Disfrutamos con el miedo. Un extraño
equilibrio de amor y rechazo emerge cuando experimentamos un
acontecimiento fuera de lo normal, o recorremos un lugar
desconocido en condiciones extraordinarias. Caminar por un
sitio abandonado, especialmente de noche (como tanto les
gusta a los cazadores de fantasmas de la TV) constituye uno
de los hechos "raros" al que podemos tener mayor acceso.
Todos conocemos alguna casa vacía cerca de nuestro
hogar y disponemos de linternas para poder internarnos en
ella. No se requiere de alta tecnología. Sólo
la voluntad para hacerlo. Ahora bien, ¿qué nos
lleva a realizar semejantes "expediciones"? ¿El
aburrimiento? ¿La búsqueda de emociones
fuertes? ¿Un construido y artificial espíritu
de aventura? ¿La vida desencantada de nuestras
ciudades? ¿El deseo de romper con la rutina?
¿O, directamente, la voluntad de toparnos con algo que
quiebre nuestro sentido de la realidad? En mi opinión,
todos estos factores se mezclan a la hora de responder la
pregunta inicial. Pero, ¿por qué ese
sentimiento de miedo se incrementa en hospitales, hoteles o
fábricas abandonadas? Tal vez la respuesta esté
en que no tenemos selvas inescrutables a la vuelta de la
esquina. Los sitios abandonados son nuestras selvas y bosques
más accesibles. A ellos acudimos en busca de
aventura.
Una teoría muy extendida en el mágico
mundo de la parapsicología sostiene que los fantasmas
no serían otra cosa que experiencias e imágenes
residuales que, de un modo nunca explicado, el medio ambiente
reproduce a modo de gigantesco grabador, cuando ciertas
condiciones (tampoco explicadas) se dan en determinados
lugares. Los "especialistas" dicen que las emociones
fuertes, producto generalmente de hechos violentos o
traumáticos (crímenes, torturas, accidentes)
quedarían grabadas en esos sitios, para ser
reproducidas espontáneamente cuando "algo"
aprieta un invisible botón de "PLAY". Y
serían las paredes, pisos y techos de ciertos lugares
abandonados (aunque no sólo en ellos) los ideales para
que semejante "fenómeno físico" de
grabación y reproducción pudiera darse. Si todo
esto fuera verdad, nuestras construcciones operarían
como una gigantesca cinta magnética. Qué
maravilloso sería para los historiadores poder
"ver" (In Live) sucesos del pasado de esta
manera. Qué estimulante sería que esas
"ventanas" fueran ciertas. Cuántos debates
nos ahorraríamos. Cuánta información
podríamos recabar de ese modo. Cuántas verdades
aceptadas se vendrían abajo. Lo fantástico
tiene siempre algo de subversivo. Y los lugares abandonados
son sus guaridas predilectas.
Los lugares abandonados son un tema esencialmente
romántico. Desde que las ruinas de la Primera Guerra
Mundial despejaron la idea de Progreso del imaginario
europeo-occidental, los sitios desvastados han dado pie a
visiones románticas no exentas de pesimismo. La
decadencia se hizo carne en miles de edificios y ciudades.
Muchos pueblos quedaron vacíos y la falta de fondos,
la desidia y el desgano, generaron que en muchos espacios
-antes poblados- el óxido se convirtiera en rey. Las
ruinas reemplazaron a las viviendas y la devastación
volvió inútil lo que antes era útil.
Todo esto generó un contexto emotivo que no
murió con la Paz de Versalles, sino que se
agudizó tras la invasión de Polonia en 1939 y
los subsecuentes cinco años de la Segunda Guerra
Mundial. Ya nadie confió en nada ni en nadie. La capa
de civilización que creíamos tener
resultó más delgada de lo que
pensábamos. El hombre se convirtió en el lobo
del hombre. Todo indicaba que Thomas Hobbes tenía
razón: éramos malos por naturaleza. Los hechos
asó lo indicaban. Fue entonces cuando la idea de
decadencia, expresada por Oswald Spengler en el
período de entreguerras (1918-1939), empezó a
adoptar formas más acordes a los problemas
contemporáneos y transmutó en un eco-pesimismo
hoy muy en boga. La idea de futuro se acotó a
sólo horas y las proyecciones sobre el destino del
hombre nunca más fueron halagüeñas,
llegándose al extremo de poder definirlas como
catastróficas. Uno de los abanderados de esa postura
en extremo apocalíptica fue expresada durante la
década de 1980 por Edward Abbey, quien
escribió, en su libro Solitario en el
Desierto (1988), lo siguiente: «Van y
vienen hombres, suben y caen ciudades cuyas civilizaciones
aparecen y desaparecen. La Tierra permanece, ligeramente
modificada. El hombre es un sueño, el pensamiento una
ilusión, y sólo la roca es real. La roca y el
sol».
Como le ocurrió a Arnold Toynbee en 1912
cuando visitó las ruinas de un palacio barroco,
construido por un príncipe veneciano en la isla de
Creta, una reflexión melancólica me
acompaña desde que conocí las desvastadas
ruinas del pueblo cordobés de Miramar y los restos de
la ya perdida Villa de Epecuén, en la provincia de
Buenos Aires. En esos sitios el abandono y su consecuente
decadencia, manifiestan cuán frágil son
nuestras esperanzas y expectativas frente a las imparables
fuerzas del tiempo y la historia.
Sófocles escribió en
Edipo: «El tiempo destruye todo,
nadie está a salvo de la muerte excepto los dioses. La
Tierra decae, la carne decae. Entre los hombres se marchita
la confianza y nace el recelo. Los amigos se vuelven contra
los amigos y las ciudades contra las ciudades. Con el tiempo
todas las cosas cambian: el deleite se troca en amargura y el
odio en amor».
