otro libro que
tenía presente el precoz investigador encarcelado: lo
había escrito Ihering, un alemán con
espíritu de revolucionario.
No le fue fácil a Octavio conseguir que lo
aceptaran como investigador, siendo un condenado y,
además, un recién iniciado en sus estudios. Pero la
Universidad fue la justiciera que compensó la mala praxis
que generara el ogro burocrático en el empleado bancario.
El director de tesis resultó un especialista en
organización del trabajo, un investigador que había
profundizado la brillante labor pedagógica social cumplida
en los talleres de trabajo japoneses, en el Japón que
siguió al holocausto nuclear de 1945. Se trataba de un
matemático con rostro y sentimientos humanos, del mismo
linaje del pionero Edward Deming, el padre de la gestión
de calidad en el mundo. Roberto Bolaños fue el tutor que
lo condujo por ese apasionante camino, por el desafío
desburocratizador. Matías fue el testigo permanente del
crecimiento teórico y práctico de esa
vocación nacida sin abortar, con cesarea, cantarina vos en
el desierto de la indiferencia.
El trabajo investigativo de Octavio fue de campo,
apegado permanentemente a verificaciones empíricas, a la
manera de Mario Bunge. También sus estudios estaban
imbuidos de una visión interdisciplinaria, ajena, por lo
regular, en los estudios del derecho. El trajín cotidiano
lo llevó a detenerse en el surrealismo que hundía a
los ciudadanos cuando ellos no tenían más remedio
que realizar trámites en la Administración. Octavio
se enteró que tanto en América Latina, como en
Egipto o en Miami, también en Europa, los torcidos
vericuetos de la burocracia eran universales, producto de una
estupidez incomparable. Su lucha era hacer desaparecer esa
estupidez.
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