INTRODUCCIÓN
"MI LUCHA" ("Mein Kampf"), de Adolfo Hitler, es un libro
de palpitante actualidad y sin duda una de las obras de
política más sensacionales que se conoce en la
postguerra. Circula por el mundo traducido a ocho idiomas
diferentes y hace tiempo que la edición alemana ha
alcanzado una cifra de millones.
Si hasta antes del 30 de enero de 1933, fecha en que
Hitler asumió el gobierno del Reich, se consideraba a
"Mein Kampf" como el catecismo del movimiento nacionalsocialista,
en la larga lucha que éste sostuviera para llegar a
imponerse, ahora que Alemania está saturada de la
ideología hitleriana, bien se podría afirmar que
"Mein Kampf" constituye la carta magna por excelencia de este
poderoso Estado que, en el corazón de Europa, rige hoy el
conjunto armónico de la vida de un gran pueblo de 67
millones de habitantes.
El carácter de autobiografía que tiene la
obra, aumenta su interés, perfilando, a través de
hechos realmente vividos, la recia personalidad del hombre a
quién sus conciudadanos han consagrado con el nombre
único de FÜHRER.
En las páginas de "Mi Lucha", el lector
encontrará enunciados todos los problemas fundamentales
que afectan a la Nación Alemana y cuya solución
viene abordando sistemáticamente el gobierno
nacionalsocialista. Quien juzgue sin ofuscamientos doctrinarios
la obra renovadora del Tercer Reich, habrá de convenir en
que Hitler fue dueño de la verdad de su causa al impulsar
un vigoroso movimiento de exaltación nacional llamado a
aniquilar el marxismo que estaba devorando el alma popular de
Alemania. El nacionalsocialismo llegó al gobierno por
medios legales, fiel a la norma que Hitler proclamara desde la
oposición: "El camino del Poder nos lo señala
la ley". Bien ganado tiene por eso el galardón de
haber batido en trece años de lucha a sus adversarios
políticos en el campo de las lides
democráticas.
El socialismo nacional que practica el actual
régimen en Alemania, revela, en hechos tangibles, la
acción del Estado a favor de las clases desvalidas; es un
socialismo realista y humano, fundado en la moral del trabajo,
que nada tiene en común con la vonciglería del
marxismo internacional que explota en el mundo la miseria de las
masas. Hitler, que nación en esfera modesta y forjó
su personalidad en la experiencia de una vida de lucha y de
privaciones, sabe que dentro de la estructura de un pueblo y de
su economía no caben preferencias odiosas, sino un
espíritu de mutua comprensión y de justa
valoración del rol de cada uno y de su esfuerzo en el
conjunto de la nacionalidad. La ideología hitleriana, en
este orden, es una elevada ética, porque busca en el
individuo la ponderación del mérito por el trabajo.
El campesino y el obrero, así como el trabajador mental,
todos tienen su lugar y ni a uno ni a otro puede
menospreciárseles, como factores eficientes de la
colectividad que integran. El Estado nacionalsocialista no es
dictadura del proletariado ni puede serlo, puesto que repudia los
privilegios.
Uno de los órganos representativos de la prensa
inglesa – el "Daily Mail" – editorializaba hace poco
sobre la situación de la nueva Alemania en los siguientes
términos: "El gobierno de Hitler promete ser el
más duradero de cuantos haya visto Alemania y Europa
mismo. En él nada hay inestable como ocurre en el gobierno
de los países de régimen parlamentario, donde un
partido intriga contra el otro y donde el Premier no representa
sino una parte de la nación dividida. Hitler ha probado no
ser un demagogo, sino un estadista y un verdadero reformador.
Europa no deberá olvidar que gracias a él fue
rechazado de una vez para todas el comunismo, que con su horda
sangrienta amenazaba en 1932 avasallar a todo el Continente. Que
los críticos digan lo que quieran, pero no podrán
negar que el gobierno nacionalsocialista ha llevado a la
práctica muchas de las ideas de Platón y que lo
anima una pasión altruista al servicio de miras elevadas:
la grandeza de la patria, el
establecimiento de la justicia social y una lealtad inmutable en
el cumplimiento del deber, además del enorme progreso
material que Alemania ha logrado en los dos últimos
años. El número de desocupados que en 1933 llegaba
a 6.014.000 ha quedado reducido a
2.604.000".
La ideología del nacionalsocialismo alemán
–opuestamente a lo que propagan sus detractores- es
constructiva y, por tanto, pacifista, pero no pacifista en el
sentido de aceptar la imposición de violencias
internacionales contrarias a la dignidad y al honor de un pueblo
soberano. ¿Habrá nación alguna que, desde su
propio punto de vista, sea capaz de admitir condiciones de vida
diferentes a las que le corresponden en el plano general de la
igualdad jurídica de los Estados, dentro del concierto
internacional? El pacifismo nacionalsocialista se inspira, pues,
en principios elementales del Derecho y descansa sobre la unidad
moral del pueblo alemán.
