- La
subordinación de la razón a la
fe - Irracionalismo
fideísta - La
perspectiva sobre la Religión - La
ambigua religiosidad de Descartes
"Yo someto todas mis opiniones
a la autoridad de la
Iglesia"[1].
R. Descartes
La
subordinación de la razón a la fe
A pesar de su decepción por la formación
recibida, a pesar de su teórico interés por la
búsqueda de la certeza y de la verdad en el descubimiento
y sistematización de auténticos conocimientos y a
pesar de su intento de aplicar la duda metódica a los
supuestos conocimientos recibidos, Descartes en ningún
momento se atrevió a aplicar la duda metódica a las
supuestas verdades fe, a las Sagradas
Escrituras y a la teología católica,
manifestando en sus escritos su respeto y sumisión a las
doctrinas y a la jerarquía católica, y construyendo
su filosofía desde su acatamiento a
ésta.
En este sentido, en las Reglas para la
dirección del espíritu, escrita mucho antes
que el Discurso del método, escribe:
"todo lo que ha sido revelado por Dios es más
cierto que cualquier otro
conocimiento"[2].
Tal actitud de sumisión a la jerarquía
católica se puso de manifiesto especialmente a partir de
su marcha a Holanda en el año 1.628. Posteriormente, en el
Discurso del Método, a fin de evitarse problemas
con la iglesia católica en relación con las
supuestas verdades de la teología, habló de su
incapacidad para opinar sobre ellas diciendo:
"no me hubiese atrevido a someterlas a la debilidad de
mis razonamientos"[3],
y, en este mismo sentido, en las Meditaciones
metafísicas, desde una asombrosa frivolidad y sin
preocuparse de si cumplía o no con las reglas de la
Lógica, proclama igualmente:
"es preciso creer que hay un Dios porque así se
enseña en las Sagradas Escrituras, y […] es preciso
creer las Sagradas Escrituras porque vienen de
Dios"[4].
Resulta sorprendente constatar cómo, en este
último texto, Descartes incurre en un irracionalismo
fideísta absurdo, cayendo además en un
círculo vicioso incomprensible, tal como puede
verse comparando ambas afirmaciones tan próximas en el
texto, observando que cada una de ellas se justifica mediante la
otra -con lo cual ninguna de ellas queda justificada-, y
comprobando igualmente que incurre en el absurdo razonamiento
fideísta de proclamar que se debe creer en
Dios a partir del enunciado meramente dogmático
según el cual
"como la fe es un don de Dios, aquel que otorga la
gracia para hacer creer las demás cosas puede
también otorgarla para hacernos creer que
existe"[5].
Sorprende que el pensador francés incurriese en
errores tan graves y tan fáciles de percibir; resulta
todavía más sorprendente que éstos no fueran
los únicos sino que a lo largo de sus escritos haya muchos
más del mismo calibre que incitan a pensar que, dada su
indudable capacidad intelectual, era casi imposible que, siendo
tan evidentes[6]no fuera consciente de ellos.
Teniendo Descartes una capacidad tan extraordinaria para el
razonamiento matemático, resulta difícil explicar
sus errores tan ingenuos en estas argumentaciones,
así como aquellos en los que incurrió igualmente a
la hora de fundamentar su método.
Sea cual sea la explicación, en cualquier caso
parece que una parte importante de ella se encuentra en la
frivolidad a la que se ha hecho referencia en la segunda
parte de esta obra, unida al hecho de que los condicionamientos
relacionados con su formación religiosa así como el
ambiente clerical que le rodeaba y su interés en contar
con el apoyo de la jerarquía católica pudieron
determinar que no se preocupase excesivamente por el rigor de sus
razonamientos, relacionados con unas creencias de cuya
aceptación partía sin una crítica previa. Es
posible que Descartes no pretendiera tomar el pelo a sus lectores
o a los doctores de la facultad de Teología, al menos de
forma consciente, pero, por ello mismo y dada su capacidad para
el rigor matemático, resulta mayormente difícil
comprender que no fuera consciente de las graves incoherencias en
que incurría con tanta frecuencia y, por ello, en muchos
de estos casos parece que el pensador francés actuó
con la frivolidad de quien escribe aquello que considera
que va a tener una buena acogida al margen de que nada tenga que
ver con una argumentación auténtica, porque lo que
más le interesaba era que nadie dudase de su incondicional
lealtad y defensa de las doctrinas católicas y que tal
confianza en su fidelidad le permitiera luego tomarse la licencia
de pensar más libremente sobre cuestiones algo delicadas
sin tener que estar especialmente obsesionado respecto a
cuál iba a ser la actitud de la jerarquía
católica. En este sentido además y en
relación con el último texto citado, es posible que
Descartes, siendo consciente de que iba dirigido a los doctores
de una facultad de Teología, se despreocupase del
círculo vicioso en que incurría y alcanzase ese
nivel tan asombroso de frivolidad al suponer que ninguno
de ellos pondría objeciones a sus "pequeñas"
incoherencias relacionadas con unos puntos de vista tan fieles a
las doctrinas católicas.