No deberíamos ser tan pesimistas respecto del
futuro general de nuestra civilización al ver
únicamente los lugares abandonados que salpican
nuestras geografías urbanas. Éstos siempre han
estado entre nosotros, pudiendo incluso considerarlos como
parte misma del Progreso. Con cada paso que damos hacia
delante algo siempre se sacrifica. Por ejemplo: un hospital
especializado en el tratamiento de la tuberculosis que se cae
a pedazos en algún rincón aislado, puede ser
visto con ojos más optimistas e interpretar sus ruinas
como el triunfo de la medicina sobre una enfermedad que antes
producía centenares de miles de muertos por todo el
mundo. Es decir que, aún en momentos de enorme
optimismo, los lugares abandonados están presentes (lo
estarán siempre) y que las opiniones que se derivan de
ellos no son más que lecturas o interpretaciones
culturales. Una construcción de la realidad y del
futuro que poco tiene que ver con las ruinas mismas. Tanto
las decadencias como el progreso las producen. Todo es una
cuestión de actitud. Incluso la muerte puede ser vista
como el natural traspaso de mando de una generación a
otra. Y eso, necesariamente, no es malo en sí
mismo.
Hay pueblos y ciudades abandonados donde es posible
advertir cuán despiadada es la naturaleza y su
capacidad de destrucción. Pero aunque nosotros
queramos ver una intensión en ese proceso, la
intensión no existe. Los seres humanos somos, en
verdad, los despiadados y destructores. Lo que hacemos es
humanizar lo que no es humano. Transferimos nuestras miserias
y nos conformamos con ello.
Una isla solitaria en pleno océano; un faro
sin un alma, abandonado, pero funcionando, pueden ser las
notas esenciales para el comienzo de una buena
película de misterio o terror. En este caso en
particular, el abandono no implicaría decadencia o
deterioro, como tampoco lo indicaría el hallazgo de un
barco al garete, carente de tripulación, con todos sus
aparejos en orden, sin signos de violencia, con la mesa
servida y la comida a medio terminar. Historias y leyendas de
este tipo se cuentan por decenas entre los marineros del
mundo. Desde las misteriosas desapariciones a bordo del Mary
Celeste en 1872 y el evanescente destino de los cuidadores
del faro Fannan, en diciembre de 1900, la repentina
desaparición de personas alimenta la fantasía
de los fogones nocturnos y le dan a la palabra abandono un
significado distinto al que hemos manejado hasta ahora. Un
lugar recientemente abandonado, que conserve sus objetos de
la vida cotidiana en perfectas condiciones y con signos de
haber sido dejados en pleno uso -sin causa lógica
alguna- no generan melancolía, sino miedo. La
melancolía requiere de un componente indispensable: el
paso del tiempo. Quizás por ese motivo la
desaparición repentina de seres humanos sea uno de los
temas más comunes en las historias de misterio
(piénsese, por ejemplo, en toda la mitología
contemporánea que gira en torno a famoso
Triángulo de las Bermudas).
Como un buen queso roquefort, los lugares
abandonados necesitan macerarse, asentarse con el tiempo,
incluso pudrirse, para despertar las sensaciones de
melancólica angustia que producen.
El miedo es un sentimiento poderoso. Controlado
racionalmente puede resultar benéfico y colaborar con
la supervivencia de las personas, pero sin control se
transforma en una fuerza paralizante, irracional y
destructiva, capaz de afectar a ciertos lugares al punto de
producir en ellos serios daños que, ocasionalmente,
conducen ala abandono. Solemos evitar los sitios inseguros.
Permanecemos en ellos cuando no quedan alternativas. Los
soportamos, pero no los disfrutamos y, ante una mejor
oportunidad, nos vamos de ellos. La historia de miles de
propiedades (casas, hospitales, mansiones o pueblos enteros)
dan testimonio de lo que decimos. En más de un caso el
miedo exagerado ha sido el responsable primario de cierto
pensamiento mágico y vitalista, aún a
principios del tecnocrático siglo XXI. Piénsese
sino en los efectos que producen ciertas leyendas urbanas en
el comportamiento de la gente cuando dejan que un lugar se
deteriore y venga abajo aduciendo "mala vibra",
"embrujamiento" o alguna otra causa extraordinaria o
sobrenatural. Los vendedores de propiedades inmobiliarias
saben lo difícil que resulta vender una casa con
"mala fama".
¿Podría usted vivir o pasar la noche,
sin problema alguno, en un lugar donde alguna vez se
cometió un crimen, se torturó gente o murieron
decenas de individuos por enfermedades en su momento poco
conocidas? Tal vez lo piense antes de hacerlo y, en el caso
de que se decida, lo más probable es que lo nueva el
afán de romper reglas (ser subversivo), violar un
tabú o mostrarse en extremo valiente con sus amigos.
¿Por qué son así las cosas? ¿Por
qué no aceptamos esos lugares como a cualquier otro?
¿Acaso no son meros edificios? Los lugares abandonados
que tienen "mala fama" (justificada o injustificadamente)
suelen despertar en las personas sentimientos y creencias que
acompañan a la especie humana desde el
paleolítico. En otras palabras, muchos creen que los
objetos pueden tener ciertos poderes sobrenaturales (por
ejemplo las reliquias en la Edad Media). El contexto ayuda.