En una interview publicada en "Le Matín"
decía Hitler en noviembre de 1933 a propósito del
espíritu bélico que se le atribuía:
"Tengo la convicción de que cuando el problema del
territorio del Sarre –que es suelo Alemán- haya sido
resuelto, nada habrá ya que pueda ser motivo de discordia
entre Alemania y Francia. Alsacia y Lorena no constituyen una
causa de disputa". Y añadía: "En Europa no
existe un solo caso de conflicto que justifique una guerra. Todo
es susceptible de arreglo entre los gobiernos, si es que
éstos tienen conciencia de su honor y de su
responsabilidad. Me ofenden los que propalan que quiero la
guerra. ¿Soy loco acaso? ¿Guerra? Una nueva guerra
nada solucionaría y no haría más que
empeorar la situación mundial: significaría el fin
de las razas europeas y, en el transcurso del tiempo, el
predominio del Asia en nuestro Continente y el triunfo del
bolchevismo. Por otra parte, ¿cómo podría yo
desear la guerra cuando sobre nosotros pesan aún las
consecuencias de la última, las cuales se dejarán
sentir todavía durante 30 ó 40 años
más? No pienso sólo en el presente, ¡pienso
en el porvenir! Tengo una inmensa labor de política
interior a realizar. Ahora estamos afrontando la miseria. Ya
hemos conseguido detener el aumento del numero de desocupados;
pero aspiro a hacer todavía mucho más. Y para
lograr esto, necesito largos años de trabajo arduo.
¿Cómo ha de creerse, entonces, que yo mismo quiera
destruir mi obra mediante una guerra?.
El problema del Sarre acaba de ser solucionado
pacíficamente con la reincorporación de este
territorio a la soberanía alemana, y el Führer del
Reich, volviendo a sus declaraciones de 1933, ha expresado, en su
discurso del 1º de marzo de 1935 en Sarrebruck, estas
memorables palabras: "El día de hoy, en que el Sarre
vuelve a Alemania, no es un día de felicidad sólo
para nosotros; creo que lo es también para toda Europa.
Confiamos que con este hecho mejorarán definitivamente las
relaciones entre Alemania y Francia. Tiene que ser posible que
dos grandes pueblos se den la mano para afrontar en común
esfuerzo las calamidades que amenazan aplastar a
Europa".
Estos antecedentes son de singular trascendencia en los
anales de la historia europea de la postguerra, porque provienen
de la figura contemporánea más discutida de Europa
en cuanto a los verdaderos fines de su política, que
significa la creación de una nueva forma de Estado y el
triunfo de una nueva concepción de gobierno; aspectos por
cierto, de enorme interés para la ciencia de la
Política y para las enseñanzas que de ellos
deduzcan, adaptándolos a sus propias necesidades, los
pueblos amantes de su nacionalidad y ávidos de progreso y
de renovaciones sociales.
El libro "Mi Lucha" comprende dos partes. Para la mejor
comprensión de la obra, conviene tener en cuenta que la
primera parte fue escrita en 1924 y la segunda en
1926.
EL TRADUCTOR
PROLOGO DEL AUTOR
En cumplimiento del fallo dictado por el Tribunal
Popular de Munich el 1º de abril de 1924, debía
comenzar aquel día mi reclusión en el presidio de
Landsberg, sobre el Lech.
Así se me presentaba por primera vez,
después de muchos años de ininterrumpida labor la
oportunidad de iniciar una obra reclamada por muchos y que yo
mismo consideraba útil a la causa nacionalsocialista. En
consecuencia, me había decidido a exponer, no sólo
los fines de nuestro movimiento, sino a delinear también
un cuadro de su desarrollo, del cual será posible aprender
más que de cualquier otro estudio puramente
doctrinario.
He querido asimismo dar a estas páginas un relato
de mi propia evolución en la medida necesaria a la mejor
comprensión del libro y también destruir al mismo
tiempo las tendenciosas leyendas sobre mi persona propagadas por
la prensa judía.
Al escribir esta obra no me dirijo a los
extraños, sino a aquellos que adheridos de corazón
al movimiento, ansían penetrar más hondamente la
ideología nacionalsocialista.
Bien sé que la viva voz gana más
fácilmente las voluntades que la palabra escrita y que
asimismo el progreso de todo movimiento trascendental
debióse generalmente en el mundo más a grandes
oradores que a grandes escritores.
Sin embargo, es indispensable que de una vez para
siempre quede expuesta, en su parte esencial, una doctrina, para
poder después sostenerla y propagarla uniforme y
homogéneamente. Partiendo de esta consideración, el
presente libro constituye la piedra fundamental que aporto a la
obra común.
EL AUTOR
Escrito en el presidio de Landsberg
Am Lech, el 16 de octubre de 1924
CAPÍTULO PRIMERO
En el hogar paterno
Considero una predestinación feliz haber nacido
en la pequeña ciudad de Braunau sobre el Inn; Braunau,
situada precisamente en la frontera de esos dos Estados alemanes,
cuya fusión se nos presenta – por lo menos a
nosotros los jóvenes – como un cometido vital que
bién merece realizarse a todo trance.