En cualquier caso la actitud cartesiana, muy cohibida a
la hora de analizar críticamente el valor de la
Teología por su temor a las altas jerarquías
católicas, se mantuvo a lo largo de toda su vida y, por
ello, representó un lastre excesivo y fatal en quien
hablaba de la necesidad de dudar de todo aquello que no ofreciese
las garantías más estrictas acerca de su verdad a
fin de alcanzar un conocimiento sólido de todo lo que la
mente humana pudiera lograr.
En esta misma línea de frivolidad llama la
atención el hecho de que en el Discurso del
Método, al hablar de la religión, Descartes
dijera que "enseña a ganar el cielo", pues tal
afirmación supone, en primer lugar, el absurdo de
considerar que "ganar el cielo" dependiera de "determinadas
enseñanzas"[7], y, en segundo lugar, el de
aceptar de manera ingenua y dogmática que tales
enseñanzas fueran verdaderas, al margen de que en
principio sólo las hubiera asumido de manera provisional,
ya que la puesta en práctica de su método le
exigía dudar de todo para comenzar la
búsqueda de una primera verdad evidente. Una prueba de
esta cómoda frivolidad la da el propio Descartes cuando
poco después reconoce, sin necesidad de rectificar el
texto anterior, que eso de ganar el cielo no depende de tales
enseñanzas.
Un poco más adelante se refiere nuevamente a la
Teología mostrando de nuevo una frivolidad
argumentativa asombrosa al afirmar que "las verdades
reveladas […] están por encima de nuestra
inteligencia"[8],
sin habérsele ocurrido tratar de explicar
cómo podía haber conocido la autenticidad de
aquellas verdades supuestamente re-veladas, pues el
argumento según el cual una supuesta verdad podía
aceptarse por haber sido revelada sólo
habría sido acep-table si hubiera venido acompañada
de una explicación mediante la que aclarase cómo y
cuándo se había producido tal revelación,
quién la había revelado, con qué criterio,
con qué autoridad y, en su caso, qué doctrinas
había revelado.
También es verdad, por otra parte, que estas
últimas palabras del francés, podrían haber
sido escritas dándoles un sentido sibilino que, pasando
desapercibido, en el fondo pudieran resultar perfectamente
aceptables, aunque vacías de contenido. Descartes hubiera
podido estar diciendo, "suponiendo que Dios haya revelado algo y
suponiendo que lo que Dios revela sea siempre verdadero porque
Dios es veracícimo y su inteligencia y poder son
incomprensibles para el ser humano, en tal caso, las verdades
reveladas […] están por encima de nuestra
inteligencia. Es decir, según esta
interpretación, Descartes ni siquiera estaría
afirmando que Dios hubiera revelado nada.
Sin embargo, esta interpretación de las
intenciones del francés es demasiado especulativa y
sólo puede presentarse como una posibilidad muy remota,
pues en ningún momento sucedió –ni
podía suceder- que Descartes hiciera referencia a tales
revelaciones divinas ni al modo según el cual se
habrían producido.
Además, la consideración según la
cual la razón humana era un instrumento
insuficiente para analizar críticamente las
verdades de la Teología resultaba especialmente absurda en
cuanto con mayor motivo y por esa misma insuficiencia
tampoco dispondría de capacidad para decidir acerca de la
verdad de tales doctrinas teológicas, y, por ello, la
afirmación de que pudiera estar segura de ellas era una
incoherencia.
Sorprendentemente y a pesar de haber afirmado la
necesidad de seguir las reglas del método,
Descartes no sólo no se tomó la molestia de aplicar
la duda, parte esencial del método, a sus creencias
religiosas[9]sino que además
consideró que Dios, era la última y
necesaria justificación del método en general, de
la regla de la evidencia en particular y de la misma verdad de
los conocimientos evidentes, en cuanto, a pesar de la
evidencia con que se presentasen a la mente, podrían ser
falsos si no estuvieran respaldados por la veracidad
divina.
Por otra parte, Descartes no se conformó con
subordinar su razón respecto a los contenidos de
la fe católica de un modo puramente
teórico sino que de forma explícita proclamó
en diversas ocasiones la sumisión de su
pensamiento y de sus escritos a la autoridad de la
Iglesia, es decir, a la de sus altas
jerarquías.