Un "pueblo fantasma", un castillo en ruinas o una simple
construcción abandonada condiciona a creer en la
presencia de "algo" que va más allá de nuestro
sentidos normales. Y no hay pensamiento racional, argumento o
ciencia que haga a muchos pensar de lo contrario. Una
estructura dura de larga duración parece entrar en
funcionamiento, permitiendo la convivencia de lo real y lo
imaginario. ¿Es posible que los ambientes o las cosas
se contaminen "espiritualmente"? ¿Puede el mal
contagiarse de algún modo? Un número enorme de
adultos así lo cree, por más que las cosas no
tengan intenciones. Aún así, parece que ciertos
lugares conservan un esencia poco específica que es
captada por los "creyentes". El pensamiento
mágico nos espanta y aleja de ciertos sitios
abandonados.
En lo personal, uno de los lugares abandonados que
mayor impacto me produjo fue la -literalmente- perdida Villa
de Epecuén, del centro oeste de la provincia de Buenos
Aires. Este pueblo de 1500 habitantes desapareció bajo
el agua el 10 de noviembre de 1985 y, tras 25 años de
estar sumergido en una de las soluciones salinas más
densas del planeta, empezó a emerger hace un tiempo,
revelando lo que de la villa quedó después de
un cuarto de siglo. Es apoteótico. Escalofriante. Un
espectáculo pocas veces visto que pone en evidencia
muchos aspectos a considerar: desde aquellos que nos hablan
de la desidia, ignorancia y desinterés de los
políticos de turno hasta los otros que refieren al
desequilibrio inestables que tenemos con la naturaleza. Todo
contribuyó a que Epecuén sea hoy una ruina
silente, blanca y salada. Es imposible, al recorrer hoy sus
calles emergidas, conocer cuánta felicidad y proyectos
s hundieron en la laguna. Cuánto dolor, aún
vigente entre los ex-vecinos, se mantiene en cada
lágrima vertida al recordar el caos. Y a pesar de
estar "ahí", Epecuén resulta ajena al
forastero. Como resulta ajeno aquel año de 1985 para
casi todo el resto del país. "El dolor del otro
siempre es mucho menos doloroso". Por eso los lugares
abandonados son una mezcla de fantasías,
construcciones metafóricas y desconocimiento. Mucho
desconocimiento. Ignorancia pura. Ignorancia de las
angustias, de las luchas inútiles, de la esperanza
fallida. Quien no lo perdió todo jamás
podrá sentir el pesar que los lugares como ése
producen a los damnificados. Podemos sorprendernos,
indignarnos, incluso maravillarnos. Así todo, sitios
como Epecuén o Miramar (Córdoba), están
muy lejos de los turistas que los visitan.
¿Turistas?… Sí. Pueblos destruidos por
catástrofes atraen nuestra atención.
Publicitados por algunos programas de TV, semejan los
fenómenos del inmenso circo freak que fue la Argentina
hasta hace poco tiempo: un país "del primer
mundo" que dejó hundir a sus propios
pueblos.
No todo tiempo pasado fue mejor. Aún
así, los lugares abandonados parecerían indicar
lo contrario. Con el deterioro, el abandono y la
destrucción, la memoria idealiza el brillo y el oropel
que muchos de esos sitios nunca tuvieron, exagerando los
lujos y el bienestar que disfrutó la gente mientras
vivía en ellos. Los criterios de análisis se
alteran y sobrevaloramos las cosas por el solo hecho de que
ya no están. El recuerdo nostalgioso es el responsable
de tal operación y, frente a las ruinas de «lo
que ya no es» (o «dejó de ser»), la
antigua realidad adopta características que nunca
tuvo. El contraste con aquel pasado, considerado como una
"Edad de Oro", explota cuando se observan viejas
fotos y los restos de la juventud se materializan en las
estáticas imágenes de las placas. Felicidades
congeladas. Cotidianeidad eternizada por una máquina
fotográfica.
Pocos escenarios trasuntan más romanticismo
que los cementerios abandonados. Los artistas del siglo XIX
conocen muy bien el paño. Decenas de lápidas
desgastas e ilegibles nos anuncian la perennidad del recuerdo
y kilómetros de enredaderas y plantas trepadoras
abrazan, como boas constrictoras, los mausoleos y criptas,
tapizándolas de musgos y de humedad. Resquebrajando
los últimos soportes de la individualidad.
Un cementerio es un sitio en donde se rinde culto a
la memoria de nuestros antepasados. Por eso el movimiento
romántico, impregnado de un original sentido de la
nacionalidad, los convirtió en monumentos patrios,
transformándolos en escenarios a los cuales era
necesario volver para poder abrevar en las acciones
patrióticas de antaño. Pero para que eso sea
posible se necesitan referencias. Sin ellas, el cementerio se
convierte en una mera fosa sin sentido. En un osario
anónimo, despojado de relevancia, indefinido. Meras
cosas. Restos inermes. Sin las referencias, sin las
coordenadas, que las lápidas nos brindan, lo
cementerios se transforman en vertederos de basura y
desechos.
El cementerio de Epecuén, sin lápidas
ni inscripciones, simula ser un archivo sin
catálogo.
Hay dos pueblos en Argentina que corrieron,
más o menos, con la misma desgracia: la de desaparecer
bajo las aguas de sus lagunas colindantes. Miramar, en
Córdoba, a orillas de la laguna de Mar Chiquita; y
Epecuén, en la provincia de Buenos Aires, recostada
sobre las riberas de la laguna del mismo nombre. En ambos
casos, el agua salada -que les diera reconocimiento, fama y
turismo– terminó convirtiéndose en el elemento
destructor. Miramar resultó arrasada en poco
más del 60%. Epecuén, en cambio,
desapareció por completo; coartando así
cualquier esperanza de recuperación. En este
último caso el abandono fue total y hoy el pueblo, la
ex-villa turística, es un "pueblo fantasmas" que
emerge de la sal después de un cuarto de siglo.