La Austria germana debe volver al acervo común de
la patria alemana, y no por razón alguna de índole
económica. No, de ningún modo, pues, aun en el caso
de que esa unión considerada económicamente fuese
indiferente o resultase incluso perjudicial, debería
llevarse a cabo, a pesar de todo. Pueblos de la misma sangre
corresponden a una patria común. Mientras el pueblo
alemán no pueda reunir a sus hijos bajo un mismo Estado,
carecerá de un derecho, moralmente justificado, para
aspirar a una acción de política colonial.
Sólo cuando el Reich abarcando la vida del último
alemán no tenga ya la posibilidad de asegurar a
éste la subsistencia, surgirá de la necesidad del
propio pueblo, la justificación moral de adquirir
posesión sobre tierras en el extranjero. El arado se
convertirá entonces en espada y de las lágrimas de
la guerra brotará para la posteridad el pan
cotidiano.
La pequeña población fronteriza de Braunau
me parece constituir el símbolo de una gran obra. Aun en
otro sentido se yergue también hoy ese lugar como una
advertencia al porvenir. Cuando esta insignificante
población fue –hace más de cien años-
escenario de un trágico suceso que conmovió a toda
la nación alemana, su nombre quedó inmortalizado
por los menos en los anales de la historia de Alemania. En la
época de la más terrible humillación
impuesta a nuestra patria rindió allá su vida por
su adorada Alemania el librero de Nüremberg, Johannes
Philipp Palm, obstinado "nacionalista" y enemigo de los
franceses1. Se había negado rotundamente a delatar a sus
cómplices, jejor dicho a los verdaderos culpables.
Murió, igual que Leo Schlagetter, y como
éste, Johannes Philip Palm fue también
denunciado a Francia por un funcionario. Un director de la
policía de Augsburgo cobró la triste fama de la
denuncia y creó con ello el tipo que las nuevas
autoridades alemanas adoptaron bajo la égida del
señor Severing2.
En esa pequeña ciudad sobre el Inn, bávara
de origen, austríaca políticamente y ennoblecida
por el martirologio alemán vivieron mis padres allá
por el año 1890. Mi padre era un leal y honrado
funcionario, mi madre, ocupada en los quehaceres del hogar, tuvo
siempre para sus hijos invariable y cariñosa solicitud.
Poco retiene mi memoria de aquel tiempo, pues, pronto mi padre
tuvo que abandonar ese pueblo que había ganado su afecto,
para ir a ocupar un nuevo puesto en Passau, es decir, en
Alemania.
En aquellos tiempos la suerte del aduanero
austríaco era "peregrinar" a menudo; de ahí que mi
padre tuviera que pasar a Linz, donde acabó por jubilarse.
Ciertamente que esto no debió significar un descanso para
el anciano. Mi padre, hijo de un simple y pobre campesino, no
había podido resignarse en su juventud a quedar en la casa
paterna. No tenía todavía trece años, cuando
lió su morral y se marchó del terruño. Iba a
Viena, desoyendo el consejo de aldeanos de experiencia, para
aprender allí un oficio. Ocurría esto el año
50 del pasado siglo. ¡Grave resolución la de
lanzarse en busca de lo desconocido sólo provisto de tres
florines! Pero cuando el adolescente cumplía los diez y
siete años y había realizado ya su examen de
oficial de taller para llegar a ser "algo mejor". Si cuando
niño, en la aldea, le parecía el señor cura
la expresión de lo más alto que
humanamente podía alcanzarse, ahora –dentro de
su esfera enormemente ampliada por la gran urbe- lo era el
funcionario público. Con la tenacidad propia de un hombre,
ya casi envejecido en la adolescencia por las penalidades de la
vida, se aferró el muchacho a su resolución de
llegar a ser funcionario y lo fue. Creo que poco después
de cumplir los 23 años, consiguió su
propósito.
Cuando finalmente a la edad de 56 años se
jubiló, no habría podido conformarse a vivir como
un desocupado. Y he ahí que en los alrededores de la
población austríaca de Lambach, adquirió una
pequeña propiedad agrícola; la administró
personalmente y así volvió después de una
larga y trabajosa vida a la actividad originaria de sus
mayores.
Fue sin duda en aquella época cuando forjé
mis primeros ideales. Mis ajetreos infantiles al aire libre, el
largo camino a la escuela y la camaradería que
mantenía con muchachos robustos, que era frecuentemente
motivo de hondos cuidados para mi madre, pudieron haber hecho de
mí cualquier cosa menos un poltrón.
Si bien por entonces no me preocupaba seriamente la idea
de mi profesión futura, sabía en cambio que mis
simpatías no se inclinaban en modo alguno a la carrera de
mi padre. Creo que ya entonces mis dotes oratorias se ejercitaban
en altercados más o menos violentes con mis
condiscípulos. Me había hecho un pequeño
caudillo que aprendía bien y con facilidad en la escuela,
pero que se dejaba tratar difícilmente.
En el estante de libros de mi padre encontré
diversas obras militares, entre ellas una edición popular
de la guerra franco-prusiana de 1870-71. Se trataba de dos tomos
de una revista ilustrada de aquella época e hice de ellos
mi lectura predilecta. Desde entonces me entusiasmó cada
vez más todo aquello que tenía alguna
relación con la guerra o con la vida militar.