En una carta a su amigo el padre Mersenne mostró
su preocupación por la opinión del cardenal Bagni
respecto a su filosofía, manifestando nuevamente su
opinión en favor del heliocentrismo, pero
declarándose su "servidor" y pidiendo a su amigo que
comunicase al cardenal a través de su médico su
sometimiento a la Iglesia y a su infalibilidad, y su
sentimiento de "inmenso respeto por todos sus
adalides":
"Si escribís al doctor del cardenal Bagni,
agradecería le dijerais que nada me impide publicar mi
filosofía excepto la prohibición contra el
movimiento de la Tierra, que no sé cómo separar de
mi filosofía, pues toda mi física depende de
ello […] Os pido que sopeséis la opinión del
cardenal, pues siendo su servidor, mucho me afligiría
disgustarle, y siendo muy celoso de la religión
católica, siento inmenso respeto por todos sus adalides.
No añadiré que no deseo ponerme a merced de la
censura, pues creyendo con firmeza en la infalibilidad de la
Iglesia, y sin tener dudas sobre mis pruebas, no temo que una
verdad contradiga la otra"[10].
El interés de esta carta para conocer hasta
qué punto llegaba el servilismo y el temor de
Descartes a la jerarquía católica es mucho mayor
todavía si se lo compara con la serie de escritos en los
que el pensador francés muestra su desprecio insultante
contra quienes, no perteneciendo al selecto grupo de dicha
jerarquía, se atrevían a criticar algún
aspecto de lo que él escribía.
Como ya se ha dicho, sin llegar tan lejos en sus
manifestaciones serviles de acatamiento a las enseñanzas
de la jerarquía católica, comunicó
igualmente al padre Mersenne que había decidido no
publicar su escrito El mundo a fin de prestar total
obediencia a la Iglesia, que había proscrito la
opinión de que la Tierra se movía:
"El conocimiento que tengo de vuestra virtud me alienta
a creer que tendríais mejor opinión de mí al
ver que he decidido desechar totalmente el tratado que he
escrito, y perder casi todo mi trabajo de cuatro años,
con la finalidad de prestar total obediencia a la
Iglesia, que ha proscrito la opinión de que la Tierra
se mueve. Sin embargo, como todavía no he visto que el
papa o el concilio ratificaran esta proscripción, lanzada
solo por la Congregación de Cardenales constituida para
censurar libros, me gustaría saber qué se piensa de
ella en Francia y si la autoridad de los cardenales ha bastado
para que sea artículo de
fe"[11].
En esta carta llama especialmente la atención la
mentira según la cual Descartes dice a Mersenne: [He
decidido] "perder casi todo mi trabajo de cuatro años",
pues evidentemente el hecho de que renunciase a defender el
heliocentrismo nada tenía que ver con el resto de
investigaciones que no se relacionaban con la teoría
copernicana, las cuales fue publicando por separado especialmente
en sus Principios de la Filosofía, y
además, a fin de contentar a la jerarquía de la
iglesia católica no tuvo reparos en idear una
teoría ecléctica que sirviera para explicar loa
cambios de posición de la Tierra en el espacio sin tener
que aceptar que la Tierra se moviera, ya que desde su
teoría de los torbellinos la Tierra no se movía,
sino que era movida por una materia celeste invisible, que era la
que provocaba los cambios de todos los astros.
Igualmente en las Meditaciones
metafísicas pide humildemente a los decanos y
doctores de la facultad de Teología de La Sorbona que
acojan bajo su protección el libro que les presentaba. En
este caso la motivación que parecía guiarle era
doble:
-en primer lugar, la de asegurarse que no iba a tener
problemas con la jerarquía católica, en cuanto
sometía su escrito a la revisión de ese importante
colectivo de doctores en Teología, cuyo apoyo tuvo la
precaución de buscar; y
-en segundo lugar, la de la consideración de que
ese mismo apoyo podría servirle para aumentar su prestigio
ante la misma jerarquía católica, al mostrar su
respeto incondicional a sus doctrinas
teológicas:
"Por esto, Señores, cualquiera que sea el peso
que puedan tener mis razones, porque pertenecen a la
Filosofía, no espero que tengan gran predicamento sobre
los espíritus si no las tomáis bajo vuestra
protección"[12].
Sin embargo y a pesar de estas muestras de servilismo,
Descartes no consiguió que las Meditaciones
metafísicas se publicasen con la aprobación de
los doctores de la Sorbona.
Esa misma actitud servil fue la que siguió
manteniendo en los Principios de la Filosofía, en
donde, regresando al oscurantismo más patético de
la Edad Media y en contradicción con su prometedor mensaje
del Discurso del método, relacionado con la
liberación de la Filosofía respecto a cualquier
dependencia doctrinal del tipo que fuera, entre otras cosas
especialmente de-plorables escribió:
"Yo someto todas mis opiniones a la autoridad de la
Iglesia"[13].
Irracionalismo
fideísta
Además de lo anterior y aunque no es muy seguro
que Descartes estuviera convencido de la verdad de sus propias
palabras, hay que recordar que en su enumeración de los
grados de sabiduría coloca, en un grado
infinitamente superior a todos, la revelación
divina, de la cual dice que
"nos eleva de un solo golpe a una creencia
infalible"[14].