Epecuén es apenas reconocible. Hay que esforzarse
mucho para identificar sus antiguas calles y edificios
emblemáticos. La gran mayoría no son más
que escombros blanquecinos, informes y carcomidos por la
salitre de la laguna que, al retirarse tras 25 años,
parecería regodearse de su fuerza e inclemencia.
Porque eso fue la laguna en 1985: inclemente, inmisericorde,
con todos los vecinos. Ella fue la que aceleró el
dilatado proceso de decadencia que conduce a las cosas hacia
el olvido; ayudada, claro, por la inoperancia e inactividad
de los políticos de turnos.
Una cosa es un lugar -edificio- abandonado y otra
muy distinta es un sitio destruido. Los lugares abandonados
-aquellos que conservan su aspecto, incluso sus muebles-
despiertan una sensación distinta que los segundos.
Los sitios destruidos, como Epecuén, despojados de
antiguas referencias materiales, imposibilitan, o posibilitan
en mucha menos medida, imaginar cómo eran antes,
qué funciones cumplían sus diferentes sectores
o qué actividades se desarrollaban allí. Para
concretar todo eso, necesitamos de fotos y generar
contrastes. No es lo mismo recorrer el Gran Hotel
Viena (Miramar, Córdoba) que los aplastados y
deformes muros del Hotel Elkie de Epecuén. El
primero resume la agonía. El segundo la muerte
inexorable. La devastación total confunde. Por eso,
ver y recorrer el Matadero Municipal de Epecuén,
construido por Francisco Salamone en 1938, a cuadras del
demolido centro urbano, nos acerca un poco a la sensibilidad
que el Hotel Viena despierta. ¿La causa? Aún se
mantiene en pie. Descascarado, pero con hidalguía. A
pesar de soportar la más destructiva inundación
de su historia, el Matadero resiste a la muerte. El resto del
pueblo no puede hacerlo. Se disolvió.
¿Cuál es el color de la decadencia?
Según Julio Llamazares, el amarillo.
La presencia de lugares abandonados en sitios
aislados suele ser una experiencia sobrecogedora. Toparse
como una tapera en el medio del campo o una vivienda
resquebrajada por la humedad en plena selva, conllevan
sensaciones bastantes parecidas. Ni qué hablar si lo
que encontramos s una antigua barraca chauchera devorada por
las lianas y las enredaderas del Amazonas. En cada caso, lo
descontextualizado de las construcciones es lo que impacta.
De inmediato surgen preguntas, raras veces respondidas:
¿quién las habitó?, ¿por
qué fueron abandonados?, ¿desde cuando
están allí y por qué? Detrás de
estas dudas sobrevuela la ignorancia total y la más
absoluta incertidumbre respecto de las hipótesis que
podemos elucubrar para responderlas. Lo más probable
es que nunca lo sepamos y es eso lo que le otorga a esos
sitios el macabro deleite que los caracteriza. En una
oportunidad, encontré una humilde choza de colonos
abandonada en las serranías cercanas a las ruinas de
la ciudadela incaica de Vilcabamba. Tenía las paredes
de adobe desmoronadas y el techo de paja desvencijado por la
falta de mantenimiento. Pero no fueron esas dos cosas lo que
hizo que hoy -después de tantos años- la siga
recordando. Lo que nos topamos en ese lugar fue con
cuadernos. Cuadernos escritos de puño y letra por su
ex propietario. No había en ellos poemas, ni ensayos,
sino números. Cuentas. Estados contables muy
rudimentarios que nos retrotraían a las preocupaciones
financieras del pasado. No hallamos nombres, ni fechas.
Únicamente sumas y restas. Abstracciones puras. Eso
era lo único que quedaba de toda su historia.
Descontextualización en el más puro de los
sentidos. Sorprende. Moviliza. Alimenta el flujo
adrenalínico. Hasta puede llegar a asustar.
Los lugares abandonados destilan un "anhelo del
pasado", un sordo sufrimiento por algo que se
tenía y que ahora ya no se posee ni
controla.
Los sitios abandonados encarnan al pasado convertido
en paisaje. Materializan el desgastante paso del tiempo, y
sus secuelas.
Citando a E. M. Cioran podríamos decir,
empapados de su "existencialismo pesimista", que los
lugares abandonados son los catalizadores de la
«curiosidad por un desenlace previsto, espantoso y
vano».
La naturaleza siempre se encargará de limpiar
todos los desajustes que nosotros hemos producidos. Los
sitios abandonados son un claro reflejo de eso. Con el tiempo
los devorará, como si nunca hubieran estado
allí.
En las moradas abandonadas y desiertas, los viejos
dioses y espíritus vuelven a vivir. Los frecuentan y
habitan superando con creces nuestra permanencia
física en ellos, de igual forma que los insectos, las
ratas y las bacterias toman posesión de las
galerías, torres y fortalezas, dormitorios y
comedores, y constituyen el caldo de cultivo de las
leyendas.
Estéticas morbosas. Grietas del progreso.
Utopías fallidas. Nostalgia periurbana son, para la
fotógrafa Vanessa Graell, los sitios
abandonados.
Nos aferramos a las cosas. Nos identificamos con
ellas al punto de creer que son una prolongación de
nosotros mismos y que al desaparecer -o deteriorarse- nuestra
esencia -o parte de ella- se va con ellas. Claro que todo eso
es falso. No es más que una mera proyección de
nuestros deseos y creencias. Aún así, sufrimos
cuando ello ocurre (mucho más cuando estamos solos).