Pero también en otro sentido debió esto
tener significación para mí. Por primera vez
-aunque en forma poco precisa- surgió en mi mente el
interrogante de si realmente existía y, caso de existir,
cuál podría ser, la diferencia entre los alemanes
que combatieron en la guerra del 70 y los otros alemanes
–los austríacos-. Me preguntaba ¿por
qué Austria no tomó también parte en esa
guerra al lado de Alemania? ¿Acaso no somos todos lo
mismo?, me decía yo. Este problema comenzó a
preocupar mi mente juvenil. A mis cautelosas preguntas
debí oír con íntima emulación la
respuesta de que no todo alemán tenía la suerte de
pertenecer al Reich de Bismark.
Esto era para mi inexplicable
*
**
Se había decidido que
estudiase.
Por primera vez en mi vida, cuando apenas contaba once
años, debí oponerme a mi padre. Si él en su
propósito de realizar los planes que había
previsto, era inflexible, no menos implacable y porfiado era su
hijo para rechazar una idea que nada o poco le
agradaba.
¡ Yo no quería llegar a ser
funcionario!.
Aun hoy mismo no me explico como un buen día me
di cuenta de que tenía vocación para la pintura. Mi
talento para el dibujo se hallaba tan fuera de duda, que fue uno
de los motivos que indujeron a mi padre a inscribirme en un
colegio de enseñanza secundaria; pero jamás con el
propósito de permitirme una preparación profesional
en ese sentido.
Mis certificados escolares de aquella
época registraban calificaciones extremas, según
la materia de mi afición. Mis mejores notas
correspondían al ramo de geografía y aún
más todavía al de historia universal; en estos
ramos predilectos era yo el sobresaliente en mi clase.
Cuando ahora, después de transcurridos tantos
años, hago un balance retrospectivo de aquella
época, dos hechos resaltan como los más
importantes:
1º ME HICE
NACIONALISTA.
2º APRENDÍ A COMPRENDER Y A
APRECIAR LA HISTORIA EN SU VERDADERO SENTIDO.
La antigua Austria era un Estado de
nacionalidades diversas.
En realidad –por lo menos en aquel tiempo- un
súbdito alemán del Reich no penetraba la
significación que este hecho tenía para la vida
cotidiana del individuo bajo la égida de un Estado
semejante. Al tratarse del elemento austroalemán,
solíase confundir con suma facilidad la dinastía
degenerada de los Habsburgo con el núcleo sano del pueblo
mismo.
La generalidad no se daba cuenta de que si en Austria no
hubiese existido un núcleo alemán de sangre pura,
jamás habría tenido el germanismo la energía
suficiente para imprimirle su sello a un Estado de 52 millones de
habitantes de diverso origen, y esto en un grado de influencia
tan grande, que en Alemania mismo llegó a formarse el
errado concepto de que Austria era un Estado Alemán. Un
absurdo de graves consecuencias, pero al mismo tiempo un
brillante testimonio para los 10 millones de alemanes que
habitaban en la Marca del Este. En Alemania, sólo muy
pocos sabían de la eterna lucha por el idioma, por la
escuela alemana y por el carácter alemán. Como en
toda lucha (en todas partes y en todos los tiempos),
también en la pugna por la lengua que existía en la
antigua Austria, habían tres sectores; los
beligerantes, los indiferentes y los traidores. Claro
está que yo entonces no me contaba entre los indiferentes
y pronto debí convertirme en un fanático
nacionalista alemán.
Esta evolución en mi modo de sentir hizo muy
rápidos progresos, de tal manera que ya a la edad de
quince años puede comprender la diferencia entre el
"patriotismo" dinástico y el "nacionalismo"
popular y desde aquel momento sólo el segundo
existió para mí.
¿Acaso no sabíamos ya desde la
adolescencia que el Estado austríaco no tenía ni
podía tener afección hacía nosotros, los
alemanes? La experiencia diaria confirmaba la realidad
histórica de la acción de los Habsburgo. En el
Norte y en el Sur, el veneno de las razas extrañas
carcomía el organismo de nuestra nacionalidad y hasta la
misma Viena fue visiblemente convirtiéndose, cada vez
más, en un centro anti-alemán. La casa de los
Habsburgo tendía por todos los medios a una
chequización y fue la mano de la diosa de la Justicia
eterna y de la ley de compensación inexorable la que hizo
que el enemigo más encarnizado del germanismo en Austria,
el Archiduque Francisco Fernando, cayera precisamente bajo el
plomo que él mismo ayudó a fundir. Francisco
Fernando era nada menos que el símbolo de la tendencia
ejercitada desde el mando para lograr la eslavización de
Austria.
En la desgraciada alianza del joven Imperio
alemán con el ilusorio Estado austríaco,
radicó el germen de la guerra mundial y también de
la ruina.
A lo largo de este libro, habré de ocuparme con
detenimiento del problema, Por ahora, bastará establecer
que ya en mi primera juventud había llegado a una
convicción que después jamás deseché
y que más bien se ahondó con el tiempo: era la
convicción de que la seguridad inherente a la vida del
germanismo suponía la destrucción de Austria y que,
además, el sentir nacional no
coincidía en nada con el patriotismo
dinástico, finalmente, que la Casa de los Habsburgo
estaba predestinada a hacer la desgracia de la
nación alemana.