Afirma igualmente, haciendo una apología de la
fe, tan alta o más que las de Aurelio
Agustín o Tomás de Aquino,
que
"se deben creer todas las cosas reveladas por Dios, por
más que excedan nuestro
alcance"[15],
y, en este mismo sentido y como si quisiera insistir en
el testimonio de su fe para evitar cualquier posible
polémica con la jerarquía católica, en la
carta a los decanos y doctores de la Sagrada Facultad de
Teología de París no sólo incurría en
un círculo vicioso al decir que Dios existía
porque lo decían las Sagradas Escrituras y que
las Sagradas Escrituras eran ciertas porque
provenían de Dios sino en un irracionalismo
fideísta cándido, que ponía en
evidencia su falta escrúpulos y una enorme frivolidad que
pudo impedirle tomar conciencia de sus graves incoherencias, pero
tal vez esta candidez pudo ser aparente y no tan ingenua, pues la
carta en que aparecían estas "deducciones" tan especiales
iba dirigida a los decanos y doctores de la facultad de
Teología, ninguno de los cuales iba a poner
objeción alguna a tales deducciones tan fácilmente
asumibles desde el punto de vista católico.
Es probable que Descartes fuera consciente de lo absurdo
de sus afirmaciones, aunque cabe también la remota
posibilidad de que no lo fuera. En el primer caso,
¿qué explicación tendría su falta de
escrúpulos para plantear como evidente lo que sólo
era un evidente círculo vicioso? Parece que la
explicación de tal actitud se relacionaría con las
ansias del pensador francés por contar a cualquier precio
con el respaldo que podía darle ante las altas
jerarquías católicas la aprobación de sus
escritos por los doctores en de la Facultad de Teología de
París. Y, en el segundo caso, ¿qué
explicación tendría que, a pesar de su sobrada
capacidad intelectual, no hubiera sido consciente de la
existencia de un error tan manifiesto en su
argumentación?
Resulta difícil encontrar una
justificación para esta segunda parte de la disyuntiva.
Quizá podría considerarse que el adoctrinamiento
recibido durante su infancia pudo influir muy negativamente en su
capacidad para tratar estas cuestiones religiosas desde un
planteamiento crítico. De acuerdo con esta posibilidad y
en la misma línea que en el anterior planteamiento,
sería en cierto modo explicable que en la primera parte de
los Principios de la Filosofía, al hablar de las
relaciones entre razón y fe, escribiera
en un sentido similar al de Tomás de Aquino:
"se ha de grabar en nuestra memoria como regla suprema
la de que deberán creerse, como las más ciertas de
todas, aquellas verdades que nos fueron reveladas por Dios. Y aun
cuando acaso la luz de la razón […] pareciera
sugerirnos otra cosa, se ha de dar fe, sin embargo,
únicamente a la autoridad divina más que a
nuestro propio juicio"[16].
Una tercera posibilidad –quizá la
más aceptable- es la de que la actitud cartesiana al
defender tales argumentaciones tan absurdas pudo deberse a una
mezcla de todos esos motivos, y especialmente a su deseo de
contar con la aprobación de los teólogos doctores
como un apoyo ante cualquier posible desautorización de la
jerarquía católica, y a su deseo de contar con la
aprobación de éstos para aumentar su prestigio como
filósofo.
En cualquier caso, diversos puntos de vista como los que
se acaban de mostrar conducen a la conclusión
incuestionable de que si, en teoría, Descartes fue el
padre del racionalismo moderno por haber defendido la
independencia de la razón frente a la autoridad de la
filosofía anterior, y por haber pretendido encontrar un
método seguro para el progreso de la Filosofía
hasta convertirla en un auténtico conocimiento, en la
práctica siguió siendo un hijo póstumo
del fideísmo medieval por su falta de decisión
para poner entre paréntesis no sólo los
conocimientos sensibles, matemáticos y de cualquier otra
ciencia, sino también sus creencias religiosas a
la hora de reconstruir la Filosofía, creencias que, por el
contrario, situó por encima de la misma razón, la
cual en ningún caso podría arrogarse ni de lejos el
derecho a juzgarlas.
En definitiva, después de haber estado buscando
un método para fundamentar con el máximo rigor todo
el conocimiento, hasta el punto de no dar credibilidad alguna a
nada que no se le hubiera manifestado con absoluta
evidencia, con absoluta claridad y
distinción, finalmente Descartes defendió una
postura sorprendentemente contraria a su propio racionalismo al
concluir que el mayor conocimiento es el que se obtiene
mediante la fe en las verdades reveladas por Dios, lo cual
podría parecer una broma de mal gusto en cuanto el
"teólogo" francés no intentó demostrar en
ningún momento cómo había podido asegurarse
acerca del valor de aquellas supuestas verdades, aceptadas
simplemente por fe, es decir, sin fundamento alguno, ni
racional ni empírico.