Por el contrario, los filósofos orientales nos hablan
del desapego, de la sabia actitud de saber dejar que las
cosas (en el sentido más amplio) se vayan.
Quizá sea ese el motivo por el cual muchísimas
personas sienten horror ante los lugares abandonados ya que
revelan, justamente, el fluir de todo y la inexorable
pérdida de nuestros objetos más preciados. En
cierta forma, son el infierno de los
coleccionistas.
¿A dónde fueron a parar nuestros
objetos queridos de la infancia? ¿En qué
rincón del mundo permanecen arrumbados?
El cementerio abandonado de Epecuén resulta
ser un espectáculo poco corriente. No es habitual que
un camposanto sea tragado por una laguna en extremo salada
(unos 240 gramos de sal por litro de agua) y, tras 25
años, vuelva a emerger convertido en un pálido
cadáver de granito. Pero, ¿qué fue lo
que salió a la superficie? En principio, la más
pura desolación. Lápidas monocromas, cruces
oxidadas, ladeadas y semienterradas; yuyos creciendo sobre
las propias tumbas, otorgándoles la única nota
de color verde que hay en el lugar. Placas conmemorativas de
hierro, hincadas, descascaradas y deformes, que ya no
conmemoran nada, a no ser la soberanía de los tonos
ocres. Epitafios ilegibles, desgastados, anónimos.
Todo está cambiado: el granito ilusoriamente
convertido en mármol, el bronce devenido en color
verde oscuro y el hierro transmutado en rojo. Es como si un
poderosos alquimista hubiera experimentado con todo el
cementerio. También los árboles están
muertos. Pelados, secos, sin una sola hoja o brote.
Únicamente cubiertos por una sustancia
resquebrajadiza, blanquecina, semejante a una tela de
araña cristalizada y dura. Muy pocas de las antiguas
estatuas funerarias sobreviven. Dos angelitos en actitud de
rezo sobre la tumba de un niño se asoman por entre la
maraña de las malas hierbas y una tumba ladeada hacia
la izquierda, como si fuera una cama abandonada sobre una
cuneta, nos anuncia que hace ya muchos años nadie le
rinde culto a la memoria que pretendió materializar.
Otro enterramiento, hecho con ladrillos, se ha fracturado y
hundido hacia el medio. Formando una especie de canaleta en
donde se acumula el agua de lluvia (y que nuestra morbosa
imaginación mezcla con fluidos cadavéricos, ya
inexistentes). En una palabra, la necrópolis es un
caos total. A un costado, sobre el derrumbado muro
perimetral, notamos la acumulación de objetos
cruciformes, oxidados y quebradizos, unos encima de otros.
Sin orden ni concierto. Despojados de todo respeto.
Más atrás, la laguna y sus flamencos. Las
ruinas del cementerio de Epecuén (también las
de la villa misma) son una metáfora palpable de un
Dios vencido. Sus cruces destruidas simbolizan esa derrota.
En una de las pocas tumbas que conservan su
inscripción puede leerse: «Neiva Irene
Corradini. Muerta el 20 de junio de 1928 a los 2 meses y
medio de edad». Del seguro desconsuelo de sus
padres sólo queda esa frase y, pocos metros más
allá, la estatua de un niño asexuado ofreciendo
flores, pero con los brazos partidos. Ya en el sector de las
criptas familiares nos adentramos en una zona de guerra. Es
como si un terremoto hubiera destruido todo. Una tumba, con
cinco pequeñas placas de bronce en hilera,
enverdecidas por el óxido, anónimas y
olvidadas, anuncia también la derrota de las
cantidades, y los nichos semejan hornos abandonados,
abiertos, por completo llenos de basura. En las paredes
residuales de una capilla funeraria leemos sólo la
palabra «FAMILIA». Imposible identificar a
cuál de ellas se refiere. Y en cierta forma es un
alivio, porque mucho más movilizante es reconocer un
apellido inscripto entre los escombros, recolonizados por
bandadas de palomas. Por el sector despejado de lo que fuera
la avenida principal del cementerio, nos topamos con criptas,
todas destechadas, restos de capiteles corintios que no
sostienen nada y miles de ladrillos redondeados por el agua,
color rojo, que nos recuerdan pequeños trozos de carne
desperdigados por el lugar. Hacia el final de la calle hay
una estatua decapitada, con ambos brazos amputados, justo
enfrente de lo que fuera una capillita católica y de
la que sólo queda una especie de piletón, en
cuyo interior se seca al sol el esqueleto de un flamenco.
Todo es disolución, silencio, monotonía. Es
como si el tiempo se hubiera detenido, o camuflado, para no
evidenciar el desgaste que todavía sigue produciendo.
Caminamos por un espacio mudo. El agua salada de la laguna le
quitó el habla. En otra lápida, la huella de un
cristo desaparecido y llevado por la corriente (una mancha
apenas, cruciforme y de color oscuro) parecería
anunciar que el hijo de Dios fue sólo un
cadáver clavado y sin la fuerza necesaria para
resistir el embate del agua. Los ángeles de la muerte,
tallados en yeso, también han caído bajo el
influjo de la destrucción.
Llama mucho la atención el enorme
número de lugares abandonados que hay desperdigados
por todo el mundo. entrar en Internet, explorando esta
temática, significa encontrarse con miles de sitios
Web, unos mejores que otros. Pero la nota
característica de todos ellos son las imágenes.
Los sitios abandonados "entran por los ojos".
Impactan nuestras pupilas y después nuestros cerebros.