Ya entonces deduje las consecuencias de aquella
experiencia: amor ardiente para mi patria austro-alemana y odio
profundo contra el Estado austríaco.
*
**
La cuestión de mi futura
profesión debió resolverse más pronto de lo
que yo esperaba.
A la edad de 13 años perdí repentinamente
a mi padre. Un ataque de apoplejía tronchó la
existencia del hombre, todavía vigoroso, dejándonos
sumidos en el más hondo dolor.
Al principio nada cambió
exteriormente.
Mi madre, siguiendo el deseo de mi difunto padre, se
sentía obligada a fomentar mi instrucción, es
decir, mi preparación para la carrera de funcionario. Yo
personalmente me hallaba decidido, entonces más que nunca,
a no seguir de ningún modo esa carrera.
Y he aquí que una enfermedad vino en mi ayuda. Mi
madre, bajo la impresión de la dolencia que me aquejaba,
acabó por resolver mi salida del colegio para hacer que
ingresara en una academia.
Felices días aquéllos, que me parecieron
un bello sueño. En efecto, no debieron ser más que
un sueño, pues dos años después, la muerte
de mi madre vino a poner un brusco fin a mis acariciados
planes.
Este amargo desenlace cerró un largo y doloroso
período de enfermedad que desde el comienzo había
ofrecido pocas esperanzas de curación; con todo, el golpe
me afectó profundamente. A mi padre le veneré, pero
por mi madre había sentido adoración.
La miseria y la dura realidad me obligaron a adoptar una
pronta resolución. Los escasos recursos que dejara mi
padre fueron agotados en su mayor parte durante la grave
enfermedad de mi madre y la pensión de huérfano que
me correspondía no alcanzaba ni para subvenir a mi
sustento; me hallaba, por tanto, sometido a la necesidad de
ganarme de cualquier modo el pan cotidiano.
Con una maleta con ropa en la mano y con una voluntad
inquebrantable en el corazón, salí rumbo a Viena.
Tenía la esperanza de obtener del Destino lo que
hacía 50 años le había sido posible a mi
padre; también yo quería llegar a ser "algo", pero
en ningún caso funcionario.
CAPÍTULO SEGUNDO
Las experiencias de mi vida en Viena
Al morir mi madre fui a Viena por tercera
vez y permanecí allí algunos
años.
Quería ser arquitecto, y como las dificultades no
se dan para capitular ante ellas, sino para ser vencidas, mi
propósito fue vencerlas, teniendo presente el ejemplo de
mi padre que, de humilde muchacho aldeano, lograra hacerse un
día funcionario del Estado. Las circunstancias me eran
desde luego más propicias y lo que entonces me pareciera
una rudeza del destino, lo considero hoy una sabiduría de
la Providencia. En brazos de la "diosa miseria" y amenazado
más de una vez de verme obligado a claudicar,
creció mi voluntad para resistir hasta que triunfó
esa voluntad. Debo a aquellos tiempos mi dura resistencia y
también toda mi fortaleza. Pero más que a todos
eso, doy todavía más valor al hecho de que aquellos
años me sacaran de la vacuidad de una vida cómoda
para arrojarme al mundo de la miseria y de la pobreza, donde
debí conocer a aquéllos por los cuales
lucharía después.
*
**
En aquella época abrí los ojos ante dos
peligros que antes apenas si conocía de nombre, y que
nunca pude pensar que llegasen a tener tan espeluznante
trascendencia para la vida del pueblo alemán: el marxismo
y el judaísmo.
Viena, la ciudad que para muchos simboliza la
alegría y el medio-ambiente de gentes satisfechas, tienen
sensiblemente para mí solo, el sello del recuerdo vivo de
la época más amarga de mi vida. Hoy mismo Viena me
evoca tristes pensamientos. Cinco años de miseria y de
calamidad encierra esa ciudad para mí, cinco largos
años en cuyo transcurso trabajé primero como
peón y luego como pequeño pintor para ganarme el
miserable sustento diario, tan verdaderamente miserable que nunca
alcanzaba a mitigar el hambre; el hambre, mi más fiel
camarada que casi nunca me abandonaba, compartiendo conmigo
inexorable, todas las circunstancias de la vida. Si compraba un
libro, exigía ella su tributo; adquirir un billete para la
Opera, significaba también días de
privación. ¡Que constante era la lucha con tan
despiadada compañera! Y sin embargo en esa época
aprendí más que en todos los tiempos pasados. Mis
libros me deleitaban. Leía mucho y concienzudamente en
todas mis horas de descanso. Así pude en pocos años
cimentar los fundamentos de una preparación intelectual de
la cual hoy mismo me sirvo.
Pero hay algo más que todo esto: En aquellos
tiempos me formé un concepto del mundo, concepto que
constituyó la base granítica de mi proceder de
aquella época. A mis experiencias y conocimientos
adquiridos entonces, poco tuve que añadir después;
nada fue necesario modificar. Por el contrario, hoy estoy
firmemente convencido de que en general todas las ideas
constructivas se manifiestan, en principio, ya en la juventud, si
es que existen realmente.