Es verdad, por otra parte, que el "teólogo"
francés intentó demostrar la existencia del Dios de
su religión a la vez que hablaba de la Revelación,
pero, por lo mismo que evidentemente era imposible demostrar tal
existencia, no podía presentar argumento alguno mediante
el cual demostrar que ese Dios hubiera revelado algo, que se
hubiera encarnado en Jesús o que hubiera revelado sus
"misterios" a la Iglesia Católica. Y así, si en el
Discurso del Método se había exigido el
mayor rigor a la hora de aceptar cualquier supuesto conocimiento
de manera que finalmente sólo la proposición
"cogito, ergo sum" superaba la prueba de la duda, este aparente
rigor se mantuvo incoherente y asombrosamente unido a unas
supuestas verdades de fe que no tenían otra
justificación que la de haberlas recibido como tales
durante su infancia, hasta el punto de que ni siquiera la regla
de la evidencia constituyó para él un principio
seguro en su búsqueda del conocimiento, en cuanto no fue
su evidencia lo que le condujo a defender las "verdades" de su fe
religiosa, sino que fue su fe lo que le llevó a defender
tales supuestas verdades como conocimientos superiores a los
racionales.
Conviene recordar en este sentido que el cisma
protestante se había producido en el mismo siglo del
nacimiento de Descartes y que, desde aquel momento, la
jerarquía católica utilizó –o, mejor,
siguió utilizando- todas las armas a su alcance para
evitar cualquier forma de pensamiento que pudiera debilitar su
poder, tanto religioso como especialmente político y
social. De hecho, ese poder era muy fuerte desde hacía ya
mucho tiempo, pero además hacía pocos años
que de manera implacable y cruel se había manifestado
condenando a la hoguera a Giordano Bruno en el año 1600, a
Giulio Caesare Vanini en el año 1619, a Jean Fontanier en
el año 1622, a Galileo Galilei, a quien se condenó
a un arresto domiciliario de por vida en el año 1633, y,
de manera especialmente cruel y sanguinaria, cuando en 1627-1628
Luís XIII y el cardenal Richelieu asediaron con sus tropas
a los protestantes de La Rochelle, causando la muerte de 22.000
personas, es decir, de la gran mayoría de sus habitantes,
pudiendo haber sido Descartes –al menos, según
cuenta Baillet- testigo de aquella brutal masacre. Además,
el Parlamento de París, bajo el mando del cardenal
Richelieu, había decretado en 1624 la prohibición
bajo pena de muerte de enseñar cualquier opinión
contraria a los autores antiguos aprobados y de mantener debates
públicos sobre temas distintos a los aprobados por los
doctores de la Facultad de Teología.
Teniendo en cuenta este ambiente tan denso de
fanática intolerancia, es comprensible que, a raíz
de todos estos hechos, presentes en la memoria del pensador
francés, éste no se atreviera a publicar su obra
El mundo y en definitiva nada que pudiera poner en
peligro su integridad física o su prestigio
filosófico y, por eso, resulta explicable que en 1637,
cuando publicó el Discurso del Método,
optase por excluir de la duda metódica todo lo
concerniente a las "verdades" de la religión
católica.
Por otra parte, todas estas consideraciones conducen a
pensar que, si Descartes fue un filósofo, fue igualmente
un teólogo, en cuanto no se conformó con escribir
algún escrito teológico sino que tuvo la osada
ambición de deducir y sistematizar la totalidad del
conocimiento a partir de Dios, y porque, a pesar de haber
realizado continuos panegíricos de la Revelación y
de la iglesia católica, a excepción de sus
incursiones en el problema de la demostración de la
existencia de Dios no realizó deducción de ninguna
clase para demostrar los contenidos relacionados con la fe en la
que había sido educado, siendo por el contrario su
creencia en el Dios católico y sus cualidades el punto de
partida no demostrado –a pesar de los vanos intentos del
pensador francés- para todas sus deducciones posteriores,
que convertían su sistema en un gigante aparentemente
hercúleo pero con los pies de barro y enormemente
dañado en la totalidad de su estructura.
Así que, si Nietzsche dijo de Kant que era un
teólogo disfrazado, con mayor razón podría
haber dicho que Descartes era un teólogo sin disfraz en
cuanto intentó deducir el árbol de la
Filosofía a partir de unas raíces
teológicas que siempre aceptó, al considerar
que la supuesta revelación divina "nos eleva de un solo
golpe a una creencia infalible"[17], sin haberla
sometido a la prueba de la duda, a pesar de que en diversos
momentos "jugó a demostrar" aquello que previamente
había aceptado sin otras bases que las de las creencias
recibidas, de las que afirmó que tenían un valor
absoluto sin investigar si era posible justificarlas
racionalmente en lugar de aceptarlas de modo irracional y por el
solo hecho de haber sido adoctrinado en ellas.