Tal vez por eso los pocos libros que abordan el tema sean
álbumes de fotos. Verdaderas obras de arte muchos de
ellos. Según se dice: «una imagen vale
más que mil palabras». Y el deterioro
muestra cabalmente este aspecto. Hay momentos en que las
metáforas y adjetivos se vuelven vanos. Sólo
resta observar. En silencio. No queda nada por
decir.
«Lugares abandonados»
¿Qué es un lugar? ¿Acaso no hay una
contradicción al unir esos dos términos
(«lugares» y
«abandonados»). Si como dice el
antropólogo Marc Augé, «un lugar es
ante todo un lugar antropológico», lleno de
discursos y recorridos, relaciones interhumanas e historias,
¿no es un sinsentido referirse a «lugares
abandonados» si, como hemos dicho, en ellos ya no
se dan relaciones humanas, ni discursos, y la historia se ha
olvidado? Es paradójico, pero si seguimos esta
lógica, los «lugares abandonados»
se convierten en «lugares» sólo
cuando dejan de estar «abandonados» y
empiezan a ser recorridos por el hombre. Recién cuando
un «lugar abandonado» se integra a la
historia y adhiere a la memoria, es un
«lugar» (en el sentido que la modernidad
le dio al término). Cuando nada de eso ocurre, cuando
la identidad desaparece, lo relacional se esfuma y la
historia ya no queda integrada a un determinado espacio, el
lugar adquiere un status posmoderno («ruinas
posmodernas»). Este es el motivo por el cual casa,
castillos, hospitales, hoteles, abandonados, poco conocidos,
olvidados, nunca estudiados, devienen en «espacios
del anonimato» y por ende, se convierten en
«No-Lugares».
Recorrer un lugar abandonado conlleva siempre una
reflexión sobre la muerte, la destrucción y la
insipidez de las cosas. Como escribe Chateaubriand, no es
posible dejar de pensar que «otros hombres tan
fugitivos como yo vendrán a hacer las mismas
reflexiones sobre las mismas ruinas».
Existe una tendencia a destruir objetos, que
controlamos a través de ciertos «filtros
culturales». Se nos enseña a cuidar las
cosas pero, en el fondo, hay cierta sensación de
placer cuando las destrozamos. Ya sea por una terapia de
catarsis (no guiada por ningún terapeuta) o por un
estallido de furia descontrolada, romper-sin pena alguna- las
cosas que nos rodean suele ser estimulante en mucha gente.
¿Quién no se ha detenido en la calle a observar
cómo se demuele un edificio? Llaman la
atención.
Muchos lugares abandonados, durante sus días
de gloria, carecieron de una nutrida vida pública.
Pocas personas pueden dar testimonios de cómo eran
antes de sufrir el proceso de decadencia que los llevó
a quedar vacíos. Tal es el caso algunas grandes
mansiones y otras propiedades privadas. Otras, en cambio,
fueron sitios que congregaron a miles de seres humanos; y,
dentro de esta categoría, nos topamos con los parques
de diversiones. Ya sea porque en nuestra niñez las
experiencias suelen ser limitadas (o la capacidad de asombro
todavía virgen), estos parques -como el famoso
Italpark de Buenos Aires y Mar del Plata- perduran
en la memoria arrastrando siempre una cuota de
idealización y de nostalgia muy exagerada. En el
recuerdo éstos lugares se vuelven más
importantes de lo que en verdad fueron, por eso, al
recorrerlos hoy en ruinas (o ver las pocas fotos que quedan)
experimentamos una inevitable tristeza. El contraste es
perturbador. Los rieles retorcidos y oxidados de la
montaña rusa, asomándose por entre la
maraña de pastos crecidos; o la imagen de un tren
fantasma del que sólo queda en pie su fachada
despintada, agrietada y sin ningún monstruo
decorándola, nos trasladan a aquellos días en
que recorríamos esos juegos de la mano de nuestros
seres queridos. Es nostalgia en estado puro. Muchos de estos
parques ya no están. Otros sobreviven en ruinas,
tapiados, desiertos, repletos de basura y malas hierbas que
han destrozado el cemento de sus senderos y descolorido sus
principales atracciones. Es diversión transmutada en
silencio.
Como en los cementerios, los sitios abandonados nos
remiten siempre a un contexto de paz y tranquilidad.
Recorrerlos en solitario resulta una experiencia casi
iniciática, profunda, axial. Campos de paz y
reflexión existencial, ya que ésta sólo
es posible cuando el silencio convoca a la paz
interior.
Los lugares abandonados nos enseñan que
detrás de todo el antiguo oropel, el esfuerzo, el
ingenio y el buen gusto, no hay más que una cosa: el
mismo cráneo humano de siempre. Una farsa
osificada.
Los lugares abandonados anuncian algo: el no olvidar
nuestros fracasos en el momento del éxito.
¿Qué son los lugares abandonados sino
fantasmas? Aparecen, permanecen un tiempo y desaparecen de
nuevo.
Cuando pueblos como Epecuén o Miramar
desaparecen, no sólo lo material se destruye. Con las
casas, las calles, las cosas que se desvanecen a raíz
del deterioro también se esfuman lo recuerdos, las
vivencias que todos esos escenarios acogieron. Sin esos
mojones la desmemoria se termina por imponer.
Detrás de todos los desastres naturales se
esconden factores humanos. A la larga, los lugares
abandonados son el producto de la inoperancia,
inacción o desinterés de los
hombres.