Yo establezco diferencia entre la sabiduría de la
vejez y la genialidad de la juventud; la primera solo puede
apreciarse por su carácter más minuciosa y
previsor, como resultado de las experiencias de una larga vida,
en tanto que la segunda se caracteriza por una inagotable
fecundidad en pensamientos e ideas, las cuales por su
cúmulo tumultuoso, no son susceptibles de
elaboración inmediata. Esas ideas y esos pensamientos
permiten la concepción de futuros proyectos y dan los
materiales de construcción, de entre los cuales la sesuda
vejez toma los elementos y los forja para llevar a
cabo la obra, siempre que la llamada sabiduría de la vejez
no haya ahogado la genialidad de la juventud.
*
**
Mi vida en el hogar paterno se diferenció poco o
nada de la de los demás. Sin preocupaciones podía
esperar todo nuevo amanecer y no existían para mí
los problemas sociales. El ambiente que rodeó mi juventud
era el de los círculos de la pequeña
burguesía, es decir, un mundo que muy poca conexión
tenía con la clase netamente obrera, pues, aunque a
primera vista resulte paradójico, el abismo que separaba a
estas dos categorías sociales, que de ningún modo
gozan de una situación económica desahogada, es a
menudo más profundo de lo que uno pueda imaginarse. El
origen de esta –llamémosle belicosidad- radica en
que el grupo social que no hace mucho saliera del seno de la
clase obrera, siente el temor de descender a su antiguo nivel de
gente poco apreciada, o que se le considere como perteneciente
todavía a él. A esto hay que añadir que para
muchos es agrio el recuerdo de la miseria cultural de la clase
proletaria y del trato grosero de esas gentes entre sí, lo
cual, por insignificante que sea su nueva posición social,
llega a hacerles insoportable todo contacto con gente de un nivel
cultural ya superado por ellos.
Así ocurre que, apenas considera posible el
"parvenu" aquello que es frecuente entre personas de elevada
situación que, descendiendo de su rango, se acercan hasta
el último prójimo. No se olvide que "parvenu" es
todo aquel que por propio esfuerzo sale de la clase social en que
vive para situarse en un nivel superior. Ese batallar, con
frecuencia muy rudo, acaba por destruir el sentimiento de
conmiseración. La propia dolorosa lucha por la existencia
anula toda comprensión para la miseria de los
relegados.
En este orden quiso el destino ser magnánimo
conmigo, constriñéndome a volver a ese mundo de
pobreza y de incertidumbre que mi padre abandonara en el curso de
su vida. El destino apartó de mis ojos el fantasma de una
educación limitada propia de la pequeña
burguesía. Empezaba a conocer a los hombres y
aprendía a distinguir los valores aparentes o los
caracteres exteriores brutales, de lo que constituía su
verdadera mentalidad.
Al finalizar el siglo XIX, Viena se contaba ya entre las
ciudades de condiciones sociales más desfavorables.
Riqueza fastuosa y repugnante miseria caracterizaban el cuadro de
la vida en Viena. En los barrios centrales se sentía
manifiestamente el pulsar de un pueblo de 52 millones de
habitantes con toda la dudosa fascinación de un Estado de
nacionalidades diversas. La vida de la Corte, con su boato
deslumbrante, obraba como un imán sobre la riqueza y la
clase del resto del Imperio. A tal estado de cosas se sumaba la
fuerte centralización de la monarquía de los
Habsburgo y en ello radicaba la única posibilidad de
mantener compacta esa promiscuidad de pueblos, resultando, por
consiguiente, una concentración extraordinaria de
autoridades y oficinas públicas en la capital y sede del
Gobierno. Sin embargo, Viena no era sólo el centro
político e intelectual de la vieja monarquía del
Danubio, sino que constituía también su centro
económico. Frente al enorme conjunto de oficiales de alta
graduación, funcionarios, artistas y científicos,
había un ejército mucho más numeroso de
proletarios y frente a la riqueza de la aristocracia y del
comercio reinaba una sangrante miseria. Delante de los palacios
de la Ringstrasse, pululaban miles de desocupados y en los
trasfondos de esa vía triunphalis de la antigua Austria,
vegetaban vagabundos en la penumbra y entre el barro de los
canales. En ninguna ciudad alemana podía estudiarse mejor
que en Viena el problema social. Pero no hay que confundir. Ese
"estudio" no se deja hacer "desde arriba", porque aquel que no
haya estado al alcance de la terrible serpiente de la miseria
jamás llegará a conocer sus fauces
ponzoñosas. Cualquier otro camino lleva tan sólo a
una charlatanería banal o a una mentida sentimentalidad.
Ambas igualmente perjudiciales, una porque nunca logra penetrar
el problema en su esencia y la otra porque no llega ni a rozarlo.
No sé qué sea más funesto: si la actitud de
no querer ver la miseria, como lo hace la mayoría de los
favorecidos por la suerte o encumbrados por propio
esfuerzo, o la de aquéllos no menos arrogantes y a menudo
faltos de tacto, pero dispuestos siempre a dignarse a aparentar
que comprenden la miseria del pueblo. Esas gentes hacen siempre
más daño del que puede concebir su
comprensión desarraigada de instinto humano; de ahí
que ellas mismas se sorprendan ante el resultado nulo de su
acción de "sentido social" y hasta sufran la
decepción de un airado rechazo, que acaban por considerar
como una prueba de la ingratitud del pueblo.