En este sentido ya en las Reglas para la
dirección del espíritu no tuvo ningún
reparo en hablar de "un poder superior" como origen de "creencias
infalibles" sin aclarar el origen de su supuesto conocimiento de
tal poder superior, y afirmando del modo más
irracional imaginable y absolutamente inconciliable con lo que
debería haber sido la actitud propia del llamado "padre
del racionalismo" que
"componen por impulso sus juicios acerca de las cosas
aquellos a quienes su propio espíritu mueve a creer algo,
sin estar convencidos por ninguna razón, y
sí sólo determinados por algún poder
superior, por la propia libertad o por una
disposición de la fantasía: la primera
influencia nunca
engaña"[18],
es decir, ¡una "influencia" que provendría
de aquel "poder superior"! Y quien escribió esta
irracionalidad fideísta fue ¡"el padre del
racionalismo"! ¿Qué genio le otorgó ese
título?
2.1. El valor de la fe
De manera complementaria con lo señalado en el
apartado anterior, para intentar comprender el pensamiento
cartesiano tiene interés comentar algunos textos que
reflejan su punto de vista acerca del valor de la fe, considerada
en sí misma o en su relación con el
conocimiento.
a) Así, en las Reglas para la
dirección del espíritu defendió, al
igual que Aurelio Agustín y Tomás de Aquino, la
supremacía de la fe sobre el conocimiento hasta
el punto de llegar a escribir:
"Todo lo que ha sido revelado por Dios es más
cierto que cualquier otro conocimiento, puesto que, como la fe
que tenemos en ello se refiere siempre a cosas oscuras, es acto
no del espíritu sino de la voluntad, y si esa fe tiene
fundamentos en el entendimiento, éstos pueden y deben ser
descubiertos principalmente por una de las dos vías
ya indicadas [intuición y deducción], como
quizás algún día mostraremos con mayor
amplitud"[19].
Estas palabras resultan especialmente sorprendentes
porque dan por hecho
1) que el Dios de la iglesia católica
existe,
2) que ha revelado algo,
3) que la fe se refiere a cosas oscuras,
4) que es un acto de la voluntad, y
5) que podría tener fundamentos en el
entendimiento,
A continuación se analizan tales
afirmaciones:
1) Por lo que se refiere a la simple afirmación
de la existencia del Dios católico ya se han comentado en
otro lugar los intentos y subsiguientes fracasos del pensador
francés por demostrar la existencia de tal supuesta
realidad. Aquí su simple afirmación se presenta
como una declaración dogmática basada en el
adoctrinamiento recibido por Descartes, que posteriormente no se
atrevió a someter a la duda metódica porque el
pensador francés optó por la solución vital
más fácil: La de ser un fiel lacayo de quienes en
aquellos momentos detentaban de modo implacable el poder
religioso, político y social.
2) Respecto a la cuestión de si el Dios
católico había revelado algo o no, ya se ha hecho
referencia al lamentable círculo vicioso en que
incurrió el "teólogo" francés cuando
escribió que había que creer en las Sagradas
Escrituras porque provenían de Dios y que había que
creer en Dios porque así constaba en las Sagradas
Escrituras, inspiradas por él. Aquí se muestra un
nuevo dilema: O Descartes era consciente del círculo
vicioso en que incurría o no lo era. Si lo era, o bien
demostraba que no tenía escrúpulos para decir lo
que creía que sentaría bien a la jerarquía
católica o bien no daba importancia a saltarse las leyes
de la Lógica, porque en cualquier caso creía en
aquellas doctrinas religiosas al margen de su incoherencia
lógica. Y, si no lo era, en ese caso demostraba que su
frivolidad era realmente asombrosa en cuanto pretendiese aparecer
ante la jerarquía católica como defensor de sus
doctrinas.
3) La afirmación de que la fe se refiera a "cosas
oscuras" plantea el problema de por qué habría que
afirmar tales contenidos en cuanto fueran así, en lugar de
abstenerse de juicio mientras no se dispusiera de evidencia
respecto a su verdad o falsedad, pues, según indicaba en
Meditaciones metafísicas, IV, una
actuación de la voluntad pronunciándose acerca de
cuestiones en relación con las cuales el entendimiento no
hubiese proporcionado suficiente claridad y distinción
implicaba un uso moralmente incorrecto del libre albedrío,
y eso era lo que en este caso sucedía según los
propios planteamientos cartesianos.