En España el número de pueblos
abandonados es abrumadoramente alto. Un cálculo
conservador indica unos 2700 en total, distribuidos de manera
desigual en toda su geografía, pero concentrando el
mayor número en la región de Huesca. Esta
situación es el resultado de una competencia entre la
ciudad y el campo, en la que la primera lleva todas las de
ganar. El lento proceso de modernización
español, iniciado de a poco en la década de
1970, es el responsable de ese flujo de migración
interna que terminó secando de seres humanos a cientos
y cientos de pequeños pueblos y villas peninsulares.
El confort de la ciudad terminó por atraer a todos
hacia ella, venciendo la tradicional resistencia al cambio de
mentalidad pueblerina. No sólo la búsqueda de
confort, también el mayor número de
posibilidades u oportunidades de progresar conllevó al
abandono antes mencionado. En pocos años, y a cuenta
gotas, los más jóvenes se fueron yendo: los
nacimientos se estancaron y llegó un momento en que
sólo los viejos quedaban. A la muerte de estos, las
casas quedaron vacías y de apoco el más
absoluto silencio se tragó a todas las viviendas
vacías, que iniciaron así un proceso de
deterioro ininterrumpido. La tradición y las ventajas
comparativas que todos los pueblos enarbolan a la hora de
autoconvencerse de lo maravilloso que es vivir en ellos, no
fueron suficientes.
Durante la década de 1990, Argentina fue
testigo de un proceso parecido al señalado más
arriba, aunque las causas del abandono de los pueblos del
interior fueron diferentes a las de España.
Aquí, el responsable de todo tiene nombre y apellido:
Carlos Menem, siniestro personaje de nuestra historia que,
inaprensiblemente y guiado por un modelo neoliberal
deshumanizante, destruyó el sistema ferroviario
nacional, clausurando ramales que resultaban vitales para el
mantenimiento de muchísimos pueblos y localidades del
interior del país. Con la desaparición del tren
sobrevino la desaparición de cientos de miles de
personas que vivían en eso pueblos. Menem
invirtió el proceso de civilización iniciado en
la década de 1860 con la instalación de
vías férreas y, contrariando el mandato de Juan
B. Alberdi, despobló el país. Cientos de
núcleos urbanos abandonados jalonan ese proceder en
todas las provincias de la Argentina. «Menem lo
hizo».
Maderas dilatándose y contrayéndose,
graznidos de animales inidentificables la mayor parte, aves),
el viento colándose por las ventanas y miles de
lugares abiertos; ruido de cañerías oxidadas y
en malas condiciones; el goteo de agua acumulada; el
descascaramiento crujiente del yeso de paredes y techos, son
parte de la sinfonía de sonidos que pueblan los
lugares abandonados, en donde el silencio nunca es total.
Sólo el sentido del oído, siempre propenso a la
sugestión y malas interpretaciones, es el que
convalida la existencia de movimientos en sitios
aparentemente inmóviles.
Para los ingenieros civiles (constructores de
edificios y puentes) los lugares abandonados se convierten en
laboratorios donde es posible estudiar de manera directa la
«resistencia de los materiales».
Allí cada elemento se pone a prueba, mostrando sus
miserias y reducidas capacidades de sobrevivencia. No importa
cuán duros fueron. El tiempo los termina deteriorando,
ablandándolos, facilitando así la
comprensión de los procesos que han llevado a la
decadencia material de imperios y civilizaciones del pasado.
Las cosas adquieren su propia historia y lo que muchos
consideran "eterno" se vuelven perecederos y susceptibles a
"morir" como si fueran elementos orgánicos. Los
lugares abandonados fueron/son como espejos en los que
nosotros podemos reflejarnos.
Los lugares abandonados despiertan curiosidad. Nos
atraen, ya lo dijimos antes. Generan dudas y, por supuesto,
hipótesis que intentan resolver esas preguntas
iniciales. La mayor parte de las veces serán
cuestiones irresueltas, incomprobables; generadoras de mitos
que terminarán idealizando el pasado hasta convertirlo
en una "edad dorada".
Los "linyeras", "crotos",
"pordioseros", o como gusta ahora llamarlos,
"personas en situación de calle", tienen
muchos aspectos en común con los lugares
abandonados:
-producen miedo
-generan rechazo
-quedan asociados con "lo mugriento"
-encubren preguntas
-se mantienen en los "márgenes de "la vida
normal"
-se los asocia con cierto ideal anárquico y
libertario
-encarnan la contratara de lo que se considera "lo
civilizado"
-generan nostalgia y dolor.
Escenarios vacíos, silenciosos, cubiertos de
polvo, invadidos por insectos, roedores y aves (incluso por
marginados sociales), los lugares abandonados son la
representación clara y evidente de lo
«no-cotidiano»; entre otras cosas porque parecen
estar al margen del tiempo. Sólo el ojo experto
observa en ellos el cambio. Y no es porque en ellos las cosas
no cambien. Todo lo contrario. Hay tantas cosas que cambian
al mismo tiempo que resulta difícil generar contrastes
entre una época decadente y otra.Los lugares abandonados condicionan nuestra idea de
«lo eterno», negándola,
anulándola de esta ecuación que es la
vida.Inmunda fragilidad, receptáculo de sollozos.