NO CABE EN EL CRITERIO DE TALES GENTES COMPRENDER QUE
UNA ACCIÓN SOCIAL NO PUEDE EXIGIR EL TRIBUTO DE LA
GRATITUD PORQUE ELLA NO PRODIGA MERCEDES, SINO QUE ESTÁ
DESTINADA A RESTITUIR DERECHOS.
Impelido por la s circunstancias al escenario real de la
vida, no debí conocer el problema social en aquella forma.
Lejos de prestarse éste a que yo lo "conociese"
pareció querer más bien experimentar su prueba en
mí mismo, y si de ella salí airoso, no fue por
cierto, mérito de la prueba.
*
**
El propósito de reproducir aquí el
cúmulo de mis impresiones de entonces nunca podrá
dar, ni aproximadamente, un cuadro completo; junto a las
experiencias adquiridas en aquella época, he de
concretarme a exponer en este libro solamente mis impresiones
más culminantes, es decir, aquéllas que más
de una vez conmovieron mi espíritu.
En Viena me di cuenta de que siempre existía la
posibilidad de encontrar alguna ocupación, pero que esta
se perdía con la misma facilidad con que era conseguida.
La inseguridad de ganarse el pan cotidiano me pareció una
de las más graves dificultades de mi nueva vida. Bien es
cierto que el obrero perito no es despedido de su trabajo tan
llanamente como uno que no lo es, más, tampoco está
libre de correr igual suerte.
También yo debí en la gran urbe
experimentar en carne propia los defectos de ese destino y
saborearlos moralmente. Algo más me fue dado observar
todavía: la brusca alternativa entre la ocupación y
la falta de trabajo y la consiguiente eterna fluctuación
entre las entradas y los gastos, que en muchos destruye, a la
larga, el sentimiento de economía, así como la
noción para un sistema razonable de vida. Parece como si
el organismo humano se acostumbrara paulatinamente a vivir en la
abundancia en los buenos tiempos y a sufrir hambre en los malos.
Así se explica que aquél que apenas ha logrado
conseguir trabajo, olvide toda previsión y viva tan
desordenadamente que hasta el pequeño presupuesto semanal
de gastos domésticos resulta alterado; al principio el
salario alcanza en lugar de para siete, sólo para cinco
días, después únicamente para tres y por
último escasamente para un día,
despilfarrándolo todo en la primera noche.
A menudo la mujer y los hijos se contaminan de esa vida,
especialmente si el padre de familia es en el fondo bueno con
ellos y los quiere a su manera. Resulta entonces que en dos o
tres días se consume en casa, en común, el salario
de toda la semana. Se come y se bebe mientras el dinero alcanza,
para después soportar hambre también conjuntamente
durante los últimos días. La mujer recurre entonces
a la vecindad y contrae pequeñas deudas para pasar los
malos días del resto de la semana. A la hora de la cena se
reúnen todos en torno a una paupérrima mesa,
esperan impacientes el pago del nuevo salario y sueñan ya
con la felicidad futura, mientras el hambre arrecia….
Así se habitúan los hijos desde su niñez a
este cuadro de miseria.
Pero el caso acaba siniestramente cuando el padre de
familia desde un comienzo sigue su camino solo, dando lugar a que
la madre, precisamente por amor a sus hijos, se ponga en contra.
Surgen disputas y escándalos en una medida tal, que cuando
más se aparta el marido del hogar, más se acerca al
vicio del alcohol. Se embriaga casi todos los sábados y
entonces la mujer, por espíritu de propia
conservación y por la de sus hijos, tiene que arrebatarle
unos pocos céntimos, y esto muchas veces en
el trayecto de la fábrica a la taberna; y sí por
fin el domingo o el lunes llega el marido a casa, ebrio y brutal,
después de haber gastado el último céntimo,
se suscitan con frecuencia escenas….. ¡de las que Dios
nos libre!
En cientos de casos observé de cerca esa vida,
viéndola al principio con repugnancia y protesta, para
después comprender en toda su magnitud la tragedia de
semejante miseria y sus causas fundamentales.
¡Víctimas infelices de las malas condiciones de
vida!
Cuánto agradezco hoy a la Providencia haberme
hecho vivir esa escuela; en ella ya no me fue posible prescindir
de aquello que no era de mi complacencia. Esa escuela me
educó pronto y con rigor.
Para no desesperar de la clase de gentes que por
entonces me rodeaban fue necesario que aprendiese a diferenciar
entre su manera de ser y su vida y las causas del proceso de su
desarrollo. Sólo así se podía soportar ese
estado de cosas y comprender que el resultado de tanta miseria,
inmundicia y degeneración no eran ya seres humanos, sino
el triste producto de unas leyes más tristes
todavía. En medio de ese ambiente mi propia y dura suerte
me libró de capitular en quejumbroso sentimentalismo ante
los resultados de un proceso social semejante.