4) La consideración de que la fe fuera un acto de
la voluntad era realmente una herejía respecto a la
dogmática católica, según la cual la fe es
una "virtud teologal", es decir, una virtud que el hombre no
adquiere por sus propios esfuerzos –como sucedería
con las llamadas "virtudes cardinales"-, sino que
recibiría de Dios como un don gratuito. El hecho
de que Descartes la considere además como un acto de la
voluntad no introduce novedad alguna en su pensamiento
en cuanto para él cualquier juicio se forma mediante un
acto de la voluntad mediante el cual se afirma o se niega
determinada relación entre conceptos. Por ello es una
incongruencia el hecho de que cuando se trata de actos de la
voluntad referidos a los contenidos oscuros de la doctrina
católica Descartes los considere meritorios, a pesar de
que, de acuerdo con sus propias consideraciones, tales
pronunciamientos de la voluntad serían moralmente
condenables.
5) Plantear la posibilidad de que la fe tenga
fundamentos en el entendimiento está en
contradicción con el concepto mismo de fe, en cuanto
ésta se refiere por definición a doctrinas
incomprensibles para el entendimiento humano y, por ello
mismo, el asentimiento a sus contenidos sería moralmente
incorrecto desde la perspectiva cartesiana en cuanto la voluntad
debería afirmar o negar tales contenido sólo cuando
el entendimiento dispusiera de razones suficientes para hacerlo,
y abstenerse de juicio mientras tales razones fueran incompletas,
tanto para afirmar como para negar. Pero, por otra parte, si
existieran fundamentos en el entendimiento en relación con
los contenidos de la fe, o bien tales fundamentos serían
suficientes para que la voluntad se pronunciase y en tal caso la
fe dejaría de ser fe para ser conocimiento, o bien no lo
serían y en tal caso la fe, entendida como acto de la
voluntad, seguiría implicando un mal uso del libre
albedrío.
En las Meditaciones metafísicas
Descartes retoma sus re-flexiones acerca de la fe y trata de
encontrar una solución al problema que plantea el hecho de
que se refiera a "cosas oscu-ras" en relación con las
cuales la voluntad no tendría ningún derecho a
pronunciarse, y dice que
"aunque de ordinario se diga que la fe versa sobre cosas
oscuras, se entiende eso solamente de su materia, y no de la
razón formal en cuya virtud creemos; al contrario, dicha
ra-zón formal consiste en cierta luz interior con la que
Dios nos ilumina de un modo sobrenatural, y gracias a ella
con-fiamos en que las cosas propuestas a nuestra creencia nos han
sido reveladas por Él, siendo enteramente imposible que
mienta y nos engañe: lo cual es más seguro que
cual-quier otra luz natural, y hasta, a menudo, más
evidente, a causa de la luz de la
gracia"[20].
Esta respuesta era sorprendentemente lamentable.
Descartes parecía haberse confundido de público, de
manera que en lugar de estar escribiendo meditaciones
filosóficas parecía estar escribiendo
meditaciones teológicas y místicas, pues
esa referencia a lo "sobrenatural" y a la "luz de la gracia"
podría resultar muy poético y sugerente, pero se
encontraba a millones de años luz de lo que hubiera podido
considerarse como un discurso racional. Por otra parte, era
igualmente deplorable por cuanto incurría en un nuevo
círculo vicioso proclamar que la razón
formal por la que se podían afirmar los contenidos oscuros
de la fe consistía en que "Dios nos ilumina de un modo
sobrenatural", en cuanto esta última afirmación no
era un conocimiento que justificase la adhesión de la
voluntad a esos "contenidos oscuros de la fe" sino uno de tales
contenidos. Y, por ello, el "teólogo" francés no
explicó el proceso cognoscitivo que le condujo a tal
iluminación sobrenatural, pues, si eso hubiera sucedido,
la voluntad habría tenido bases suficientes para
pronunciarse sin necesidad de recurrir a la fe.
Pero ya se sabe que en el terreno de las creencias
religiosas siempre se recurre a seguridades meramente subjetivas
que nada aportan al conocimiento, pero sí al dogmatismo,
al fanatismo y a la intolerancia contra quienes intentan alcanzar
algo de claridad acerca de estos asuntos pretendidamente
sobrenaturales.
En los Principios de la Filosofía
Descartes vuelve a expresarse de un modo ingenuamente
dogmático que para nada se corresponde con lo que
debería ser la actitud de un filósofo sino
sólo con la de un obispo o con la del lacayo de un obispo,
como lo fue en muchas ocasiones el "teólogo"
francés cuando defendió que
"Se deben creer todas las cosas reveladas por Dios, por
más que excedan nuestro
alcance"[21].
En esta misma obra insiste en la
subordinación absoluta de la razón a la
fe, considerando los contenidos de fe como verdaderos por
encima de cualquier crítica u objeción,
según ya se ha citado antes:
"se ha de grabar en nuestra memoria como regla suprema
la de que deberán creerse, como las más ciertas de
todas, aquellas verdades que nos fueron reveladas por Dios. Y
aun cuando acaso la luz de la razón, que es sumamente
clara y evidente, pareciera sugerirnos otra cosa, se ha de dar
fe, sin embargo, únicamente a la autoridad divina
más que a nuestro propio
juicio"[22],
o según otro texto, con un sentido
idéntico al que Tomás de Aquino concede a la fe
sobre la razón, escribe:
"que sea evidentísimo que las cosas reveladas por
Dios deben ser creídas y que debe preferirse la luz de la
gracia a la luz de la naturaleza no puede ser motivo de duda o
asombro para nadie que verdaderamente tenga fe
católica"[23].