Escenarios palpables de la derrota.Los lugares abandonados nos enseñan que
«no se abdica de un día para
otro». Que el proceso es lento y las decadencias
apenas percibidas. Sólo el tiempo las vuelve evidentes
y recién entonces, al mirar hacia atrás,
advertimos los síntomas que las anuncian. Pero cuando
esto ocurra ya es tarde. Sólo nos queda soñar
con lo que no fue o podría haber sido.Señaló Cioran: «No podemos
reaccionar contra la fatalidad».Los lugares abandonados denuncian a gritos el
infinito precio de cada instante. Y eso nunca deja de ser
tonificante, porque como dice E. M. Cioran:
«rejuvenecemos por el contacto con la
muerte».Los lugares abandonados no disfrazan nada. Se
muestran tal como son. Revelan el esqueleto raído que
en el fondo todos somos. «Himnos
destruidos».Bajo el calor abrasador de La Pampa en verano, en
medio de la más literal de las "nadas", cubiertas de
raquíticos árboles y yuyos crecidos y
amarillos, se yerguen las ruinas (taperas) abandonadas de un
puñado de escuelas de campo que, en su momento,
cumplieron la sarmientina misión de educar al
soberano. Olvidadas por casi todos, se resquebrajan por las
altas temperaturas del desierto pampeano. Ya no se escuchan
los gritos y risas de los antiguos alumnos. Todo es mutismo,
silencio. Silencio y abejas. Muchas abejas construyendo sus
panales en aljibes secos y agrietados. Los cardos
recolonizaron los salones y los pájaros depositan su
guano por todas partes. Los saqueadores también han
hecho lo suyo. Ya no quedan puertas, ni marcos, ni nada. Los
baños están desguasados. Son meros recuerdos
amorfos de los sitios de salubridad que pretendieron
ser.Es raro recorrer estas escuelas abandonadas y
muertas. Es extraño porque no hay nadie ya que las
recuerde. Y sin recuerdos son puro ladrillos desconchados,
desgastados, yermos.Ni la exageradamente inflada honestidad del interior
provinciano consiguió imponerse en las escuelas
abandonadas del campo pampeano. Todos han sido saqueadas
inescrupulosamente (en algunos casos hasta sus mismos
cimientos). Es que la soledad a la que están
condenadas se ve exacerbada por leguas y leguas de desierto.
Son el paraíso mismo de la impunidad. Una Disneylandia
del desguace y el saqueo.Taperas. Con este nombre se identifican en Argentina
a las construcciones, generalmente humildes, que han sido
abandonadas en el medio del campo. Ranchos, cascos de
estancias, puestos ganaderos o pulperías, se
transforman en taperas cuando la soledad las conquista y
empieza su lento proceso de deterioro. No hay forma de que
asen desapercibidas. Con el tiempo se convierten en mojones
de una geografía desolada y puro horizonte. El ojo
entrenado no puede dejar de verlas y aún así
las ignora. Se convierten en una parte más del
paisaje. Acaban naturalizándose. El campo las fagocita
y con ellas desaparece también la memoria.Conozco varias escuelas abandonadas en los campos
argentinos y lo primero que me llamó la
atención fue la sensación de absoluta soledad
que generan. Es aquella una soledad que duele, que cala los
huesos y deja a la mente en stand by. Petrificada, inerte;
pero al mismo tiempo en un estado de ebullición tan
maravilloso que resulta difícil traducir en palabras.
Caminar por ellas es alimentar la imaginación. Recrean
historias cotidianas que, tal vez, nunca sucedieron; a no ser
aquellos actos elementales que se desarrollaban en ellas y
para las cuales fueron levantadas, es decir, las de
enseñar y aprender.Cuarenta años de abandono bastaron para que
la escuela de campo Nº 164 de Ingeniero Luiggi
(provincia de La Pampa), construida en lo que se daba en
llamar «Campo Claverie», desapareciera casi por
completo. No queda nada de ella, a no ser la base del
mástil en el que, a diario, enarbolaban la bandera
nacional, unos pocos cimientos del áreas de los
salones, un tanque de agua partido al medio (lleno de yuyos y
basura) y los pilotes de antiguas columnas de concreto que,
en sus días de gloria, demarcaban la sala de baile de
la región. Una decena de hierros retorcidos,
todavía revestidos con algo de cemento y ladrillos
partidos, soportan los embates del aire frío y
caliente de las desoladas pampas. Es difícil imaginar
en ese lugar a la paisanada bailando, divirtiéndose.
Arrulladas por el cansino canto de algún
pájaro, están en silencio. Un silencio de
muerte, casi audible; en donde lo natural ejerce su
más absoluta hegemonía. Estando en ellas
resulta imposible pensar que, algo más allá de
las taperas, la vida sigue su curso, ignorándolas por
completo.Mástiles abandonados. Cenotafios mudos y
anónimos de la simbología patria. Tumbas del
nacionalismo exacerbado del hombre de campo. Claros ejemplos
de que aún los símbolos de tela más
adorados y respetados, no son más que eso: trapos
viejos sin sentido en un universo que ha perdido todas las
convenciones artificiales fabricadas por el hombre con la
intensión de ser algo distinto, diferente, a los
demás. Las bases escalonadas de cemento roto que
sobreviven sitiados por malas-hierbas, ya no conservan ni el
mástil de hierro del que colgaba «la bandera
esplendorosa que Belgrano nos legó». En su
lugar, un hoyo oscuro y sucio, que acumula algo de agua
estancada, lleno de bichos muertos y telarañas, indica
el sitio exacto en el que se adosaba el erecto y varonil
mástil patrio. Pero de esa masculinidad (por momentos
agresiva) que todos los símbolos nacionalistas poseen,
ya no queda nada. Sólo un agujero. Un simple agujero
que se ha tragado para siempre -en ese lugar- al imaginario
«ser nacional», base de tantos delirios
ideológicos y origen de miles de libros, ensayos,
artículos y notas que pretendieron construir la
artificiosa identidad de un pueblo (nación) que se
volvió viejo, siendo aún muy joven.
Autor
Fernando Jorge Soto
Roland(
JULIO 2011
Buenos Aires
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