Ya en aquellos tiempos llegué a la
conclusión de que sólo un doble procedimiento
podía conducir a modificar la situación
existente:
ESTABLECER MEJORES CONDICIONES PARA NUESTRO
DESARROLLO A BASE DE UN PROFUNDO SENTIMIENTO DE RESPONSABILIDAD
SOCIAL APAREJADO CON LA FERREA DECISIÓN DE ANULAR A LOS
DEPRAVADOS INCORREGIBLES.
Del mismo modo que la Naturaleza no concentra su mayor
energía en el mantenimiento de lo existente, sino
más bien en la selección de la descendencia como
conservadora de la especie, así también en la vida
humana no puede tratarse de mejorar artificialmente lo malo
subsistente –cosa de suyo imposible en un 99% de casos,
dada la índole del hombre- sino por el contrario debe
procurarse asegurar bases más sanas para un ciclo de
desarrollo venidero.
Durante mi lucha por la existencia, en Viena, me di
cuenta de que la obra de acción social jamás puede
consistir en un ridículo e inútil lirismo de
beneficencia, sino en la eliminación de aquellas
deficiencias que son fundamentales en la estructura
económico-cultural de nuestra vida y que constituyen el
origen de la degeneración del individuo o por lo menos de
su mala inclinación.
El Estado austríaco desconocía
prácticamente una legislación social humna y de
ahí su ineptitud patente para reprimir ni las más
crasas transgresiones.
*
**
No sabría decir lo que más me
horrorizó en aquel tiempo: si la miseria económica
de mis compañeros de entonces, su rudeza moral o su
ínfimo nivel cultural.
¡Con qué frecuencia se exalta la
indignación de nuestra burguesía cuando se oye
decir a un vagabundo cualquiera que le es lo mismo ser
alemán a no serlo y que el hombre se siente igualmente
bien en todas partes con tal de tener para su sustento! Esta
falta de "orgullo nacional" es lamentada entonces hondamente y se
vitupera con acritud semejante modo de pensar.
¿Reflexionan acaso nuestros estratos
burgueses en que mínima escala se le dan al
"pueblo" los elementos inherentes al sentimientos de
orgullo nacional? Ven tranquilamente cómo en el
teatro y en el film y mediante literatura obscena y
prensa inmunda se vacía en el pueblo día por
día veneno a borbotones. Y sin embargo se sorprenden esos
ambientes burgueses de la "falta de moral" y de la "indiferencia
nacional" de la gran masa del pueblo, como si de esa prensa
inmunda, de esos films disparatados y de otros factores
semejantes, surgiese para el ciudadano el concepto de la grandeza
patria. Todo esto sin considerar la educación ya recibida
por el individuo en su primera juventud.
EL PROBLEMA DE LA "NACIONALIZACIÓN" DE UN
PUEBLO CONSISTE, EN PRIMER TÉRMINO, EN CREAR SANAS
CONDICIONES SOCIALES COMO BASE DE LA EDUCACIÓN INDIVIDUAL.
PORQUE SOLO AQUEL QUE HAYA APRENDIDO EN EL HOGAR Y EN LA ESCUELA
A APRECIAR LA GRANDEZA CULTURAL Y ECONÓMICA Y ANTE TODO LA
GRANDEZA POLÍTICA DE SU PROPIA PATRIA, PODRA SENTIR Y
SENTIRA EL INTIMO ORGULLO DE SER SUBDITO DE ESA NACIÓN,
SOLO SE PUEDE LUCHAR POR AQUELLO QUE SE QUIERE – SE QUIERE
LO QUE SE RESPETA Y SE PUEDE RESPETAR ÚNICAMENTE LO QUE
POR LO MENOS, SE CONOCE.
Apenas se despertó mi interés por la
cuestión social me dediqué a estudiar a fondo el
problema. ¡Se me descubrió un mundo
nuevo!
En los años de 1909 y 1910 se había
producido también un pequeño cambio en mi vida: ya
no necesitaba ganarme el pan diario actuando como peón.
Por entonces trabajaba ya independientemente como modesto
dibujante y acuarelista. Pintaba para ganarme la vida y al mismo
tiempo aprendía con satisfacción. De este modo me
fue también posible lograr el complemento teórico
necesario para mi apreciación íntima del problema
social. Estudiaba con ahínco casi todo lo que podía
encontrar en libros sobre esta compleja materia, para
después engolfarme en mis propias meditaciones.
Era poco y muy erróneo lo que yo sabía en
mi juventud acerca de la socialdemocracia. Me entusiasmaba que
proclamase el derecho de sufragio universal secreto;
además, mi ingenua concepción de entonces, me
hacía creer también que era mérito suyo
empeñarse en mejorar las condiciones de vida del obrero.
Pero lo que me repugnaba era su actitud hostil en la lucha por la
conservación del germanismo.
Hasta la edad de los 17 años la palabra
"marxismo" no me era familiar, y los términos
"socialdemocracia" y "socialismo" parecíanme ser
idénticos. Fue necesario que el destino obrase
también sobre este concepto aquí abriéndome
los ojos ante un engaño tan inaudito para la
humanidad.
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