Es verdad, por otra parte, que, si se analizan algunos
de estos pasajes –como el último- de manera algo
minuciosa, podría considerarse que en sentido estricto no
dicen nada criticable en cuanto simplemente proclaman que "las
cosas reveladas por Dios deben ser creídas", sin
especificar si realmente hay cosas reveladas por Dios. Y, si con
esta puntualización no es suficiente, hay que tener en
cuenta que se refiere a quien "tenga la fe católica".
Ahora bien, en cuanto Descartes esté afirmando de forma
dogmática, como así parece, que en efecto hay un
Dios, el Dios católico, y que ha revelado determinadas
doctrinas, en tal caso incurre en un dogmatismo fideísta
simplemente irracional. Tal actitud estaría motivada no
sólo por su temor a la jerarquía católica
sino también por su deseo de servir fielmente a sus
intereses en espera de reciprocidad. En este sentido conviene
recordar su pretensión de que los jesuitas adoptasen sus
Principios de Filosofía como libro de texto que
sustituyese los textos aritotélico-escolásticos que
utilizaban.
Más adelante, en una carta al marqués de
Newcastle, Des-cartes volvió a tratar del tema de la fe
desde una perspectiva que pretendía aproximar la fe al
conocimiento, aunque evidentemente sin conseguirlo, y aceptando
la existencia de una "incertidumbre" final como resultado de este
proceso:
"todos los conocimientos que podemos tener de Dios sin
milagro en esta vida descienden del razonamiento y del
progreso de nuestro discurso, que los deduce de los principios de
la fe, que es oscura, o proceden de las ideas y de las
nociones naturales que hay en nosotros, que, por claras que sean,
son groseras y confusas respecto de asunto tan alto. De manera
que el conocimiento que tenemos o adquirimos por el camino de la
razón conserva, en primer término, las tinieblas de
que fue sacado y, además, la incertidumbre que
experimentamos en todos nuestros
razonamientos"[24].
Lo más llamativo de este escrito es que en
él, cuando el autor habla acerca de las condiciones para
la aceptación de cualquier doctrina de fe como
auténtico conocimiento, acepta la existencia de un
problema que impediría que la fe pudiera equipararse al
conocimiento. Pues, cuando dice que el "progreso de nuestro
discurso […] deduce [los conocimientos] de los principios
de la fe, que es oscura", reconoce que por muy exactas y
perfectas que sean las deducciones efectuadas a partir de tales
"principios de la fe", en cuanto ésta es "oscura", las
implicaciones últimas de tales principios serán tan
oscuras como lo eran esos principios. En consecuencia, la
pregunta que se plantea por ello es: ¿Cómo se puede
seguir hablando de "conocimiento" en relación con unos
contenidos de los que se considera que su fundamento es "oscuro"
y que "conserva […] las tinieblas de que fue
sacado?
A pesar de que estos escritos pertenecen a momentos
avanzados de la vida de Descartes, conviene no olvidar que en el
fondo su actitud respecto a estas "verdades de fe" fue la misma
que había tenido desde el principio, aunque pudo
intensificarse en esos últimos años de su vida como
consecuencia de su relación con diversos representantes
del clero católico y de otros factores personales,
relacionados, por ejemplo, con el amargo final de sus discusiones
con los teólogos protestantes holandeses.
La perspectiva
sobre la Religión
Desde un punto de vista teórico Descartes
pretendió ser fiel a las doctrinas de la jerarquía
católica y, en líneas generales, lo fue hasta el
punto de intentar demostrar en ocasiones algunas de ellas. Sin
embargo, en algún momento se atrevió a pensar de un
modo más independiente y eso le condujo a defender
doctrinas menos ortodoxas que llegaron a rozar la
herejía.
3.1. Ortodoxia
Por lo que se refiere a la dogmática
católica, inundada de tantos absurdos, parece que, como ya
se ha dicho, Descartes la aceptó sobre todo como
consecuencia de su temor al inmenso poder de la jerarquía
católica. Y, como le importó más su propio
prestigio en la sociedad en que le tocó vivir que la
búsqueda de la verdad en un terreno tan peligroso como el
religioso, ello determinó posiblemente que estableciese
los límites dentro de los cuales pensar, discutir y
escribir libremente, dejando al margen de dichos límites
todo –o casi todo- lo concerniente a la religión,
como él mismo declaró en el Discurso del
método.
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